14. La pareja ideal

Duramos casi un año. Yo iba a su casa los fines de semana y me quedaba allí con suegros como los de verdad, como los de las películas argentinas: una suegra que hacía comidas para mí y un suegro que me hablaba de fútbol y política.

¡Aleluya!

Finalmente lo había conseguido. Era un chico como todos los demás. Tenía una novia con la que iba a bailar los sábados y le daba besos en la puerta del profesorado. Los miércoles a la noche íbamos al cine y en las manifestaciones antigubernamentales íbamos abrazados. Podía hablar de «mi novia». Todas esas cosas que siempre me habían parecido tan lejanas, tan perfectas y grises, ahora estaban ahí y eran mías.

Encima creo que ella era feliz.

Sólo que era insaciable.

No había manera de conformarla. Adoraba el sexo.

Y para colmo, el mío.

La primera noche que pasamos juntos fue en casa de Alicia, que era del interior y vivía sola. Con una sonrisita nos dejó el departamento y se fue a lo de no sé quién. Ya había supuesto que algún precio iba a tener que pagar por ser alguien igual a los demás. ¿Quería que me señalaran con el dedo? No, no quería.

Y bueno, entonces tendría que acostarme con una mujer, ¿qué otra posibilidad me quedaba?

Analicé la situación y llegué a la siguiente conclusión: podría hacerlo con hombres o con mujeres.

Si lo hacía con hombres me iban a mirar mal, iban a hablar de mí, y me iban a pasar cosas espantosas, iba a tener ladillas y me iban a meter preso, y me iban a apuñalar unos taxi boys sucios con mal aliento y tierra debajo de las uñas.

Si lo hacía con mujeres todos iban a estar contentos. Excepto yo, pero eso no me parecía importante en ese momento.

En lo «puramente sexual», debo confesar que no era excitación lo que sentía en los momentos de intimidad con Sandra. Era simplemente una mezcla de cerebro con algo, qué sé yo, «higiénico» diría. Mi cabeza le daba al pito la orden de que se parase. Y él iba y se paraba. Y entraba. Y salía. Y entraba. Y salía.

Y, ¡pum para arriba!

Y ahí estaba ella otra vez.

—Dale acá, dale Bazán, ¡qué lindo Bazán! ¡Sentí Bazán, sentí!

Y yo sentía casi todo. Excepto lo que ella esperaba que sintiera.

El día en que la presenté a mi familia fue todo un acontecimiento. El nene traía a casa por primera vez una novia. (¿Qué habrán pensado? De verdad, digo, más allá de lo que pueden haber dicho a los vecinos o, más aún, de lo que pueden haberse dicho, ¿qué habrán pensado?).

Mamá sacó la vajilla de la abuela y puso mantel. (Dos hechos que, de por sí, hablaban del acontecimiento histórico que se estaba viviendo). Para quedar bien, Sandra —que se jactaba de ser intelectual y no tenía el mínimo manejo en cuestiones del hogar— insistió en lavar la vajilla usada en el acontecimiento. Estaba en la cocina, acompañada sólo por su habitual torpeza, cuando se le rompió uno de los platos antiguos. Para no pasar papelones metió los pedazos del plato en su cartera y no dijo nada.

Mamá nunca se enteró. Sólo que, al notar el faltante en el juego de vajilla hereditario, lo tuvo clarísimo: Sandra era mechera.

Papá me dijo que a él las mujeres no le gustaban flacas. En definitiva, mis padres no parecieron muy impresionados.

No sabían que yo hacía todo el sacrificio sólo para que ellos se quedaran tranquilos. Me pareció poca alegría para el esfuerzo que estaba haciendo dos o tres noches por semana, cuando Alicia insistía en que nos quedásemos en su departamentito pese a que yo le decía que para qué se molestaba, que no hacía falta, y ella que no, que no era ninguna molestia, que nos veía tan enamorados que seguro precisábamos privacidad.

¡Puta privacidad precisaba yo, que tenía pánico de quedarme solo con esa ninfómana, que apenas Alicia cerraba la puerta, me estaba bajando los pantalones y unos boxers Calvin grises y blancos que nunca supo apreciar!

