26

—¿Estás contento, Bobby? —preguntó Rebus.

—Loco de contento —contestó Hogan.

Entraron en el bar del muelle de South Queensferry. La reunión en el colegio no habría podido ser más oportuna pues interrumpieron la exposición que estaba haciendo Claverhouse al subdirector Colín Carswell. Hogan respiró hondo antes de intervenir y aseverar que todo lo que decía Carswell era pura filfa antes de explicar por qué.

Al final de la reunión, Claverhouse salió del cuarto sin decir palabra y fue su colega Ormiston quien dio a Hogan la mano en reconocimiento de su mérito.

—Lo que no quiere decir que otros lo reconozcan, Bobby —comentó Rebus dando una palmadita en el hombro a Ormiston para hacerle ver que apreciaba su gesto, e incluso le invitó a tomar una copa con ellos, pero Ormiston rehusó.

—Creo que me habéis asignado una misión de consuelo —dijo.

De modo que estaban ellos dos solos en aquel bar. Mientras aguardaban a que les sirvieran, Hogan comenzó a desanimarse un poco. Generalmente, al resolver satisfactoriamente un caso, se reunían todos en la sala de Homicidios, donde les llevaban unas cajas de cerveza, acompañadas en ocasiones de una botella de champán obsequio de los jefazos, y whisky para los más tradicionales. En aquel bar, ellos dos solos, no era lo mismo. El antiguo equipo se había dispersado…

—¿Qué vas a tomar? —preguntó Hogan tratando de mostrarse animoso.

—Creo que un Laphroaig, Bobby.

—La medida que sirven aquí no es muy generosa —dijo Hogan, que había echado una ojeada de experto al botellero—. Lo pediré doble.

—¿Y decidimos ahora mismo quién conduce?

—Creí que habías dicho que iba a venir Siobhan —replicó Hogan torciendo el gesto.

—Eso es una crueldad, Bobby —comentó Rebus haciendo una pausa—. Una crueldad, pero razonable.

El camarero se acercó a ellos y Hogan pidió el whisky para Rebus y una pinta de cerveza para él.

—Y dos puros —añadió volviéndose hacia Rebus, observándole y apoyando el codo en la barra—. John, después de haber resuelto un caso como este me da por pensar que sería el momento apropiado de dejar el cuerpo.

—Por Dios, Bobby, estás en tu mejor momento.

Hogan lanzó un resoplido.

—Hace cinco años te habría dicho que sí —dijo sacando unos billetes del bolsillo y cogiendo uno de diez libras—, pero ahora ya tengo bastante.

—¿Qué es lo que ha cambiado?

Hogan se encogió de hombros.

—Un adolescente que mata a dos compañeros sin ningún motivo es algo que no acabo de entender… Vivimos en un mundo distinto al que conocimos, John.

—Por eso somos más necesarios que nunca.

Hogan volvió a lanzar un bufido.

—¿De verdad lo crees? ¿Tú crees de verdad que te quiere alguien?

—He dicho «necesarios», no queridos.

—¿Y quién nos necesita? ¿Personas como Carswell porque le dejamos en buen lugar? O Claverhouse, ¿para que no meta más la pata de lo que lo hace?

—Pues eso para empezar —replicó Rebus sonriente.

Tenía ya el whisky delante y echó un poco de agua para rebajarlo. Llegaron los dos puros y Hogan quitó el envoltorio del suyo.

—Seguimos sin saberlo, ¿no es cierto? —dijo.

—¿Qué?

—Por qué se suicidó Herdman.

—¿Pensabas que íbamos a averiguarlo? Cuando me llamaste, mi impresión fue que lo hacías porque te asustaba tanto adolescente; porque necesitabas otro dinosaurio a tu lado.

—John, tú no eres un dinosaurio —dijo Hogan alzando su vaso y chocándolo con el de Rebus—. Por nosotros dos.

—Y por Jack Bell, sin cuya intervención el hijo podría haberse dado cuenta de que podía optar por callarse y quedar impune.

—Cierto —dijo Hogan con una amplia sonrisa—. Familias, ¿eh, John? —añadió balanceando la cabeza.

—Familias —repitió Rebus llevándose el vaso a los labios.

Cuando sonó su móvil, Hogan le dijo que no contestase, pero Rebus miró la pantallita por si era Siobhan. No era ella. Indicó a Hogan que salía afuera donde estaba más tranquilo. Había un patio abierto delante, una zona asfaltada con algunas mesas, para tomar el fresco. Rebus se acercó el aparato al oído.

