17

La vista era magnífica.

Siobhan iba sentada delante junto al piloto. Rebus, encajado detrás, con un asiento vacío al lado. El ruido de las hélices era ensordecedor.

—Podríamos haber venido con el avión de empresas —dijo Doug Brimson—, pero resulta muy caro y a lo mejor era demasiado grande para la PA.

PA: pista de aterrizaje; un término que Rebus no había oído desde que se había licenciado en el Ejército.

—¿De empresas? —preguntó Siobhan.

—Es un aparato de siete plazas que alquilo a empresas para reuniones de directivos; que más bien se pueden llamar «cuchipandas». Incluyo champán frío, copas de cristal…

—No debe de estar mal.

—Lamento que hoy no tengamos más que un termo de té —añadió riendo, y se volvió a mirar a Rebus—. Este fin de semana volé a Dublín para llevar a unos banqueros a un partido de rugby, y me pagaron la estancia.

—Vaya suerte.

—Y hace unas semanas estuve en Amsterdam con un grupo de hombres de negocios que fueron a una despedida de soltero.

Rebus pensó en su fin de semana. Cuando Siobhan le recogió, le había preguntado qué había hecho.

—Poca cosa —respondió él—. ¿Y tú?

—Lo mismo.

—Qué gracia, los de la comisaría de Leith me dijeron que estuviste por allí.

—Qué gracia, lo mismo me dijeron de ti.

—¿Disfruta del vuelo? —preguntó Brimson.

—De momento sí —contestó Rebus.

A decir verdad, no le fascinaba la altura. De todos modos, había contemplado con asombro Edimburgo a vista de pájaro, y comprobado perplejo cómo empequeñecían moles como la del castillo y Calton Hill. Se distinguía perfectamente la elevación volcánica del Arthur’s Seat, pero los edificios aparecían como una masa grisácea indefinida. Aun así, el tratado geométrico de la Ciudad Nueva era impresionante. Luego sobrevolaron el estuario del Forth y dejaron atrás South Queensferry y los dos puentes. Rebus trató de localizar el colegio de Port Edgar. Primero vio Hopetoun House y con ese referente logró situar a unos seiscientos metros el edificio del colegio y hasta pudo ver la cabina prefabricada. En ese momento volaban en dirección oeste siguiendo la M8 hacia Glasgow.

Siobhan preguntó a Brimson si trabajaba mucho con empresarios.

—Depende de la economía. Con sinceridad, a una empresa le resulta más barato enviar a cuatro o cinco ejecutivos a una reunión en un avión privado que en una línea comercial en clase de negocios.

—Señor Brimson, me ha comentado Siobhan que estuvo usted en el Ejército —dijo Rebus inclinándose hacia delante cuanto le permitía el cinturón de seguridad.

—Sí, en la RAF —contestó Brimson sonriente—. ¿Y usted, inspector? ¿Sirvió también en el Ejército?

Rebus asintió con la cabeza.

—Incluso hice el entrenamiento de las SAS, pero no aprobé —dijo.

—Pocos los consiguen.

—Y muchos de los que lo logran acaban mal.

—¿Se refiere a Lee? —dijo Brimson mirándole.

—Y a Robert Niles. ¿Cómo le conoció?

—A través de Lee. Él me dijo que visitaba a Robert. En una ocasión le pregunté si podía acompañarle.

—¿Y después empezó a ir por su cuenta? —preguntó Rebus pensando en el libro de visitas.

—Sí. Es un tipo interesante y nos llevamos bien. ¿Le apetece encargarse de los mandos mientras hablo con su colega? —añadió mirando a Siobhan.

—Me temo que…

—Bien, quizás en otra ocasión. Ya verá cómo le gusta —le dijo al tiempo que le guiñaba el ojo—. ¿No opina usted que el Ejército se preocupa poco de sus viejos chicos? —preguntó a Rebus.

—No sé qué decirle. Ahora cuentan con apoyo psicológico cuando vuelven a la vida civil. En mis tiempos no había eso.

—Se dan muchos casos de fracasos matrimoniales y de crisis depresivas. Hay más excombatientes de las Malvinas que se han suicidado que muertos en combate. Muchos sin techo han sido militares.

