El martes por la mañana, Rebus salió de su casa, fue hasta el final de Marchmont Road y cruzó los Meadows, la zona de césped cercana a la universidad. A su lado pasaban estudiantes camino de las clases, algunos en rechinantes bicicletas y otros a pie, adormilados. Estaba nublado y el color del cielo mimetizaba el gris de la pizarra de los tejados. Fue hacia el puente Jorge IV. Conocía el reglamento de la Biblioteca Nacional: el vigilante le dejaba pasar, pero luego tenía que subir la escalinata y convencer a la bibliotecaria de guardia de que necesitaba desesperadamente hacer una consulta urgentísima y tenía que ser en esa biblioteca. Mostró su carné de identificación, dijo lo que deseaba y le indicaron que fuera a la sala de microfilmes, formato en el que actualmente archivaban los periódicos antiguos. Años atrás, cuando investigaba algún caso, se sentaba en la sala de lectura y un empleado le traía a la mesa, en un carrito, el cargamento de periódicos. Ahora la operación consistía en encender una pantalla e introducir el rollo de película en la máquina.
No tenía en mente ninguna fecha concreta y decidió empezar por un mes antes del accidente del helicóptero y dejar desfilar por la pantalla los sucesos cotidianos. En cuanto llegó al día del accidente, rápidamente se hizo una buena idea del suceso. La noticia ocupaba la primera página del Scotsman con fotos de dos de las víctimas, el general de brigada Stuart Phillips y el comandante Kevin Spark. Como Phillips era escocés, el diario publicaba al día siguiente una detallada cronológica que a Rebus le aportó datos sobre la personalidad profesional y humana del general. Verificó las notas que había tomado, rebobinó la película y metió otro rollo con noticias de las dos semanas anteriores para cotejarlo con sus anotaciones sobre el alto el fuego del IRA en Irlanda del Norte y el papel desempeñado en las negociaciones por el general de brigada Stuart Phillips. Había habido contactos preliminares para examinar la problemática del recelo que suscitaría en los grupos paramilitares de ambos bandos y en los grupúsculos escisionistas… Rebus comenzó a darse golpecitos en los dientes con el bolígrafo hasta percatarse de que otro lector cerca de él le miraba con el ceño fruncido. Musitó un «perdón» y centró su atención en otras noticias del periódico: cumbres mundiales, guerras en el extranjero, crónicas de fútbol… La piel de una granada en la que se veía la cara de Cristo, un gato perdido y recuperado por sus dueños a pesar de haberse mudado de casa…
La foto del gato le recordó a Boecio. Volvió al mostrador y preguntó por el departamento de enciclopedias. Buscó Boecio y se enteró de que era un filósofo romano, traductor y político que, acusado de traición, escribió en la cárcel mientras esperaba su ejecución Sobre la consolación de la filosofía, tratado en el que argumentaba que todo es cambiante y no hay nada que tenga ningún grado de certidumbre… salvo la virtud. Rebus pensó si aquel libro le ayudaría a comprender el destino de Derek Renshaw y su repercusión sobre sus más allegados. Tenía sus dudas. En este mundo, los culpables suelen quedar impunes y las víctimas es como si no contaran. A la gente buena siempre le ocurren cosas malas y viceversa. Si era Dios quien había planificado así las cosas, el cabronazo tenía un tremendo sentido del humor. Resultaba más sencillo pensar que no había ningún plan y que era puro azar lo que había llevado a Lee Herdman a aquel colegio.
Pero le quemaba la duda de que tampoco fuese así.
Decidió acercarse al puente Jorge IV a tomar un café y fumar un cigarrillo. Había llamado a Siobhan a primera hora para decirle que estaría ocupado y que no se verían. A ella no pareció importarle, ni siquiera le había preguntado adónde tenía que ir. Era como si quisiera distanciarse de él, y no se lo reprochaba. Siempre había sido un imán para los problemas y, cerca de él, ella arriesgaba el futuro de su carrera. De todos modos, pensó que había otros motivos. Quizá le consideraba realmente un coleccionista, que establecía relaciones últimas de amistad con ciertas personas, por cariño o por interés… demasiado íntimas a veces. Pensó en la página de internet de la señorita Teri y en la ilusión que producía en sus virtuales visitantes. Una relación unilateral en la que podían verla a ella sin que ella viese a los demás. ¿Era Teri Cotter otro tipo de «ejemplar»?