Para todo el mundo, para los chicos del profesorado o mis compañeros de trabajo (en ese momento yo trabajaba medio día en una agencia de quinielas) éramos la pareja ideal. ¡Qué digo ideal! ¡Recontra ideal!

Cada treinta días me acordaba del cumplemés y le mandaba una tarjetita con un regalito.

Cada vez que nos veíamos le regalaba un chocolatín o cosas así. Sandra estaba pasmada: nunca la habían tratado tan bien. Cuando íbamos al cine elegíamos la película entre los dos; cuando caminábamos le daba el lado de la pared: «Eso ya no lo hace nadie, Bazán», me decía la colorada; le abría la puerta de los autos (todavía no tenía el Taunus 80 bordó, techo vinílico negro), le servía el vino y los domingos cuando salíamos a caminar, apenas preguntaba cómo iba Central, pero no llevaba la radio para escuchar el partido.

Pese a que me mentí, le mentí a Roberto y a todo el mundo, con ella no pude. Tan convencido estaba de que todo era de verdad, de que Sandra no era una pantalla para esconder «mis más bajos instintos», que me pareció muy lógico contarle mi pasado de incipiente y abortado gay. Saqué fuerzas de no sé dónde y se lo dije.

—¿Sabés qué hizo? Decí.

—No.

—Se largó a reír. A carcajadas. Y no podía parar.

—¡Con razón eras tan amable conmigo! —me dijo, y siguió riéndose.

Le dije que sabía que no me iba a pasar más, que los hombres ya no me atraían (¡y yo lo creía!), y que íbamos a tener un montón de nenitos cachetones y coloraditos.

—¿No te jode que haya sido homosexual? —le dije, porque decir «gay» me parecía muy puto, y decir «puto» no se me hubiera ocurrido jamás. «Homosexual» me sonaba como científico. De haber conocido la palabra, me hubiera catalogado de «uranista» o algo así.

—No —me dijo—, sólo que antes tenía miedo de que te engancharas de cualquier otra, ahora también tengo que cuidarme de los hombres.

—No, Sandra, ¡ya fue!

Y en el momento que dije «ya fue», en ese preciso momento, me di cuenta que no «había sido» un carajo. Deberías haber visto el mozo que nos atendió. Cuello largo, frente amplia, ojos así de grandes y unas manos a las que inmediatamente me imaginaba agarrándome las partes. Pero suavemente, digo. El tipo me sonrió con toda la cara y podría asegurar que ignoró la presencia de Sandra. Volví a ese bar al día siguiente. El mozo continuaba ahí.

—Hoy estás solo —me dijo con toda la intención.

—¿Y vos? —le pregunté.

Lo que sigue imaginátelo. Sólo que fue la confirmación de que lo de Sandra era mentira.

Aguanté nueve meses. Fue un parto.

Desde el encuentro con el mozo —la verdad, bastante decepcionante, debo decirte—, no había tenido ninguna otra cuestión sexual descontando, claro, los aprietes, en el departamentito de Alicia, de la colorada calentona que no me dejaba en paz, pero sí había mirado con intención a cientos de chicos hermosos o no tanto que pasaban a mi alrededor.

Por eso me quería casar cuanto antes.

Pensaba «con libreta ya está, ya se me pasó». Habíamos puesto la fecha para dentro de dos meses, cuando Sandra vino con la novedad de un atraso. Yo tuve que preguntar todo porque no tenía ni idea de eso de la regla, los días fértiles, qué sé yo, esas asquerosidades. Ella siempre se cuidaba, tomaba pastillas, y yo en general usaba forros. Pero parece que la vez que no usé forros no sé qué pasó con las pastillas y ahí estábamos.

Esperando un niño.

¡Un hijo!

—Me salvé —me dije.

Con un chico les va a ser más difícil decir que soy puto. Es más, si tengo un hijo no soy puto, por definición. Ya está. Era perfecto. A ella no le causaba ninguna gracia un chico. Su carrera, qué sé yo qué carajo, su realización personal, los viajes que pensaba hacer. Y les tenía asco a los chicos.