—Por otra parte —dijo Rebus—, el tema de las SAS hoy es un gran negocio. Puede uno vender una historia a un editor u obtener un empleo de guardaespaldas. Según tengo entendido, hay muchas plazas vacantes en todos los escuadrones de las SAS. Muchos se van, y la tasa de suicidios es inferior a la media.

Brimson no parecía escuchar.

—Hace unos años… un tipo saltó de un avión; no sé si usted se enteraría. Tenía la QGM.

—La Cruz al Valor de la Reina —aclaró Rebus a Siobhan.

—Había intentado apuñalar a su exesposa porque sospechaba que quería matarle. Sufrió una depresión y como no aguantaba más usó la caída libre, con perdón.

—Son cosas que ocurren —dijo Rebus, recordando el libro del piso de Herdman, del que se había caído la foto de Teri.

—Ah, sí, desde luego —prosiguió Brimson—. El capellán de las SAS que estuvo en el asedio a la embajada iraní acabó suicidándose, y otro antiguo miembro de las SAS mató a su novia con un arma que guardaba desde la guerra del Golfo.

—¿Y a Herdman le sucedió algo parecido? —preguntó Siobhan.

—Parece que sí —contestó Brimson.

—Pero ¿por qué eligió ese colegio? —añadió Rebus—. Usted fue a alguna de sus fiestas, ¿verdad, señor Brimson?

—Sí, daba fiestas estupendas.

—Siempre con gente muy joven.

—¿Es un comentario o una pregunta? —dijo Brimson volviéndose.

—¿Vio alguna vez drogas?

Brimson parecía concentrado en el panel de instrumentos.

—Tal vez algo de hachís —contestó finalmente.

—¿Nada más?

—Que yo viera, no.

—Sí, claro, no es lo mismo. ¿Había oído algún rumor de que Lee Herdman traficase?

—No.

—¿O que introdujese droga?

—¿No necesitaré un abogado? —dijo Brimson mirando a Siobhan.

—Creo que el inspector sólo pretende charlar —respondió ella con una sonrisa. Se volvió hacia Rebus—. ¿Verdad?

Le lanzó una mirada para que no presionara tanto.

—Sí, es por hablar de algo —contestó él, tratando de no pensar en las horas de sueño perdido, en el dolor de las manos y en la muerte de Andy Callis y concentrándose en contemplar por la ventanilla el cambiante paisaje.

Pronto llegarían a Glasgow y sobrevolarían el estuario del Clyde, la isla de Bute y Kintyre.

—¿Así que nunca se le ocurrió relacionar a Lee Herdman con drogas? —preguntó.

—Yo nunca le vi con nada más fuerte que un porro.

—Eso no responde exactamente a mi pregunta. ¿Qué pensaría si le dijera que han encontrado droga en uno de los barcos de Herdman?

—Le diría que a mí no me concierne. Lee era amigo mío, inspector. No piense que voy a seguir el juego que usted se traiga.

—Mis colegas creen que introducía cocaína y éxtasis —añadió Rebus.

—No es de mi incumbencia lo que piensen sus colegas —musitó Brimson, y guardó silencio.

—La semana pasada vi su coche en Cockburn Street —dijo Siobhan para cambiar de tema—. Precisamente después de ir a verle a Turnhouse.

—Seguramente estaría en el banco.

—No eran horas de banco.

—¿En Cockburn Street? —preguntó Brimson pensativo, y a continuación asintió con la cabeza—. Sí, unos amigos míos tienen una tienda por allí. Creo que fui a verles.

—¿Qué tienda es?

Él la miró.

—En realidad no es una tienda, sino un salón de bronceado.

—¿Propiedad de Charlotte Cotter? —Brimson la miró perplejo—. Interrogamos a su hija, es alumna del colegio.

—Exacto —añadió Brimson. Había llevado todo el rato puestos los auriculares, uno de ellos separado del oído. Se lo colocó bien y acercó el micrófono a la boca—. Adelante, torre —dijo, y a continuación escuchó las instrucciones de la torre de control del aeropuerto de Glasgow para evitar la colisión con un vuelo que estaba a punto de llegar.

Rebus miró la nuca de Brimson, pensando en que Teri Cotter no había mencionado que era amigo de sus padres y que a él no le había parecido que fuera santo de su devoción.

