16. La fatiga de los materiales

Diciembre trajo la hecatombe. Nico abandonó la facultad de Ingeniería. —No tengo ni tuve nunca ninguna gana de ser ingeniero —dijo de golpe volviendo temprano el día que tenía un examen de una materia que tenía la palabra «estructura» en su nombre. (Debo reconocer que de Ingeniería no entendía ni los nombres de las materias, aunque me causaban gracia algunas cosas que Nico estudiaba, como eso de la fatiga de los materiales).

Habían sido sus padres los que insistieron con Ingeniería, y él, a falta de algo mejor y para no agregar otro punto de conflicto, metido como estaba en la cuestión de cómo contarles que era gay, se había anotado. Pero no le interesaba.

—No me interesa ni ahí —me dijo, y yo, de verdad, no supe qué hacer.

Es que este chico tenía 18 años y por lo que yo siempre había aprendido, algo tenía que estudiar.

¿Yo tenía alguna responsabilidad al respecto?

¿Tenía que decirle que estudiara?

Por lo pronto también estaba trabajando. Daba clases particulares de inglés en casa. Yo le había conseguido algunos «pacientes» (como les decía él) entre mis alumnos. A los que sabía que estaban flojos en inglés, les recomendaba un profesor bárbaro, joven, que te va a caer muy bien. Los chicos jamás sospecharon que Nico y yo éramos pareja. Ni siquiera supieron nunca que compartíamos el departamento, no sé por qué, pero no me animé a decirles que ese lugar al que iban a estudiar inglés, era también mi casa. Nunca me dejé ver por ahí cuando sabía que ellos estaban.

Nunca quise mezclar las cosas.

—¿Sabés qué? Viéndote corregir los ejercicios de tus alumnos, escuchando cómo hablás de ellos, de tu amor por la docencia y eso, no sé, me parece que me dieron ganas de seguir una carrera docente… —me dijo y yo, mariconazo, me largué a llorar.

¡El fuego sagrado de la docencia también nos uniría! Lo habían dicho las cartas.

El corregir con rojo, los chismes corrosivos en la sala de profesores, los dedos manchados de tiza, la lucha por el presupuesto, el presentismo, las amonestaciones… tantos temas en común íbamos a tener que no pude parar la emoción.

Al día siguiente ya tenía todos los programas de los diversos profesorados.

Estuvimos hasta fin de mes entre Filosofía, Instrucción Cívica e Historia.

Nos decidimos por Historia. Nico sería profesor de Historia. Yo ya era profesor de Literatura.

De seguir así podríamos poner un colegio en casa.

¿Cómo iba a saber yo que Nico, siguiendo mi vocación, sin descubrir la suya, me estaba poniendo en el lugar de padre, que no es —como puede deducirse fácilmente— el lugar de tu pareja?

No, no había nada que nos lo anunciara.

Ni él ni yo habíamos empezado todavía terapia alguna. La terapia vendría después, cuando él intentara saber por qué me había dejado y yo intentase superar la angustia de haber sido abandonado; cuando viniesen todas las preguntas que no nos hicimos en ese momento y los comentarios sesudos, y el intento de racionalizar cada cosa que nos pasó. Y la comprobación asombrosa de que uno es un verdadero ignorante sobre su propia vida y que, entonces, cómo pretender entender mínimamente a alguien que no es uno por más cerca que esté. Que vos sos vos, él es él y no hay manera de que él seas vos o viceversa. De que eso de «sos mi vida» es una mentira tan grande como un globo que se infla más allá de lo posible. Y explota. En tu cara. El problema, dice el doctor Gustavo, mi psicólogo, que los amores perfectos, en donde vos te creés lo de la media naranja, no son perfectos ni amores, son sólo «relaciones simbióticas». El psicólogo es el que te explica que lo que vos creías que era sensacional, en realidad, no pasaba de ser una triste enfermedad. Y su trabajo es curarte. Si el amor fuera sano, los psicólogos deberían buscarse otro trabajo.

Pero por el momento, todos contentos.

Era todavía febrero cuando entramos en Casa Tía a comprar dos de cada uno: dos reglas, dos juegos de lapiceras, dos cuadernos, dos carpetas de Garfield, dos gomas de borrar tinta lápiz, dos anotadores, dos lápices.

¡Ah, los lápices!

Se le había ocurrido, no sé por qué, pero se le ocurrían esas cosas, que el que primero gastase el lápiz tenía que hacerle un lindo regalo al otro. Todos los años fue igual. Pasábamos el período lectivo comparando el largo de los lápices. Llegábamos a noviembre con dos pedacitos así, pero ninguno quería dar el brazo a torcer. Era Cecilia la encargada de decretar, cada vez, el ganador. Y las cinco veces declaró empate técnico.

—¡Mirá! ¡Me quedan todavía cinco centímetros y medio! —decía yo, orgulloso, mostrando esa porquería en la que el lápiz se había convertido.

Y él escribía con el lápiz casi perpendicular a la hoja para no sacarle punta.

No te rías, pero me dio como un apuro por encontrar en algún lugar aquellos pedacitos de lápiz. Claro, porque los fui guardando cada vez.

Esperame acá que los voy a buscar…

No los encontré, me parece que es algo más que tengo que dar por perdido, como tantas cosas perdidas con el divorcio.

¿Dije «divorció»?

¿Pude decirlo?

¿Ves, doctor Gustavo, que tan, tan mal, no estoy? El doctor Gustavo asegura que tengo problemas para enfrentar la realidad. Sí, él me habla porque es gestáltico y los gestálticos te hablan. Pero yo creo que no es que tenga problemas para enfrentar la realidad. Sólo que no termino de entender para qué sirve la realidad. Sinceramente, creo que ha llegado el momento de abolir la realidad. ¿O hay alguien a quien le guste la realidad?

¡Vamos! La realidad está de más, es un inconveniente que te hace perder mucho tiempo, que te aleja de las cosas importantes. ¡La realidad es una mierda!

Nico se hizo profesor y toda su carrera la estudiamos juntos.

Tendrías que haberlo visto, enfrascado en sus libros, con los anteojos de marco azul (que a lo largo de su carrera cambió por otros más discretos, negros, porque los de marco azul habían pasado de moda), entusiasmándose con Belgrano, con Castelli, con Artigas. Casi todo lo que ahora sé de historia, lo aprendí de él.

—Nunca supuse que mi vocación hubiera sido la Historia y la docencia, pero estoy tan contento, amor —me dijo el día en que se recibió y yo ya estaba pidiendo nuestra inclusión en el «Guiness del Amor».

Y resulta que él ahora no quiere saber nada con la Historia y mucho menos con la docencia. Que esos son rollos, dice, en los que él entró pero que no sabe si le pertenecen a él o a mí.

Sin embargo, en los meses en que fue profesor demostró que era muy bueno. Conseguí verlo como observador frente a varios cursos y de verdad me quedaba enganchado cuando contaba las intrigas de la Junta Grande y las comparaba, por ejemplo, con las internas de un gabinete presidencial cualquiera. Los chicos quedaban locos con sus explicaciones y yo moría de amor escuchando hasta la historia del Tamborcito de Tacuarí, que es tan tierna, pobre Tamborcito.

Y además, cada tanto, me miraba y sonreía.