21

Rebus estaba sentado en el bar a una mesa junto a la cristalera, leyendo un mensaje de texto de Steve Holly.

«¿Qué tiene para mí? Si no colabora haré una segunda entrega de la freidora.»

Indeciso entre responder o no, finalmente comenzó a teclear:

«Accidente isla de jura herdman cogió algo que ejército quiere recuperar pregunte otra vez a whiteread.»

No estaba muy seguro de si Holly lo entendería porque él no había aprendido a poner mayúsculas ni puntos en los mensajes, pero aquello le mantendría entretenido, y si acababa enfrentándose otra vez a Whiteread y Simms, mucho mejor. Así se sentirían acosados. Cogió la media pinta y brindó para sí mismo en el preciso instante en que entraba Siobhan. Aún no había decidido si decirle lo que le había contado Teri sobre su madre y Brimson. Temía que si lo hacía, Brimson se daría cuenta al verla, por su manera de hablarle y de rehuir su mirada. No, no quería que sucediera eso porque no haría bien a nadie en aquel momento. Siobhan dejó el bolso en la mesa y miró a la barra, donde una mujer que no había visto nunca servía unas cervezas.

—No te preocupes —dijo Rebus—, le he preguntado y me ha dicho que McAllister entra de turno dentro de unos minutos.

—Entonces nos da tiempo a que me pongas al corriente —dijo ella quitándose el abrigo.

Rebus se levantó.

—Primero te traeré algo. ¿Qué quieres?

—Lima con soda.

—¿No prefieres algo más fuerte?

—Algunos tenemos que conducir —replicó ella mirando con el ceño fruncido su cerveza medio vacía.

—No te preocupes, no voy a tomar más —dijo él yendo a la barra y volviendo con dos vasos, uno de lima y soda para ella y otro de coca cola para él—. ¿No ves? Cuando quiero, puedo ser serio y virtuoso —añadió.

—Mucho mejor que conducir borracho —comentó ella quitando la pajita del vaso y dejándola en el cenicero antes de echarse hacia atrás en la silla con las manos apoyadas en los muslos—. Bueno, por mí puedes empezar.

En ese momento se abrió la puerta.

—Hablando del rey de Roma —dijo Rebus al ver entrar a McAllister, quien se percató de que le miraban y dirigió la vista hacia ellos, circunstancia que Rebus aprovechó para saludarle con una inclinación de cabeza.

McAllister abrió la cremallera de su desgastada cazadora de cuero, se quitó el pañuelo negro que llevaba al cuello y lo guardó en un bolsillo.

—Tengo que empezar a trabajar —dijo al ver que Rebus daba unas palmaditas en una silla.

—Es un minuto nada más —replicó Rebus sonriente—. A Susie no le importará —añadió señalando con la cabeza a la mujer de la barra.

McAllister, un tanto indeciso, acabó por sentarse con los codos apoyados en sus piernas delgadas y las manos bajo la barbilla. Rebus le imitó.

—¿Es por algo relacionado con Herdman? —preguntó.

—No exactamente —contestó Rebus, y miró a Siobhan.

—Luego hablaremos de eso —dijo ella—, pero ahora lo que nos interesa es su hermana.

McAllister miró sucesivamente a los dos.

—¿Cuál de ellas?

—Rachel Fox. Es curioso que tengan distinto apellido.

—No es así —replicó McAllister mirando de nuevo a uno y a otro, sin saber a quién responder. Siobhan chasqueó los dedos y el barman dirigió hacia ellos su atención entrecerrando levemente los ojos—. Es que ella cambió de apellido hace cierto tiempo cuando intentó trabajar de modelo —añadió—. ¿Qué tiene ella que ver con ustedes?

—¿No lo sabe?

Él se encogió de hombros.

—¿Conoce a Marty Fairstone? —añadió Siobhan—. No me diga que ella no se lo presentó.

—Sí, conocía a Marty. Se me revolvieron las tripas cuando me enteré de su muerte.

—¿Y a un tal Johnson? —preguntó Rebus—, apodado Pavo Real… amigo de Marty.

—Sí.

—¿Le conoce personalmente?

McAllister reflexionó un instante.

—No estoy seguro —dijo finalmente.

—Pensamos —comenzó a decir Siobhan ladeando la cabeza para llamar de nuevo su atención— que Johnson y Rachel habían empezado una relación.

—¿Ah, sí? —dijo McAllister enarcando una ceja—. Primera noticia.

—¿Ella nunca le habló de él?

—No.

—Los han visto por South Queensferry.

—Últimamente se ha visto a mucha gente por aquí. Ustedes dos, por ejemplo —replicó él recostándose en el asiento, enderezando la espalda y mirando el reloj de encima de la barra—. No me gustaría que Susie se enfadase.

