Fernando no era el caballero de las cartas, eso estaba claro pero, ¿habrá sido Nicolás?
«Entendimiento total en todos los frentes», me había dicho Florencia aquella tarde de frío: «Sexo, intelectualmente, espíritu».
¿Y si me equivoqué de nuevo?
¿Y si no era?
¿Y si mientras yo me enganchaba con Nico pensando que era el caballero lleno de copas que venía a poner alegría en mi vida, el hombre de mi vida pasaba por al lado, me sonreía y yo ni lo miraba? (Bueno, eso es medio imposible. Soy incapaz de no mirar a un hombre que pasa y me sonríe. En principio miro, después veo). Pero bueno, ¿donde estará, entonces, el caballero de las cartas, el del entendimiento total?
De ninguna manera.
El amor de mi vida es Nico y ya está.
Que esté ahora un poquito confundido, que me haya gritado «¡andate!», que haya asegurado que sólo le produzco tedio, que me pidiera por favor que no lo llame nunca más, bueno… son circunstancias.
Desagradables, por cierto, pero sólo circunstancias.
No, claro, no hay dudas, no sé cómo pude dudarlo un segundo. No va a volver a ocurrir.
El amor de mi vida es Nicolás y acá estoy yo, esperando que él se vuelva a dar cuenta de que… pero, ¿yo seré el amor de la vida de Nico?
Las cartas no dijeron nada al respecto.
Él nunca dejó que Florencia le tirara las cartas.
¿Tan mal estarán las cosas que él puede ser el amor de mi vida y yo no ser el de la suya?
No creo.
Dicen que Dios es sabio. Lo que me preocupa es que sólo se tomó seis días para hacer todo y es obvio que en algunas cosas puso poca atención. Encima dicen que el séptimo día descansó. Así no hay creación que te salga, dejame de joder.
Cuando entró al taller entendí que era él.
Yo estaba asistiendo al taller literario «Dulce Palabra», con una caterva de señoras mayores que pasaban allí el delicioso tiempo que no ocupaban en seguir las clases de bricolage por tevé. No era mucho lo que aprendía pero a mí me servía para obligarme a escribir porque entre las clases del colegio (ah, no dije todavía, soy profesor de Literatura y tengo a mi cargo seis cursos de secundario) y las clases particulares no me hacía tiempo para escribir. Y entonces con Magdalena —la coordinadora del taller— me conseguía ese tiempo. Lo que dijeran mis colegas del taller me tenía sin cuidado (además de que siempre eran elogios, claro). Ah, todavía no sabés de qué signo soy, aunque lo podés ir adivinando. Pero la responsabilidad de tener que entregar un trabajo y que alguien lo leyese (Magdalena, dentro de todo, tenía un buen criterio de lectora) a mí me servía.
Era un 7 de agosto.
Para mayor alegría, el día de mi cumpleaños. (Lo cual me hace del signo de Leo y te aseguro que tengo todas las características. Soy típico leo). Terminaban las vacaciones de invierno y Magdalena abrió la inscripción para el segundo semestre.
Como se estarán imaginando, por la puerta del living de Magdalena entró Nico.
Yo estaba sentado, contándole a Matilde (una de las asistentes más avispadas) las distintas maneras de leer Rayuela, (ella estaba horrorizada con la escena de la muerte del nenito), cuando Magdalena fue a atender el timbre. Ya nos había anticipado que teníamos un nuevo compañero pero no había dicho nada más.
Y entonces entró Nicolás. Frente amplia, cuello largo.
O sea, ¡bingo!
Flaquito y alto.
Tan alto.
Tan flaquito.
¡Qué lindo, Dios, qué lindo!
Si este buen señor de barba hizo todo en solo siete días (seis, descontando el de descanso de convenio), a Nico lo había hecho en uno de los primeros.
No más allá del martes.
Miércoles, a lo sumo.
Tanta perfección le había puesto.
Sonrió con unos dientes así de grandes, dientes que me parecieron enormes. El del medio un poco torcido hacia la izquierda. Ojos grandes, también, que escondía detrás de unos anteojos de marco azul. Pelo negro, con algunos rulos que se notaba quería disimular a toda costa. También tenía granos pero ese era un detalle menor. Tenía puestos unos jeans comunes y un pulóver con figuras geométricas negras que, si recorrés nuestros álbumes de fotos (mejor, lo que quedó de ellos después del lamentable reparto, uno de los peores momentos de mi vida que no se lo deseo ni a mi máximo enemigo, «esta foto es tuya, esta es mía, y con esta que es de los dos, ¿qué hacemos?, ¿la partimos al medio?». Y aunque no lo creas, sí, la partimos al medio, solo que como estábamos abrazados a mí me quedó su mano y a él la mía), digo, que si mirás las fotos de nuestra historia verás que yo luzco en más de una oportunidad, porque ese pulóver azul fue para mí el inicio de todo.
Tan fuerte fue su aparición que lo único que pude decir fue:
—¡Qué lindo…
Como todos me miraron porque no se esperaban que el profesor de Literatura elogiase la belleza incomparable de un chico que terminaba de salir de la adolescencia, tenía granos y anteojos y una sonrisa tímida, sólo pude agregar:
—… pulóver!
Y cambió mi vida.