24

Rebus y Hogan se quedaron sentados y en silencio unos minutos en el coche con el motor al ralentí. Rebus fumaba con la ventanilla del asiento del pasajero abierta mientras Hogan tamborileaba con los dedos en el volante.

—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Hogan, y Rebus no se hizo de rogar.

—Ya conoces mi técnica preferida, Bobby —contestó.

—¿La del elefante que entra en una cacharrería? —aventuró Hogan.

Rebus asintió despacio con la cabeza, acabó el cigarrillo y tiró la colilla a la calle.

—Siempre me ha ido bastante bien.

—Pero esto es distinto, John. Jack Bell es diputado.

—Jack Bell es un payaso.

—No le subestimes.

—¿Es que ahora te rajas, Bobby? —replicó Rebus volviéndose hacia su colega.

—No, pero creo…

—¿Que tenemos que cubrirnos el culo?

—John, al contrario que tú, yo nunca he sido partidario de irrumpir en una cacharrería.

Rebus miró por el parabrisas.

—Yo voy a entrar de todos modos, Bobby. Lo sabes. O vienes conmigo o te quedas, tú verás. Puedes llamar a Claverhouse y a Ormiston y que se apunten el tanto, pero yo quiero oír lo que dice. ¿En serio que no te tienta? —añadió mirando a Hogan con ojos relucientes.

Bobby Hogan se pasó la lengua por los labios en sentido contrario a las agujas del reloj y luego al revés, y sus dedos se aferraron al volante.

—Al diablo —dijo—. ¿Qué pueden importar entre amigos unos cuantos cacharros rotos?

Fue Kate Renshaw quien les abrió la puerta de casa de Barnton.

—Hola, Kate —dijo Rebus con cara de palo—, ¿cómo está tu padre?

—Está bien.

—¿No crees que deberías pasar algo más de tiempo con él?

Les había franqueado la entrada después de que Hogan hubiese telefoneado para avisar que irían.

—Aquí hago algo útil —replicó Kate.

—¿Apoyando la carrera política de un putero?

Los ojos de la joven echaban fuego, pero Rebus hizo caso omiso. A la derecha, a través de unas puertas de cristal, vio el comedor con la mesa llena de folletos de la campaña de Jack Bell, quien en ese momento bajaba por la escalera frotándose las manos como si acabara de lavárselas.

—Señores —dijo sin intentar ser amable—, espero que su visita sea breve.

—Nosotros también —replicó Hogan.

—¿Está en casa la señora Bell? —preguntó Rebus mirando alrededor.

—Ha salido a hacer una visita. ¿Hay algo en particular que…?

—Sólo quería decirle que anoche vi El viento en los sauces. Es una obra extraordinaria.

El diputado enarcó una ceja.

—Se lo diré.

—¿Ha avisado a su hijo de que veníamos? —preguntó Hogan.

Bell asintió con la cabeza.

—Está viendo la televisión —contestó señalando hacia el cuarto de estar.

Sin que se lo dijera, Hogan se acercó a la puerta y la abrió. James Bell estaba tumbado en el sofá color crema, sin zapatos, y la cabeza apoyada en el brazo sano.

—James, ha llegado la policía —dijo el padre.

—Ya lo veo —contestó el joven poniendo los pies en la alfombra.

—Hola, James —dijo Hogan—. Creo que conoces al inspector…

James asintió con la cabeza.

—¿Te importa que nos sentemos? —preguntó Hogan mirando al hijo y sentándose en un sillón sin aguardar a que el padre les invitara a hacerlo.

Mientras, Rebus se acomodó junto a la chimenea. Jack Bell tomó asiento al lado de su retoño y le puso la mano en la rodilla, pero el joven se la apartó. A continuación se agachó, cogió un vaso de agua del suelo y dio un sorbo.

—Bueno, quisiera saber qué es lo que sucede —dijo impaciente Jack Bell en su papel de hombre ocupado que tiene cosas importantes que hacer.

Sonó el móvil de Rebus, que musitó una disculpa mientras lo sacaba del bolsillo y miraba de quién era la llamada. Volvió a excusarse, se levantó y salió de la habitación.

—¿Gill? —dijo—. ¿Qué tal te ha ido con Bob?