—Se rumorea que Fairstone y Johnson se enemistaron, tal vez por lo de Rachel.

—¿Ah, sí?

—Si encuentra extrañas las preguntas, señor McAllister —dijo Rebus—, dígalo.

Siobhan miró la camiseta de McAllister, bien visible ahora que no estaba inclinado. Tenía estampada la portada de un disco que ella conocía.

—Es admirador de Mogwai, ¿eh, Rod?

—De todos los grupos que toquen fuerte —contestó él mirándose la camiseta.

—Ese es su disco Rock Action, ¿verdad?

—Exacto.

McAllister se levantó y miró hacia la barra, pero Siobhan cruzó una mirada con Rebus y asintió levemente con la cabeza.

—Rod —dijo—, ¿recuerda que la primera vez que vine al bar le di mi tarjeta?

McAllister asintió con la cabeza sin dejar de alejarse de la mesa, pero Siobhan se levantó para seguirle y alzó la voz.

—En esa tarjeta ponía la dirección de St Leonard, ¿no es cierto, Rod? Y al leer mi nombre supo quién era porque Marty se lo había dicho, ¿verdad?… o quizá Rachel. Rod, ¿recuerda el disco de Mogwai anterior a Rock Action?

McAllister levantó la trampilla del mostrador para entrar en la barra y la dejó caer de golpe una vez dentro. La camarera le miró mientras Siobhan volvía a levantarla.

—No está permitido… —dijo la camarera.

Pero Siobhan no la escuchaba. Sin percatarse de que Rebus se había levantado de la mesa para acercarse, agarró a McAllister de la manga de la cazadora. Él intentó zafarse, pero le obligó a volverse hacia ella.

—¿Recuerda el título, Rod? Era Come On, Die Young. C. O. D. Y., Rod. La firma de su segunda nota.

—¡Déjeme en paz! —gritó él.

—Si tienen algo que discutir, háganlo fuera —terció Susie.

—Rod, enviar amenazas de ese tipo es un delito grave.

—¡Suélteme, zorra! —replicó él deshaciéndose de ella de un tirón y dándole una bofetada que la lanzó contra un estante del que salieron volando unas botellas.

Rebus entró en la barra, agarró a McAllister del pelo y le aplastó con fuerza la cara contra el escurridor. McAllister agitó los brazos farfullando sonidos ininteligibles, pero Rebus no le soltó.

—¿Llevas esposas? —preguntó a Siobhan.

Ella se incorporó entre crujidos de los trozos de vidrio del suelo y echó a correr hacia el bolso para vaciarlo en la mesa y coger las esposas. McAllister le atizó un par de patadas en las espinillas con los tacones de sus botas vaqueras, pero ella, tras apretarle bien las esposas para mayor seguridad, se apartó de él, medio mareada, sin saber si era por efecto de los golpes, de la adrenalina o de las emanaciones alcohólicas de las botellas rotas.

—Llama a comisaría —dijo Rebus—. Una noche en el calabozo no le vendrá mal a este cabrón.

—Oiga, no puede hacer eso —protestó Susie—. ¿Quién va a hacer su turno?

—No es problema nuestro —respondió Rebus forzando una sonrisa de buena voluntad.

Llevaron a McAllister a St Leonard y le encerraron en el único calabozo libre. Rebus preguntó a Siobhan si presentaban cargos formalmente, y ella se encogió de hombros.

—No creo que vaya a seguir enviándome notas.

La mejilla estaba enrojecida por el golpe, pero no tenía aspecto de que fuera a quedarle un moratón.

En el aparcamiento se separaron.

—¿Qué era lo del diamante? —preguntó ella, pero Rebus se limitó a decirle adiós con la mano mientras se alejaba en el coche.

Fue a Arden Street sin hacer caso del sonido de llamada del móvil. Sería Siobhan para repetirle la pregunta. No encontró sitio para aparcar y pensó que, de todos modos, estaba demasiado excitado para acostarse. Siguió calle adelante y cruzó el sur de Edimburgo hasta llegar a Gracemount y a la parada de autobús donde se había enfrentado a los Perdidos pocos días antes, aunque que ya le parecían una eternidad. ¿Cuándo había sido?, ¿la noche del miércoles? No había nadie bajo la marquesina, pero aparcó junto al bordillo, bajó el cristal de la ventanilla tres centímetros y fumó un cigarrillo. No sabía qué iba a hacer con Rab Fisher si daba con él; lo que sí quería es que le contestara a ciertas preguntas relacionadas con la muerte de Andy Callis. El incidente del bar le había estimulado. Se miró las manos. Todavía le escocían del forcejeo con McAllister, pero no era, después de todo, una sensación desagradable.

