Las señoras del taller lo adoptaron inmediatamente como el nieto perfecto.
Pero él me miró y sonrió.
A ver, no sé cómo describir esta situación.
Él y yo ahí por primera vez.
Yo, con la certeza que me habían dado las cartas.
Él, con su fascinación por las letras.
Empecé a hablar.
Si Magdalena hubiese entendido algo de la vida, se habría dado cuenta en el momento. Pero Magdalena no entendía casi nada de la vida, excepto que era una buena lectora. Casi naturalmente dejó que yo copase la charla. Que expusiese mis hechizantes conceptos sobre el poder de comunicación de la palabra escrita, sobre los corazones que derraman tinta, sobre el amor y esas cosas.
Si bien, como ya dije, soy simpático, en general no soy muy extrovertido si tengo público delante. Menos aún si el público es el círculo selecto y senil del taller «Dulce Palabra». Pero esa tarde, ¡ah, esa tarde! Esa tarde hablé, hablé, hice chistes deliciosos, comentarios agudísimos, precisiones certeras sobre la literatura, el mundo y sus alrededores.
Total, que Nico quedó embobado.
Un ¡plop! suyo para compensar mi ¡plop!
Hay demasiadas teorías, mucho piripipí, cientos de poesías y canciones y dimes y diretes sobre la aparición del amor, sus efectos y consecuencias. No veo ninguna razón para que yo no esboce mi propia teoría, mi piripipí propio, mi bolero desesperado, mi dime y mi direte. Para mí, la llegada del amor fue una cosa física que sentí acá, en medio del pecho y una cosa química que sentí en todo el cuerpo. Experimenté algo que se abría a la altura del esófago. Y los brazos quedaron flojitos. Y los ojos húmedos. Y la mandíbula caída. Y las piernas me tiritaban. Y el corazón, mira vos, el corazón andaba como saltando en un prado florido. Y sí, me había puesto irremediable y exquisitamente cursi.
Pocas cosas más lindas que la grasada a la que te empuja el amor, cuando aparece. Digo yo, bah.
Al terminar la charla, Adelina (una de las confirmaciones de que en seis días no se puede terminar una creación y quedarse contento de brazos cruzados esperando que te levanten catedrales en todo el mundo, pedirte un sobrenombre de superhéroe tipo «Todopoderoso» y poner cajas de recaudación en la plaza de cada pueblo) fue a la cocina y trajo la torta que había hecho por mi cumpleaños. Un chueco bizcochuelo Exquisita con cobertura de chocolate mal desparramada, que demostraba que la culinaria no era la rama del conocimiento humano en la que Adelina podía destacar. Tampoco lo era la literatura, pero eso lo habíamos comprobado penosamente a lo largo de los últimos cuatro meses.
Le había puesto velas con números. El dos y el seis, pero no del mismo estilo porque no consiguió. El dos era como un patito con pico y todo, el seis —hay que decirlo— era bastante más serio. Cuando soplé el patito de cera y el seis formal, en medio de la algarabía general, pedí en voz baja los tres deseos, a saber:
Y lo miré directo a los ojos.
Él lo notó, porque entre el segundo y el tercer deseo, bajó la vista y no pude ver si estaba colorado porque Adelina había apagado las luces. Vino entonces el momento de la verdad.
En la puerta del edificio de Magdalena nos despedimos todos. Había mucho viento, ese viento con arenisca que siempre me recibe para mi cumpleaños y tanto me molesta porque no entiendo cómo fueron a elegir para mi nacimiento la peor época, con ese frío, el momento más desangelado del año. Debe ser por eso que los leoninos tenemos este espíritu de liderazgo, este carisma arrollador: sentimos que llegamos al mundo en medio del frío y la ventisca, la helada y todo lo gris. (Válido solo para la gente del hemisferio sur, los del hemisferio norte, se sabe, tienen otros mambos). Casi sin darnos cuenta, (je) nos fuimos quedando solos con Nico y empezamos a caminar. Su voz era una especie de catedral grave que impactaba por su seriedad. Su sonrisa desmentía cualquier solemnidad. (Disculpá el tono, salía del taller literario «Dulce Palabra», sabrás comprender).
Los heterosexuales la tienen más fácil en esta circunstancia.
Ellos saben que ellas son mujeres y que —en gran mayoría— gustan de hombres.
Ellas saben que ellos son hombres y que —en gran mayoría— gustan de mujeres.
No corren el riesgo de que los miren con sorpresa diciéndoles: «Pero… te confundiste», o el más común y simpático «¿Qué te creés que soy?, ¡puto de mierda!».
Yo de Nico —además de las noticias de las cartas y el acelere de la sangre que estaba sintiendo y la venita de la frente que iba y venía como si jugara al elástico— no sabía casi nada.
O lo que era más importante, no sabía su orientación sexual.
¿Y si era un pibe bien tipo Roberto, que me sale con que «todo bien», pero que no era su onda?
¿Y si me habla de su novia? (Ya me imaginaba yo una bruja gorda desagradable y olorosa con calzas flúo y sandalias con zoquetes, una mandona insoportable que le iba a hacer la vida un verdadero suplicio).