—Ya que lo preguntas, es un pozo de sorpresas.

—Por ejemplo, que no sabía que la freidora iba a incendiarse —dijo Rebus observando que Kate no estaba en el comedor.

—Exacto.

—¿Y qué más?

—Parece haberla tomado con Rab Fisher, sin darse cuenta de cómo implica eso a su amigo Pavo Real.

—¿En qué? —dijo Rebus entornando los ojos.

—Resulta que Fisher iba por las colas de las discotecas presumiendo delante de la gente de su pistola.

—¿Y?

—Y vendía droga.

—¿Droga?

—Por cuenta de tu amigo Johnson.

—Pavo Real trapicheó con hachís en una época, pero no tanto como para tener un ayudante.

—Bob aún no lo ha soltado, pero creo que estamos hablando de crack.

—Dios mío… ¿quién le suministraba?

—Me pareció obvio —respondió ella con una risita—. Tu otro amigo, el de los barcos.

—No creo —replicó Rebus.

—¿No se encontró cocaína en su barco?

—Sí, pero de todos modos…

—Pues entonces será otro —añadió ella con un suspiro—. En cualquier caso, no está mal para empezar, ¿no crees?

—Debe de ser el toque de mujer.

—Sí, ese chico necesita alguien que le cuide. Gracias por el consejo, John.

—¿Significa eso que estoy fuera de peligro?

—Significa que le voy a decir a Mullen que venga y oiga lo que hemos grabado.

—Pero ¿ya no creerás que maté a Marty Fairstone?

—Digamos que empiezo a dudarlo.

—Gracias por apoyarme, jefa. Si descubres algo más me lo dices, ¿de acuerdo?

—Lo intentaré. ¿En qué andas metido ahora? ¿En otra cosa que pueda preocuparme?

—Quizá… mira el cielo sobre Barnton por si ves fuegos artificiales —dijo Rebus cortando; desconectó el aparato y volvió a la habitación.

—Le aseguro que le entretendremos lo menos posible —dijo Hogan, y miró a Rebus—. Ahora lo dejo en manos de mi colega.

Rebus fingió pensarse la pregunta y a continuación miró a James Bell.

—James, ¿por qué lo hiciste?

—¿Qué?

—Oiga, debo protestar por ese tono… —terció Jack Bell inclinándose hacia delante.

—Lo siento, señor. A veces me pongo algo nervioso cuando alguien me miente. No sólo a mí, sino a todos los investigadores, a sus padres, a la prensa… a «todos». —James le miraba fijamente y Rebus cruzó los brazos—. Mira, James, estamos empezando a reconstruir lo que realmente sucedió en el aula y tenemos que decirte algo: cuando se dispara una pistola quedan siempre restos en la piel. Pueden durar semanas por mucho que te laves y frotes. Y en los puños de la camisa también. ¿Recuerdas que tenemos la camisa que llevabas puesta?

—¿Qué demonios está diciendo? —gruñó Jack Bell rojo de cólera—. ¿Cree que les voy a consentir que entren en mi casa para acusar a un adolescente de dieciocho años de…? ¿Es así como trabaja hoy la Policía?

—Papá…

—Es por perjudicarme a mí, ¿verdad? Intentan perjudicarme utilizando a mi hijo. Sólo porque cometieron un grave error que casi me cuesta el cargo, mi matrimonio…

—Papá… —repitió el joven en tono más alto.

—Y ahora, aprovechando esta horrible tragedia, ustedes…

—No es una represalia, señor —dijo Hogan.

—A pesar de que el agente de Leith que le detuvo asegura que le sorprendió con las manos en la masa —añadió Rebus sin poder contenerse.

—John… —advirtió Hogan.

—¿Lo ve? —La voz de Jack Bell temblaba de ira—. ¿Ve cómo es y será siempre? Es un caso perdido. De una arrogancia sin igual, de una…

James Bell se levantó de pronto.

—¿Quieres dejar de decir gilipolleces por una vez en tu vida? ¿Quieres callarte de una puta vez?

Se hizo un silencio y sus palabras quedaron flotando en el aire como un eco. James Bell volvió a sentarse con parsimonia.

