Se habían perdido la primera parte, pero tenían entradas reservadas en la taquilla y entraron en el segundo acto. Formaban el público familias, muchos jubilados y, sin duda, un viaje escolar, porque había muchos niños con chándal azul. Rebus y Bob ocuparon sus asientos al fondo de la sala.
—No es una comedia —dijo Rebus—, pero es lo siguiente mejor.
Comenzaron a apagarse las luces para que diese inicio el segundo acto. Rebus había leído El viento en los sauces cuando era niño, pero no recordaba el argumento. A Bob no parecía importarle. Cualquier reparo por su parte se disipó rápidamente en cuanto los focos iluminaron el escenario y aparecieron los actores. Señor Sapo estaba en la cárcel al comenzar la acción.
—Incriminado por la Policía, seguro —musitó Rebus, pero Bob no escuchaba.
Demonio Bob aplaudía y abucheaba con los chicos del público y al llegar el punto culminante de la trama —cuando Señor Sapo y sus amigos ponían en fuga a las comadrejas— se levantó del asiento dando gritos y animándoles. Luego bajó la vista hacia Rebus sentado y le sonrió de oreja a oreja.
—Ya te dije que no es una comedia pero tiene su moraleja —comentó Rebus mientras las luces se encendían y los colegiales comenzaban a abandonar la sala.
—¿Y todo esto es por lo que yo dije el otro día? —preguntó Bob, que, finalizada la función, volvía a recobrar parte de su recelo.
Rebus se encogió de hombros.
—Quizá sea porque a mí no me pareces una comadreja sin remedio —dijo.
En el vestíbulo, Bob se detuvo y miró a su alrededor como reacio a marcharse.
—Puedes volver cualquier otro día —dijo Rebus—. No hace falta que sea en una ocasión señalada.
Bob asintió con la cabeza y salió con Rebus a la calle, muy concurrida a aquella hora. Bob tenía ya preparadas las llaves del coche, pero Rebus se restregó las manos enguantadas.
—¿Qué tal una bolsa de patatas fritas para rematar la velada? —dijo.
—Invito yo. Usted pagó las entradas —se apresuró a decir Bob tajante.
—Bueno, en ese caso, que sea también pescado —añadió Rebus.
En el quiosco de patatas fritas y pescado no había gente porque aún no habían cerrado los pubs. Fueron con los envoltorios calientes al coche y se sentaron a comer llenando de vaho el cristal de las ventanillas. De pronto Bob estuvo a punto de soltar la risa con la boca llena.
—Señor Sapo era gilipollas, ¿verdad?
—Pues en realidad me ha recordado a tu amigo Pavo Real —replicó Rebus, que se había quitado los guantes para no mancharlos de grasa, sabiendo que Bob no le vería las manos en la oscuridad del coche.
Habían comprado unas latas de zumo y Bob sorbió ruidosamente de la suya sin comentar nada, por lo que Rebus insistió:
—Te vi antes con Rab Fisher. ¿Tú qué piensas de él?
Bob masticó pensativo.
—Rab es buen tío —dijo.
Rebus asintió con la cabeza.
—Es lo mismo que cree Pavo Real, ¿no?
—Y yo qué sé.
—¿Es que no te lo ha dicho?
Bob se centró en la comida y Rebus comprendió que había tocado el punto débil que buscaba.
—Sí, eso es —prosiguió—. Rab cada vez se gana más la confianza de Pavo Real. La verdad es que ha tenido suerte. ¿Te acuerdas de cuando le trincamos por lo de la pistola réplica? No hubo juicio y fue como si Rab nos la hubiera pegado —añadió Rebus asintiendo con la cabeza tratando de no pensar en Andy Callis—. Pero no fue así; simplemente tuvo suerte. Cuando tienes suerte, la gente se fija en ti y empieza a pensar que eres más listo que otros. —Hizo una pausa para que sus palabras calaran en Bob—. Pero te diré una cosa, Bob, da igual que las armas sean reales o no. Las réplicas son muy buenas y nosotros no podemos diferenciarlas. Lo que significa que más tarde o más temprano algún chaval acabará muerto. Y su sangre os salpicará las manos.
Bob, que en ese momento se chupaba el kétchup de los dedos, se quedó paralizado. Rebus lanzó un suspiro y se recostó en el asiento.
