18

Habían previsto volver al piso de Siobhan para que ella preparase la cena prometida. Iban tranquilamente hacia casa, cuando cerca del cruce de Leith Street con Cork Place, al ponerse rojo el semáforo, Rebus se volvió hacia ella.

—¿Tomamos antes una copa? —dijo.

—¿Y luego conduzco yo?

—Puedes coger un taxi para volver a casa y recoger el coche por la mañana.

Siobhan, indecisa, miró la luz roja y cuando se puso verde dio al intermitente para cambiar de carril y tomar Queen Street.

—Supongo que vamos al Oxford para honrarlo con nuestra presencia —comentó él.

—¿Dónde, si no, satisfacer las exigencias del señor?

—Escucha; tomamos una copa allí y tú eliges después otro bar.

—De acuerdo.

Tomaron la primera copa en la barra llena de humo del Oxford, atestado de una bulliciosa clientela después del trabajo. En el canal Discovery ofrecían un reportaje sobre el Antiguo Egipto. Siobhan observó a los clientes habituales, más interesantes que lo que pudiera ofrecer la televisión, y advirtió que Harry el barman sonreía.

—Parece extrañamente contento —comentó a Rebus.

—Sospecho que está enamorado —contestó Rebus, que bebía despacio la cerveza para que le durase, puesto que Siobhan no había insinuado nada de tomar una segunda allí. Ella casi había acabado la media sidra que había pedido—. ¿Quieres otra media? —le preguntó.

—Dijiste una copa.

—Así me acompañas —replicó él levantando el vaso para que viera que le quedaba bastante, pero ella negó con la cabeza.

—Te veo las intenciones —dijo.

Rebus puso cara de inocente aunque sabía que no iba a engañarla.

Llegaron unos cuantos clientes habituales más que se abrieron paso entre la gente. En una mesa del salón de atrás había tres mujeres, pero en la barra Siobhan era la única. Arrugó la nariz por los empellones y el aumento del tono de las voces, se llevó el vaso a los labios y apuró la sidra.

—Vámonos —dijo.

—¿Adónde? —preguntó Rebus mohíno, pero ella no quiso decírselo—. Tengo la chaqueta en la percha —añadió él, que se la había quitado como recurso psicológico para que viera que allí se encontraba muy a gusto.

—Pues cógela —replicó ella.

Rebus se puso la chaqueta y apuró de un trago el resto de cerveza antes de seguirla.

—Aire fresco —dijo ella respirando hondo.

Tenía el coche en North Castle Street, pero lo dejaron atrás y siguieron en dirección a George Street. Frente a ellos se veía el castillo iluminado bajo el cielo negro. Doblaron a la izquierda y Rebus sintió en sus piernas las agujetas tras la excursión a la isla de Jura.

—Hoy no me quita nadie un buen baño —dijo.

—Seguro que es el único ejercicio que has hecho en todo el año —comentó Siobhan sonriente.

—En toda la década —apostilló él.

Unos pasos más adelante, Siobhan se detuvo para descender unos escalones. Había elegido un bar que estaba por debajo del nivel de la calle y que era tienda en la planta superior; un local chic con luz discreta y música.

—¿Habías estado aquí alguna vez? —preguntó ella.

—¿Tú qué crees? —respondió él a punto de dirigirse a la barra, pero Siobhan le señaló un reservado libre.

—Sirven en las mesas —dijo mientras se sentaban.

Inmediatamente acudió una camarera. Siobhan pidió una ginebra con tónica y Rebus un Laphroaig. Cuando se lo trajeron, alzó el vaso y lo miró poco satisfecho con la medida. Siobhan agitó su combinado y estrujó la rodaja de lima contra los cubitos de hielo.

—¿Dejo la cuenta abierta? —preguntó la camarera.

—Sí, por favor —contestó Siobhan y, cuando la mujer se alejó, preguntó—: ¿Estamos cerca de averiguar por qué Herdman mató a esos chicos?

Rebus se encogió de hombros.

—Creo que sólo lo sabremos cuando lo descubramos.

—¿Y hasta entonces, todo lo demás…?

—Es potencialmente útil —añadió Rebus, consciente de que no era la conclusión que ella buscaba.