Sentado en la cafetería Elephant House con un buen café con leche, sacó el móvil. Había fumado un cigarrillo en la calle antes de entrar en el local, en esos días nunca se sabía si dejaban fumar o no. Marcó con el pulgar el número del móvil de Bobby Hogan.
—¿Se han hecho ya cargo del caso esos gorilas, Bobby? —preguntó.
Hogan sabía que se refería a Claverhouse y Ormiston.
—No del todo —contestó.
—¿Andan por ahí?
—Están intimando con tu novia.
Rebus tardó un instante en captarlo.
—¿Con Whiteread? —aventuró.
—Exacto.
—Seguro que Claverhouse disfrutará escuchando lo que le cuenta de mí.
—Ahora me explico por qué está tan sonriente.
—¿Cómo crees que anda mi estatus de persona non grata?
—No me han dicho nada. Por cierto, ¿dónde estás? ¿Es una cafetera lo que oigo como ruido de fondo?
—Estoy en la pausa de media mañana, excelencia. Indagando sobre la época de Herdman en las SAS.
—¿Sabes que tengo la sensación de que hemos fracasado irremisiblemente?
—No te preocupes, Bobby. Ya imaginaba que no nos entregarían el expediente por las buenas.
—¿Cómo te las vas a arreglar para examinarlo?
—Digamos que de un modo lateral.
—¿Puedes ser más explícito?
—No, hasta que no haya encontrado algo útil.
—John… están cambiando los parámetros de la investigación.
—¿En cristiano, Bob?
—Que ya no parece tener tanta importancia el «móvil».
—¿Resulta mucho más interesante el enfoque de las drogas? —aventuró Rebus—. ¿Me estás dando puerta, Bobby?
—Sabes que no es mi estilo, John. Lo que digo es que creo que el caso se me va de las manos.
—¿Y Claverhouse dirige mi club de admiradores?
—Ni siquiera está en la lista de correo.
Rebus calló, pensativo. Hogan rompió el silencio.
—Tal como están las cosas, a lo mejor me voy a tomar café contigo.
—¿Te están marginando?
—El último del banquillo.
Rebus sonrió pensando en el cuadro. Claverhouse de arbitro; Ormiston y Whiteread de jueces de línea…
—¿Alguna noticia más? —dijo.
—El barco de Herdman donde se encontró la droga, parece ser que lo compró pagándolo casi todo en metálico, en dólares concretamente, la divisa internacional del narcotráfico. El año pasado hizo bastantes viajes a Amsterdam y trató de ocultar la mayoría.
—Interesante, ¿no?
—Claverhouse piensa que quizás haya algo de negocio pornográfico también.
—Ese hombre tiene la mente podrida.
—Tal vez tenga razón, mucho porno duro proviene de lugares como Rotterdam. En fin, que nuestro amigo Herdman debía de ser una joya.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Rebus amusgando los ojos.
—¿Recuerdas que nos llevamos su ordenador? —Rebus recordaba que ya no estaba en el piso de Herdman cuando él fue la primera vez—. Los cerebros de Howdenhall han logrado descubrir algunos de los sitios de internet que visitaba y muchos de ellos eran para mirones.
—¿De voyeurs?
—Exacto. Al señor Herdman le gustaba mirar. Y además muchos de ellos están registrados en Holanda. Él pagaba la subscripción todos los meses con tarjeta de crédito.
Rebus miró por los cristales. Empezaba a llover, una llovizna oblicua. La gente caminaba deprisa con la cabeza agachada.
—¿Tú sabes de algún traficante de pornografía que pague por mirar?
—Es la primera vez que lo oigo.
—No es ninguna pista, créeme. —Rebus hizo una pausa y entrecerró los ojos—. ¿Has entrado en esos sitios?
—En acto de servicio para examinar las pruebas.
—Descríbemelos.
—¿Te da morbo?
—Para eso tengo a Frank Zappa. Vamos, compláceme, Bobby.
—Sale una chica sentada en la cama con medias, liguero, etcétera, y tú tecleas lo que quieres que haga.
—¿Sabemos lo que le gustaba a Herdman que hicieran?
—No. Por lo visto, los técnicos de Howdenhall no llegan a tanto.
—Bobby, ¿tienes una lista de esos sitios? —Rebus oyó una especie de risita entre dientes apagada—. Sólo estoy aventurando una conjetura, pero ¿hay por casualidad alguno titulado Señorita Teri o Entrada a la Oscuridad?