—Tal como van las cosas —añadió con voz queda—, Rab y Pavo Real irán entablando cada vez más amistad.
—Rab es buen tío —repitió Bob, pero esa vez sus palabras sonaron huecas.
—Un ángel —asintió Rebus—. ¿Compra todo lo que le vendéis?
Bob le miró y Rebus se contuvo.
—De acuerdo, de acuerdo, no es asunto mío. Haré como si no supiera que tienes una pistola o algo envuelto dentro del maletero.
La cara de Bob se puso tensa.
—Lo digo en serio, hijo —dijo Rebus poniendo cierto énfasis en la palabra «hijo», pensando en qué clase de padre habría conocido el muchacho—. Conmigo puedes sincerarte —añadió cogiendo una patata y llevándosela a la boca con cara de satisfacción—. ¿Hay algo mejor que el pescado con patatas fritas?
—Las patatas están crujientes.
—Casi como hechas en casa.
Bob asintió con la cabeza.
—Pavo Real hace las mejores patatas que yo conozco, con los bordes crujientes.
—Así que Pavo Real cocina, ¿eh?
—La última vez nos tuvimos que ir antes de que terminara…
Mientras Bob seguía engullendo patatas, Rebus miró fijamente. Cogió su lata de zumo y la levantó por hacer algo. Le latía el corazón con tal fuerza que le parecía que le oprimía la tráquea. Carraspeó.
—En la cocina de Marty, ¿verdad? —aventuró tratando de mantener la voz neutra. Vio que Bob asentía con la cabeza y rebañaba trozos del rebozado de los bordes del envase—. Creí que estaban enemistados por culpa de Rachel.
—Sí, pero cuando Pavo Real recibió aquella llamada… —añadió Bob, dejando de masticar de pronto con cara de terror al darse cuenta de que no estaba charlando con un amigo.
—¿Qué llamada? —preguntó Rebus, dejando que la voz reflejara su tensión.
Bob negó con la cabeza. Rebus abrió la portezuela de su lado y quitó las llaves del tablero de instrumentos, bajó del coche tirando las patatas por el suelo, y fue a abrir el maletero.
—¡No! —exclamó Bob a su lado—. ¡Me dijo que no iba a…! Joder, ¡me lo dijo!
Rebus apartó la rueda de repuesto y debajo apareció la pistola que no estaba envuelta: una Walther PPK.
—Es una réplica —tartamudeó Bob.
Rebus la sopesó y la examinó detenidamente.
—No, no es una réplica —replicó entre dientes—. Tú lo sabes y yo lo sé, y eso significa que vas a ir a la cárcel, Bob. Tu próxima función de teatro será dentro de cinco años. Espero que te guste —añadió con la pistola en una mano y la otra en el hombro del joven—. ¿Qué llamada? —insistió.
—No lo sé —contestó Bob resoplando y temblando—. Uno que le llamó desde un pub… Luego cogimos el coche.
—Uno que le llamó desde un pub para decirle ¿qué?
—Pavo Real no me lo contó —respondió Bob negando insistentemente con la cabeza.
—¿No?
Bob seguía moviendo la cabeza de un lado a otro con los ojos llenos de lágrimas. Rebus se mordió el labio inferior y miró a su alrededor. No había nadie mirando; por Lothian Road sólo circulaban autobuses y taxis y a varios metros de ellos. En la puerta de una discoteca había un gorila. Rebus no veía en realidad. Su mente giraba a toda velocidad.
Podría haber sido cualquiera de los clientes del pub, que al verle hablar tanto tiempo con Fairstone pensase que a Pavo Real podía interesarle. Pavo Real, que había sido amigo de Fairstone. Luego tuvieron la pelea por Rachel Fox. ¿Y, y qué más? ¿Estaba Pavo Real preocupado porque Marty Fairstone se había convertido en un confidente? ¿Porque sabía algo que a Rebus le interesaba?
Pero ¿qué?
—Bob —añadió Rebus con voz sosegada—. Está bien, Bob. No te preocupes. No hay por qué preocuparse. Sólo necesito saber qué quería Johnson de Marty.
Bob volvió a negar con la cabeza, esa vez con menos fuerza, como si empezara a resignarse.
—Me mataría —dijo con voz queda—. Lo haría —añadió mirando a Rebus a los ojos.