¿Y si miraba disimuladamente a las mejores chicas que pasaran por la peatonal metidas en sus pantalones ajustados y sus camperitas de cuero?
¿Y si, por error, no era puto?
¡¡Basta de amigos comprensivos que no curten!! De esos ya tenía varios y con ellos me alcanzaba. Yo estaba buscando otra cosa. (Verbigracia: las noches del balcón, Snoopys, peluches, etc.).
No miró a una sola chica en las cinco cuadras en que fuimos caminando. No me habló de su novia. Tenía 18 años.
Se paró frente a la vidriera de Perfumerías Ivonne y comentó lo caro que estaba el Calvin Klein, aunque tenía un frasco de Jazz que le habían regalado, dijo.
Le gustaban Truman Capote, Madonna y sabía hacer un lemon pie que le salía bien, dijo.
(«Si no se come la masita, rasguña el paquete», decía Roberto cuando me quería comentar la supuesta homosexualidad de alguien, pero lo decía sin maldad, vos sabés cómo es Roberto).
Vivía con sus padres y su hermano mayor. Estaba en primer año de Ingeniería.
Sabía inglés y «computación», como se decía en la época a los que habían desarrollado conocimientos que sobrepasaban la carrera de los pacmans, umbral que, de no ser superado, te dejaba para siempre en la puerta del siglo que se venía.
Se ponía colorado cuando lo miraba a los ojos y me quedaba callado.
Llegamos a Córdoba y Paraguay. Yo tenía que seguir por Córdoba hasta España. Él tenía que seguir por Paraguay hasta Catamarca.
Le dije si quería tomar un café. Me dijo que lo esperaban en casa. Me dio un beso en la mejilla, casi en la comisura de los labios y se fue. Corriendo. Telenovela pura. Me quedé parado en la esquina de la plaza. Me quedé con el beso en la comisura y los ojos húmedos. Y el pecho saltando y el corazón agitado y la venita de la frente como borracha y la mandíbula por el piso y las piernas asegurando que no aguantaban tanto peso. Me quedé mirando cómo se iba.
Cuando ya supe que no iba a volver respiré hondo y seguí caminando. Despacito, claro.
Hice una cuadra, llegué a Presidente Roca y no sé por qué, volví caminando hasta Paraguay. Casi alcanzando la esquina, vi que él también volvía sobre sus pasos. Y otra vez estábamos en Paraguay y Córdoba.
Puede ser que no hayas andado por Rosario o que no recuerdes que en esa esquina hay una plaza.
Plaza Pringles.
¡La plaza más linda del mundo!
Al menos, en esa tardé de invierno, con viento y polvillo, con los plátanos altos de ramas secas, las estatuas sin cabeza, los skaters y la fuente vacía, era la plaza más linda del mundo.
—No me esperan en casa, mis viejos no están.
Y entonces sin que importase la gente que volvía rápido a sus casas a ver el tramo local de Telenoche, sin que importase el vendedor de superpanchos, el tipo del kiosco de revistas que hacía el paquete de devolución de diarios La Capital, Nico me abrazó y me dio un beso en la boca.
¡Ocho de la noche, invierno, en una plaza de una ciudad cualquiera!
Yo, a mis veintiséis años recién cumplidos, nunca había hecho una cosa así.
¡En plena calle!
Nos tocó bocina un taxista y gritó algo que debe haber sonado más o menos como «¡putos!», me imagino.
Llegados a este punto, ¿cómo se seguía?
Bueno, en realidad, fue la primera vez que me pasó algo que me iba a seguir pasando a lo largo del tiempo y que todavía ahora me dura. La absoluta ignorancia sobre cómo sigue todo. Ojo, no creo que esté del todo mal. Bah, de verdad, me gusta bastante esa incertidumbre. Después de todo, ¿quién sabe qué le va a pasar de ahora en más? Y si lo supieras, ¿cuál sería la gracia? Sería como el Juego de la Oca en donde ya sabés que si llegás a la casilla 22 tenés que retroceder tres y si llegás a la 25 te quedás sin tirar por dos turnos. Por más que no sepas qué número te va a salir, las posibilidades ya están contadas. No. Prefiero la sorpresa. O a lo mejor es que soy un inmaduro. En todo caso, igual también quiero que Florencia me tire las cartas. Supongo que es contradictorio.
—Yo no sé qué es esto porque no me pasó antes. No sé si lo estoy haciendo bien o mal. No sé cómo se hace. Solo sé que no podía llegar hasta casa sin hacerlo. Que fue como una cosa que me dio desde adentro, desde el pecho. Como entre física y química —dijo.
¿Notaste? No, pero, ¿notaste bien lo que dijo? Dijo «física y química». Y eso que todavía no había salido el disco de Joaquín Sabina, ese que se llama Física y química.
Hasta el momento nadie en el mundo había hablado del amor como «física y química». Sólo que yo lo había sentido ese día, esa tarde en el living de Magdalena y él lo había sentido, caminando por Paraguay, sin poder llegar a Catamarca.