El Cessna se inclinó bruscamente y Rebus procuró no agarrarse con excesiva fuerza a los brazos del asiento. Un minuto más tarde sobrevolaban Greenock y a continuación el breve estrecho de mar que los separaba de Dunoon. El paisaje se hacía cada vez más agreste, con bosques y pocas casas. Sobrevolaron el lago Fyne y enseguida se vieron sobre el estrecho de Jura.

En ese momento el viento azotó al avión.

—No he estado nunca aquí —dijo Brimson—. Miré anoche en el mapa y sólo hay una carretera en la parte este. La mitad de la isla son bosques y algunos picos elevados.

—¿Y la pista de aterrizaje? —preguntó Siobhan.

—Ahora la verá —contestó él volviéndose de nuevo hacia Rebus—. ¿Lee alguna vez poesía, inspector?

—¿Tengo yo aspecto de leer poesía?

—Francamente, no. A mí me gusta mucho Yeats y anoche leí un poema suyo: «Sé que encontraré mi destino entre nubes en el cielo; no odio a quienes combato ni amo a quienes protejo». ¿No es lo más triste que puede haber? —añadió mirando a Siobhan.

—¿Cree que Lee se sentía así? —preguntó ella.

Brimson se encogió de hombros.

—Eso es lo que pensaba ese desgraciado que se tiró del avión. —Hizo una pausa—. ¿Sabe cómo se titula el poema? Un aviador irlandés prevé su muerte. Ya estamos sobrevolando la isla de Jura —añadió mirando el panel de instrumentos.

Siobhan miró a tierra en el momento en que el avión describía un círculo cerrado que le permitió ver de nuevo la costa y una carretera paralela. A medida que el aparato descendía, Brimson parecía buscar algo en la carretera, alguna marca, tal vez.

—No entiendo dónde vamos a aterrizar —comentó Siobhan cuando vio a un hombre que agitaba los brazos en dirección a ellos.

Brimson volvió a elevar el aparato y describió otro círculo.

—¿Hay tráfico? —preguntó mientras sobrevolaban de nuevo la carretera a baja altura. Siobhan pensó que hablaba por el micro con alguna torre de control, pero comprendió que se lo preguntaba a ella, y se refería a «tráfico» de coches en la cinta de asfalto.

—No lo dirá en serio —replicó volviéndose para ver si también Rebus estaba perplejo, pero él parecía concentrado en hacer aterrizar al aparato mediante el poder de la voluntad.

Oyeron el impacto sordo de las ruedas en el asfalto y la avioneta rebotó varias veces como si quisiera volver a elevarse. Brimson apretaba los dientes pero sonreía. Se volvió hacia Siobhan con gesto de triunfo y rodó despacio por la carretera hasta el lugar donde el hombre no dejaba de mover los brazos para guiarle hacia una salida que daba a un campo de rastrojos. Avanzaron bamboleándose sobre las rodadas hasta que Brimson paró los motores y se quitó los auriculares.

Junto al campo había una casa y una mujer con un niño en brazos que les miraba. Siobhan abrió la portezuela, se desabrochó el cinturón de seguridad y saltó a tierra. Tenía la sensación de que vibraba y comprendió que era su cuerpo, aún estremecido por el vuelo.

—Es la primera vez que aterrizo en una carretera —dijo Brimson sonriente al hombre.

—Sólo se puede en la carretera o en este campo —replicó el hombre con un acento cerrado. Era alto y musculoso, tenía el pelo rizado de color castaño y mejillas sonrosadas—. Me llamo Rory Mollison —añadió dando la mano a Brimson, que le presentó a Siobhan. Rebus estaba encendiendo un cigarrillo, y en vez de darle la mano le dirigió una inclinación de cabeza—. Así que encontraron la carretera.

—Ya ve que sí —dijo Siobhan.

—Me imaginé que lo conseguirían —dijo Mollison—. Los de las SAS aterrizaron en helicóptero, y fue el piloto quien me dijo que la carretera podía servir de pista. Ya han visto que no hay baches.

—No le engañó —añadió Brimson.

Mollison había servido de guía local al equipo de rescate. Cuando Siobhan le pidió a Brimson el favor de que les llevara en avión a la isla, él preguntó si sabía dónde se podía aterrizar y fue Rebus quien facilitó el nombre de Mollison.