Se hizo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Cómo lo sabes?
—Fui adivino en una vida anterior.
—No, en serio, John. ¿Cómo lo sabes?
—Ya sabía que me lo ibas a preguntar. —Rebus accedió a no dejar en vilo a Bobby—. La señorita Teri es Teri Cotter, una alumna de Port Edgar.
—¿Que se dedica al porno?
—No, Bobby, su página no es pornográfica —replicó Rebus sin darse cuenta.
—¿La has visto?
—Sí, la chica tiene en su habitación una cámara conectada a internet —admitió Rebus—. Funciona las veinticuatro horas al parecer —añadió con una mueca, dándose cuenta de que había hablado demasiado otra vez.
—¿Y cuánto tiempo has estado mirando para comprobarlo?
—No estoy seguro de que tenga nada que ver con…
—Tengo que decírselo a Claverhouse —interrumpió Hogan.
—Ni se te ocurra.
—John, si Herdman estaba obsesionado con esa chica…
—Si vas a interrogarla quiero acompañarte.
—No creo que tú…
—¡Bobby, la pista te la he dado yo! —exclamó mirando a su alrededor consciente de haber levantado la voz. Estaba sentado a la barra al lado de la ventana. Vio que dos mujeres, dos oficinistas en su rato de descanso, desviaban la mirada. ¿Habrían estado escuchando?—. Tengo que estar presente, Bobby, por favor, prométemelo.
La voz de Hogan se suavizó.
—De acuerdo, prometido por lo que me toca. Lo que no sé es si Claverhouse estará de acuerdo.
—¿Seguro que tienes que decírselo?
—¿Qué quieres decir?
—Bobby, podríamos ir nosotros dos a hablar con ella…
—No es mi manera de trabajar, John —replicó Hogan con voz firme de nuevo.
—Sí, claro, Bobby. —Rebus tuvo una idea—. ¿Está ahí Siobhan?
—Yo creía que estaba contigo.
—No importa. ¿Me dirás el resultado del interrogatorio?
—De acuerdo —contestó Hogan con un suspiro.
—Gracias, Bobby. Te debo una.
Rebus colgó y salió del bar sin tomarse el resto del café. En la calle encendió otro cigarrillo. Las oficinistas cuchicheaban cubriéndose la boca con las manos como para evitar que leyera en sus labios lo que decían. Expulsó humo hacia los cristales y volvió a la biblioteca.
Siobhan fue a St Leonard temprano, hizo ejercicio en el gimnasio y luego se dirigió al DIC. Había un gran armario practicable donde guardaban los archivadores de casos antiguos. Cuando examinaba los lomos marrones de las carpetas de cartón vio que faltaba una y en su lugar había una hoja de papel. Era el de Martin Fairstone, y lo habían retirado por orden superior. Firmado: Gill Templer.
Era lógico. La muerte de Fairstone no había sido accidental y se iniciarían las pesquisas por homicidio, relacionadas con una investigación interna. Templer había retirado el expediente para entregárselo a quien correspondiera. Cerró, echó la llave y salió al pasillo para escuchar detrás de la puerta. Sólo se oía el sonido sordo de un teléfono. Miró a un lado y a otro del pasillo y vio que en el DIC había dos compañeros: Davie Hynds y Hi-Ho Silvers. Hynds era aún demasiado nuevo para que le intrigase lo que hacía, pero si Silvers la veía…
Respiró hondo, llamó a la puerta y aguardó antes de hacer girar el pomo.
Entró, cerró y se acercó de puntillas a la mesa de la jefa. No había nada encima y los cajones eran muy pequeños. Miró el archivador metálico verde.
—De perdidos al río —musitó abriendo el primero de ellos.
Estaba vacío. Los otros tres sí estaban llenos de papeles, pero no encontró lo que buscaba. Expulsó aire con ganas y miró a su alrededor. ¿Qué broma era aquella? Allí no había escondrijos, era un despacho absolutamente utilitario. Hubo un tiempo en que Templer tenía un par de macetas en el alféizar, pero ya no estaban; se le habrían muerto las plantas o había decidido tirarlas. El antecesor de Templer tenía el escritorio lleno de fotos de su numerosa familia, pero actualmente no había nada que delatara que lo ocupaba una mujer. Segura de que no había dejado nada por inspeccionar, Siobhan abrió la puerta y se encontró con un hombre con el ceño fruncido.