Insistí.

Le dije que imaginase un nenito cachetón y coloradito. Que no sería ningún problema en nuestro futuro. Que si yo trabajaba y estudiaba, ella también iba a poder compatibilizar la crianza con el estudio.

¡Ese chico era mío y ninguna colorada ninfómana me lo iba a sacar!

¡Sería padre!

¡Y mi nene sería un lindo gay que a los quince llenaría la casa con posters de Madonna y de Mariah Carey!

—¡Sí, sí, tengamos ese chico, amor, tengámoslo!

Yo ya estaba eligiendo nombres. Quería algo especial, claro. Es cierto, «Cayetano» o «Segismundo», en principio, suenan feo. Pero si el pibe tiene personalidad y sabe llevarlo con hidalguía, ya tiene medio camino hecho. Es un toque de distinción que le regalás de chiquito. Andaba por todas partes con el librito con los nombres cuando Sandra me dijo que se había hecho un raspaje. Que ella no quería un hijo en esas circunstancias. Y que no me consultó porque su cuerpo era de ella y suponía que yo no iba a estar de acuerdo. Y que consideraba que no estábamos lo suficientemente adultos como para tener un hijo, todavía.

Quizás tenía razón, pero para mí fue el final.

Se me cayó todo de golpe, me hice mierda de una vez y dije ¡basta! «Soy lo que soy, toco mi propio tambor» y todo el set «libérate».

Sin embargo, seguimos un tiempo más, pero yo intuía que ya todo había sido. Estábamos haciendo la lista de invitados (por iniciativa mía iba a ser una fiesta monumental, como con trescientos invitados) cuando le dije que no, que basta, que no iba a poder. Vamos, que no quería.

Debo reconocer, no se lo tomó mal. Se lo tomó peor.

Primero me preguntó si era una broma, después me dijo que lo pensase más, después, que bueno, está bien, que ella iba a tratar de entender. Finalmente me gritó lo que se suponía que me iba a gritar. El querido y nunca bien ponderado «¡puto de mierda!».

Y otra vez, la vida continuaba.

Su venganza fue cruel, mucho más de lo que podría haber esperado de la exfutura madre de mis hijos, que menos mal que no nacieron y hoy deben estar agradecidos de la decisión. No sólo contó mi mayor secreto en el profesorado (en donde, debo decirlo, la noticia del corte se tomó con alivio, no sabía que yo era tan querido y que a Sandra no la bancaba nadie) sino que se juntó con quien quisiese, en los bares cercanos al instituto a leer las cartas de amor que yo le había mandado a lo largo de los diez meses.

Y yo le había mandado muchas cartas.

A la lectura multitudinaria en mesas de diez o doce personas, le agregaba ella algunos epítetos irreproducibles y la explicación pormenorizada de hechos más que íntimos en donde yo siempre quedaba como un idiota. Que fui el hazmerreír de media ciudad, eso fue.

¿Quién los entiende?

Es cierto, se le debe haber jodido bastante la cuestión femenina a la pobre. Se había enamorado de un gay, qué sé yo, no debe haber sido fácil para ella. Pero yo fui sincero, che. Y confié en ella. En todo caso parece que le encantaba que le mintieran porque después salió un montón de tiempo con un puto encubierto que le metió los cuernos con cuanto chonguito encontró en Rosario, Buenos Aires y otras hermosas ciudades argentinas a las que tenía que viajar por su trabajo de vendedor. Yo me enteré porque esas cosas siempre se saben.

Por suerte para mí, como en todos los momentos difíciles, ahí estaba Roberto.

Nos emborrachamos y cantamos hasta tarde por la peatonal. La noche era, otra vez, el lugar en el que nos encontrábamos a gusto hablando de mujeres, de hombres, de fútbol, de política, del mundo, de nosotros.

—Tenía mucha tristeza de perder a mi amigo puto —me dijo el conchudo.

Y me abrazó fuerte.

Entonces no me mentí más.