Se llevó el vaso a los labios, pero lo tenía ya vacío. No se veía a la camarera por ninguna parte y detrás de la barra había un solo camarero preparando un cóctel.

—El viernes, en esa vía muerta —dijo Siobhan— Silvers me dijo una cosa. —Hizo una pausa—. Que el caso Herdman iba a traspasarse a la División de Drogas y delitos mayores.

—Es lógico —musitó Rebus, pensando en que si ponían el caso en manos de Claverhouse y de Ormiston, ellos estaban de más—. ¿No había un grupo llamado DMC, o era la compañía de discos de Elton John?

—Run DMC —contestó Siobhan asintiendo con la cabeza—. Un grupo de rap si no me equivoco.

—Rap con mayúsculas, seguro.

—Sin comparación con los Rolling Stones, claro.

—No te metas con los Stones, sargento Clarke. Nada de la música que tú escuchas hoy existiría sin ellos.

—Una opinión con la que te habrás enzarzado en no pocas discusiones —añadió ella removiendo de nuevo la bebida.

Rebus miró otra vez sin lograr ver a la camarera.

—Voy a por otro whisky —dijo saliendo del reservado.

Ojalá Siobhan no hubiese mencionado lo del viernes, porque él se había pasado todo el fin de semana pensando en Andy Callis, y no dejaba de darle vueltas en la cabeza a una secuencia de acontecimientos —resquicios diminutos de tiempo y espacio— que podrían haberle salvado la vida. Claro que, probablemente, también se habría podido salvar a Lee Herdman… y evitar que Robert Niles matara a su esposa…

Y, en su caso, evitar que se escaldara las manos.

Todo se reducía a una contingencia nimia, una coincidencia imprevisible capaz de cambiar totalmente el curso de los acontecimientos. Le constaba que existía una argumentación científica, algo relacionado con el aleteo de una mariposa en la selva… Tal vez si él aleteaba con las manos acabaría consiguiendo el whisky. El barman vertió en una copa una mezcla de color rosado y salió de la barra a servirla en una mesa. Era una barra doble que dividía en dos partes el local. Miró a la penumbra y no vio muchos clientes en la parte de atrás, idéntica a la delantera, con los mismos reservados, asientos mullidos e igual decorado y clientela. Rebus sabía que él sacaba treinta años de diferencia a todo aquello. Había un joven tumbado en uno de los asientos con los brazos estirados hacia atrás y las piernas cruzadas, engreído y cómodo, para llamar la atención de todo el mundo.

De todo el mundo… menos de él. En ese momento se acercó el barman para atenderle, pero él negó con la cabeza, rebasó la barra y el espacio divisorio y pasó a la parte trasera del local plantándose delante de Johnson Pavo Real.

—Señor Rebus —dijo Johnson bajando los brazos y mirando a derecha e izquierda como comprobando si Rebus venía con refuerzos—. El atildado policía, inconfundible. ¿Buscaba a un servidor?

—No precisamente —contestó Rebus ocupando el otro asiento frente a él.

En aquella penumbra, la camisa hawaiana que llevaba el joven quedaba un tanto deslucida. Se acercó otra camarera y Rebus pidió un whisky doble.

—Póngalo en la cuenta de mi amigo —añadió señalando a Johnson.

Pavo Real se encogió de hombros magnánimo y pidió otro Merlot.

—¿Así que es pura y simple coincidencia? —preguntó.

—¿Dónde está tu chucho? —dijo Rebus mirando a su alrededor.

—Ese pequeño demonio no tiene clase para un local de esta categoría.

—¿Lo tienes fuera atado?

—Lo suelto de vez en cuando —respondió Johnson sonriente.

—Ya sabes que por eso ponen multa.

—Él sólo muerde cuando yo se lo ordeno —dijo Johnson apurando el resto del vino en el momento en que la camarera volvía con el whisky y dejaba un cuenco con galletitas entre los dos vasos—. Salud —añadió Johnson, alzando el vaso de Merlot.

Rebus no correspondió al brindis.

—En realidad, sí estaba pensando en ti —dijo.

—Serían buenos pensamientos, sin duda.