—Precisamente a quien quería ver —dijo.
—Entré a… —alegó ella mirando al interior del despacho mientras pensaba en una explicación convincente para acabar la frase.
—La comisaria Templer se encuentra en una reunión.
—Sí, claro, es lo que he pensado —añadió Siobhan recuperando el aplomo y cerrando la puerta.
—Por cierto, me llamo… —dijo el hombre.
—Mullen —espetó ella estirándose para estar algo más a la altura de él.
—Ah, claro —dijo Mullen con un sonrisita—. Era usted la que iba al volante del coche el día que conseguí parar al inspector Rebus.
—¿Y ahora quiere interrogarme sobre Martin Fairstone? —aventuró Siobhan.
—Exacto. —Hizo una pausa—. Siempre que pueda dedicarme unos minutos.
Siobhan se encogió de hombros sonriente, como si fuera lo más agradable del mundo.
—Sígame, por favor —dijo Mullen.
Al pasar por delante de la puerta abierta del DIC, Siobhan miró de reojo y vio que Silvers y Hynds se arrimaban uno a otro y estiraban sus corbatas por encima de la cabeza con el cuello doblado como ahorcados. Lo último que vieron del objeto de su mofa fue un dedo amenazador antes de que despareciera pasillo adelante. Siobhan siguió al oficial de Expedientes escaleras abajo y antes de llegar a la zona de recepción, este abrió el cuarto de interrogatorios número uno.
—Supongo que tendría un motivo fundamentado para entrar en el despacho de la comisaria Templer —dijo Mullen mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de una de las sillas.
Siobhan se sentó en la otra, al otro lado de la mesa rayada y con manchas de bolígrafo. Mullen se agachó y cogió del suelo una caja de cartón.
—Sí, por supuesto —contestó ella viendo cómo abría la tapa del archivador.
Encima de todo había una foto de Martin Fairstone hecha poco después de su detención. Mullen la cogió y se la mostró. Siobhan no pudo evitar fijarse en aquellas uñas impecables.
—¿Cree que este hombre merecía morir?
—No tengo una opinión formada —respondió Siobhan.
—Esto es sólo entre usted y yo, ¿comprende? —añadió Mullen bajando la foto de manera que por encima de ella apareció la mitad de su cara—. No vamos a grabar nada ni hay testigos. Todo muy discreto e informal.
—¿Por eso se ha quitado la chaqueta? ¿Para que sea más informal?
Mullen no replicó.
—Se lo preguntaré otra vez, sargento Clarke. ¿Merecía este hombre morir?
—Si me pregunta si yo quería que muriese, la respuesta es «no». He conocido miserables mucho peores que Martin Fairstone.
—¿Cómo lo clasificaría, entonces? ¿Como molestia menor?
—No me preocuparía en clasificarlo.
—Tuvo una muerte horrible, ¿sabe? Se despertó en pleno incendio, medio asfixiado por el humo, tratando de desatarse de la silla… A mí no me gustaría acabar así.
—Supongo que no.
Se miraron a la cara y Siobhan comprendió que en cualquier momento él se levantaría y comenzaría a pasear por el cuarto tratando de ponerla nerviosa. Se le anticipó y, apartando la silla de la mesa, fue a hasta el fondo con los brazos cruzados, obligándole a volverse.
—Parece que está haciendo usted una buena carrera, sargento Clarke —dijo Mullen—. Inspectora dentro de cinco años, tal vez inspectora jefe antes de los cuarenta… tiene diez años por delante para estar a la altura de la comisaria Templer. —Hizo una pausa efectista—. Un buen futuro si sabe evitar escollos.
—Espero tener un buen radar.
—Deseo por su bien que así sea. El inspector Rebus, por el contrario… no parece tenerlo muy afinado, ¿no cree?
—No tengo una opinión formada.
—Pues ya es hora de que la tenga. Con la carrera que tiene usted por delante, debe elegir con cuidado sus amistades.
Siobhan cruzó despacio hasta el otro lado del cuarto y se volvió al llegar a la puerta.
—Seguro que hay muchos sospechosos en libertad que deseaban la muerte de Fairstone —dijo.
—Esperemos que en la investigación se descubran muchos —replicó Mullen encogiéndose de hombros—. Pero entretanto…
—Entretanto, ¿quiere dar un repaso al inspector Rebus?
Mullen la miró un instante.
—¿Por qué no se sienta?