Pasaron varios autobuses sin detenerse. Encendió el motor y se dirigió hacia los bloques de viviendas, donde recorrió las calles metiéndose en ocasiones en callejones sin salida que le obligaron a dar marcha atrás. Vio a unos críos jugando al fútbol en un parque raquítico medio a oscuras y a otros con monopatín en un pasadizo. Era su territorio y su hora del día. Podría preguntarles por los Perdidos, pero sabía que aquellos chavales aprendían las reglas desde muy pequeños y no darían el chivatazo, y menos cuando su mayor aspiración en la vida era pertenecer a la pandilla local. Volvió a aparcar delante de un bloque de mediana altura y encendió otro cigarrillo. Tenía que encontrar pronto una tienda para no quedarse sin tabaco. O ir a algún pub a ver si encontraba cigarrillos baratos de reventa. Puso la radio con la idea de captar algo decente, pero no sintonizó más que rap y música dance. En el casete tenía una cinta de Rory Gallagher: Jinx, pero no le apetecía oírla. Creyó recordar que una de las canciones era The Devil Made Me Do It [El diablo me indujo a ello]. Mala excusa para los tiempos actuales, aunque muchos otros habían ocupado el puesto de Pedro Botero. Hoy no había crímenes inexplicables, con tantos científicos y psicólogos que hablaban de herencia congénita y maltrato infantil, lesiones cerebrales y presión ejercida por los demás. Siempre había una causa…, siempre, al parecer, un pretexto.

¿Por qué había muerto Andy Callis?

¿Y por qué había entrado en esa aula Lee Herdman?

Rebus fumó el cigarrillo en silencio, sacó el diamante, lo miró y volvió a guardárselo al oír un ruido; era un niño que llevaba a otro en volandas en un carrito de supermercado. Le miraron los dos como si fuera un bicho raro. Quizá lo fuera. Minutos después los tenía allí otra vez. Rebus bajó del todo el cristal de la ventanilla.

—¿Busca algo, señor? —preguntó el que empujaba el carrito, un niño de unos nueve años, quizá diez, con la cabeza rapada y pómulos prominentes.

—He quedado con Rab Fisher —contestó Rebus mirando el reloj—, pero el cabrón no aparece.

Los niños se mostraban recelosos, aunque no tanto como lo harían al cabo de un par de años.

—Yo le he visto hace poco —dijo el que iba montado en el carrito, y Rebus decidió abreviar.

—Es que le debo dinero —dijo— y pensé que andaría por aquí —añadió mirando a un lado y a otro como si esperara ver aparecer a Fisher.

—Nosotros podríamos dárselo —dijo el conductor del carrito.

—¿Tengo cara de gilipollas? —replicó Rebus sonriendo.

—Como quiera —dijo el chico encogiéndose de hombros.

—Vaya a ver dos calles más allá —añadió el pasajero señalando hacia la derecha-Le echamos una carrera.

Rebus puso el motor en marcha, pero optó por ir despacio. Ya llamaba suficientemente la atención como para circular con un carrito de supermercado siguiéndole a toda velocidad.

—A ver si encontráis cigarrillos —dijo sacando del bolsillo un billete de cinco libras—. Los más baratos que haya, y quedaos con el cambio.

El billete le voló de la mano.

—¿Por qué lleva guantes, señor?

—Para no dejar huellas —contestó Rebus con un guiño, pisando el acelerador.

Dos calles más adelante no había nadie. Llegó a un cruce, miró a derecha e izquierda y vio un coche aparcado junto al bordillo y un grupo inclinado sobre él. Rebus se detuvo ante un indicador de ceda el paso pensando que estaban forzando el coche, pero en ese momento se dio cuenta de que el grupo simplemente hablaba con el conductor. Eran cuatro, más la cabeza de dentro del vehículo. Parecían los Perdidos, y Rab Fisher era el que hablaba. Se oía un ralentí muy fuerte. Trucado o sin tubo de escape. Rebus sospechó que lo primero. Era un coche modificado con una luz de frenos descomunal y alerón acoplado al parachoques. El conductor llevaba una gorra de béisbol. A Rebus le habría gustado que fuera una agresión, un atraco, algo que le diera pie a intervenir. Pero no era el caso. Oyó que reían, seguramente de alguna anécdota.

Uno de ellos miró hacia donde él estaba y Rebus se percató de que llevaba demasiado tiempo parado en el cruce. Entró en la bocacalle y aparcó de espaldas a aquel coche a unos cincuenta metros, fingiendo mirar los bloques de viviendas como si hubiera ido a recoger a un amigo. Para rematar la farsa dio dos bocinazos. Los Perdidos volvieron la cabeza un instante y siguieron a lo suyo. Rebus se acercó el móvil al oído fingiendo que llamaba su amigo sin dejar de mirar por el retrovisor.

