9. Mi mamá

Pasé otro mes en la más profunda depresión. Ya ni me quedaba el consuelo de jugar al detective porque él me había pedido que no lo hiciese. Ni mis amigos, ni mis alumnos, ni el taller (adonde Nico jamás volvió) podían servirme de alivio. Mi trabajo me gustó siempre, me sigue gustando. Me emociona pensar que puedo hacer alguna cosa para que los demás tengan ganas de leer. Y, en general, no lo hago nada mal. Pero bueno… en ese momento el trabajo no me servía de nada.

Daba las clases de memoria.

Corregía los trabajos como si fuesen de matemáticas.

Por suerte uno tiene madre, el buen lugar al que parece que siempre queremos volver.

Mamá vino de visita, como hacía habitualmente, con su radar a cuestas cuando notaba que el nene (el «nene» soy yo, hijo único, qué va’cer) andaba un poco mal. La señal más clara la tenía cuando yo no aparecía por casa los domingos a compartir el incomprensible optimismo familiar, regado de buenas intenciones, promesas de un progreso que jamás se cumpliría y una felicidad que es buena porque asoma allá, en la raya del horizonte.

Primero vinieron las noticias del barrio y los familiares lejanos, el asombro por casamientos, herencias, accidentes, estafas menores, todo de gente a la que yo hacía diez años que ni veía y no tenía ninguna gana de ver, pero que mamá insistía en que pertenecieran a mi vida cotidiana.

Después pasamos a terrenos más personales.

—Papá pregunta por qué no vas… —era siempre el comienzo.

—Estoy ocupado, má, decile que estoy muy ocupado —contestaba yo sin despegar los ojos de una descripción delirante de El Cid Campeador. (González, uno de los mejores alumnos de quinto segunda, lo comparaba con Batman, decía que por hacerle caso al Rey perdió los mejores años de su vida. Y encima no tenía batimóvil).

—Ah, bueno, le digo… —decía mamá, y yo sabía que no faltaba nada para la pregunta que tenía anudada en el cuello. «Va a preguntar por Nico, me juego las bolas a que va a preguntar por Nico», pensé. Siguió preparando el mate, abriendo el paquete de facturas que había traído y, como si no importase, preguntó:

—¿Y el chico que estuvo viviendo acá? ¿Cómo se llamaba? ¿Nicolás, no? —¡Lo hizo! ¡Pudo hacerlo! ¿Qué carajo contesto?

—Se fue.

—Sí, de eso me di cuenta, pero, ¿por qué? Eran buenos amigos, ustedes, ¿no? —insistía.

—Sí, claro. Bueno… mucho no lo conocí —yo no levantaba la vista del ejercicio que estaba corrigiendo.

—¿Cómo? ¡Si estaba viviendo acá!

—Sí, no, lo que quiero decir es… dejá.

—Pero eran buenos amigos.

—Sssí, digamos que sí.

Y entonces, como empujada vaya uno a saber por qué, la pregunta que durante años no se había animado a hacer. La pregunta que durante años temí y ansié que hiciese.

—¿Eran buenos amigos o eran pareja? —preguntó al mate, como si fuera más importante no derramar ni un palito de yerba que saber, finalmente, si tenía o no un hijo trolo. El único, para más INRI. Estaba buscando la confirmación de lo que venía sospechando desde hacía tanto, desde que dejó de preguntar por mi novia, desde que contestaba tantos llamados de amigos a los que nunca conocía. («Che, ese chico Adrián que te llamaba tanto, ¿por qué no llama más?», por ejemplo, o «¿Le debés algo a ese chico Hernán que te llama a cada rato como desesperado?»).

Pero, ¿habrá querido esa confirmación en serio?

¿O habrá preferido una mentira piadosa para no tener que preguntar más?

Me encontré con 26 años y ninguna gana de mentirle a una de las personas más importantes de mi vida.

Si siempre supo…

¿Por qué me costaba tanto?

¿Por qué no podía contarle todo y pedirle ayuda?

Estaba hablando de amor. Tan malo no era.

Era mi mamá, ¿cómo no me iba a entender? Bueno, había tantas madres de amigos míos que al enterarse se tiraban de los pelos, iban de rodillas a Luján con una vela encendida en la mano o expulsaban a sus hijos de casa. Ahí tienen, sin ir más lejos, el caso de Nico. («¿Qué estará haciendo Nico en este mismo instante?», pensé, pero eso no me ayudaba a la respuesta que tenía que dar). Parecía que había llegado el momento de la verdad. Junté coraje y contesté:

—¿Cómo se te ocurre? —me escuché decir y las palabras no eran las que yo siempre creí que iba a usar en estas circunstancias.

Me miró; hizo un silencio; eligió una tortita negra.

—Era una broma, che, ¡qué poco sentido del humor! —Sentándose conmigo a la mesa de la cocina me dio el primer mate. No sé qué, pero hay algo en los mates de mi mamá que no me gusta, será que calienta mucho el agua o que mueve la bombilla, no sé.

