2. Cenando con un nazi

Es que las cartas me habían sugestionado. Yo ya estaba convencido de que el primer joven lindo que apareciese era para mí. Me lo había dicho Florencia, y Florencia tendrá defectos como todo el mundo, claro, que a veces la querés matar, sin dar ningún tipo de explicación, de lo convencido que estás de que se lo merece; eso no impide que yo la quiera, pero hay algo en lo que tengo que ser absolutamente sincero. Con las cartas no se equivocó jamás. La mina, lo que te dice, se cumple.

Fue raro cómo empezó su relación con lo esotérico, porque ella en realidad no se dedica a eso, simplemente una vez fue a lo de una señora a que le tirara las cartas. Mucho no creía en eso pero andaba en un período especialmente malo, Flor, que es cuando te empezás a agarrar de las cartas, las velas, los triguitos de San Cayetano, el loteriva, los verdes ensolves, las milanesas de soja y cualquier otra salida mágica. La señora le dijo a Florencia que era muy perceptiva y que si se ponía a estudiar iba a llegar muy lejos, porque le salió una buena carta de las cosas ocultas o algo así.

Así fue que Florencia empezó a estudiar, con esa señora, y así fue como me anunció la llegada del amor de mi vida.

El problema de las cartas es que no te dan nombre, teléfono o dirección. En eso el juego de la copa es más completo porque tiene números y eso. Claro que te imaginarás que yo a eso no juego ni borracho. Me contaron que después en una de esas te queda el espíritu en tu casa, y andá a saber qué tipo de espíritu te puede quedar.

¿Y si es de un hinchapelotas que te asusta de noche?

No, no.

Yo jugué una sola vez y no en mi casa y después rompimos la copa. Y jugué porque Nico lo propuso en casa de Florencia. Y aunque estaba muerto de miedo casi ni lo demostré, excepto por el hecho de que salí corriendo a vomitar cuando la copa se paró frente a mí, porque el espíritu quería sólo hablar conmigo para ajustar cuentas con mis vidas pasadas, porque parece que yo le había jodido la vida al tipo allá por el 1700. Apenas me puedo hacer cargo de lo que hice mal en los seis años con Nico, y este me pasaba facturas de trescientos años atrás.

Bueno, pero como las cartas no tienen nombre ni teléfono ni dirección, saliendo de la casa de Florencia después de la tirada del anuncio, lo conocí a Fernando y pensé que él era el elegido.

«¿Cómo pudiste confundirte tanto?», me dijo Nicolás al mes cuando le conté. Claro, en aquél momento era fácil decirlo. Ahora me pregunto, ¿cuándo me confundí? Eh, Nico. ¿Cuándo? ¡Ja! ¿Viste que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras?

Fue así.

El ascensor me dio paso… ah, no te dije. No es que sea loco ni nada por el estilo. Tampoco es que esté arteriosclerótico. Simplemente, desde hace muchos años (y ya tengo 33, la edad en que a Cristo lo clavaron, o sea que no pierdo las esperanzas) confundo la palabra «semáforo» con la palabra «ascensor». Y las uso indistintamente. Ojo, no me pasa con otras palabras y no es que confunda el concepto. Sé que un ascensor es una caja que te sube o te baja de acuerdo (generalmente) con tu voluntad y un semáforo es un palo con tres luces que impide (generalmente) que la gente ande chocando por ahí en cada esquina.

Vamos.

El semáforo me dio paso a mí, un simple peatón. Y yo iba cruzando la esquina céntrica de Córdoba y España en Rosario, que es donde transcurre la primera parte de esta historia, cuando vi que se me venía encima una bicicleta como las de competición (no me pidas más detalles; de verdad que no conozco mucho de bicis, pero era una de esas como para ir incómodo, así que supongo que para pasear no era) con un joven lindo arriba. Visto a los tres días, yo ya sabía que no era lindo. Es más, era más bien tirando a feote, el pobre. Unas orejas muy grandes, ojeras como para hacer dulce, una nariz como para parar un tren. Petisito y como cuadrado. Pero bueno, la situación, el ascensor a favor, el frío de la tardecita de julio, la predisposición de las cartas.

Yo me dije «es éste».

Más todavía cuando, los dos en el suelo, rodeados por automovilistas con sus respectivos autos que no paraban de tocamos bocina, nos largamos a reír, echándonos mutuamente la culpa. Pero no que él dijera que la culpa era mía y yo dijera que la culpa era de él.

No.

Cada uno quería hacerse culpable del minichoque. Pasó lo que tenía que pasar.

A la media hora estábamos en casa, enredados como descosidos. (Bueno, ¿qué tiene que ver estar «descosidos» con estar «enredados»? En todo caso, espero que la imagen sea lo suficientemente clara como para que te des idea de que estábamos curtiendo a pata revoleada lo que tampoco es muy literal, porque ¿alguien curtió alguna vez revoleando las patas? Seguramente, un incordio). Debo decir que Fernando tenía algunas virtudes que, cada tanto, en las noches claras de plenilunio, puedo recordar con nostalgia y alegría. Pero nada más.