—Pues, la verdad, no. Si realmente pudieses leer mi pensamiento —añadió Rebus inclinándose sobre la mesa y bajando la voz—, te habrías cagado de miedo. —Vio que Johnson prestaba más atención—. ¿Sabes quién murió el viernes? Andy Callis. Te acuerdas de él, ¿verdad?

—Me temo que no.

—Era el agente de respuesta armada que detuvo a tu amigo Rab Fisher.

—Rab no es amigo mío, sólo un conocido.

—Lo bastante conocido para que le vendieras la pistola.

—Una réplica, si me permite que se lo recuerde. No hay acusación que me obligue a contestar, y me ofende que piense lo contrario —repuso Johnson cogiendo un puñado de galletitas, metiéndoselas en la boca una a una y dejando caer migajas al hablar.

—Ya, pero Fisher andaba por ahí asustando a la gente y casi lo matan.

—No hay acusación que me obligue a contestar —repitió Johnson.

—Y mi amigo se convirtió en un manojo de nervios y ahora ha muerto. Tú le vendiste una pistola a uno y el otro ha acabado cadáver.

—Era una réplica perfectamente legal —alegó Johnson, que haciendo gala de no escuchar fue a coger otro puñado de galletitas, pero Rebus le dio un manotazo y desparramó el contenido del cuenco.

—Tú —añadió Rebus agarrándole con fuerza por la muñeca— tienes de legal lo que todos los cabrones que me he cruzado en mi carrera.

—Y usted está limpio de pecado, ¿no es eso? —replicó Johnson tratando de soltarse—. ¡Todo el mundo sabe de lo que es capaz, Rebus!

—¿De qué soy capaz?

—De cualquier cosa con tal de implicarme a mí. Sé que ha intentado incriminarme diciendo por ahí que reactivo armas desactivadas.

—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Rebus soltándole.

—¡Todos! —espetó Johnson con restos de saliva y de galletitas en la barbilla—. ¡Hay que estar sordo para no haberlo oído!

Era cierto. Rebus había sacado antenas a la calle porque quería cargarse a Johnson; quería «algo» como desagravio por la baja de Callis en el cuerpo. Y, aunque la gente lo había negado diciendo que vendía «réplicas», «trofeos» y «armas desactivadas», él no había dejado de insistir en sus sondeos. Y había llegado a oídos de Johnson.

—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó.

—¿Cómo?

—¿Desde cuándo?

Johnson se limitó a coger el vaso, mirándole con ojos brillantes, esperando que Rebus se lo tirara de un manotazo. Rebus levantó el suyo y lo apuró de un trago.

—Quiero que sepas una cosa —añadió mirándole—. Puedo conservar el rencor toda la vida. Tendrás ocasión de comprobarlo.

—¿A pesar de que no haya hecho nada?

—Ah, sí, por supuesto que has hecho «algo»; estoy seguro —dijo levantándose—. Lo que sucede es que todavía no he averiguado qué —añadió con un guiño antes de darle la espalda.

Oyó que empujaba la mesa, se volvió y vio a Johnson de pie apretando los puños y exclamando:

—¡Vamos a ajustar cuentas ahora mismo!

—Prefiero esperar a plantearlo ante los tribunales, si no te importa —replicó Rebus metiendo las manos en los bolsillos.

—¡No! ¡Me tiene ya harto!

—Magnífico —añadió Rebus.

En ese momento vio que Siobhan avanzaba hasta el final de la barra y lo miraba fijamente, perpleja, al comprobar que no estaba en los servicios. Sus ojos lo decían todo: «No puedo dejarte solo ni cinco minutos».

—¿Qué sucede aquí?

Era la voz de un portero con cuello de toro vestido con traje negro y polo también negro; llevaba un auricular con micrófono y su cabeza rapada brillaba apenas bajo aquella luz tenue.

—Era una pequeña discusión —dijo Rebus—. A lo mejor usted nos saca de dudas. ¿Cuál era la antigua discográfica de Elton John?

El portero le miró perplejo, pero el barman levantó una mano. Rebus le hizo seña con la barbilla.

—DJM —dijo el barman.

—¡Eso es! —exclamó Rebus chasqueando los dedos—. Tómese una copa —añadió dirigiéndose a la otra parte del local—. Y cárguela a la cuenta de ese cabrón —espetó señalando a Johnson Pavo Real.