—En ese caso, tengo que ayudarte, Bob. Debes dejar que yo sea tu amigo. Porque así será Pavo Real quien vaya a la cárcel y no tú. A ti no te pasará nada.
El joven siguió en silencio como si se lo pensara, y Rebus se preguntó qué haría un abogado defensor medianamente competente ante un tribunal con un individuo como aquel. Cuestionaría su capacidad e inteligencia y lo impugnaría como testigo.
Pero Bob era su única posibilidad.
Volvieron en silencio hasta el coche de Rebus. Bob dejó el suyo aparcado en una bocacalle y subió al del inspector.
—Será mejor que esta noche te quedes en mi casa —dijo Rebus—. Así estarás más seguro —añadió, pensando que «seguro» era un buen eufemismo—. Mañana hablaremos, ¿de acuerdo? —«Hablar»: otro eufemismo.
Bob asintió con la cabeza sin decir nada y Rebus encontró un hueco para aparcar al final de Arden Street y condujo a Bob hasta la puerta de su casa. Al abrir le sorprendió que no funcionara la luz de la escalera. Se dio cuenta demasiado tarde de lo que eso podía significar, cuando ya unas manos le agarraban de las solapas y le lanzaban contra la pared. El agresor trató de darle un rodillazo en la ingle, pero Rebus le esquivó con un giro de cadera y recibió el golpe en el muslo. Lanzó un cabezazo que alcanzó al agresor en el pómulo y sintió su mano en el cuello buscando la carótida. Si se la presionaba comenzaría a perder el conocimiento. Cerró los puños y empezó a golpearle en los riñones, pero la cazadora de cuero del atacante amortiguaba los puñetazos.
—Hay otro —dijo una voz de mujer.
—¿Qué? —respondió el agresor con acento inglés.
—¡Que está con alguien!
Rebus notó que cesaba la presión en el cuello y su agresor se apartaba. El haz de luz de una linterna iluminó de pronto la puerta entreabierta por la que asomaba Bob boquiabierto.
—¡Mierda! —masculló Simms.
Whiteread, que sostenía la linterna, enfocó el rostro de Rebus.
—Lo siento, Gavin pone a veces demasiado celo —dijo.
—Se acepta la disculpa —replicó Rebus recobrando el ritmo de la respiración al tiempo que lanzaba un puñetazo, pero Simms lo esquivó ágilmente y se puso en guardia con los puños alzados.
—Muchachos, muchachos —dijo Whiteread—. Se acabó el juego.
—¡Bob, al piso! —ordenó Rebus comenzando a subir la escalera.
—Tenemos que hablar —dijo Whiteread pausadamente, como si no hubiese ocurrido nada.
Bob pasó por delante de ella para seguir a Rebus.
—¡Tenemos que hablar! —repitió ella ladeando la cabeza hacia arriba para mirar a Rebus, que ya estaba en el descansillo.
—Bien —respondió él—, pero primero vuelvan a encender la luz.
Abrió la puerta del piso e hizo pasar a Bob y le mostró dónde estaban la cocina, el baño y la cama preparada del cuarto de invitados que rara vez usaba. Palpó el radiador y estaba frío; se agachó y conectó el termostato.
—Enseguida se calienta —dijo.
—¿Qué es lo que ocurría en la entrada? —preguntó el joven curioso, pero sin darle importancia; una despreocupación producto de su costumbre de no meterse en asuntos ajenos.
—Nada que deba preocuparte —contestó Rebus que, al levantarse, sintió acelerarse el pulso en las sienes y se apoyó en la pared—. Será mejor que esperes aquí mientras hablo con esos dos. ¿Quieres un libro o algo?
—¿Un libro?
—Para leer.
—Nunca se me ha dado la lectura —dijo Bob sentándose en el borde de la cama.
Rebus oyó que se cerraba la puerta, lo que quería decir que Whiteread y Simms acababan de entrar.
—Bien, espera aquí, ¿de acuerdo?
El joven asintió con la cabeza y miró el cuarto como si fuera un calabozo, un encierro más que un refugio.
—¿No hay tele? —preguntó.
Rebus salió del cuarto sin contestar e hizo una seña con la cabeza a los dos policías militares para que le siguieran al cuarto de estar.