Siobhan saludó con la mano a la mujer, que también le respondió con gran entusiasmo.

—Es mi esposa Mary con nuestra pequeña Seona —dijo Mollison—. ¿Quieren tomar algo? —añadió.

Rebus consultó ostensiblemente el reloj.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo—. ¿Estará bien hasta que volvamos? —añadió dirigiéndose a Brimson.

—¿Qué quiere decir?

—Será cuestión de algunas horas…

—Un momento. Yo les acompaño. Supongo que el señor Mollison no querrá que me quede aquí como alma en pena. Además, no pueden dejarme solo después de haberles traído.

Rebus miró a Siobhan y aceptó encogiéndose de hombros.

—Pasen dentro a cambiarse, si quieren —dijo Mollison.

Siobhan cogió su mochila y asintió con la cabeza.

—¿Cambiarnos? —comentó Rebus.

—Para ponerse las botas de montaña —añadió Mollison mirándole de arriba abajo—. ¿No ha traído otra ropa?

Rebus se encogió de hombros. Siobhan abrió la mochila y le enseñó unas botas de excursión, un chubasquero y una cantimplora.

—Eres una auténtica Mary Poppins —comentó Rebus.

—Yo le prestaré unas —dijo Mollison conduciéndoles a la casa.

—¿Así que no es usted guía profesional? —preguntó Siobhan.

Mollison negó con la cabeza.

—Pero conozco la isla como la palma de la mano —dijo—. En estos veinte años me la he recorrido de arriba abajo.

Fueron hasta donde fue posible en el Land Rover de Mollison siguiendo las rodadas en el pegajoso barro entre tremendas sacudidas. O bien Mollison era un conductor excelente o era un loco. A veces rodaban a toda velocidad por un terreno cubierto de musgo y por tramos en que tenía que reducir de marcha para salvar relieves rocosos y arroyos. Sin embargo, llegó un momento en que tuvo que rendirse. Había que poner pie en tierra.

Rebus llevaba unas botas de escalar muy usadas y el cuero, impecablemente endurecido, le hacía imposible caminar flexionando bien el pie. Se había puesto unos pantalones impermeables manchados de barro seco y un viejo chubasquero de plástico. Sin el ruido del motor, avanzaban en medio del silencio de la naturaleza.

—¿Viste la primera película de Rambo? —preguntó Siobhan en un susurro.

Rebus pensó que no esperaba respuesta y se volvió hacia Brimson.

—¿Por qué dejó la RAF? —preguntó.

—Por aburrimiento, supongo. Estaba harto de acatar órdenes de gente por la que no sentía ningún respeto.

—¿Y Lee? ¿Le dijo por qué dejó las SAS?

Brimson se encogió de hombros. Caminaba con la vista en el suelo mirando las raíces y los charcos.

—Supongo que por el mismo motivo —contestó.

—¿Pero nunca lo dijo?

—No.

—¿Y de qué hablaban ustedes?

—De muchas cosas —respondió Brimson mirándole.

—¿Se llevaba bien con él? ¿No discutían?

—Sí, de política un par de veces… del rumbo que tomaba el mundo. Pero no hubo nada que me hiciera pensar que fuera a descarrilar. Si hubiera advertido algún indicio, le habría ayudado.

La palabra «descarrilar» le hizo pensar en las vías del tren y en el cadáver de Andy Callis, y pensó si las visitas que él le había hecho habrían sido positivas o más bien un doloroso acicate para que su amigo recordase su ruina profesional. Y pensó también que Siobhan había estado a punto de decir algo en el coche la noche anterior. Tal vez algo relacionado con el motivo que le impulsaba a entrometerse en la vida de los demás, a veces con resultados adversos.

—¿Hay que caminar mucho? —preguntó Brimson a Mollison.

—Una hora de ida y otra de vuelta más o menos —contestó el hombre, que llevaba un zurrón al hombro. Miró a sus compañeros, deteniéndose en Rebus—. Bueno, puede que hora y media —añadió.

Rebus le había explicado a Brimson en la casa parte de la historia, y le preguntó si Herdman le había hablado alguna vez de la misión. Pero Brimson dijo que no.