—Nunca hablas mucho de cuando estuviste en el Ejército —dijo Siobhan, que salía de la cocina con dos platos.

Rebus estaba ya provisto de una bandeja, cuchillo y tenedor. Había diversos condimentos junto a él en el suelo. Cogió el plato de chuleta de cerdo a la parrilla con patatas y mazorca de maíz y dio las gracias a Siobhan con una inclinación de cabeza.

—Tiene muy buen aspecto. Por la cocinera —añadió alzando el vaso de vino.

—Las patatas las he hecho en el microondas y el maíz lo tenía en la nevera.

—No desveles tus secretos —dijo él llevándose un dedo a los labios.

—Algo que tú sí te tomas muy a pecho —replicó ella soplando sobre un trozo de cerdo ensartado en el tenedor—. ¿Te repito la pregunta?

—Siobhan, no era una pregunta.

Ella reflexionó un instante y comprendió que tenía razón.

—Bueno, es igual —replicó.

—¿Quieres que conteste? —Mientras aguardaba a que ella asintiera, dio un sorbo de vino y comprobó que era tinto chileno de tres libras la botella—. ¿Tienes inconveniente en que coma algo primero?

—¿No puedes comer y hablar al mismo tiempo?

—Mi madre me decía que era de mala educación.

—¿Siempre hacías caso a tus padres?

—Siempre.

—¿Y seguías sus consejos como si se tratara del Evangelio? —Rebus asintió con la cabeza masticando una piel de patata—. Entonces, ¿cómo es que estamos comiendo y hablando?

Rebus deglutió con otro sorbo de vino.

—Vale, me rindo. Contestando a la pregunta que no planteaste, diré que sí.

Siobhan permaneció a la expectativa pero él continuó comiendo.

—Sí, ¿qué?

—Que sí es cierto que hablo poco de cuando estuve en el Ejército.

Siobhan expulsó aire con displicencia.

—Hablas menos que un muerto del depósito de cadáveres. Perdona, me he pasado —añadió cerrando brevemente los ojos.

—No te preocupes —dijo él.

Pero Rebus comenzó a masticar más despacio. En aquel momento, en el depósito había dos muertos suyos: un familiar y un excolega. Qué extraño que se los imaginara en mesas adyacentes en sus respectivos nichos refrigerados del depósito.

—Lo que sucede con mi época del Ejército es que llevo años tratando de olvidarla.

—¿Por qué?

—Por muchas razones. En primer lugar porque nunca debí firmar el reenganche. Cuando quise darme cuenta estaba en el Ulster apuntando con un rifle a críos armados con cócteles Molotov, para acabar tratando de ingresar en las SAS y con problemas psicológicos —añadió alzando los hombros—. Eso es todo, más o menos.

—¿Y por qué ingresaste en la Policía?

Rebus se llevó el vaso a la altura de la boca.

—¿Quién iba a darme trabajo? —dijo apartando la bandeja e inclinándose para servir más vino. Levantó la botella hacia Siobhan pero ella negó con la cabeza—. Ahora sabes por qué no me asignan nunca tareas con reclutas.

Siobhan miró el plato apartado con la mayor parte de la chuleta.

—¿Te has vuelto vegetariano? —preguntó.

Rebus se palmeó el estómago.

—Está buenísimo, pero es que no tengo mucha hambre.

Siobhan se quedó un instante pensativa.

—Es por la carne, ¿verdad? Te duelen las manos al cortarla.

—No, es que estoy lleno —replicó él negando con la cabeza, pero Siobhan comprendió que no quería admitirlo, y siguió comiendo mientras él bebía vino.

—Creo que te pareces a Lee Herdman —dijo ella al cabo de un rato.

—Es el cumplido más equívoco que me han hecho en mi vida.

—La gente creía conocerle, pero realmente no le conocían porque ocultaba muchas cosas.

—Y yo soy igual, ¿no es eso?

Siobhan asintió con la cabeza y le sostuvo la mirada.

—¿Por qué fuiste a casa de Martin Fairstone? Tengo la impresión de que no era por mí.