Diez minutos de silencio son demasiado para cualquiera. Para mi mamá, es como tres eternidades más Ben Hur, más Lo que el viento se llevó, más Danza con lobos, más Titanic. Pero pasaron diez minutos de silencio y yo no podía corregir un puto ejercicio más y mamá miraba el techo de la cocina y, por primera vez desde que la conocía, no hizo comentarios sobre una telita de araña que acababa de aparecer ahí colgando, ni hizo una exposición detallada de las bondades de la yerba que ella compraba en su casa, en detrimento de la que tenía yo, que habrá sido uruguaya y lo que quieras pero es muy finita y pasa por la bombilla.

—Sí, má. Éramos pareja, o algo así… estábamos empezando, pero me parece que se pudrió.

Debía ser que teníamos tiempos diferentes, porque nunca en la vida yo había necesitado tanto que ella hablase, que dijese algo, que diera una señal, una cualquiera, para saber cómo estábamos. Y nunca en la vida ella estuvo tan callada, tan poco comunicativa. Justo ella, Miss Talking Head.

—¿No vas a decir nada? —Y estiré la mano para hacerle una caricia.

—¿Qué querés que diga? No esperaba esto…

—Sí lo esperabas…

—… sí.

—¿Estás desilusionada?

—¿Por qué? Es tu vida, vos sabrás. —No podía levantar los ojos, no podía mirarme.

—¿No me vas a querer más?

—No seas estúpido. Soy tu mamá, ¿cómo no te voy a querer?, si… ¿Alguien más lo sabe?

—Mis amigos lo saben, algunos compañeros del trabajo, la tía Alcira. —En realidad, la tía Alcira no era tía, era prima segunda, por el lado de mi papá, pero como era de una edad indefinida e intermedia entre mis padres y yo, y ser «primo segundo» era demasiado burocrático para la relación que tenía con la familia, siempre fue «tía».

—¡La tía Alcira! ¿Y cómo no me dijo nada la tía Alcira? ¿Por qué supo ella antes que yo?

—Porque ella es lesbiana, má. —Y noté que era demasiado para una tarde. Me acordé de que ella no lo sabía.

—¿Eh? ¿Lesbiana? ¡Claro! ¡Por eso le gusta tanto el TC 2000! —Y rió. Y su risa fue un bautismo nuevo para mí.

Nos abrazamos y me pareció que la foto de ese momento podría haber sido el póster desplegable de la TodoTrolo de septiembre. Lástima que la revista todavía no exista.

—¿Y Cecilia y Roberto saben?

—Sí, claro.

—¿Y qué dicen?

—Nada, no tienen nada que decir. Me quieren, soy su amigo. Roberto es como un hermano para mí. Y también sabe el hijo del tío Chichín, Juan Carlos, que siempre fue muy bueno conmigo.

—¿Y mis nietos?

—Olvidate.

—Yo quiero nietos.

—Por ahora… Por ahora es poco lo que puedo hacer al respecto pero, viste hoy la ciencia avanza que es una barbaridad —quise hacer un chiste.

—¿Te puedo hacer una pregunta? No sé, tomalo bien, pasa que por ahí es una tontería o qué sé yo… No te ofendas, yo no entiendo nada de esto… —Me asusté. ¿Una pregunta? ¿Qué? ¿Qué me va a preguntar? ¿Si soy activo o pasivo, que es la fantasía de todos los heterosexuales? ¿Me va a preguntar si «ya pasó algo»? ¿Si duele? ¿Qué me irá a preguntar?— ¿No te parece que te podés enamorar de una chica, no sé, así, una chica buena, aunque tenga el pelo muy cortito? —Respiré aliviado.

—¡Ah, má!… ¿Cómo saberlo? Me parece que no, pero… mirá, es tan raro todo. Yo no sé por qué me pasa esto a mí. No tengo ni idea. A veces me miro al espejo y no entiendo nada. Y todo es tan extraño que andá a saber si algún día no me gusta alguna chica. No lo veo, de verdad, me parece que no. Estoy casi convencido, pero asegurarlo no podría. Yo nunca hubiera pensado que me iban a gustar los chicos.

—¿Y no vas a hacer escándalos vestido de mujer y eso; no me vas a robar las pinturas, no?

—No, por ahí no se me dio. Por ahora no se me dio.

—¿Y en el barrio quién sabe?

—No sé, al barrio hace mucho que no voy… Ah, el que sabe es Tomasito, el hijo de don Tomás.

—¿Él también… no?

—Sí, él también —dije, y no quise ni recordar cómo fue que mutuamente nos enteramos. Era otra historia, habían pasado muchos años.

—Pero él es medio mariconcito, vos no.

—Tuve más suerte.

—¿Más suerte por qué? Será mariconcito pero es una excelente persona. —Mi mamá me estaba dando lecciones de corrección política.

—Tenés razón, má.

—Bueno, pero a papá no le digas nada. Él es más chapado a la antigua, ¿viste? —Hubo otro silencio, este mucho más corto, y finalmente preguntó lo que de verdad tenía ganas de saber—. Y ahora contame, ¿qué pasó con Nico?

Le hablé de mis últimas penurias, le conté lo que sabía de tía Alcira y algunas otras cosas más.

Nos abrazamos, reímos y lloramos.

De todas las cosas que tiene mi mamá, lo que más me gusta, es que sea mía.