—Aunque recuerdo haberlo leído en los periódicos. Dijeron que el IRA había derribado el helicóptero.

Cuando iniciaron la ascensión, Mollison comentó:

—A mí me dijeron que buscaban pruebas de que había sido un disparo de misil.

—¿No mostraron interés en encontrar los cadáveres? —preguntó Siobhan.

Sus botas, si no nuevas, parecían poco usadas. Se había puesto calcetines gruesos y había remetido en ellos los bajos del pantalón.

—Oh, sí, creo que también; pero les interesaba más averiguar por qué se había estrellado el helicóptero.

—¿Cuántos vinieron? —preguntó Rebus.

—Seis.

—¿Y fueron directamente a su casa?

—Creo que hablaron con alguien de Rescates y les informarían que el único guía que iban a encontrar era yo. —Hizo una pausa—. No hay nadie más. Me hicieron firmar el Acta de Secretos Oficiales —añadió tras otra pausa.

—¿Antes o después? —preguntó Rebus mirándole.

Mollison se rascó detrás de la oreja.

—Al principio. Me dijeron que era el procedimiento habitual. ¿Significa eso que no se lo puedo decir a usted? —añadió mirando a Rebus.

—No lo sé… ¿Encontraron algo que usted crea que debe mantenerse secreto?

Mollison reflexionó un instante antes de negar con la cabeza.

—Pues, en ese caso, puede hablar sin reparos —dijo Rebus—. Probablemente era una simple formalidad. —Mollison reanudó la marcha y Rebus trató de no perder el paso a pesar de las malditas botas—. ¿Ha venido alguien más desde entonces? —preguntó.

—Muchos excursionistas en verano.

—Me refiero a alguien del Ejército.

Mollison volvió a rascarse la oreja.

—A mediados del año pasado, o quizás haga más tiempo…, vino una mujer que se hacía pasar por turista.

—Pero no daba el pego —aventuró Rebus, pasando a describirle a Whiteread.

—La ha descrito que ni pintada —dijo Mollison, y Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada.

—Quizá yo no lo entienda —dijo Brimson parándose para recuperar el aliento—, pero ¿qué tiene esto que ver con lo que hizo Lee?

—A lo mejor nada —concedió Rebus—. De todos modos, nos sentará bien hacer ejercicio.

A medida que la ascensión progresaba continuaron en silencio para no derrochar energías. Finalmente salieron del bosque y en la pendiente que se extendía ante su vista ya sólo había arbolillos y algunas peñas que despuntaban entre hierbas, brezos y helechos. A partir de allí era imposible caminar y habría que escalar. Rebus estiró el cuello para otear la lejana cumbre.

—No se preocupe —dijo Mollison señalando el pico—, no tenemos que subir. El helicóptero chocó a mitad de la pared y cayó por aquí —añadió señalando con el brazo la zona donde se encontraban—. Era un helicóptero grande; me pareció que tenía varias hélices.

—Era un Chinook —les explicó Rebus—. Tiene los dos rotores, uno en el morro y otro en la cola. Debieron de quedar muchos restos —dijo mirando a Mollison.

—Muchos. Pero los cadáveres… los cadáveres estaban despedazados. Uno lo encontramos colgado en un saliente cien metros más arriba; lo bajamos otro y yo. Trajeron al equipo de rescate para llevarse los restos. Y antes vino alguien a examinarlo todo. No encontró nada.

—¿Por si había sido un misil?

Mollison asintió con la cabeza y señaló hacia una arboleda.

—Los papeles volaron por toda la zona y anduvieron buscándolos por el bosque. Las ramas de los árboles estaban llenas de hojas de papel. ¿Creerá usted que tuvieron que trepar para recogerlos?

—¿Dieron alguna explicación?

Mollison volvió a asentir.

—Oficialmente no, pero en una ocasión en que pararon para tomar una cerveza, y lo hacían a menudo, oí lo que decían. El helicóptero iba al Ulster, con comandantes y coroneles a bordo. Llevaban documentos que no querían que cayeran en manos de los terroristas. Eso quizás explique que vinieran armados.

—¿Armados?

—El equipo de rescate vino con rifles. A mí me pareció algo extraño.

—¿Vio usted alguno de esos documentos? —preguntó Rebus.