—¿Tienes «la impresión»? —repitió él bajando la vista hacia el vino, donde se vio difusamente reflejado en rojo—. Yo sabía que te había puesto el ojo a la funerala.

—Lo que te daba un pretexto para hablar con él; pero ¿era realmente ese el motivo?

—Fue porque Fairstone y Johnson eran amigos y yo necesitaba algún dato en contra de Johnson.

—¿Te lo dio?

Rebus negó con la cabeza.

—Fairstone y Pavo Real estaban peleados y no se veían desde hacía unas semanas.

—¿Por qué se habían peleado?

—No me lo dijo claramente, pero me da la impresión de que fue por culpa de una mujer.

—¿Tiene novia ese Johnson?

—Una cada día de la semana.

—A lo mejor fue por culpa de la novia de Fairstone.

—La rubia del Boatman’s —dijo él asintiendo con la cabeza—. ¿Cómo se llama?

—Rachel.

—¿Hay alguna razón que explique por qué el viernes estaba en South Queensferry?

Siobhan negó con la cabeza.

—Sin embargo, Johnson apareció por allí la noche de la concentración.

—¿Simple coincidencia?

—¿Qué, si no? —dijo Rebus irónico, levantándose con la botella en la mano—. Ayúdame a acabarlo —añadió acercándose a ella, llenándole el vaso y apurando el suyo—. ¿De verdad crees que soy como Lee Herdman? —preguntó yendo hacia la ventana.

—Lo que creo es que tanto en tu caso como en el suyo el pasado pesa.

Rebus se volvió hacia ella y enarcó una ceja dispuesto a la réplica, pero lo que hizo fue sonreír y mirar por la ventana.

—Y quizás eres también un poco como Doug Brimson —continuó ella—. ¿Recuerdas lo que me dijiste de él?

—¿Qué?

—Que coleccionaba gente.

—¿Y es lo que yo hago?

—Eso explicaría de algún modo tu interés por Andy Callis y que te fastidie ver a Kate con Jack Bell.

Rebus se volvió despacio hacia ella con los brazos cruzados.

—O sea, ¿que tú eres uno de mis ejemplares?

—No lo sé. ¿Tú qué crees?

—Te considero demasiado segura de ti misma.

—Más te vale —añadió ella con una leve sonrisa.

Al llamar al taxi dio la dirección de Arden Street como destino, pero fue sólo para que lo oyera Siobhan. Luego le dijo al conductor que había cambiado de idea y que pararían un momento en la comisaría de Leith camino de South Queensferry. Al final del viaje, pidió un recibo con la vaga idea de cargarlo a gastos de investigación, aunque tendría que darse prisa porque no pensaba que Claverhouse estuviese muy predispuesto a dar su conformidad a un viaje en taxi de veinticinco libras.

Cruzó la oscura arcada y abrió la puerta. Ya no había un policía de guardia para comprobar quién iba y venía al piso de Lee Herdman. Subió las escaleras escuchando los ruidos de los otros dos pisos. Le pareció oír un televisor y, desde luego, olía a cena. Una protesta de su estómago le recordó que tal vez habría debido comer un poco más de chuleta pese al dolor de las manos. Sacó la llave del piso de Herdman que había recogido en la comisaría de Leith; era una copia nueva y reluciente y le costó un poco abrir. Una vez dentro, cerró la puerta y encendió la luz del pasillo. Hacía frío. No habían desconectado la corriente eléctrica pero estaba cortada la calefacción central. Habían avisado a la viuda de Herdman por si quería venir a vaciar el piso, pero ella había dicho que no. «¿Qué va a tener ese malnacido que pueda valerme a mí?»

Buena pregunta; por eso estaba él allí. Porque seguro que Lee Herdman tenía «algo». Algo que buscaban otras personas. Miró la puerta por dentro: dos cerrojos, arriba y abajo, y dos cerraduras embutidas además de la normal. Las cerraduras detendrían a los ladrones, pero los cerrojos eran para cuando Herdman estaba en casa. ¿De qué tendría miedo? Cruzó los brazos y retrocedió unos pasos. Si traficaba con drogas, la respuesta era obvia. Durante su carrera se había tropezado con muchos traficantes que solían habitar en viviendas protegidas o en bloques de pisos y todos tenían puertas blindadas mucho más recias que la de Herdman. Le daba la impresión de que las medidas de seguridad de Herdman eran en cierto modo provisionales, simples expedientes para ganar tiempo, tiempo para deshacerse de lo que tuviera Rebus; pero no lo creía.