Claro que yo estaba tan sugestionado por la tirada de Flor que hice lo imposible por caer la mar de simpático. Y lo logré.

Uno sabe que cuando se lo propone, lo consigue. Bueno, no siempre, es cierto, pero esa vez yo estaba que muy decidido. ¿Viste esos pequeños detalles como ponerle la almohada debajo de la cabeza, o preguntarle si prefería los Prime rojos (los rugosos) o los grises (que de tan finitos ni se notan), o preguntarle el nombre, o qué música quería escuchar, o saltar de la cama para hacerle un nescuí, o bajar a la calle a comprarle churros, o decirle si se quería llevar algún libro, cualquiera, que después, en todo caso, me lo devolvía, o decirle, simplemente «te quiero»? Bueno, hice todo eso y Fernando cayó rendido a mis pies. No es que se haya enamorado a la media hora de conocerme.

Quedó absolutamente prendado. Quedó abatido.

Lo dejé muerto, bah.

Yo intenté enamorarme. Puse la mejor voluntad. Me quise convencer. Lo miraba y me decía: «tan cuadrado no es, después de todo» o «bueno, en todo caso esa nariz es bastante original», «el hombre cuánto más feo más hermoso». Lo intenté, juro que lo intenté. No me enamoré pero hice como que sí, porque las cartas no se equivocan. Algo me decía que quizás no fuera Fernando el caballero joven del matrimonio que había aparecido en las cartas de Florencia. No sé.

Yo no me lo había imaginado así. Es que para empezar, tenía 23 años. Y yo creí que se trataba de alguien joven. No tanto como para ir preso, pero sí un poquito más joven. Además, como ya dije, no era lindo. Y yo estaba convencido de que el amor de mi vida era lindo. Ojo, no porque yo lo fuese especialmente.

Ya está, te lo digo ahora, no soy especialmente lindo. Soy —ya era en aquella época en que el ascensor me dio paso y literalmente Fernando entró en mi vida— rellenito (rellenito es un metro sesenta y ocho y un poquito más de setenta y cinco kilos sin un solo músculo respetable a lo largo y a lo ancho, porque para mí un gimnasio es un castigo medieval que no puedo sobrellevar) y canoso (pero canoso fui siempre, es una cosa que me viene de familia). Además, lo peor es el cuello. Odio mi cuello: una papada absolutamente desagradable que empezó a aparecer para mi desesperación cerca de los trece y siguió ahí, la muy torpe, creciendo alegremente como si no dependiese de mí, como si quisiese tener vida propia, como si un día decidiese decirme: «¡Ey, Osvaldo, soy tu papada!, ¿querés que salgamos de joda esta noche?». Casi que llevo la cabeza pegada al cuerpo. Y cuando estiro el cuello para que parezca un poquito más largo parezco Charles Manson con tortícolis.

Y tengo las piernas cortas.

Y no fui especialmente bendecido cuando el Santo Padre se ocupó de mis partes. No, «chizito» es falta de respeto, pero… dejalo ahí. Lo de «no fui especialmente bendecido cuando el Santo Padre se ocupó de mis partes» es suficientemente revelador y mucho más de lo que casi cualquiera diría de sí mismo. (Más información, se ruega comunicarse personalmente).

Pero ojo, mi apariencia exterior tampoco es así, desagradable.

Digamos que paso como «gordito simpático». Sí, si no fuera una expresión tan de mierda diría que sí, «gordito simpático». Además, como no se me nota nada, tengo voz gruesa, pelitos en el pecho y una saludable apariencia revaronil, no me ha ido nada mal. Y encima, dame dos minutos para hablarte y ¡plop! Es que tengo onda, qué va’cer.

Soy simpático.

No, no me cuesta reconocerlo, porque soy bastante objetivo conmigo mismo. Sí, estoy excedido de peso según los parámetros actuales —¿a qué negarlo?—, pero soy simpático. Y eso es una gran virtud, rodeados como estamos de caras de culo que solo pueden reírse con la tele. Aunque por las actuales circunstancias no pare de llorar de día y de noche, pero eso es una situación de momento. De momento me lleva año y medio pero supongo que alguna vez se me irá a pasar.

¿Por qué estaba convencido de que, teniendo lo que tenía para ofrecer al mercado gay de la ciudad, lo que se me iba a dar a cambio era una belleza?

Por pura justicia.

Soy un defensor ferviente de los más altos valores estéticos. Me gustan las cosas lindas, o sea. Y entonces sería un contrasentido que el amor de mi vida fuese Fernando, un prototipo claro de las figuritas Basuritas.