Mollison asintió.

—Pero no leí nada. Los estrujaba y se los entregaba a ellos.

—Lástima —comentó Rebus acompañando sus palabras de una irónica sonrisa.

—Esto es precioso —dijo Siobhan de pronto, protegiéndose los ojos del sol.

—¿Verdad que sí? —añadió Mollison sonriente.

—Y hablando de tomar algo… —interrumpió Brimson—. ¿Dónde está esa cantimplora de té?

Siobhan abrió la mochila y le tendió la cantimplora, que fue pasando de mano en mano. Sabía como sabe siempre el té en un recipiente de plástico. Rebus caminó por la zona hasta el pie de la pendiente.

—¿Hubo algo que le pareciera extraño? —preguntó a Mollison.

—¿Extraño?

—Respecto a la misión, los miembros del equipo o lo que hacían. —Mollison negó con la cabeza—. ¿Habló con todos?

—Sólo estuvimos aquí dos días.

—¿Conoció a Lee Herdman? —añadió Rebus mostrándole una foto que había traído consigo.

—¿Este es el que ha matado a los colegiales? —preguntó Mollison, aguardando a que Rebus le dijera que sí con la cabeza, tras lo cual volvió a mirar la foto—. Sí, lo recuerdo. Era un hombre agradable… tranquilo. No me pareció que estuviera muy integrado en el equipo.

—¿A qué se refiere?

—A él lo que más le gustaba era internarse en el bosque para recoger restos y trozos de papel. Briznas de cosas. Los otros se reían de él y en dos o tres ocasiones tuvieron que llamarle a la hora del té.

—Quizá pensara que no valía la pena apresurarse —terció Brimson oliendo el té.

—No irá a decirme que no sé hacer té —dijo Siobhan, ante lo cual Brimson alzó los brazos en señal de conciliación.

—¿Cuánto tiempo estuvieron aquí? —preguntó Rebus.

—Dos días. La escuadrilla de rescate llegó al segundo día, y tardaron una semana más en llevárselo todo.

—¿Habló mucho con ellos?

Mollison se encogió de hombros.

—Eran gente simpática, pero muy metida en su tarea.

Rebus asintió con la cabeza y se dirigió al bosque. No estaba lejos, pero le sorprendió la rapidez con que se adueñaba de uno la sensación de encontrare solo, aislado de las caras aún visibles y de las voces. ¿Cómo se llamaba el álbum de Brian Eno? Another Green World, otro mundo verde. Primero habían visto un paisaje desde el aire, pero en aquel momento se hallaba inmerso en otro mundo también extraño y vibrante. Lee Herdman había entrado en aquel bosque y era casi como si no hubiese vuelto a salir. Fue su última operación antes de dejar las SAS. ¿Había descubierto Herdman algo en aquella espesura? ¿Había encontrado algo?

Le asaltó de pronto una idea: las SAS no se dejan nunca. Por encima de sentimientos y actos cotidianos, uno conservaba siempre una marca indeleble. Tienes experiencias poco comunes. Te das cuenta de que hay otros mundos y otras realidades. En el regimiento te entrenan para que veas la vida como una de tantas misiones, una misión llena de posibles trampas y asesinos. Se preguntó en qué medida se había realmente distanciado él de sus experiencias en los paracaidistas y de la preparación para el ingreso en las SAS.

¿Había estado en caída libre desde entonces?

¿Había Lee Herdman, como aquel piloto del poema, vaticinado su propia muerte?

Se agachó, pasó una mano por el suelo cubierto de ramitas, hojas, musgo y flores silvestres, y vio mentalmente el helicóptero estrellándose contra las rocas, por avería o error del piloto. Se lo figuró como una bola de fuego en el cielo, con las hélices retorcidas, inmóviles. Debió de caer como una piedra, los cadáveres saldrían despedidos por efecto de la colisión desplomándose sobre el duro suelo con un golpe sordo. El mismo ruido que habría hecho el cuerpo de Andy Callis al caer en aquella vía muerta. La explosión diseminaría los trozos del aparato, de bordes requemados como papeles o hechos trizas, y haría volar los documentos secretos que encomendaron recuperar a las SAS. Y Lee Herdman, con mayor tesón que nadie, se había internado en aquel bosque una y otra vez. Recordó lo que había comentado Teri Corten «Él era así, tenía secretos». Pensó en el ordenador desaparecido, el que Herdman había comprado para su negocio. ¿Dónde estaba? ¿Quién lo tenía? ¿Qué secretos encerraba?