—¿Gill? —dijo.

—Me dijiste que te tuviera al corriente.

—¿Sigue cantando el joven Bob?

—Casi estoy deseando que termine —dijo Gill Templer con un suspiro—. Nos ha explicado su infancia, que abusaban de él en la escuela, que se hacía pis en la cama… Habla un poco del presente pero vuelve constantemente al pasado y no sé si lo que dice sucedió hace una semana o hace diez años. Ahora nos pide el libro de El viento en los sauces.

Rebus sonrió.

—Lo tengo en casa. Se lo llevaré.

Rebus oyó a lo lejos el motor de una avioneta y miró hacia lo alto con la mano libre a modo de visera. El aparato sobrevolaba el puente del estuario y estaba demasiado lejos para distinguir si era el mismo en el que habían ido ellos a Jura. Le pareció del mismo tamaño, volaba pesarosamente cruzando el cielo.

—¿Qué sabes de salones de bronceado? —preguntó Gill Templer.

—¿Por qué?

—Porque no cesa de mencionarlos. Y una conexión con Johnson y las drogas…

Rebus seguía mirando la avioneta, de pronto descendió en picado, para inmediatamente estabilizarse y balancear las alas. Si Siobhan iba a bordo, no olvidaría su primera lección.

—Sólo sé que la madre de Teri Cotter tiene varios salones de esos —dijo Rebus.

—¿No serán una tapadera?

—No creo. Vamos a ver, ¿de dónde iba ella a sacar…?

No acabó la frase. Ahora recordaba que Brimson tenía aparcado el coche en Cockburn Street, donde la madre de Teri tenía uno de aquellos salones y que la muchacha le había dicho que su madre estaba liada con Brimson. Doug Brimson era amigo de Lee Herdman y tenía aviones. ¿De dónde demonios sacaba el dinero para comprarlos? Millones, había comentado Ray Duff. Le había parecido sospechoso en determinado momento, pero James Bell le había desviado su atención. Millones… Sí, era un dinero que se puede ganar con unos cuantos negocios legales, y decenas de ilegales.

Recordó lo que había dicho Brimson volviendo de la isla de Jura al sobrevolar el estuario del Forth: «Muchas veces pienso en el desastre que podría causar incluso un aparato tan pequeño como un Cessna en el puerto, en el transbordador, en los puentes y en el aeropuerto». Dejó caer la mano y miró a contraluz guiñando los ojos.

—¡Dios mío! —musitó.

—John, ¿me escuchas?

Cuando Gill hizo la pregunta ya no escuchaba.

Entró corriendo en el bar y arrastró a Hogan.

—Tenemos que ir al aeródromo.

—¿A qué?

—¡Deprisa!

Hogan abrió el coche, pero Rebus le apartó a un lado y se puso al volante.

—¡Conduzco yo!

Hogan no rechistó. Rebus salió del aparcamiento a todo gas, pero acto seguido dio un frenazo y miró por la ventanilla.

—Dios mío, no… —masculló bajando del coche y parándose en medio de la calzada mirando al cielo.

El avión había caído en picado, pero luego se estabilizó.

—¿Qué sucede? —vociferó Hogan desde el coche.

Rebus volvió a sentarse al volante y arrancó sin dejar de mirar el avión, que en aquel momento sobrevolaba el puente del ferrocarril para acto seguido describir un amplio círculo ya cerca del litoral de Fife y enfilar de nuevo hacia los puentes.

—Ese avión está en apuros —comentó Hogan.

Rebus volvió a detener el coche para mirar.

—Es Brimson —dijo entre dientes—. Y Siobhan va con él.

—¡Se va a estrellar contra el puente!

Saltaron los dos del coche. No eran los únicos: había otros automóviles parados y sus conductores miraban hacia arriba, mientras los peatones señalaban con el dedo haciendo comentarios. El ruido del motor de la avioneta se hizo más intenso y discordante.

—¡Dios mío! —dijo Hogan en un susurro al ver que pasaba por debajo del puente del ferrocarril a escasos metros de la superficie del agua.

Volvió a tomar altura, casi en vertical, se estabilizó y de nuevo se dejó caer en picado para pasar por debajo del tramo central del puente viario.

—¿Qué hace, dar el espectáculo o aterrorizarla? —comentó Hogan.