Física y química.
¿Qué tal? Más clarito…
Lo que precisábamos con urgencia era un lugar para estar solos y tranquilos. Intimidad. La cueva de los Snoopys, eso precisábamos. Por suerte estábamos cerca de casa. No hizo falta invitarlo, empezamos a caminar uno al lado del otro. (Estaba tan enamorado que hasta era capaz de recitar a… perdón, ¡Benedetti!, ¡mirá lo perdido que me encontré de golpe! Lo del codo a codo y eso, que contá conmigo, no hasta dos o tres, ¡de terror!).
Yo lo miraba y me daba por reír.
Pero mucho.
Y él me miraba y bajaba la vista. La pasión abrasadora del beso de la otra cuadra había dejado paso a una especie de mansedumbre expectante. (No sé si era justo una «mansedumbre expectante» pero en el taller «Dulce Palabra» una vez había usado la expresión y fue muy elogiada por mis colegas, aunque nunca pude explicar claramente de qué se trataba).
Ahora sólo estaba preguntándome si al llegar a casa debía decir algo o debía dejar que las cosas pasaran así, como pasaron con el primer beso. ¡Y no tenía preservativos!
Con Fernando había usado la ultima cajita que tenía, nunca compré de a muchos para no despertar envidia en el kiosco. ¿Le digo que no tengo preservativos? ¿No queda re-mal?
Un incordio.
Si fuera un levante cualquiera, ni lo pensaba. Me paraba en el kiosco y compraba. Pero esto era otra cosa. (Snoopys, ¿si?, ositos de peluche y todo el set «el amor es más fuerte»). Bueno, lo mejor será ver qué pasa y si se llega a «ese momento», apelar a la mejor buena voluntad, ponerse rápido los pantalones y bajar al kiosco. En todo caso, él iba a tener que saber entender. Puedo ser muy loquito, sí, pero con eso no se jode. Son tiempos como para cuidarse. Y si él no se cuida, me interesa menos. Mucho menos. Bueno, lo negociamos, tampoco es para ser un militante del forro. Bah, yo era un militante del forro, pero este pibe estaba cambiándome todos los planes. Claro que de ninguna manera le iba a decir yo, en medio de la calle, a media cuadra de casa: «¡Uy, no tengo forros, pará que voy a comprar!». ¿Y si él pensaba que yo había interpretado mal el beso aquel? ¿Y si quería charlar distendido, tiradote en el balcón, mirando las estrellas, escuchando a The Smiths?
Por primera vez estaba llegando a casa con un chico, hermoso encima, y no estaba pensando en el momento de la cama.
Te juro.
Y él, estaba yo seguro, pensaba lo mismo. Tanto me pareció comprenderlo, tan unido me sentía que podía haber jugado plata a que a él le pasaba lo mismo. Que estaba pensando más en Snoopy que en una cama caliente.
Sí, podía sentirlo.
Telepatía.
Él esperaba una noche tierna y cálida a pesar del frío.
Él quería una charla a fondo en donde nuestras almas se encontrasen y se uniesen por primera vez, yo podía sentirlo.
—¿Tenés forros? —preguntó, al pasar por el kiosco—. Como mi cara entera le dijo que no, entró al kiosco y compró. Yo me quedé en la puerta porque me daba un poco de cosa eso de entrar con otro chico a comprar forros en el kiosco de la señora que me vendía todos los días botellas de agua mineral, Marlboro y galletitas Tentación mousse de chocolate. Pero él, sin problemas, cuando la señora le preguntó cuáles quería, me miró y me preguntó:
—¿Cuáles?
Apenas me escuché decir «cualquiera». No sabía que podía hablar con la cara de piedra que me había quedado.
Bueno, la cosa venía así.
Quizás no estuviera mal una desenfrenada noche de pasión, un encuentro ardiente para después, en la mansedumbre del pucho, ver qué coño hacíamos con nuestras almas.
Física y química. Snoopy y eso.
Sí, sí, no estaba mal.
Es más, yo estaba pensando exactamente lo mismo. Sólo que no me había acordado que no tenía forros. Nunca me resultó tan largo el viaje en ascensor. Tardamos horas en hacer los siete pisos. Horas que aprovechamos para un beso apasionado, un entrecruzarse de lenguas, brazos, piernas y no sé cómo él ya no tenía puesto el pulóver azul con dibujos geométricos negros y yo perdí mi campera de cuero negra, y antes de llegar al quinto piso buscó el botón de mi pantalón y lo encontró y yo encontré el suyo después de pelear con el cinturón y así, todos desacomodados y rojos, con los pantalones por el piso y las carpetas por el suelo, y sus anteojos andá a saber dónde, intenté abrir la puerta de mi departamento, pero no sé por qué, al apoyarme para poner la llave, la puerta se abrió sola y me caí, semidesnudo.
Y al segundo, Nico cayó sobre mí.
Y todos mis amigos que me habían invadido la casa para una fiesta sorpresa, con globos y bonetes, me gritaron: «¡Feliz cumpleaños!».
Y tuve un feliz cumpleaños.