Veía a Rab Fisher gesticular contando su historia al conductor, alguien a quien trataba de impresionar. Se oía música, los acordes sordos de un bajo. Tenían la radio sintonizada precisamente en la emisora que él había desechado. Pensó cuánto tiempo podría seguir allí disimulando. ¿Y si los del carrito volvían realmente con el tabaco?

En ese momento Fisher se enderezaba para apartarse de la portezuela, que se abrió. El conductor bajó del coche.

Nada menos que Demonio Bob. Bob con coche propio, dándoselas de importante y de duro, contoneándose hacia el maletero para abrirlo y enseñarles algo que la pandilla se puso a mirar en semicírculo tapándole la visión.

Demonio Bob, el secuaz de Pavo Real. No estaba allí actuando de segundón, pues; aunque lejos de ser una lumbrera, estaba muy por encima en el escalafón de un pipiolo como Fisher.

No hacía teatro…

Rebus recordó el interrogatorio en St Leonard el día de la redada. Bob había dicho que nunca había ido al teatro en tono de decepción. Bob, aquel niño grande, apenas adulto, a quien Pavo Real llevaba a su lado, tratándole casi como a un perro; una mascota que le hacía gracias.

Y Rebus recordó de pronto otro rostro, otra escena: la madre de James Bell y El viento en los sauces.

«Nunca se es demasiado mayor —le había dicho levantando el dedo—. Nunca demasiado mayor.»

Lanzó una última mirada de supuesto aburrimiento por la ventanilla y arrancó a toda velocidad como cabreado porque no hubiera aparecido su amigo. Giró en el siguiente cruce, aminoró la marcha y llamó por el móvil. Apuntó el número que le daban, hizo una segunda llamada y dio una vuelta sin ver rastro del carrito ni de las cinco libras, aunque ya se había hecho a la idea. Se encontró con otro ceda el paso a cien metros del coche de Bob. Aguardó y vio que cerraba el maletero de golpe y que los Perdidos volvían a la acera y él subía al coche. Al quitar el freno de mano sonó una bocina con la melodía de Dixie. Los neumáticos chirriaron y se levantó una nube de humo. Iba a setenta cuando pasó al lado de Rebus. Dixie tronó otra vez. Rebus le siguió.

Se sentía sereno, decidido. Decidió que era el momento de fumar el último cigarrillo que le quedaba y quizá también de escuchar unos minutos a Rory Gallagher. Recordó que le había visto en los años setenta en el Usher Hall, ante un público vestido con camisas a cuadros y vaqueros desteñidos. Rory tocó Sinner Boy, Ym Movin’On… Eso era lo que él tenía a la vista: un pecador. Y esperaba coger a otros dos.

Rebus por fin logró lo que deseaba. Tras saltarse dos semáforos en ámbar, Bob por fin se detuvo ante uno en rojo. Rebus le adelantó, paró delante impidiéndole el paso y se bajó en el momento en que sonaba Dixie y Bob se apeaba con cara de pocos amigos. Rebus alzó las manos en gesto conciliador.

—Buenas, Bo-Bo —dijo—. ¿Te acuerdas de mí?

Bob le recordaba perfectamente.

—Me llamo Bob —replicó.

—Sí, claro.

El semáforo se puso verde y Rebus hizo una seña a los coches para que pasaran a su lado.

—¿A qué viene esto? —preguntó Bob mientras Rebus examinaba el coche como un posible comprador—. Yo no he hecho nada.

Rebus se acercó al maletero y le dio unos golpecitos con los nudillos.

—¿Quieres enseñarme lo que llevas? —dijo.

—¿Tiene orden de registro? —replicó Bob alzando la barbilla.

—¿Tú crees que yo me ando con formalismos? —La visera de la gorra de béisbol tapaba la cara de Bob y Rebus se agachó para mirarle—. Piénsalo —añadió tras una pausa—. Pero, en realidad, lo que quiero es que vengas conmigo a un sitio —dijo incorporándose.

—Yo no he hecho nada —repitió Bob.

—No te preocupes, en St Leonard tenemos los calabozos llenos.

—¿Adónde vamos?

—Invito yo —dijo Rebus señalando con la cabeza el Saab—. Voy a dejarlo aparcado junto al bordillo; tú arrímate detrás. ¿Entendido? Y no quiero verte con el móvil en la mano.

—Yo no…

—Lo he entendido —le interrumpió Rebus—. Ahora sí que vas a hacer algo, y te gustará. Te lo prometo —añadió levantando un dedo y volviendo a su coche para cerrarlo.

Demonio Bob aparcó detrás obedientemente y aguardó a que Rebus subiese al asiento del pasajero y le mandara arrancar.

—¿Adónde vamos?

—A la mansión de Señor Sapo —contestó Rebus señalando al frente.