Rebus meneó la cabeza. Estaba pensando en Lee Herdman y su costumbre de asustar a los adolescentes que practicaban esquí acuático.

—Fue Brimson quien puso las drogas en el barco. Él trae la droga al país en su avión, Bobby, y me da la impresión de que Siobhan lo ha descubierto.

—¿Y qué demonios hace él ahora?

—Quizá pretende asustarla. Deseo con toda mi alma que sea eso.

Pensó en Lee Herdman acercándose el cañón a la sien y en el antiguo miembro de las SAS que se había arrojado desde un avión.

—¿Llevan paracaídas? ¿Podrá ella lanzarse? —preguntó Hogan.

Rebus, sin contestar, apretó los dientes.

En aquel momento la avioneta, muy próxima al puente, rizó el rizo pero, al rozar con un ala uno de los cables de suspensión, comenzó a caer en espiral.

Rebus dio automáticamente un paso al frente y gritó «¡No!», alargando la palabra durante el tiempo que tardó la avioneta en precipitarse al agua.

—¡La puta hostia! —masculló Hogan mientras Rebus escrutaba el lugar del impacto donde, entre humo, se vieron restos del aparato que no tardaron en comenzar a hundirse.

—¡Hay que ir allí! —gritó Rebus.

—¿Cómo?

—No lo sé… ¡en un barco! ¡En Port Edgar tienen!

Volvieron a subir al coche y Rebus dio media vuelta haciendo chirriar los neumáticos; cuando llegaban al astillero oyeron el ulular de una sirena y vieron embarcaciones que zarpaban hacia el lugar de la tragedia. Rebus aparcó y echaron a correr por el muelle y, al pasar por delante del cobertizo de Herdman, Rebus, de reojo, advirtió junto a él algo que se movía y una ráfaga de color, pero no era momento de detenerse a ver de qué se trataba. Mostraron sus identificaciones a un hombre que estaba a punto de soltar el amarre de una lancha rápida.

—Necesitamos que alguien nos lleve.

El hombre, un cincuentón calvo y de barba canosa, los miró de arriba abajo.

—No pueden subir sin chaleco salvavidas —protestó.

—Sí podemos. Ahora llévenos allí. —Rebus hizo una pausa—. Por favor.

El hombre volvió a mirarle y asintió con la cabeza. Saltaron los dos a bordo, sujetándose bien mientras el hombre aceleraba la lancha para salir del puerto. Ya había otras barcas junto a la mancha de aceite y en aquel momento llegaba la lancha de salvamento de South Queensferry. Rebus escrutó la superficie consciente de que era un gesto fútil.

—Tal vez no eran ellos —dijo Hogan—. Quizá Siobhan no fue al aeródromo.

Rebus asintió con la cabeza deseando que su amigo se callase. Los restos comenzaban a esparcirse por efecto del oleaje y del movimiento de las embarcaciones.

—Bobby, hay que pedir buceadores, hombres rana, lo que sea.

—Lo harán, John. Eso no es cosa nuestra. —Rebus advirtió que Hogan le apretaba el brazo—. Dios, y yo hice el comentario estúpido del guardacostas…

—No es culpa tuya, Bobby.

—Aquí no tenemos nada que hacer —comentó Hogan pensativo.

Rebus no tuvo más remedio que admitirlo. Pidieron al patrón que volviera a llevarlos a tierra y el hombre arrancó el motor de la lancha.

—Ha sido un accidente horroroso —gritó el hombre por encima del estruendo del fueraborda.

—Horroroso —repitió Hogan. Rebus no apartaba la vista de la superficie picada del agua—. ¿Vamos al aeródromo? —preguntó Hogan al saltar al muelle.

Rebus asintió con la cabeza y echó a andar a zancadas hacia el Passat, pero se detuvo ante el cobertizo de Herdman y miró en otro más pequeño al lado, frente al cual había aparcado un viejo BMW negro deslustrado que no reconoció. ¿Era allí donde había visto la ráfaga de color? Miró al cobertizo y vio que tenía la puerta cerrada. ¿Estaba abierta cuando ellos llegaron? ¿Había visto aquel colorido fugaz a través de ella? Se acercó a la puerta y empujó, pero no cedía porque alguien a su vez apretaba por detrás. Rebus retrocedió para tomar impulso, lanzó una patada con todas sus ganas y la empujó con el hombro. La puerta se abrió de golpe y el hombre cayó de bruces al suelo.