Tenía encima de la mesa las fotocopias del expediente de Herdman, pero no le importaba que las vieran. Se sirvió un vaso de whisky sin invitarles y lo apuró de un trago acercándose a la ventana para observar en los cristales el reflejo de sus movimientos.
—¿Dónde encontró el diamante? —preguntó Whiteread.
—Ah, ¿de eso se trataba, verdad? —dijo Rebus sonriendo para sí mismo—. Por lo que Herdman adoptaba tantas precauciones… porque sabía que algún día vendrían a buscarlo.
—¿Lo encontró en Jura? —aventuró Simms, tranquilo y sin inmutarse.
Rebus negó con la cabeza.
—Ha sido un simple truco. Sabía que si les enseñaba un diamante acabarían sacando conclusiones, como acaban de hacer —añadió alzando el vaso vacío hacia Simms—. Brindo por ello.
—Nosotros no hemos afirmado nada —dijo Whiteread entrecerrando los ojos.
—Han venido aquí sin pérdida de tiempo y no necesito más. Además, usted estuvo en la isla el año pasado tratando de hacerse pasar por turista —añadió Rebus sirviéndose otro whisky, dando un sorbo y pensando que aquel tenía que durarle—. Aquellos oficiales de alto grado que iban a negociar un cese de hostilidades en Irlanda del Norte… era lógico que hubiera un precio. Había que pagar a los paramilitares. Esos son chicos codiciosos, no iban a quedarse sin tajada. Por eso el gobierno pensó en comprarlos con diamantes. Pero el cargamento desapareció en el accidente del helicóptero y las SAS enviaron una misión. Armada hasta los dientes por si los terroristas iban también a buscarlo. —Hizo una pausa—. ¿Voy bien?
Whiteread parecía una estatua, y Simms, sentado en el brazo del sofá, cogió un ejemplar atrasado del suplemento dominical para hacer un rollo con él. Rebus le señaló con el dedo.
—¿Piensa aplastarme la tráquea, Simms? No olvide que ahí hay un testigo.
—Qué más quisiera —replicó Simms con voz fría y ojos de fuego.
Rebus centró su atención en Whiteread, que se había acercado a la mesa y tenía la mano sobre el expediente de Herdman.
—¿No puede frenar el celo de su mono?
—Estaba usted contándonos una historia sobre diamantes —dijo ella sin apartar su atención de los papeles.
—Nunca creí a Herdman traficante de drogas —prosiguió Rebus—. ¿Pusieron ustedes ese alijo en su barco? —Ella negó despacio con la cabeza—. Bien, pues alguien lo hizo —añadió Rebus reflexionando un instante y dando otro trago—. Pero esos viajes por el mar del Norte… Rotterdam es un buen lugar para vender diamantes. Lo que creo es que encontró los diamantes pero se lo calló. O bien se los llevó en el primer momento o bien los escondió y volvió más tarde a por ellos, después de su repentina decisión de no reengancharse. Ahora bien, el Ejército se preguntaría qué había sido de los diamantes y de la noche a la mañana Herdman se hace notar. Dispone de dinero y monta un negocio de barcos… pero no se puede demostrar nada. —Hizo otra pausa para dar otro trago—. ¿Saben si queda mucho, o lo ha gastado todo? —Rebus pensó en los barcos pagados al contado en dólares, la moneda del mercado de diamantes, y en el que le había regalado a Teri Cotter, que había sido la clave que él buscaba. Hizo una pausa, Whiteread no contestaba—. En cuyo caso —añadió— su misión aquí consistía en limitar los daños y en asegurarse de que no quedase ningún indicio que al aparecer pudiera destapar el asunto. Todos los gobiernos dicen lo mismo: no negociamos con terroristas. Tal vez no, pero en una ocasión intentamos comprarlos. ¿No resultaría una historia jugosa para la prensa? —preguntó mirándola por encima del borde del vaso—. Es eso más o menos, ¿no?
—¿Y el diamante? —inquirió Whiteread.
—Me lo prestó un amigo.
Ella permaneció callada casi un minuto mientras Rebus se regocijaba esperando el momento oportuno, diciéndose que si no hubiera vuelto a casa acompañado de Bob… Sí, decididamente, las cosas no le habrían salido tan bien. Aún sentía en la garganta los dedos de Simms y más al tragar el whisky.