Allí no había nada que evidenciara que en el piso se hubieran manipulado drogas. Además, Herdman disponía de otros escondrijos: el cobertizo del barco y los propios barcos. No necesitaba usar el piso como almacén. ¿Por qué, entonces? Se dio la vuelta, entró en el cuarto de estar y buscó el interruptor.

¿Qué sería?

Intentó situarse en el papel de Herdman, pero pensó que no hacía falta, a tenor de lo que había dicho Siobhan: «Creo que eres muy parecido a Herdman». Cerró los ojos y se imaginó que aquel cuarto era el suyo, su territorio, sus dominios. Vamos a ver… Si entrara alguien, un intruso… Lo oiría porque intentarían forzar las cerraduras, pero no podrían con los cerrojos. No, necesitarían derribar la puerta, y eso le daría tiempo a Herdman para coger la pistola de donde la tuviera guardada. En el cobertizo del barco escondía el Mac 10 por si alguien se acercaba por allí, pero la Brocock la tenía allí mismo, en el armario con la puerta decorada por dentro con fotos de armas: su santuario. La pistola era un factor de ventaja, porque él no esperaba que los intrusos fuesen armados, simplemente vendrían a interrogarle y quizás a intentar llevárselo, pero los disuadiría con la pistola.

Ahora sabía lo que esperaba Herdman. Tal vez no a Whiteread y a Simms, pero sí a alguien por el estilo. Gente con intención de llevárselo para interrogarle, preguntarle datos sobre la isla de Jura, el accidente del helicóptero, los documentos en las ramas de los árboles. ¿Sobre algo que Herdman había cogido en el lugar del accidente? ¿Se lo habría robado uno de los chicos muertos? ¿En una de sus fiestas? No, aquellos colegiales no le conocían ni acudían a sus fiestas. Sólo James Bell, el superviviente. Rebus se sentó en el sillón de Herdman. ¿Dispararía a los otros dos para asustar a James? ¿Para que James hablara? No, no, en ese caso, ¿para qué iba a suicidarse? Aquel James Bell…, tan autosuficiente y en apariencia imperturbable…, que hojeaba revistas para localizar el modelo del arma con que le habían herido, era también un ejemplar interesante.

Se restregó la frente suavemente con la mano enguantada. Tenía la respuesta en la punta de la lengua. Se levantó, fue a la cocina y abrió la nevera. Había un paquete de queso sin abrir, lonchas de beicon y un estuche de huevos. «No puedo comer nada de un difunto», pensó. Pasó al dormitorio sin molestarse en encender la luz; entraba suficiente por la puerta.

¿Quién era Lee Herdman? Un hombre que había abandonado carrera y familia para venir al norte y montar una empresa. Un hombre que vivía en un piso pequeño a la orilla del mar, con barcos que le servían de medios de escape en caso necesario. Un hombre sin amigos íntimos. Brimson era el único amigo más o menos de su edad. Le encantaban, por el contrario, los adolescentes: porque ellos no le ocultaban nada, porque sabía que podía hablarles y que despertaría su admiración. Pero no eran chicos corrientes; tenían que ser raros, estar cortados por su mismo patrón… Pensó que también Brimson tenía una empresa individual y pocas relaciones, si es que las tenía. Los dos habían estado en el Ejército.

De pronto oyó unos golpecitos. Se quedó paralizado y trató de localizar de dónde procedían. ¿Del piso de abajo? No: llamaban a la puerta. Cruzó el pasillo, miró por la mirilla, reconoció al visitante y abrió.

—Buenas noches, James —dijo—. Me alegro de que ya puedas levantarte.

James Bell tardó un instante en reconocerlo. Le saludó con una inclinación de cabeza y señaló el interior.

—He visto luz y pensé que habría alguien.

—¿Quieres pasar? —añadió Rebus, abriendo del todo la puerta.

—¿No molesto?

—No hay nadie.