El primer llamado de atención con respecto a mi equivocación sobre el caballero joven de las cartas —que, parece, me enteré después, a todo el mundo le resultaba evidente— me lo dio mi amigo Roberto.

—Che, discúlpame, ¿no?, pero, ¿no es un poco aparato, Fernando? —me dijo, después de bajarnos unos porrones de cerveza en el bar de enfrente de la facultad de Medicina, donde él estudiaba.

Roberto es para mí un oráculo heterosexual. Somos amigos hace muchísimos años, desde que íbamos juntos a la primaria. Él fue el primero en saber que me gustaban los tipos, justamente cuando le dije que estaba enamoradísimo de él. Que nos escapáramos juntos de la colonia de vacaciones, le pedí. Me miró esa vez, creo que andábamos por los diez años, y con su mayor poder de comprensión me dijo: «Sos puto».

«Sos puto».

Pero mirá vos si es cosa para decirle a un amigo de toda la vida. Más aún cuando vos, efectivamente, sos puto y resulta que todavía no lo sabés. Bueno, yo me entere así. Me enteré porque mi amigo Roberto me lo dijo, en una tardecita en la que habíamos juntado ramitas para asar papas y habíamos andado a caballo y habíamos jugado a la pelota y nos habíamos bañado en el río Carcarañá. Yo no sabía cómo se respondía a la frase «sos puto».

Además, porque no me lo dijo como me lo dirían algunos otros después a lo largo de los años, así onda «puto de mierda» o su variante más común: «¿Qué mirás, puto de mierda?». (Porque hay gente estúpida, dejame de joder, ¿no es recontra claro lo que estás mirando, cuando te dicen eso?).

No, me lo dijo como un diagnóstico.

Un certero diagnóstico.

Creo que Roberto va a ser un gran médico. A él no le molestaba que fuera puto, solo que él no lo era. Y entonces se frustró mi primer romance el mismo día en que podría haber empezado. Desde ese momento fuimos amigos inseparables y cuando voy a hacer algo pienso qué diría él, y él lo mismo, y todo eso. Mi mejor amigo es heterosexual. No sé por qué en las revistas femeninas nunca tratan el tema: «El hombre y el hombre, ¿pueden ser amigos?».

Mis amigos gays envidian mi amistad heterosexual.

Y sé que todos, absolutamente todos, creen que alguna vez me acosté con Roberto. A mí me encanta que lo piensen, por eso no lo desmiento. Y Roberto asegura que muchos amigos suyos también lo creen y tampoco hace nada por desmentirlo. En todo caso, tuve activa participación en la búsqueda, el encuentro, la persecución y la obtención del «sí» por parte de quien en el futuro sería su esposa y madre de sus hasta ahora dos hijos, Cecilia. Y Cecilia es también mi amiga. Y Roberto tuvo activa participación en la búsqueda, el encuentro, la persecución, la obtención del «sí» y el desmoronamiento provocado por el «chau» de parte de quien en el futuro sería mi… Nico, bah.

Roberto es el hombre de mi vida, más todavía que Nico, porque va a permanecer aun cuando Nico desaparezca para siempre… ¿qué estoy diciendo? Si es tan claro que lo de Nicolás es una cuestión momentánea, un pequeño problema que le vino, algo que comió, una cosita de nada. Que le lleve ya casi dos años, y bueno, las crisis son así, pero va a volver.

Va a volver porque a mí me lo dijeron las cartas, porque es magia, porque me di cuenta apenas lo vi (la equivocación con Fernando, claro, fue un pequeño contratiempo nada más) y porque yo no voy a saber vivir si él no aparece de una vez y me dice: «Sí, Osvaldo, tenés razón, volvamos».

Es cierto, está tardando un poco el imbécil.

Pero yo tengo tanto tiempo para esperar que mucho no me importa.

Aunque no entiendo bien por qué estamos desperdiciando tantos meses que podríamos haber pasado juntos. En fin, que Nico va a volver es clarísimo.

Nunca lo dudé.

Él sí, pero, ¿qué puedo hacer?

Y Fernando —sí, Roberto— era un poco aparato. Ojo, me lo dijo bien Roberto, como siempre dice todas las cosas. Bien. Es muy inteligente Roberto. Y muy perceptivo. La primera noche que pasamos juntos con Fernando fue la noche del día en que chocamos. Y algo empezó a funcionar mal ahí mismo. Es que a las dos de la mañana (recordá que era julio) se levantó para ver en la tele por cable la señal esa que te descansa. ¿No la viste? Una con agua que va y viene y el sol y los árboles y una música como de mar electrónico. Parece que mirás eso y te energizás o entrás en alfa. Fernando me decía que era mejor que un porro. Lo único si se fumaba la tele, porque yo no entraba en alfa ni a los empujones. Es que me ponía renervioso ver la pantalla en donde no pasaba absolutamente nada durante cinco, diez, quince minutos, mientras veías un río al atardecer. Y al rato un pato, una gallareta o algo así salía volando de entre unos yuyos y listo. Esa era toda la acción. Y la musiquita «túuuuuuuuuuu, túuuuuuuuuu, cuín nnnnnn, cuínnnn». Como si fuera fácil, encima me viene a tocar un puto new age. Fernando se sentó en el piso y con los ojos clavados en la pantalla empezó a hacerse sonar el cuello, los brazos, los dedos. Yo, que estaba muerto de sueño, lo miraba desde la puerta del dormitorio y no lo podía creer.