—Quizá si dejásemos hablar a James —dijo Hogan con voz pausada mirando al diputado, que, estupefacto, no apartaba la vista de un hijo que él nunca había pensado que existiera, una persona que se manifestaba ante él por primera vez en su vida.

—A mí no puedes hablarme así —dijo con voz apenas audible.

—Pues acabo de hacerlo —replicó el hijo, quien, mirando a Rebus, añadió—: Acabemos de una vez.

Rebus se humedeció los labios.

—James, de momento probablemente lo único que podemos demostrar es que recibiste un disparo a quemarropa (contrariamente a la versión que nos has dado) y que, a juzgar por el ángulo de tiro, te disparaste tú mismo. Sin embargo, has confesado que conocías la existencia de al menos una de las armas de Herdman, y por eso creo que tú cogiste la Brocock para matar a Anthony Jarvies y a Derek Renshaw.

—Eran unos gilipollas.

—¿Y eso es una razón?

—James —intervino el padre—. No quiero que sigas declarando.

—Tenían que morir —añadió el hijo sin hacerle caso.

Jack Bell se quedó boquiabierto y mudo mientras su hijo daba vueltas sin cesar al vaso de agua.

—¿Por qué tenían que morir? —preguntó Rebus con voz tranquila.

—Ya lo he dicho —contestó el muchacho encogiéndose de hombros.

—Porque no te gustaban —aventuró Rebus—. ¿Sólo por eso?

—Muchos chicos como yo han matado por menos. ¿O es que no ven los telediarios? Estados Unidos, Alemania, Yemen… A veces basta con que no te gusten los lunes.

—Ayúdame a entenderlo, James. Ya sé que teníais distintos gustos musicales…

—No sólo en música: en todo.

—¿Veíais la vida de forma distinta? —aventuró Hogan.

—Tal vez en cierto modo querías impresionar a Teri Cotter —añadió Rebus.

—No la meta en esto —replicó James lanzándole una mirada iracunda.

—Es difícil no hacerlo, James. Al fin y al cabo, Teri te dijo que le obsesionaba la muerte, ¿no es cierto? —El muchacho guardó silencio—. Yo creo que te obnubilaste un poco con ella.

—¿Usted qué sabe? —replicó desdeñoso el adolescente.

—En primer lugar estuviste en Cockburn Street haciéndole fotos.

—Yo hago muchas fotos.

—Pero la suya la guardabas en ese libro que le prestaste a Lee Herdman. No te gustaba que se acostase con ella, ¿verdad? Ni te gustó que Jarvies y Renshaw te dijeran que habían entrado en su página y la habían visto en su dormitorio. —Rebus hizo una pausa—. ¿Qué tal voy? —añadió.

—Es muy listo, inspector.

Rebus negó con la cabeza.

—No; hay muchas cosas que no sé, James. Y espero que tú puedas llenar las lagunas.

—No tienes por qué decir nada, James —gruñó el padre—. Eres menor y hay leyes que te protegen. Has sufrido un trauma y ningún tribunal… —Miró a los policías—. ¿No debería hablar en presencia de un abogado?

—No lo necesito —espetó el muchacho.

—Tienes que aceptarlo —replicó el padre horrorizado.

—Tú ya no pintas nada, papá —añadió el hijo—. ¿No te das cuenta? Ahora soy yo el protagonista. Soy yo quien te va a hacer salir en la primera página de los periódicos, pero por los peores motivos. Y por si no lo sabes, no soy menor: tengo dieciocho años. Tengo edad para votar, y para muchas cosas —añadió como si esperase la réplica del padre, pero al no producirse, se volvió hacia Rebus—. ¿Qué es lo que quiere saber?

—¿Tengo razón respecto a Teri?

—Yo sabía que se acostaba con Lee.

—Cuando le prestaste el libro, ¿dejaste deliberadamente en él la foto?

—Supongo.

—¿Esperando que la viese y que reaccionase? —preguntó Rebus; el joven se encogió de hombros—. Tal vez te bastaba con que se enterara de que a ti también te gustaba. —Rebus hizo una pausa—. Pero ¿por qué ese libro concretamente?

James le miró.

—Porque Lee quería leerlo. Conocía la historia de aquel hombre que se había tirado de un avión. Él no era… —añadió sin encontrar las palabras adecuadas. Lanzó un suspiro—. Tiene que pensar que era un hombre muy desgraciado.

