Mi estado era calamitoso y no me salía disimularlo. Tanto tiempo sin ver a Nico; esa última conversación incomprensible en el teléfono de Flor; no sabía qué carajo pasaba y no tenía cómo averiguarlo.
Casi nada me motivaba, ni siquiera el ejercicio que estaba haciendo con los chicos de quinto de una escuela pública de barrio. (Como si fuera un dato especialmente elegido para la historia, justo era la escuela en la que Nico había hecho la primaria. Sí, por Ovidio Lagos, pero no voy a decir nada más). Les pedí a los chicos que llevaran a clase lo que estaban leyendo. No te das una idea de lo interesante que era. Stephen King, Jorge Amado, El Gráfico, Fontanarrosa, Dolina, Benedetti (y bueno, qué va’cer). Es mentira que los pibes no leen y comprobarlo una vez más me daba un poco de aire. Pero tenía la cabeza en otra parte. En un departamento contrafrente de la calle Catamarca de una familia venida a menos.
Una chica, Lucía, me estaba dejando con la boca abierta porque andaba por el tomo cuatro de En busca del tiempo perdido, que había sacado de la biblioteca del barrio.
Marta, la celadora me vino a avisar.
Me esperaban.
Al asomarme por la puerta vi el pulóver azul con dibujos geométricos negros de ya sabés quien.
Proust podía esperar.
Íbamos en busca del tiempo perdido. Dejé a Marta con la clase y salí al patio.
Hacía un frío atroz. Sólo el busto de Sarmiento fue testigo de la escena.
Sonreí, ni sé por qué, pero sonreí.
Sarmiento y Nico, no.
Me extendió la mano con las llaves de mi casa. Ni me acordaba que tenía una copia. Sí, me acordaba, y todas las noches me parecía que venía a visitarme y nunca vino.
—Me había quedado esto tuyo y como no soy cobarde, acá estoy, dando la cara por última vez.
—Nico, creo que acá hay un malentendido.
—Sí, de eso no me quedan dudas. Hay un gran malentendido. Ni vos ni yo somos lo que creíamos que éramos hace unas semanas, o unos meses. Sólo eso. Me equivoqué, pero ya está.
—Nico, ¿qué te dijo tu viejo en casa?
—Lo que vos le fuiste a decir.
—¡Yo no fui a decirle nada!
—¡No me mientas más, Osvaldo!
—Yo no fui a decirle nada, te juro. Él apareció allá en el colegio y me dijo que si seguías viviendo en casa hacía la denuncia a la dirección. Sos menor, me reventaba si lo hacía. —Abrió los ojos así de grandes e hizo un gesto de asombro.
—¿Vos no fuiste a buscarlo para decirle que me sacara de tu casa? ¿Vos no le dijiste que te daba exactamente lo mismo que estuviera yo o cualquier otro? —me preguntó, cayendo en la cuenta del engaño del que había sido objeto.
—No, amor. No fue así. Él vino a apretarme. Mal. En medio del colegio. No me quedó ninguna posibilidad.
—¡Qué hijo de puta! ¡¿Cómo fui tan boludo?! ¡¿Cómo le volví a creer?!
—No sé, no sé cómo fue, pero si no me importases nada, ¿te iba a llamar por teléfono o iba a montar guardia en la puerta de tu casa?
—Sí, me resultaba extraño, pero estaba tan deprimido que no pude ni darme cuenta.
Las cosas más intensas que me han ocurrido siempre tuvieron que ver con el amor.
Su presencia o su ausencia.
Su llegada o su despedida.
Su certeza o su incertidumbre.
Habíamos terminado de pasar una prueba o mejor, nos estábamos dando cuenta que estábamos en medio de una prueba. Y tuvimos tanta fuerza, tanta voluntad para vencer que me parece más incomprensible el hecho de que, un día, Nico se haya ido.
Pero se fue.
Claro que en el medio, estuvieron los mejores seis años de mi vida.