¿Eso era el amor de mi vida?

¿Un tipo que no dejaba de crujir mientras miraba un pato levantar vuelo?

Esas cartas, obvio, venían falladas.

El maravilloso amor con Fernando duró tres días más. Uno de esos días fue un sábado en el que salimos a correr por el Parque Urquiza (¡las cosas que he hecho por creerle a las cartas, Flor y la puta que te parió!), y yo a los quince minutos tiré los bofes y vacié la cantimplora de Fernando sobre mi cabeza y creyendo que tenía agua, desconociendo que Fernando, que estaba convencido de que era un deportista, la llenaba siempre de Gatorade. Tuve que hacer las treinta cuadras hasta casa con ese enchastre cítrico que me pegoteaba el pelo, los dedos, hasta los párpados. Él moría de risa y prometió hacer no sé qué cosas con la lengua que no le dejé porque bastante asco me daba andar por ahí como un helado vivo de naranja de diez mil pesos. Bueno, que me bañé y le dije que Roberto y Cecilia nos habían invitado a cenar.

Él estaba contentísimo de ir a cenar con mis amigos heterosexuales. Era algo así como entrar en la familia.

Los chicos todavía no estaban casados, nos encontramos en La Estancia, la parrilla de Pellegrini y Paraguay. Enseguida noté que la cosa no iba a funcionar. Y también lo notaron Fernando, Cecilia y Roberto. No coincidieron en nada.

Pero es que todos los sábados anteriores que con Roberto y Cecilia salíamos a cenar, siempre la silla al lado mío quedaba vacía y yo les decía: «Ustedes se hacen muy los progres; quiero ver si, cuando yo esté con alguien, se van a bancar que salgamos los cuatro».

Y Cecilia me dijo: «No entiendo por qué pensás que no nos lo vamos a bancar. No seas prejuicioso. Nosotros no lo somos. Que te gusten los tipos es bastante entendible. A mí también me gustan. Y si sos nuestro amigo, tu novio, o lo que fuere, es bienvenido».

Roberto pensaba igual. Y también me lo dijo. Solo que a él no le gustaban los tipos.

Pero todos conocemos la distancia fatal entre los hechos y las palabras.

Fernando no fue bienvenido, entre otras cosas porque de verdad, yo no lo hice ser bienvenido. Todo comenzó mal y como no podía ser de otra manera terminó peor.

Y no es que Fernando no hubiera puesto empeño en caer bien.

Puso mucho.

Muchísimo.

Exageradamente.

Empezó a alabar la heterosexualidad de los chicos. Que esa sí era una buena manera de Vivir. Que en realidad a él los homosexuales le molestaban un poco. O mejor, le molestaban bastante. Bah, que no se los bancaba. Terminó el discurso convertido en un mataputo de lo peor y los chicos querían cambiar de tema y nada, él volvía, con la familia, con la tradición, con la patria, con la propiedad.

Era un nazi puto deportista new age. Y petiso. Mucho para uno solo, la verdad.

Yo ahí me sentía Oscar Wilde frente al jurado y tuve que preguntarle a Fernando si no había sido él el que había estado en la cama la noche anterior cuando había pasado todo lo que había pasado, cosas de las que no voy a hablar acá porque no vienen al caso. Tantas boludeces dijo que de verdad no me hubiera asombrado si me decía que no, que no había sido él.

Y bueno.

Terminó todo con este imbécil gritándonos: «¡Degenerados!», en medio de la parrilla, mientras yo intentaba empujarlo elegantemente hacia la puerta al grito de: «¡Puto de mierda! ¡Andá a cagar! ¡Salí de mi vista!».

Volví a la mesa.

Roberto ya había pedido otra botella de Carcassone y ahí nos quedamos brindando por nuestro primer asado con un nazi. Roberto y Cecilia estuvieron tan bien en su defensa del derecho a la diferencia que solo faltaba que se subieran a la mesa a revolear chinchulines y cantar que tocaban su propio tambor, como Sandra Mihanovich en Soy lo que soy.

Esa noche perdí lo que habría sido un romance y me di cuenta que tenía dos amigos de fierro con los que siempre, siempre, iba a poder contar.

Y eso no se paga con nada.