—¿Desgraciado en qué sentido?

James encontró la palabra:

—Obsesionado —dijo—. Esa era la impresión que daba. Obsesionado.

Se hizo un silencio que rompió Rebus.

—¿Cogiste la pistola en el piso de Lee?

—Eso es.

—¿Él no lo sabía?

James Bell negó con la cabeza.

—¿Tú sabías que tenía una Brocock? —preguntó Hogan sin levantar la voz.

El muchacho asintió con la cabeza.

—¿Y por qué se presentó en el colegio? —inquirió Rebus.

—Le dejé una nota, pero no esperaba que la leyera tan pronto.

—¿Cuál era entonces tu plan, James?

—Entrar en la sala común, donde solían estar ellos dos solos, y matarlos.

—¿A sangre fría?

—Exacto.

—¿A dos chicos que no te habían hecho nada?

—Dos menos en este mundo —replicó el adolescente encogiéndose de hombros—. Total… en comparación con los tifones, huracanes, terremotos, hambrunas…

—¿Por eso lo hiciste, porque daba igual?

James Bell reflexionó un instante.

—Tal vez —contestó.

Rebus miró la alfombra intentando dominar la ira que le invadía. «Un familiar de mi misma sangre…»

—Todo sucedió muy rápido —añadió James Bell—. Me sorprendió lo tranquilo que estaba. Pum, pum: dos cadáveres… En el momento en que disparaba sobre el segundo entró Lee y me miró fijamente. Yo también a él. Estábamos los dos desconcertados —añadió sonriendo al recordarlo—. Luego, él estiró el brazo con la mano abierta para que le entregara la pistola y yo se la di. —Dejó de sonreír—. Lo que menos me imaginaba era que el gilipollas iba a disparársela en la sien.

—¿Por qué crees que lo hizo?

James Bell negó lentamente con la cabeza.

—He intentado dar una explicación… ¿Usted qué cree? —añadió implorante, como si necesitara saberlo.

Rebus tenía varias hipótesis: porque era el dueño de la pistola y se sentía responsable, porque el incidente atraería a equipos de investigadores profesionales, incluidos los del Ejército… y porque era una solución.

Porque ya no vivía obsesionado.

—Y después tú cogiste la pistola y te disparaste en el hombro —dijo Rebus enfatizando las palabras—. ¿Y luego volviste a colocársela en la mano?

—Sí. En la otra mano llevaba la nota que yo le había dejado, y se la quité.

—¿Y las huellas dactilares?

—Limpié la pistola con la camisa, como en las películas.

—Pero cuando llegaste allí para matarlos, deberías ir decidido a que todos lo supieran. ¿Por qué cambiaste de idea?

El muchacho se encogió de hombros.

—Porque surgió la oportunidad. ¿Sabemos en realidad por qué hacemos las cosas cuando nos arrastra un impulso? A veces nos dejamos llevar por los instintos. Los malos pensamientos… —añadió volviéndose hacia su padre.

Y en ese momento su padre se lanzó sobre él para agarrarle del cuello y los dos cayeron del sofá rodando por el suelo.

—¡Maldito cabrón! —gritó Jack Bell—. ¿Sabes lo que has hecho? ¡Esto es mi ruina! ¡Has destrozado mi carrera!

Rebus y Hogan los separaron; el padre continuó rezongando y profiriendo maldiciones mientras el hijo, más bien sereno, observaba atento aquella ira incoherente como si fuese algo que deseara conservar como un valioso recuerdo. Se abrió la puerta y apareció Kate. A Rebus le asaltó el deseo de obligar a James Bell a arrodillarse ante ella para que la pidiera perdón. La joven contempló la escena.

—¿Jack…? —dijo a media voz.

Jack Bell, a quien Rebus sujetaba con fuerza por detrás, la miró como si fuera una extraña.

—Vete, Kate —dijo el diputado—. Márchate a tu casa.

—No entiendo…

James Bell, sin oponer resistencia a Hogan, que le agarraba, miró hacia la puerta y luego hacia donde estaban su padre y Rebus. En su cara se esbozó lentamente una sonrisa.

—¿Se lo decís vosotros o se lo digo yo…?