—Es que pensé que estarían haciendo un registro.

—No, ni mucho menos —respondió Rebus invitándole a entrar con un movimiento de la cabeza.

James Bell entró en el piso. Seguía con el brazo en cabestrillo y se lo sujetaba con la mano derecha; llevaba el largo abrigo negro de lana modelo Crombie echado por los hombros y abierto para que se viera el forro carmesí.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Rebus.

—Nada. Estaba dando un paseo.

—Muy lejos de tu casa.

James le miró.

—Usted que ha visto mi casa quizá lo comprenda.

Rebus asintió con la cabeza y cerró la puerta.

—Ya. ¿Por poner un poco de distancia con tu madre?

—Exacto —contestó el muchacho mirando el pasillo como si fuera la primera vez que lo veía—. Y con mi padre.

—Tu padre siempre tan ocupado, ¿verdad?

—Ya lo creo.

—Me parece que no llegué a preguntarte…

—¿Qué?

—¿Cuántas veces viniste aquí?

James levantó el hombro derecho.

—No muchas.

—Bien, aún no has dicho por qué has venido hoy —añadió Rebus, que le precedía hacia el cuarto de estar.

—Yo creo que sí.

—No has sido muy explícito.

—Bueno, supongo que South Queensferry es tan buen sitio como cualquier otro para pasear.

—Pero no habrás venido a pie desde Barnton.

James Bell negó con la cabeza.

—Empecé a coger autobuses sin pensar y uno de ellos me trajo aquí. Y como vi luz…

—¿Te intrigó quién estaría en el piso? ¿A quién esperabas encontrar?

—A la Policía, supongo. ¿A quién, si no? —añadió mirando por el cuarto—. En realidad, es que hay algo…

—¿Qué?

—Un libro que le presté a Lee, y pensé si podría recuperarlo antes de que se lo llevaran todo.

—Has hecho muy bien.

—La maldita herida duele, no se crea —añadió el muchacho llevándose la mano al hombro.

—Supongo.

—Perdone, pero no recuerdo su nombre —dijo James Bell sonriendo.

—Rebus, inspector Rebus.

El muchacho asintió con la cabeza.

—Es verdad; mi padre habló de usted.

—A una luz muy favorable, me imagino.

Resultaba difícil sostener la mirada del joven sin ver en ella la imagen del padre.

—Él no ve más que incompetencia por todas partes, parientes y amigos incluidos.

Rebus se sentó en el brazo del sofá y señaló con la cabeza una silla, pero James Bell prefirió permanecer de pie.

—¿Encontraste la pistola? —preguntó Rebus al joven, que pareció sorprendido por la pregunta—. El día que fui a tu casa buscabas en una revista de armas el modelo de la Brocock —añadió.

—Ah, sí —dijo el joven asintiendo levemente con la cabeza—. Los periódicos han publicado fotos. Mi padre los guarda todos, cree que puede lanzar una campaña.

—No parece que tú lo apruebes.

La mirada del muchacho se endureció.

—Quizá porque…

—¿Por qué?

—Porque yo ahora soy útil para él, no por lo que soy, sino por lo que sucedió —contestó llevándose otra vez la mano al hombro.

—No se puede confiar en los políticos —comentó Rebus.

—Lee me dijo en una ocasión: «Si prohíben las armas, los únicos que tendrán acceso a ellas serán los delincuentes» —añadió el muchacho sonriendo al recordarlo.

—Parece que él era un delincuente. Tenía al menos dos armas ilegales. ¿Te dijo alguna vez por qué necesitaba una pistola?

—Yo sólo pensé que le interesaban las armas… por su pasado y todo eso.

—¿Nunca pensaste que las tenía por si se viera en apuros?

—¿En qué clase de apuros?

—No lo sé —respondió Rebus.

—¿Quiere decir que tenía enemigos?

—¿No se te ha ocurrido pensar en el porqué de tantas cerraduras en la puerta?

James cruzó el pasillo y miró la puerta.

—Eso también debe de ser por su pasado. Cuando iba al pub, por ejemplo, se sentaba en un rincón desde el que se viera la puerta.

Rebus sonrió pensando que él hacía lo mismo.

—¿Para ver quién entraba? —preguntó.