—¿Le pongo nervioso? —replicó ella inclinándose y apoyando los nudillos en el borde de la mesa.
—¿Eso es lo que intentaba? Yo empezaba a pensar…
Siobhan le sostuvo la mirada.
—Dígame —añadió él pausadamente—, cuando supo que el inspector Rebus había estado en casa de Martin Fairstone la noche en que murió, ¿qué fue lo primero que pensó?
Siobhan respondió encogiéndose levemente de hombros.
—Una hipótesis es que alguien pudo querer dar un susto a Fairstone —dijo él entonando la voz— y salió mal. Tal vez el inspector Rebus intentó volver a la casa para salvarle… Nos llamó una doctora, una psicóloga llamada Irene Lesser, que hace poco trató con el inspector Rebus por otro asunto. Resulta que esa doctora tenía intención de presentar una reclamación, algo relacionado con la violación de la confidencialidad de los pacientes. Después de su queja, expresó su opinión de que el inspector Rebus es un «obsesionado». ¿Diría usted que estaba obsesionado, sargento Clarke? —añadió Mullen inclinándose hacia ella.
—A veces se enfrasca excesivamente en las investigaciones —dijo Siobhan—. No sé si es lo mismo.
—Me parece que la interpretación de la doctora Lesser es que le cuesta vivir en la realidad… que arrastra una furia acumulada de años.
—No entiendo qué tiene eso que ver con Martin Fairstone.
—¿No? —replicó Mullen sonriendo con arrepentimiento—. ¿Considera al inspector Rebus amigo suyo, alguien con quien comparte su tiempo fuera del trabajo?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Parte de mi tiempo.
—¿Es la clase de amigo a quien habla de sus problemas?
—Puede ser.
—¿Y Martin Fairstone no era un problema?
—No.
—Para usted desde luego que no. —Mullen calló un instante y se recostó en la silla—. Sargento Clarke, ¿ha sentido alguna vez necesidad de proteger al inspector Rebus?
—No.
—Pero ha hecho de conductor para él mientras se le curaban las manos.
—No es lo mismo.
—¿Le ha ofrecido una explicación creíble de cómo se las quemó?
—Las metió en agua muy caliente.
—He especificado «creíble».
—Yo la considero creíble.
—¿No cree que es muy propio de él, al verla con un ojo tumefacto, establecer conclusiones y ajustar las cuentas a Fairstone?
—Estuvieron juntos en un pub, pero no he oído decir a nadie que se pelearan.
—Quizás en público no. Pero cuando el inspector Rebus le indujo a que le invitase a su casa… donde nadie les viera…
Siobhan negó con la cabeza.
—No ocurrió nada así.
—Me encantaría tener tanta confianza como usted, sargento Clarke.
—¿Sustituiría su engreída arrogancia?
Mullen la miró inquisitivo, sonrió y guardó la foto en el archivador.
—Creo que es todo por ahora. —Siobhan no hizo ademán de irse—. A menos que usted tenga algo que decir —añadió Mullen con un destello en los ojos.
—En realidad, sí. Ahí tiene usted el motivo por el que entré en el despacho de la comisaria Templer —añadió señalando con la cabeza el archivador.
—¿Ah, sí? —dijo Mullen interesado.
—Pero no tiene nada que ver con Fairstone, sino con el caso de Port Edgar. Vieron a la novia de Fairstone —dijo pensando que no comprometía nada revelándolo—; fue vista en South Queensferry, y el inspector Hogan —tragó saliva antes de dejar caer una pequeña mentira— quiere interrogarla, pero yo no recordaba la dirección.
—¿Y está aquí? —dijo Mullen dando una palmadita en el archivador y pensándolo un instante antes de abrirlo y empujarlo hacia ella—. No veo inconveniente.
