16

No estaba en casa.

Rebus había estado mirando casi una hora el cuarto de la señorita Teri. Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Como sus recuerdos. Ni siquiera recordaba con qué amigos se había encontrado en el parque el día de marras. Sin embargo, Allan Renshaw recordaba una escena de hacía más de treinta años que había permanecido indeleble en su memoria. Era curioso que las cosas imposibles de olvidar fueran las que no se quieren recordar. Jugadas del cerebro, que trae a la memoria antiguos olores y sensaciones. Se preguntaba si tal vez Allan estaba enfadado con él por el simple hecho de que era un rencor posible; porque ¿qué sentido tenía estar enfadado con Lee Herdman? Herdman no estaba allí para castigarle, mientras que Rebus había reaparecido en la vida de su primo como a propósito para convertirse en objeto de su rencor.

En el portátil apareció el salvapantallas y de la oscuridad surgieron unas estrellitas móviles. Dio a la tecla de entrar y volvió a ver el dormitorio de Teri Cotter. ¿Qué miraba? ¿Era curiosidad de mirón? Siempre le había gustado la vigilancia por la simple satisfacción de indagar en las vidas ajenas, pero se preguntaba qué placer obtenía Teri exhibiéndose gratuitamente en aquella página a las miradas ajenas. Ni existía una interacción, ni el que la observaba podía establecer contacto con ella ni ella comunicarse con quien la viera. ¿Cuál era la explicación? ¿Ansia de exhibicionismo? Tal vez igual que hacía en Cockburn Street, para que la contemplaran y a veces le agredieran. Aunque había reprochado a su madre que la vigilara, había corrido a refugiarse en su negocio cuando les atacaron los Perdidos. No acababa de hacerse una idea clara de aquella relación; claro que su propia hija había vivido con su madre en Londres durante la adolescencia y para él era un misterio. A veces su exesposa le llamaba para quejarse de la «actitud» o el «humor» de Samantha, se desahogaba con él y luego colgaba.

Sonó el teléfono.

Era su móvil. Lo tenía enchufado para recargarlo. Lo cogió.

—Diga.

—Te he estado llamando al teléfono fijo —era la voz de Siobhan— pero comunicaba.

Rebus miró al portátil que ocupaba la línea telefónica.

—¿Qué sucede? —dijo.

—Se trata de ese amigo tuyo a quien fuiste a visitar el día que nos encontramos…

Por los ruidos, Rebus pensó que le llamaba con el móvil desde la calle.

—¿Andy? —preguntó—. ¿Andy Callis?

—¿Puedes describírmelo?

Rebus se quedó paralizado.

—¿Qué ha sucedido?

—Escucha, a lo mejor no es él.

—¿Dónde estás?

—Descríbemelo; así no tendrás que venir aquí inútilmente.

Rebus cerró los ojos con fuerza y vio a Andy Callis en su cuarto de estar con las piernas encima de la mesa frente al televisor.

—Tiene cuarenta y pico años, pelo castaño oscuro, casi un metro ochenta de estatura y pesará unos setenta y seis kilos.

Siobhan guardó silencio un instante.

—Quizá será mejor que vengas —dijo.

Rebus empezó a mirar dónde tenía la chaqueta, pero vio el brillo de la pantalla del ordenador y lo desconectó.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—¿Cómo vas a venir?

—Eso no importa —respondió buscando las llaves del coche—. Dame la dirección.

Siobhan, al lado de la acera, le vio echar el freno de mano y bajar del vehículo.

—¿Qué tal las manos? —preguntó.

—Bastante bien antes de coger el coche.

—¿Has tomado el analgésico?

Rebus negó con la cabeza.

—No me hace falta —respondió mirando el lugar.

A unos cien metros estaba la parada de autobús donde se había detenido el taxi el día que vio a los Perdidos. Echaron a andar hacia el puente.

—Estuvo rondando un par de horas por esta zona —dijo Siobhan—. Dos o tres personas aseguran que le vieron.

—¿Y no hicimos nada?

—No había ningún coche patrulla disponible.

—Si hubiera acudido alguno, quizá no habría muerto —replicó Rebus tajante.

Ella asintió despacio con la cabeza.

—Una vecina oyó voces y cree que le perseguía una pandilla.

—¿Vio a alguien?

Siobhan negó con la cabeza. Habían llegado al puente, del que los curiosos comenzaban a alejarse. Habían tapado ya el cadáver con una manta, y lo habían colocado en una camilla, a la que habían atado una cuerda para subirla por el terraplén. Un furgón funerario aguardaba aparcado junto a la valla donde Silvers charlaba con el conductor fumando un cigarrillo.

—Hemos comprobado en el listín telefónico todos los apellidados Callis y no aparece —les dijo a Rebus y a Siobhan.