—Eso me dijo.

—Parece que teníais mucha amistad.

—Sí, tanta como para que me pegara un tiro —replicó mirándose el hombro.

—¿Tú le robaste algo, James?

—¿Yo? ¿Por qué? —inquirió el muchacho frunciendo el ceño.

Rebus se encogió de hombros.

—¿Lo hiciste?

—No.

—¿Te mencionó alguna vez Lee que echara algo en falta?

El joven negó con la cabeza.

—No sé adónde quiere ir a parar, la verdad.

—Lo digo por esa paranoia que tenía; por saber hasta qué extremo…

—Yo no he dicho que fuera paranoico.

—No, pero esas cerraduras, el hecho de sentarse en un rincón en los pubs…

—Son simples medidas de precaución, ¿no cree?

—Puede. —Rebus hizo una pausa—. Tú le apreciabas, ¿verdad?

—Probablemente más que él a mí.

Rebus recordó la vez anterior que había hablado con el muchacho y lo que había dicho Siobhan.

—¿Y Teri Cotter? —preguntó.

—¿Qué pasa con ella? —respondió el muchacho dando unos pasos como para dominar su inquietud.

—Pensamos que Herdman y Teri eran pareja.

—¿Y qué?

—¿Lo sabías?

James Bell, al tratar de encogerse hombros, hizo una mueca de dolor.

—Te olvidaste de la herida, ¿eh? —comentó Rebus—. Ahora recuerdo que tenías un ordenador en tu cuarto. ¿Entrabas en la página de Teri?

—No sabía que tuviera una página.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

—¿No te habló de ello nunca Derek Renshaw?

—¿Derek?

Rebus continuaba asintiendo con la cabeza.

—Por lo visto, Derek era uno de sus admiradores. Tú solías estar en la sala común con él y con Tony Jarvies, y tal vez hablaríais del tema.

James Bell negó despacio con la cabeza con gesto reflexivo.

—Que yo recuerde, no —dijo.

—Bueno, no importa —añadió Rebus levantándose—. ¿Puedo echarte una mano para buscar ese libro?

—¿Qué libro?

—El que has venido a buscar.

—Ah, es verdad —dijo el muchacho sonriendo por su despiste—. Sí, claro. Estupendo. —Miró en el cuarto en desorden y se acercó a la mesa—. Eh, mire. Aquí está —dijo levantando un libro en rústica para que lo viera Rebus.

—¿De qué trata?

—De un soldado que se vuelve loco.

—¿Y que intenta matar a su mujer y luego se tira de un avión?

—¿Lo ha leído?

Rebus asintió con la cabeza mientras el muchacho hojeaba rápidamente las páginas y se golpeaba con él el muslo.

—Bueno ya lo he recuperado —dijo.

—¿Hay algo más que quieras coger? —preguntó Rebus enseñándole un disco compacto—. Seguramente acabará en un contenedor de basura.

—¿Ah, sí?

—Parece que a su esposa no le interesa nada de lo suyo.

—Es una pena.

Rebus continuaba ofreciéndole el compacto, pero el muchacho negó con la cabeza.

—No, no estaría bien.

Rebus asintió y recordó su propia reticencia al mirar en la nevera.

—Bien, inspector, le dejo —añadió James Bell, metiéndose el libro debajo del brazo y, al tender la mano a Rebus, se le cayó el abrigo al suelo.

Rebus lo recogió y volvió a ponérselo sobre los hombros.

—Gracias. Me marcho —dijo el muchacho.

—Muy bien, James. Buena suerte.

Rebus aguardó en el vestíbulo con la barbilla apoyada en su mano enguantada, hasta que oyó abrir y cerrarse la puerta de la calle. James Bell, tan lejos de su casa… atraído por una luz en el piso de un hombre muerto… Seguía intrigándole a quién esperaría encontrar allí el joven. Oyó pasos suaves bajando los escalones de piedra. Fue hasta la mesa y revolvió los libros; eran todos de temática militar, pero de lo que no le cabía duda era de cuál había ido a buscar el muchacho: el mismo que había cogido Siobhan en la primera visita al piso, aquel que guardaba entre sus páginas la foto de Teri Cotter.