La rubia se llamaba Rachel Fox y trabajaba en un supermercado al final de Leith Walk. Siobhan llegó hasta allí en coche, pasando por delante de los poco sugerentes bares, tiendas de artículos de segunda mano y locales de tatuaje. A ella Leith le parecía estar siempre a punto de experimentar alguna especie de renacimiento. Cuando transformaron los antiguos almacenes en apartamentos tipo «loft», o abrieron una sala de cine o trajeron el histórico yate de la reina para que lo visitaran los turistas, se habló de «rejuvenecimiento». Sin embargo, para ella el lugar no había cambiado nada; era el Leith de siempre, con sus habitantes de siempre. No sentía aprehensión cuando estaba allí, ni siquiera en plena noche y había que llamar a la puerta de burdeles o antros de droga. Pero sí que reconocía que era un lugar sin espíritu, donde una sonrisa te revelaba como forastero. No había sitio en el aparcamiento del supermercado. Dio una vuelta y finalmente vio a una mujer que cargaba bolsas de compra en el maletero. Aguardó con el motor al ralentí. La mujer reñía a gritos a un niño de cinco años, lloroso y con mocos colgando, cuyos hombros subían y bajaban al compás de los sollozos. Vestía una chaqueta deportiva plateada Le Coq Sportif y dos tallas más grande que la suya y acolchada, por lo que parecía no tener manos. La madre se puso furiosa al verle limpiarse la nariz con la manga y comenzó a zarandearlo. Siobhan arrimó instintivamente la mano a la puerta del coche sin llegar a abrir, pues sabía que con su intervención podía agravar la situación de la criatura, aquella mujer no iba a reconocer sus malas maneras por el reproche que le hiciera una desconocida. Vio que cerraba el maletero y empujaba al niño dentro del coche y que, al dar la vuelta para sentarse al volante, la miraba a ella encogiéndose de hombros como reclamando comprensión. Siobhan la fulminó con la mirada, pero no dejó de pensar en la futilidad de su indignación mientras aparcaba, cogía un carrito y entraba en el supermercado.
¿A qué había ido allí, en definitiva? ¿Por Fairstone, por las notas, o porque Rachel Fox había estado en el Boatman’s? Quizá por las tres cosas. Fox trabajaba de ayudante de caja; Siobhan miró la batería de cajas y la localizó enseguida. Vestía el uniforme azul de las empleadas, tenía recogida la melena en una cola alta y le caían dos tirabuzones sobre las orejas. En aquel momento miraba inexpresiva al vacío mientras pasaba los artículos por el lector de código de barras. Sobre la caja colgaba un letrero que decía: «Máximo nueve artículos». Siobhan entró en el primer pasillo, pero no vio nada que le hiciera falta; no quería aguardar cola en la pescadería ni en la carnicería por si Rachel Fox se tomaba un descanso o se marchaba antes de la hora. Echó en el carrito dos chocolatinas, rollos de papel de cocina y una lata de caldo Scotch. Cuatro artículos. Al doblar al fondo del pasillo miró si Fox seguía en la caja. Seguía allí, con tres pensionistas esperando turno para pagar. Siobhan añadió un frasco de salsa de tomate. Una mujer en silla de ruedas eléctrica pasó rauda a su lado para meter prisa al marido y gritarle que no olvidase la pasta dentífrica y los pepinillos.
La mueca que hizo el hombre le recordó a Siobhan que ella había olvidado los pepinillos y tendría que volver atrás.
Los clientes se movían despacio, como si pretendieran demorarse más de lo estrictamente necesario. Seguramente muchos acabarían por entrar en la cafetería a tomar un trozo de tarta, saboreándola despacio entre sorbos de té, antes de irse a casa y pasar la tarde viendo programas de cocina.
Un paquete de pasta. Seis artículos.
Ya sólo quedaba un pensionista en la caja rápida, y Siobhan se colocó detrás del hombre, que saludó a Fox. Esta le respondió con un desmayado y seco «buenas» para disuadirle de charlar.
—Qué buen día hace —dijo el hombre, que debía de ir sin dentadura postiza a juzgar por su modo de hablar y cómo le asomaba la lengua entre los labios.
Fox asintió con la cabeza y siguió pasando los artículos de compra con la mayor rapidez posible. Al mirar la cinta transportadora, dos cosas llamaron la atención de Siobhan. La primera era que el hombre llevaba doce artículos y la segunda, que también ella habría debido comprar huevos.
—Ocho ochenta —dijo Fox.
El hombre sacó despacio el dinero del bolsillo y comenzó a contar las monedas. Frunció el ceño y las contó otra vez. Rachel Fox tendió la mano y cogió el dinero.
—Faltan cincuenta peniques —dijo.
—¿Cómo?
—Le faltan cincuenta peniques. Tendrá que dejar algún artículo.
—Tenga —dijo Siobhan aportando la moneda que faltaba.
El hombre la miró, sonrió desdentado, le hizo una breve reverencia y se dirigió a la salida con su bolsa.
Rachel Fox comenzó a pasar los artículos de la nueva clienta.