—¿Ha vuelto a ponerse en contacto con ustedes Steve Holly? —dijo rompiendo el silencio—. Lo digo porque si a mí me sucede algo, él lo sabrá inmediatamente.
—¿Cree que eso garantiza su integridad?
—¡Calla, Gavin! —espetó Whiteread; tras lo cual se cruzó despacio de brazos—. ¿Qué piensa hacer? —preguntó.
Rebus se encogió de hombros.
—Si le digo la verdad, el asunto no es cosa mía. No tengo por qué hacer nada a condición de que no suelte de la cadena a su mono aquí presente.
Simms se puso en pie y metió la mano en la chaqueta, pero Whiteread giró sobre sus talones y le dio un manotazo en el brazo. Rebus se quedó maravillado de la rapidez de la mujer.
—Lo único que quiero es que ustedes dos se hayan ido mañana a primera hora —dijo marcando las palabras—. Si no, tendré que pensar en hablar con mi amigo del cuarto poder.
—¿Cómo podemos confiar en usted?
Rebus volvió a encogerse de hombros.
—No creo que a ninguno nos interese que la prensa publique esta historia —dijo dejando el vaso—. Bien, si hemos acabado, tengo un huésped que atender.
—¿Quién es? —preguntó Whiteread mirando hacia la puerta.
—Pierda cuidado, ese es de los que no hablan.
Ella asintió despacio con la cabeza y se volvió para irse.
—Dígame una cosa, Whiteread. —Ella se detuvo y se volvió hacia él—. ¿Por qué cree que Herdman hizo eso?
—Porque era codicioso.
—Me refiero a lo del colegio.
—A mí qué me importa —respondió ella con una mirada encendida.
Sin más palabras salió del cuarto de estar. Simms continuaba mirando a Rebus, que le dijo adiós con la mano antes de volverse a acercar a la ventana. Simms sacó la pistola automática de la chaqueta, le apuntó a la nuca, lanzó un suave silbido entre los dientes y volvió a guardar el arma en la funda.
—Genial —dijo casi en un susurro—, sin que se espere cuándo ni dónde, será mi cara lo último que vea.
—Vaya gracia —replicó Rebus con un suspiro, sin molestarse en darse la vuelta—, desperdiciar mis últimos instantes en este mundo viendo la cara de un perfecto gilipollas.
Oyó los pasos alejándose en el vestíbulo y un portazo. Fue al vestíbulo a asegurarse de que se habían marchado y vio a Bob en el umbral de la cocina.
—Me he hecho una taza de té. Por cierto, no le queda leche.
—He dado el día libre a los criados. Anda, trata de dormir, que nos queda un día largo por delante.
Bob asintió con la cabeza, fue al cuarto y cerró la puerta. Rebus se sirvió un tercer whisky —el último—, se sentó derrengado en su sillón y vio que el rollo que había hecho Simms con la revista iba abriéndose despacio en el sofá. Pensó en Lee Herdman, tentado por los diamantes, cómo los entregaría y saldría luego del bosque como si tal cosa. Tal vez se sintió culpable después, presa del temor, sabiendo que nunca se disiparían las sospechas. Era muy posible que, en su momento, hubiera tenido que dar explicaciones, someterse a interrogatorios, incluso quizá con Whiteread. Por muchos años que pasaran, el Ejército no olvidaría el asunto porque no podían quedar cabos sueltos, sobre todo en algo como aquello, que podía convertirse en algo que les explotara en las manos. Herdman habría vivido bajo la presión de aquel miedo, tendría pocos amigos… los jovencitos eran distintos, ellos no podían ser agentes secretos. Y, por lo visto, tampoco Doug Brimson importaba… Tantas cerraduras para conjurar peligros. No era de extrañar que estallara. Pero ¿por qué de aquel modo? Rebus no acababa de entender que hubiera sido sólo por celos.
James Bell le hace una foto a la señorita Teri en Cockburn Street…
Derek Renshaw y Anthony Jarvies entran en su página web…
Teri Cotter, su curiosidad por la muerte y amante de un exmilitar…
Renshaw y Jarvies, amigos íntimos; distintos de Teri, distintos de James Bell; aficionados al jazz, no al heavy metal; desfilaban en el colegio con sus uniformes militares, eran aficionados al deporte. No como Teri Cotter.
Ni como James Bell.
