5. Noticia para la familia

En una semana estábamos viviendo juntos. Es increíble con la facilidad con que se puede decir esa frase, cómo pierde peso ahora cuando te lo cuento: «En una semana estábamos viviendo juntos». ¡Por favor! Parece que fue que Nico agarró sus cosas y se instaló en casa y estábamos recontentos y ya está, dame las perdices que hago el guiso.

No fue así.

Nico no agarró cosa alguna porque entre su hermano y sus padres no le dieron tiempo.

Lo echaron. Literalmente.

Le dijeron cosas como «moriste para nosotros», «prefiero un hijo asesino antes que un hijo puto», «¿cómo nos hiciste esto a nosotros?», «¿cómo le vamos a contar esta vergüenza de la familia a los tíos?», y algunas otras frases que demuestran hasta qué punto la familia es el lugar en el que mejor se te acoge y el bastión que te va a defender en los peores momentos. La célula básica de la sociedad funcionando a pleno.

Desde mi cumpleaños en adelante, Nico pasó a dormir en casa todas las noches. Yo salía tarde del último de los colegios y cerca de las diez de la noche escuchaba los tres toques mágicos del portero eléctrico.

Era nuestra señal.

Entonces subía y bueno… compatibilizábamos las demandas físicas con las cuestiones químicas. Después, la charla en mi colchoncito de una plaza, las expectativas de un futuro que parecía lejano. Y perfecto, como todo lo lejano. Mi departamento era todavía un departamento, no un hogar. No tenía cama. Bueno, no tenía casi nada, excepto la heladera, el televisor en el piso y un equipo de música heredado de un tío. Ojo, era principios de los 90, cuando hablo de «equipo de música» estoy hablando de discos de vinilo, no sé si llegaste a verlos. Esas cosas redondas, negras, en las que la primera canción siempre estaba rayada. Y muchos libros, revistas, diarios, discos y cassettes por todas partes. Y las cajas vacías de pizza que servían como platos. Platos de pizza, claro, menú fijo de todos los días, excepto las noches de empanadas.

Hasta ese momento ni el orden ni el confort, y mucho menos el lujo o el buen gusto, habían entrado en casa. Mi departamento, simplemente, era un lugar tan bueno como cualquier otro para vivir. Con decirte que la lamparita colgaba, solitaria, potente y blanca, del medio del techo, y no me entristecía.

Y además, vivir era una cosa que yo hacía sin darme mucha cuenta porque no estaba enamorado.

Fueron noches de mucho viento y los marcos del ventanal del dormitorio hacían ruido, así que les pusimos unos papeles de diario para acolchar el alboroto. Cerca de las seis de la mañana, Nico, casi sin que yo me despertase, se levantaba, se vestía, bajaba con mi llave, abría la puerta del edificio, la dejaba abierta, subía otra vez, me dejaba la llave en el living y volvía a bajar y se iba.

Al principio sus padres no notaron que estaba llegando tan tarde. Pero un día don Julián, su papá, dejó la llave puesta con media vuelta en su departamento. Eran las siete de la mañana y Nico no tuvo otra posibilidad que tocar el timbre para que lo dejaran entrar. Inventó una mentirita y pasó. Al día siguiente, otra vez. Al tercer día le dijeron que no entraba más a esa hora.

Nico, sin preocuparse demasiado, fue a bañarse con tan mala suerte que doña Ángela, su madre, que lo seguía por todo el departamento llenándolo de reproches, estaba ahí cuando se sacó la camisa y notó en su espalda tres manchas violetas. Había sido una noche de aquellas, comprenderás. Fastidiado por el acoso, Nico no tuvo mejor idea que contar toda la verdad.

—¡Y no le échen la culpa a Osvaldo, que por supuesto que no fue el primero! —les gritó despertando a Manu, el hermano, un osote de 27 años que sí fue el primero en querer pegarle.

Apenas me lo contó yo ya estaba pensando «¿cómo que no soy el primero?», pero como estábamos llorando los dos y todo era muy reciente, me pareció que no daba para el reproche.

Después, nunca se lo pregunté.

Ese es un tema que ha quedado pendiente.

¿Cómo que no fui el primero? ¡Tenía 18 años, el muy puto!

¡Y andá a saber en qué carajo de historias habrá estado metido! Ahora que lo pienso, no sé si hizo tan bien doña Ángela cuando impidió que Manu le metiese un derechazo en el hígado. Ahora yo también se lo metería.

No, mentira.

Yo no le pegaría a Nico.

Al menos, no un derechazo en el hígado. No manejo bien la derecha.

Faltaba poco para las nueve de la mañana todavía cuando sonaron los tres timbres en casa. Me sorprendí. Yo estaba ya saliendo para dar clases cuando Nico subió con los ojos rojizos y una remerita, pese al frío.

—No puedo volver más. Me quedé sin familia. Solo te tengo a vos… —me dijo llorando mientras me abrazaba como nunca nadie me había abrazado antes, como nunca nadie me abrazaría después.

Y sí, sentí que estábamos solos en el mundo, pero el compromiso no me parecía tan pesado. Sospeché que Snoopy venía de camping a casa.

Llamé a los colegios para decir que no iría. Le hice un té, le di un buzo y lloramos juntos un rato, sentados en el suelo, viendo el día desde el ventanal del living por donde entraba un solcito tibio y los ruidos sucios de la ciudad.

Ahí comencé a pensar que tal como venían las cosas, yo, aunque obsesionado por las cartas de Florencia, no tenía demasiado claro que quisiera vivir con Nico, así, de golpe. Sí, Snoopys y eso está bien, pero, ¿estábamos hablando de convivencia? Es que hacía ya unos cuantos años que vivía solo y me estaba poniendo un poco mañoso. De golpe creí intuir que los canales de la tele iban a cambiar sin que yo tuviera el control remoto en mis manos, y temí que me apareciera en el equipo un disco de Phil Collins, o no encontrar el diario del día en su lugar, al lado del inodoro. Mi departamento no estaba preparado para la presencia de otro habitante.

Nico no estaba preparado.

Yo no estaba preparado.

Pero ahí estábamos, con la familia de él hecha una furia porque el hijo no iba a darles nietos, con Nico echado «con lo puesto» (pantalón, borceguíes, anteojos de marco azul, remerita porque no le dejaron ni agarrar la camisa) y yo haciéndome responsable de tres manchas violáceas en su espalda.

Y encima, no había sido el primero.

Yo quería amor, claro, y los pescaditos de colores y los ositos de peluche, pero una cosa es Snoopy de campamento por un fin de semana y otra muy distinta dos cepillos de dientes, un despertador que no suena para vos y tener que negociar pizza o empanada cada noche. No sé si quería que me ocuparan el baño o que alguien comiera el dulce de sandía que mi tía del campo me mandaba cada tanto. (Todavía no sabía de los exóticos gustos de Nico y su rara aversión por la fruta más grande del mundo). Yo no sabía si quería ver luz desde la calle cuando miraba hacia mi departamento, o resignar la novela brasilera que seguía por la tele, o compartir un colchoncito así de chiquito.

O no poder salir de levante una noche de estas.

Yo no sé si quería.

En una semana estábamos viviendo juntos.

Y, sí, seguro, claro, lo habíamos decidido entre los dos.