Llevaba una camisa de manga corta con estampado de palmeras y volvió la cara para mirar a Rebus.

—¡Mierda! —masculló Hogan mirando una manta que había en el suelo llena de armamento.

Vieron dos taquillas abiertas llenas que revelaban sus secretos: pistolas, revólveres y metralletas.

—¿Vas a desencadenar una guerra, Pavo Real? —preguntó Rebus.

Johnson, en respuesta, gateó hacia la pistola más cercana, pero Rebus avanzó un paso y le descargó un puntapié en pleno rostro, volviendo a tumbarle en el suelo inconsciente y con los miembros extendidos. Hogan le miró moviendo la cabeza con gesto de asombro.

—¿Cómo diablos se nos escaparía esto? —dijo.

—Tal vez porque lo teníamos delante de nuestras narices, Bobby, como todo lo demás en este maldito caso.

—Pero ¿qué relación existe?

—Sugiero que se lo preguntes a tu amigo aquí presente en cuanto se despierte —dijo Rebus dándose la vuelta para marcharse.

—¿Adónde vas?

—Al aeródromo. Tú quédate aquí y llama a comisaría.

—John… ¿para qué?

Rebus se detuvo. Sabía que lo que Hogan quería decirle era que para qué iba a ir al aeródromo, pero no se le ocurría otra cosa. Marcó el número de Siobhan en el móvil y el contestador le dijo que el abonado no estaba disponible y que repitiera la llamada más tarde. Volvió a marcarlo y obtuvo la misma respuesta. Tiró el pequeño aparato plateado al suelo y lo pisoteó con todas sus ganas con el tacón.

Cuando llegó ante la verja del aeródromo ya oscurecía.

Bajó del coche y llamó por el teléfono de comunicación interna que había en el exterior, pero no contestaba nadie. A través de la verja vio el coche de Siobhan aparcado delante de una oficina que tenía la puerta abierta, como si alguien hubiera salido precipitadamente.

O forcejeando… sin preocuparse de cerrar al salir.

Empujó la puerta de hierro con el hombro. La cadena traqueteaba pero no cedía. Retrocedió un paso y comenzó a darle patadas; luego volvió a empujar con el hombro, a propinarle puñetazos y, finalmente, cerró los ojos y apoyó en ella la cabeza.

—Siobhan… —musitó con voz temblorosa.

Sabía que sin unos alicates no había nada que hacer. Podía llamar a un coche patrulla para que los trajeran, pero no tenía con qué.

Brimson… ahora lo sabía. Sabía que traficaba con drogas y era él quien las había puesto en el barco de su amigo muerto. Ignoraba el móvil, pero lo averiguaría. Siobhan había llegado a descubrir la verdad y por ello había muerto. Tal vez había sostenido un forcejeo con él, lo que explicaría aquel vuelo errático. Abrió los ojos, borrosos por las lágrimas.

Miró a través de la verja.

Parpadeó para enfocar la visión.

Porque había alguien a la puerta… Una silueta, con una mano en la cabeza y la otra en el estómago. Parpadeó de nuevo para asegurarse.

—¡Siobhan! —gritó, y ella levantó una mano y la agitó.

Rebus se subió a la verja y repitió su nombre a gritos. Ella volvió a entrar en la oficina.

Se le quebró la voz. ¿Veía visiones? No. Siobhan reapareció, subió a su coche y llegó hasta la verja. Al aproximarse, Rebus vio que efectivamente era ella y estaba bien. Frenó y se bajó del coche.

—Brimson es el que introduce las drogas… conchabado con Johnson y la madre de Teri —dijo al tiempo que buscaba en el manojo de llaves del piloto la del candado de la puerta.

—Lo sabemos —dijo Rebus, pero ella no escuchaba.

—Huyó y debió de dejarme sin sentido… Recobré el conocimiento al oír el ruido del teléfono —añadió accionando el candado y soltando la cadena.

La puerta se abrió y Rebus levantó a pulso a Siobhan del suelo en un fuerte abrazo.

—Ay, ay, ay —dijo ella para que aflojase el apretón—. Tengo contusiones —añadió mirándole a los ojos. Rebus, sin poder contenerse, le plantó un beso en los labios, con los ojos cerrados. Ella los mantuvo abiertos de par en par. Se desprendió del abrazo y retrocedió un paso para recobrar la respiración—. No es que me sienta abrumada, pero ¿a cuento de qué viene esto?