—No figura —contestó Rebus—. Lo mismo que tú y yo, George.

—¿Estás seguro de que es el mismo Callis? —insistió Silvers.

Se oyeron unos gritos abajo en la vía y el conductor tiró el cigarrillo para agarrar con fuerza la cuerda. Silvers siguió fumando sin ayudarle hasta que el hombre se lo pidió. Rebus mantuvo las manos en los bolsillos: le ardían.

—¡Tirad! —gritaron desde abajo, y en pocos minutos la camilla había pasado por encima de la valla.

Rebus se acercó y le destapó el rostro. Lo miró y observó la expresión de paz de Callis.

—Sí, es él —dijo apartándose para que lo metieran en la furgoneta. Ayudado por el policía de Craigmillar, el doctor Curt llegó a lo alto del terraplén. Jadeante, superó a duras penas los improvisados escalones de cajas y cuando se acercó otro policía a ayudarle farfulló sin aliento que no hacía falta.

—Es él, según el inspector Rebus —les dijo Silvers.

—¿Andy Callis? ¿El de la Patrulla de Respuesta Armada? —preguntó alguien.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Hay testigos? —inquirió un policía de Craigmillar.

—Los vecinos oyeron voces pero nadie ha visto nada —contestó un agente.

—¿Es un suicidio? —preguntó otro.

—O trataba de huir —añadió Siobhan, advirtiendo que Rebus no decía nada, a pesar de que él conocía mejor que nadie a Callis.

Quizá, precisamente…

Vieron cómo la furgoneta de la funeraria avanzaba dando tumbos sobre el terreno desigual para salir a la carretera. Silvers le preguntó a Siobhan si volvía a St Leonard, ella miró a Rebus y negó con la cabeza.

—Me llevará John —dijo.

—Como quieras. De todos modos, creo que del caso va a encargarse Craigmillar.

Ella asintió con la cabeza, esperando a que Silvers se fuese. Cuando estuvo a solas con Rebus dijo:

—¿Te encuentras bien?

—No puedo dejar de pensar en ese coche patrulla que no llegó.

—¿Y? —Rebus la miró—. Hay algo más, ¿no?

Finalmente él asintió con la cabeza.

—¿Me lo dices? —añadió ella.

Rebus continuó asintiendo con la cabeza y cuando echó a andar Siobhan le siguió hacia el puente y cruzaron por la hierba hasta donde tenía el Saab. No había cenado. Abrió la portezuela pero cambió de idea y le pasó a Siobhan las llaves.

—Conduce tú; yo no sé si podré —dijo.

—¿Adónde vamos?

—A dar una vuelta, a ver si hay suerte y acabamos en el País de Nunca Jamás.

Ella tardó un instante en establecer la relación.

—¿Los Perdidos? —preguntó.

Él asintió con la cabeza y dio la vuelta al coche para ocupar el otro asiento.

—¿Y mientras me cuentas la historia?

Se lo contó.

Resultaba que Andy Callis y su compañero de patrulla recibieron una llamada para que acudieran a una discoteca de Market Street, detrás de la estación de Waverley. Era un local muy concurrido en el que la gente hacía cola para entrar. Un cliente que estaba en la cola les había llamado para denunciar que había un individuo con una pistola. Dio una descripción vaga: menos de veinte años, parka verde, acompañado de otros tres. No estaba haciendo cola para entrar a la discoteca, sólo pasaba por allí y, en un momento dado, había abierto la parka para enseñar el arma que llevaba en la cintura.

—Cuando Andy llegó al lugar —añadió Rebus— no había rastro de él. Había seguido hacia New Street. Andy y su compañero fueron hasta allí. Llamaron a Jefatura y les dieron autorización para quitar el seguro de sus armas… que tenían preparadas. Llevaban puesto el chaleco antibalas. Los de refuerzos estaban listos, por si acaso. ¿Conoces el lugar en que el tren pasa por encima de New Street?

—¿En Calton Road?

Rebus asintió con la cabeza.

—Sí, esas arcadas de piedra. Es un puente con poca iluminación. No llegan las luces de la calle.

Siobhan se volvió para asentir con la cabeza; sabía que era un lugar lóbrego.

—Allí hay muchos rincones y recodos —prosiguió Rebus— y al compañero de Andy le pareció ver algo en la oscuridad. Detuvieron el coche y bajaron. Vieron a cuatro chicos, probablemente los mismos de la discoteca. Se metieron a cierta distancia, les preguntaron si llevaban armas de fuego. Les ordenaron dejar en el suelo cuanto tuvieran encima. Tal como Andy me explicó, eran como sombras que no dejaban de moverse… —Recostó la cabeza en el reposacabezas y cerró los ojos—. Y no supo muy bien si lo que vio era una sombra o alguien de carne y hueso. Estaba cogiendo la linterna del cinturón cuando le pareció ver un movimiento, el gesto de un brazo estirado apuntando con algo. Y él levantó el arma sin seguro…

—¿Y qué sucedió?