—¿Te encuentras bien?

Era la voz de Siobhan. Estaba a su lado con la taza llena de nuevo. Se levantó.

—Muy bien —dijo.

—Te he estado llamando.

—No te he oído —dijo él cogiendo la taza que le tendía.

—¿Percibiendo a Lee Herdman? —preguntó ella.

—Podría ser —contestó él dando un sorbo de té.

—¿Tú crees que aquí vamos a encontrar algo?

Rebus se encogió de hombros.

—Tal vez nos baste con ver el lugar.

—Tú piensas que él sí encontró algo, ¿verdad? —Le miró a los ojos—. Crees que cogió algo y el Ejército quiere recobrarlo. —Ya no era una pregunta, sino una afirmación.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Y eso de qué forma nos concierne? —preguntó Siobhan.

—Quizá porque no nos gusta esa pareja de policías militares —respondió Rebus-O porque, sea lo que fuere, ellos no lo han encontrado, lo que significa que puede encontrarlo un tercero. O quizá ya dio con ello alguien la semana pasada.

—¿Y eso fue lo que desquició a Herdman?

Rebus volvió a encogerse de hombros y le devolvió la taza vacía.

—Te gusta Brimson, ¿verdad? —dijo.

Ella no se inmutó, pero no pudo sostenerle la mirada.

—Me parece bien —añadió él con una sonrisa, pero Siobhan interpretó mal el tono y le miró furiosa.

—Oh, así que me das permiso.

Rebus levantó las manos en señal de conciliación.

—Sólo pretendía decir… —Optó por no añadir nada para no estropearlo y comentó—: Oye, este té está muy fuerte.

Tras lo cual echó a andar hacia la pared rocosa.

—Al menos me he tomado la molestia de traerlo —musitó Siobhan vertiendo los restos de la taza.

En el vuelo de regreso, Rebus, en el asiento de atrás, no abrió la boca a pesar de que Siobhan se ofreció a que cambiaran de sitio. Mantuvo la cara pegada al cristal, como si estuviera extasiado por las vistas, mientras ella charlaba con Brimson, que le enseñó cómo se manejaban los mandos y consiguió que aceptara que le diera una lección de vuelo. Era como si hubieran olvidado a Lee Herdman, y Rebus no tuvo más remedio que admitir que quizá tuvieran razón. Casi todos los habitantes de South Queensferry, incluidas las familias de las víctimas, ansiaban volver a la normalidad. El pasado era el pasado. No se podía cambiar, ni volver atrás. Había que olvidar algún día…

Rebus cerró los ojos deslumbrado por el sol que bañó tibiamente su rostro. Se percató de que estaba agotado y a punto de dormirse, y se dijo que no tenía importancia sucumbir a un sueño reparador. Minutos después se despertó sobresaltado. Había soñado que estaba solo en una ciudad desconocida, vestido con un viejo pijama a rayas, descalzo y sin dinero, y buscaba a alguien que le socorriera, tratando al mismo tiempo de pasar inadvertido. Al mirar por los cristales en el interior de un café, vio un hombre que escondía una pistola en su regazo debajo de la mesa. Él no podía entrar en el local sin dinero y permaneció afuera mirándose las manos apoyadas en los cristales y procurando no alterarse.

Parpadeó y aclaró su visión y comprobó que ya sobrevolaban el estuario del Forth. Brimson seguía hablando.

—A veces pienso en el daño que podrían hacer aquí unos terroristas con algo incluso tan pequeño como un Cessna, en el puerto, en el trasbordador, en los puentes o en el aeropuerto.

—Sí, no les faltaría dónde elegir —comentó Siobhan.

—Ah, inspector, vuelve con nosotros. Lamento que nuestra compañía le haya resultado aburrida —dijo Brimson cruzando una sonrisa con Siobhan, por lo que Rebus intuyó que no le habían echado de menos.

Fue un aterrizaje suave, y Brimson acercó la avioneta hasta el lugar en que Siobhan había aparcado el coche. Rebus saltó a tierra y estrechó la mano al piloto.