—Estará usted pensando que pobre hombre —comentó sin levantar la vista—, pero suele usar el mismo truco una vez a la semana.
—Pues qué tonta he sido —dijo Siobhan—. Bueno, por lo menos no se ha puesto a contar otra vez todas las monedas.
Fox levantó la vista, luego miró la cinta transportadora y volvió a mirar a Siobhan.
—Yo la conozco de algo —dijo.
—Rachel, ¿me ha estado enviando cartas?
—¿Cómo sabe mi nombre? —replicó Fox con la mano sobre el paquete de pasta.
—En primer lugar lo pone en su insignia.
Pero en ese momento Rachel se acordó. La miró con cara de odio con los ojos entrecerrados.
—Usted es esa poli que pretendía encerrar a Marty.
—Testifiqué en la vista —concedió Siobhan.
—Sí, lo recuerdo… Y un colega suyo le prendió fuego.
—No se crea todo lo que cuentan los tabloides, Rachel.
—Usted le buscó problemas a Marty.
—No.
—Me habló de usted… me dijo que le tenía manía.
—Puedo asegurarle que no es cierto.
—¿Y entonces por qué está muerto?
Había pasado el último artículo y Siobhan le tendió un billete de diez libras. La cajera del puesto más cercano había interrumpido su actividad y, junto con su clienta, estaba escuchando.
—Rachel, ¿podemos hablar a solas? —dijo Siobhan mirando a su alrededor—. ¿En algún sitio menos concurrido?
A Rachel Fox se le saltaron las lágrimas. Siobhan se acordó de pronto del niño que había visto en el aparcamiento y pensó que en ciertos aspectos nunca nos hacemos mayores. Emocionalmente, nunca crecemos.
—Rachel… —añadió.
Pero Rachel Fox abrió la caja para darle el cambio negando despacio con la cabeza.
—No tengo nada que decirles.
—¿Y esas notas que he estado recibiendo, Rachel? ¿Qué me dice de eso?
—No sé de qué me habla.
Siobhan oyó el ruido de un motor y comprendió que la mujer de la silla de ruedas estaba detrás de ella. El marido llevaba en el carrito exactamente nueve artículos. Siobhan se volvió y vio que la mujer venía con otra cesta y otros nueve artículos. La miraba con la cara encendida, deseosa de que se fuera.
—La vi en el Boatman’s —dijo Siobhan—. ¿Qué hacía allí?
—¿Dónde?
—En el Boatman’s… South Queensferry.
Fox le entregó el cambio con el ticket.
—Es donde trabaja Rod —dijo con un bufido.
—Es… un amigo suyo, ¿verdad?
—Es mi hermano —respondió Rachel Fox y, cuando levantó la vista, Siobhan vio que en lugar de lágrimas echaba fuego por los ojos—. ¿Es que van a matarle a él también? ¿Eh? ¿Es eso?
—Davie, será mejor que vayamos a otra caja —dijo la mujer de la silla de ruedas a su marido.
Comenzó a dar marcha atrás en el momento en que Siobhan cogía su bolsa y se dirigía a la salida seguida por la voz de Rachel Fox:
—¡Puta asesina! ¿Qué te he hecho yo? ¡Asesina! ¡Asesina!
Siobhan tiró las bolsas en el asiento del pasajero y se sentó al volante.
—¡So guarra! —gritó Rachel Fox yendo hacia el coche—. ¡No tienes ni un tío que se te acerque!
Siobhan encendió el motor y salió del hueco en marcha atrás al tiempo que Rachel Fox lanzaba una patada contra el faro. Como llevaba zapatillas deportivas, el pie rebotó en el cristal. Siobhan estiró el cuello para asegurarse de que no atropellaba a nadie y cuando enderezó el volante vio que Rachel Fox empujaba con todas sus fuerzas una fila de carritos empotrados. Arrancó y pisó el acelerador mientras oía el traqueteo de los carritos, que pasaron rozando el coche. Miró por el retrovisor y vio que habían quedado atravesados en la calle y que el primero de la fila había ido a estrellarse contra un Volkswagen Escarabajo aparcado en la otra acera.
Rachel Fox continuaba gruñendo y agitando los puños. Finalmente dirigió un dedo amenazador hacia el coche que se alejaba y se pasó ese mismo dedo por la garganta asintiendo despacio con la cabeza.
—De acuerdo, Rachel —musitó Siobhan saliendo del aparcamiento.