Y pensándolo bien, aparte de sus años en el Ejército, ¿qué tenían en común Herdman y Doug Brimson? Para empezar, que los dos conocían a Teri Cotter. Teri estaba con Herdman y su madre se veía con Brimson. Rebus pensó que era un extraño baile, como esos en que se intercambian las parejas constantemente. Hundió la cara entre las manos, para no ver la luz, sintió el olor de cuero de los guantes mezclado con los vapores del whisky y los personajes del baile comenzaron a danzar en su cabeza. Parpadeó, abrió los ojos y lo vio todo borroso. El papel de las paredes fue precisándose poco a poco, pero él veía manchas de sangre, sangre en el aula.
Dos disparos mortales y un herido.
No: tres disparos mortales.
—No.
Se dio cuenta de que hablaba solo. Dos disparos mortales, un herido. Luego otro disparo mortal.
En el suelo y en las paredes, salpicaduras de sangre.
Sangre por todos lados. Una sangre con historia propia…
Se sirvió el cuarto whisky sin pensar y sólo se dio cuenta al llevarse el vaso a los labios. Volvió a verterlo con cuidado en la botella y puso el tapón. Y con un esfuerzo de voluntad dejó la botella en la repisa de la chimenea.
Sangre con historias que contar.
Cogió el teléfono. No pensaba que hubiera nadie en el laboratorio de la Policía Científica a aquella hora de la noche, pero marcó el número. Nunca se sabe; había gente con sus propias obsesiones, sus misterios que desentrañar. No porque los casos lo requirieran, ni por simple orgullo profesional, sino por gusto, por estímulo personal.
Individuos a quienes, igual que a él, les costaba distanciarse. No sabía si era bueno o malo, pero era así. Al otro extremo sonaba el teléfono, pero nadie contestaba.
—Pandilla de vagos —musitó, y en ese momento advirtió que Bob asomaba la cabeza por la puerta.
—Perdón —dijo el joven pasando al cuarto de estar. Se había quitado la cazadora y su camiseta gris de manga corta dejaba ver unos brazos fofos sin vello—. No consigo dormir.
—Siéntate si quieres —dijo Rebus señalando con la cabeza el sofá. El joven se sentó pero no parecía cómodo—. Ahí está la tele si te apetece.
Bob asintió con la cabeza pero no dejaba de mirar en derredor. Vio la librería y se acercó a mirar.
—A lo mejor…
—Adelante, coge el que quieras.
—La función que hemos visto… ¿no dijo que estaba basada en un libro?
Rebus se volvió para asentir con la cabeza.
—Pero no lo tengo —dijo, escuchando al otro lado de la línea el sonido de su llamada otros quince segundos antes de cortar la comunicación.
—Siento haberle interrumpido —dijo Bob, que no había tocado un solo libro y los miraba como ejemplares raros de museo.
—No me has interrumpido —dijo Rebus levantándose—. Oye, espera un momento —añadió dirigiéndose al pasillo para abrir un armario.
Había montones de cajas de cartón. Cogió una y vio que eran cosas de cuando su hija era pequeña, muñecas y cajas de lápices de colores, tarjetas postales y piedras recogidas en paseos a la orilla del mar. Pensó en Allan Renshaw y en cómo se habían roto los vínculos entre los dos. Allan con sus cajas de fotos y su colección de recuerdos en la buhardilla. Dejó la caja a un lado y cogió otra de debajo. Contenía libros, también de Sammy, infantiles, novelas en rústica con las cubiertas garabateadas y ajadas y algunos libros de tapa dura. Sí, allí estaba, forrado de plástico verde y, en el lomo amarillo, un dibujo de Señor Sapo al que habían añadido una casilla de diálogo para escribir en ella «Pii, pii, pii». No sabía si era letra de su hija. Pensó de nuevo en su primo Allan tratando de recordar nombres de rostros en viejas fotografías.
Volvió a colocar las cajas, cerró el armario y fue al cuarto de estar con el libro.
—Aquí tienes —dijo tendiéndoselo al joven—. Así sabrás lo que te perdiste en el primer acto.
Bob puso cara de satisfacción, aunque cogió el libro con recelo como si no supiera qué hacer con él. Después se retiró a su cuarto. Rebus se quedó de pie delante de la ventana mirando a la oscuridad pensando si también, como en la función, se había perdido él algo al principio del caso.