—Gracias por haberme dejado acompañarles —dijo Brimson.

—Soy yo el que debo darle las gracias. Pásenos la factura del combustible y de sus servicios.

Brimson se encogió de hombros y se volvió para dar la mano a Siohban, a quien se la estrechó algo más de lo estrictamente necesario al tiempo que alzaba un dedo de la otra.

—Recuerde que la espero.

—Lo prometido es deuda, Doug —dijo ella sonriente—. Ahora mismo, no sé si va a parecerle abuso por mi parte…

—Adelante, diga.

—¿No podría echar un vistazo al avión de los ejecutivos? Es pura curiosidad, por ver cómo vive esa gente.

Él la miró un instante antes de sonreír.

—Por supuesto. Está en el hangar —añadió iniciando la marcha—. ¿Nos acompaña, inspector?

—Yo les espero aquí —dijo Rebus.

Una vez a solas consiguió encender un cigarrillo resguardándose detrás del Cessna. Volvieron los dos al cabo de cinco minutos y Brimson se puso serio al ver el pitillo casi consumido.

—Está terminantemente prohibido fumar —dijo—. Por el riesgo de incendio, compréndalo.

Rebus se encogió de hombros a modo de disculpa, tiró la colilla y la aplastó con el zapato. Siguió a Siobhan al coche y vio que Brimson subía al Land Rover para dirigirse a la verja a abrirles.

—Es un tío agradable —dijo.

—Sí, es agradable —añadió ella.

—¿De verdad lo crees?

—¿Tú, no? —replicó Siobhan mirándole.

—Tengo la impresión de que es un coleccionista —respondió él encogiéndose de hombros.

—¿De qué?

Rebus reflexionó un instante.

—De ejemplares curiosos, de tipos como Herdman y Niles.

—No olvides que es también amigo de los Cotter —añadió Siobhan, que empezaba a ponerse de uñas.

—Oye, no pretendo…

—Me estás advirtiendo, ¿no es eso?

Rebus guardó silencio.

—¿No es eso? —repitió ella.

—Sólo quería prevenirte para que no te deslumbre ese lujo de aviones particulares para ejecutivos. Por cierto, ¿qué tal estaba?

Ella le miró furiosa pero se aplacó.

—Era más bien pequeño, pero con asientos de cuero. Durante los vuelos sirven champán y comidas calientes.

—No te hagas ilusiones.

Ella torció la boca y le preguntó adónde quería ir. Rebus dijo que a la comisaría de Craigmillar. El agente que les recibió se llamaba Blake y hacía menos de un año que había dejado el uniforme, pero a Rebus no le importó, así se mostraría más predispuesto a ayudarle. Le dijo lo que sabía sobre Andy Callis y los Perdidos y Blake le escuchó muy atento, interrumpiéndole de vez en cuando para plantear alguna pregunta y hacer anotaciones en un bloc tamaño folio. Siobhan estuvo presente, con los brazos cruzados y mirando a la pared casi todo el rato. A Rebus le pareció que pensaba en vuelos en avión.

Concluida la conversación, Rebus preguntó si había algún avance en la investigación, pero Blake negó con la cabeza.

—No aparece ningún testigo. El doctor Curt va a hacer la autopsia esta tarde —añadió consultando el reloj—. Seguramente me acercaré. Si quiere venir…

Rebus negó con la cabeza. No deseaba ver a su amigo abierto en la mesa de disección.

—¿Va a traer aquí a Rab Fisher? —preguntó.

—No se preocupe —contestó Blake—. Le interrogaré.

—No espere mucha cooperación por su parte —comentó Rebus.

—Hablaré con él.

Por el tono, Rebus comprendió que el joven policía parecía dispuesto a apretar bien las tuercas al pandillero.

—A nadie le gusta que le digan cómo hacer su trabajo —añadió con una sonrisa.

—Al menos hasta después de haberlo hecho mal —replicó Blake poniéndose en pie.

Rebus se levantó también y se dieron la mano.

—Es un joven simpático —comentó Rebus camino del coche.

—Bastante creído —replicó Siobhan—. Piensa que nunca va a hacer algo mal.

—Ya escarmentará.

—Eso espero. De verdad.