13. «¡Qué bien besás, Bazán!»

Nico no fue mi primera pareja. De hecho, cuatro años antes de conocerlo, a los 22, estuve a punto de casarme. Por civil y por iglesia. Con Sandra. Habíamos puesto fecha y todo. Estábamos haciendo la lista de invitados cuando el pánico me recorrió el cuerpo.

Patético.

Pedí perdón, reconocí el tamaño del error y salí corriendo. Bueno, disculpame, tampoco lo podía tener todo tan claro, ¿no te parece?

Si Roberto había sido tan certero cuando apenas andábamos por los diez años, si era tan evidente que lo mío no eran las mujeres, ¿por qué intenté con Sandra?

Por varias razones:

  1. No quería ser puto.
  2. Lo había pasado muy mal en el secundario por serlo o simplemente por pensar que lo era.
  3. Sandra se enamoró de mí y me hizo las cosas bien fáciles.

Es que en el profesorado de Literatura, como te imaginarás, no abundaban los hombres. Las chicas eran mayoría. Y cumplían dos requisitos básicos:

  1. Eran lindas.
  2. Todas se querían casar.

Sandra era la excepción del primer requisito pero lo suplía cumpliendo largamente el segundo.

¿Sandra no era linda?

¡Qué sé yo! Era alta, de pelo pajoso, rojo desteñido, flaca, muy flaca, pecosa y desgarbada. A la altura del pecho tenía dos tetas, (una en cada lado).

—Osvaldo, si encima que les tenías rechazo, te enganchás con Sandra, ¿cómo te van a gustar las mujeres? —me dijo Roberto apenas se enteró de mi romance heterosexual, descreyendo absolutamente y aconsejándome todo el tiempo para que no lo haga. Pero ojo, no me lo decía de mala onda. Vos sabés cómo es Roberto. Me preguntó si estaba enamorado en serio, o si sólo estaba disimulando y buscaba una pantalla. Me dijo que si estaba enamorado en serio, él no se iba a meter y que bueno, bárbaro. Pero que si era una pantalla iba a seguir siendo amigo mío aunque no le parecía nada bien. Que si era puto (mi amigo se empeñaba en decirme «puto», ¿podés creer?), me la bancase. Para él, supongo, sonaba fácil.

Es más fácil ser el amigo heterosexual de un puto que ser el puto en persona. Por primera vez, y creo que única, le mentí. Le dije que con Sandra todo era distinto. Que era amor de verdad.

Tengo un atenuante: yo también me mentí.

Me quise convencer —y no me costó nada— de que finalmente me había curado de esa cosa increíble que me había pasado, de ese entretenimiento infantil de no querer decir nada con respecto a mi orientación sexual. «Bueno, es entendible —me decía— a los doce años es difícil conseguir chicas, y los chicos estamos en períodos de búsqueda y experimentación; le pasa a todo el mundo». Así explicaba los toqueteos furtivos en el vestuario del club, o con los compañeros que se quedaban a dormir en casa cuando nos juntábamos a estudiar, o con los ocasionales chicos que habían aparecido en mi pubertad y en mi adolescencia. «Cosa de chicos».

Con Sandra era otra historia. Sandra se me había tirado en el bar del profesorado. Hacía tiempo que se me insinuaba y yo sólo me ponía colorado y nada más. Entonces, Alicia, otra compañera, un día, antes de entrar a una de las pedagógicas, me sacó al pasillo y me dijo:

—¿Cuándo te vas a dar cuenta de que Sandra está muerta con vos?

—No jodás —le dije.

—¡Hacé algo, Osvaldo, esa chica ya no come por vos!

Y bueno, soy de Leo. Y andá a decirle a un leo que alguien no come por él. En principio me dio curiosidad. Así fue como esa chica empezó a comer y a comerme. Era raro. Me llamaba por el apellido.

—Bazán, te quiero —me decía.

Y yo también la llamaba por el apellido.

En el bar del profesorado, yo repasaba Hispanoamericana II cuando Sandra se sentó enfrente. Le ofrecí una de las medialunas que tenía y me dijo que no. Le pregunté por qué no comía.

—Porque si como pierdo tiempo y no puedo mirarte.

Hay que ser muy puto para no enamorarse de una mujer que te dice eso. Y yo era muy puto pero quería dejar de serlo. Abrí mucho los ojos, ella prácticamente se tiró sobre la mesa y me besó en la boca.

—¡Qué bien besás, Bazán! —me dijo, se rió, y vino a sentarse a mi lado.

¿Qué podía hacer?

Y así fue que nos pusimos de novios.