—Algo cayó al suelo: una pistola. Una réplica, como se comprobó después. Pero ya era demasiado tarde.

—¿Había disparado?

Rebus asintió con la cabeza.

—No le dio a nadie. Disparó al suelo. Fue un incidente que no habría tenido mayores consecuencias.

—Pero no quedó así.

—No. —Rebus hizo una pausa—. Se abrió una investigación como se hace siempre cuando se dispara un arma. El compañero declaró a favor de Andy, pero él sabía que lo hacía sin convicción. Empezó a dudar de sí mismo.

—¿Y el chico de la pistola?

—Eran cuatro y ninguno que la llevara. Tres vestían parkas y el cliente de la cola de la discoteca no identificó al de la pistola.

—¿Eran los Perdidos?

Rebus asintió con la cabeza.

—Así los llamaban en el vecindario. Son los que viste en Cockburn Street. Su jefecillo, que se llama Rab Fisher, acabó ante los tribunales por llevar una pistola falsa, pero se dio carpetazo al caso y entretanto Andy no paró de darle vueltas a la cabeza, tratando de discernir si verdaderamente…

—¿Y este es el territorio de los Perdidos? —preguntó Siobhan mirando por la ventanilla.

Rebus asintió y ella guardó silencio pensativa, antes de preguntar:

—¿De dónde procedía el arma?

—Supongo que de Johnson Pavo Real.

—¿Por eso quisiste hablar con él cuando le trajeron a St Leonard?

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Y ahora quieres hablar con los Perdidos?

—Pero deben de haberse ido a dormir —dijo él volviendo la cabeza para mirar por la ventanilla.

—¿Tú crees que Callis vino aquí expresamente?

—Tal vez.

—¿Para encararse con ellos?

—Esos pandilleros salieron impunes del asunto, Siobhan, y eso a Andy le atormentaba.

Siobhan reflexionó un instante.

—¿Por qué no informamos de todo esto en Craigmillar?

—Ya se lo diré. —Notó que ella le miraba—. Te lo juro.

—Pudo ser un accidente. Esa vía muerta le parecería un buen lugar para darles esquinazo.

—Quizás.

—Nadie vio nada.

—Vamos, suéltalo —dijo él volviéndose hacia ella.

Siobhan lanzó un suspiro.

—Es que veo que te obcecas de tal manera en defender las causas de los demás…

—¿Hago eso?

—A veces sí.

—Bueno, pues siento que te moleste.

—No me molesta, pero a veces…

Pero se tragó lo que iba a decir.

—¿A veces, qué? —insistió Rebus.

Ella negó con la cabeza, expulsó aire, enderezó la espalda y movió el cuello.

—Gracias a Dios que ya es fin de semana. ¿Tienes algún plan? —preguntó.

—A lo mejor voy a hacer montañismo… o a levantar pesas al gimnasio.

—¿Es un rastro de sarcasmo?

—Sólo un rastro —replicó Rebus, que acababa de ver algo—. Ve más despacio —añadió al tiempo que miraba por la ventanilla trasera—. Da marcha atrás.

Siobhan hizo lo que le decía y entraron en una calle de casas bajas donde, en medio de la calzada, había un carrito de supermercado abandonado. Rebus miró hacia un callejón entre dos casas. Era uno… no, eran dos. Sólo siluetas, tan pegadas una a otra que parecía una sola persona. Y en ese momento comprendió de qué se trataba.

—Es el clásico polvo en la oscuridad —dijo Siobhan—. ¿Quién dijo que el romanticismo había muerto?

Un rostro se volvió hacia el coche al oír el rumor del ralentí y una voz masculina exclamó:

—¿Qué, tío, te gusta? Mejor que lo que te dan en casa, ¿a que sí?

—Arranca —dijo Rebus.

Siobhan arrancó.

Acabaron en St Leonard porque Siobhan, sin más explicaciones, dijo que tenía allí el coche. Rebus dijo que él podía conducir hasta su casa. Arden Street estaba a cinco minutos. Pero cuando aparcó delante del edificio, las manos le ardían. Se puso más crema en el cuarto de baño y tomó un par de analgésicos con la esperanza de dormir unas horas. Un whisky le ayudaría; se sirvió una buena medida y se sentó en el cuarto de estar. El portátil se había apagado y no se molestó en encenderlo. Tenía en la mesa datos sobre las SAS junto con la copia del expediente de Herdman, y se quedó allí mirándolo.

«¿Qué, tío, te gusta?»

«Mejor que lo que te dan en casa.»

«¿Te gusta…?»