—Así que si no han aparecido sumas de dinero en los extractos bancarios de Herdman, podemos descartarlo como asesino a sueldo —dijo Siobhan.
—A menos que convirtiera el dinero en drogas —replicó Rebus por llevarle la contraria.
Estaban en el Boatman’s tomando una copa rodeados de la clientela de última hora de la tarde. Oficinistas y trabajadores que habían terminado la última jornada. Al ver a Rod McAllister otra vez detrás de la barra, Rebus le preguntó en broma si era parte de la decoración.
—La camarera tiene el día libre —dijo McAllister sin sonreír.
—Usted da empaque al local —comentó Rebus recogiendo el cambio.
Luego se sentó, con media pinta y lo que quedaba de un whisky, mientras Siobhan bebía un combinado de color llamativo de zumo de lima y soda.
—¿De verdad crees que han sido Whiteread y Simms quienes han puesto las drogas?
Rebus se encogió de hombros.
—No me extrañarían muchas cosas de gente como Whiteread.
—¿Basándote en qué? —Él la miró—. Lo digo porque tú nunca has sido muy explícito sobre tus años en el Ejército.
—No fueron los más felices de mi vida —dijo él—. Vi a tíos destrozados por el sistema. Yo mismo a duras penas conservé la integridad mental. Cuando salí sufrí una crisis nerviosa. —Rebus se guardó otra vez los recuerdos. Recurrió a los estereotipos de rigor: lo hecho, hecho está… hay que olvidar el pasado…—. Un tío, un compañero con quien tenía amistad, se desmoronó durante el entrenamiento y le plantaron en la calle sin desconcentrarle… —Su voz volvió a apagarse.
—¿Y qué pasó?
—Que me echó a mí la culpa y quiso vengarse. Eso fue antes de que tú nacieras, Siobhan.
—¿Por eso entiendes que Herdman perdiera la cabeza?
—Puede.
—Pero no estás convencido, ¿verdad?
—Generalmente hay signos de aviso. Herdman no era el arquetipo de individuo solitario. En casa no tenía ningún arsenal, sólo una pistola… —Hizo una pausa—. Nos vendría bien saber cuándo la consiguió.
—¿La pistola?
—Así sabríamos si la compró con un determinado propósito.
—Es muy posible que si hacía contrabando de droga sintiera cierta necesidad de protección. Tal vez eso explique que tuviera un Mac IO en el cobertizo del puerto.
Siobhan miró a una joven rubia que acababa de entrar en el bar y se dirigía a la barra. McAllister debía de conocerla porque comenzó a servirle un Bacardi con coca cola y sin hielo antes de que ella pidiera nada.
—¿En los interrogatorios no han averiguado nada? —preguntó Rebus.
Siobhan negó con la cabeza. Rebus se refería a la gente del hampa e intermediarios de armas de fuego.
—La Brocock no era un último modelo. Creemos que la trajo cuando se vino a vivir aquí. En cuanto al fusil, a saber.
Mientras Rebus reflexionaba, Siobhan vio cómo Rod McAllister apoyaba los codos en la barra y entablaba animada conversación con la rubia, una rubia que ella conocía de algo. Nunca le había visto tan contento. Ladeaba la cabeza, mirándola, mientras la mujer fumaba y expulsaba el humo hacia el techo.
—Hazme un favor —dijo Rebus de pronto—. Llama tú a Bobby Hogan.
—¿Por qué?
—Porque seguramente en este momento no querrá hablar conmigo.
—¿Y para qué tengo que llamarle? —preguntó Siobhan sacando el móvil del bolsillo.
—Para preguntarle si Whiteread le dejó ver el expediente militar de Herdman. Probablemente te dirá que no, en cuyo caso lo habrá pedido directamente al Ejército, y quiero saber si ha llegado.
Siobhan asintió con la cabeza, comenzó a marcar y habló con Hogan.
—Inspector Hogan, soy Siobhan Clarke… —Escuchó y miró a Rebus—. No, no sé por qué… Creo que le convocaron en Fettes —añadió abriendo los ojos y la boca con gesto inquisitivo mirando a Rebus, que aprobó con una inclinación de cabeza—. Le llamaba para saber si le había pedido a Whiteread el expediente de Herdman. —Escuchó la respuesta de Hogan—. John lo mencionó y quería verificarlo… —Volvió a escuchar apretando los párpados—. No, no está aquí escuchando. —Volvió a abrir los ojos y Rebus le hizo un guiño para decirle que lo estaba haciendo bien—. Mmm… mmm… —Escuchaba a Hogan—. No parece que esté cooperando tanto como pensábamos… Sí, apuesta a que se lo dijo. —Sonrisa—. ¿Y qué le dijo a ella? —Siguió escuchando—. ¿Y siguió su consejo? ¿Y qué le dijeron en el cuartel general de Hereford? Ah, ¿no permiten consultar esos documentos? Sí, ya sabe que a veces se pone insoportable —comentó Siobhan mirando otra vez a Rebus. Hogan, pensó, estaría explicándole que le habría dicho todo aquello a él personalmente si no hubiera provocado la escena en el colegio—. No tenía ni idea de que fuera familia suya. —Siobhan hizo una O con la boca—. No, no me constaba y a eso me atendré. —Le guiñó el ojo a Rebus, quien le hizo señal de que cortara, pero ella comenzaba a divertirse—. Seguro que tiene usted buenas anécdotas sobre él. Sí, claro que lo es. —Una carcajada—. No, no; tiene usted toda la razón. Dios, menos mal que no está aquí… —Rebus hizo amago de arrebatarle el móvil pero ella giró y se puso de espaldas a él—. ¿En serio? No, eso no… Sí, sí, me gustaría. Bueno, tal vez… sí, después de que todo esto haya… con mucho gusto. Adiós, Bobby.
Cortó la comunicación sonriente y dio un sorbo a su bebida.
—Creo que he captado lo esencial —musitó Rebus.
—Dice que le llame «Bobby» y que soy muy buena policía.
—Dios…
—Y me ha invitado a cenar cuando termine el caso.
—Hogan está casado.
—No.
—Vale, le dejó su mujer. De todos modos, podría ser tu padre —dijo Rebus tras una pausa—. ¿Qué te ha dicho de mí?
—Nada.
—Te reíste cuando lo decía.
—Era para provocarte.
Rebus la miró enfurecido.
—¿Yo pago las copas y tú provocando? ¿Crees que es justo?
—Yo te ofrecí una cena.
—¿Y qué?
—Bobby conoce un buen restaurante en Leith.
—Será algún chiringuito de kebab.
—Pide otra ronda —dijo ella dándole una palmada en el brazo.
—¿Después de lo que he tenido que aguantar? —replicó él negando con la cabeza—. Te toca —dijo recostándose en el asiento.
—Si te pones así… —dijo Siobhan levantándose.
De todos modos quería ver de cerca la cara de la mujer. La rubia estaba a punto de irse, agachó la cabeza para guardar los cigarrillos en el bolso y Siobhan no pudo verle bien la cara.
—Hasta luego —dijo la mujer.
—Hasta luego —contestó McAllister, que limpiaba la barra con una bayeta. Dejó de sonreír al ver que Siobhan se acercaba—. ¿Lo mismo de antes? —dijo.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Era amiga suya? —preguntó.
—De alguna manera —contestó McAllister dándose la vuelta para servir el whisky de Rebus.
—Creo que la conozco de algo.
—¿Ah, sí? —replicó él poniéndole la bebida delante—. ¿Media pinta también?
Ella asintió con la cabeza.
—Y otro zumo de lima con…
—Con soda. Lo recuerdo. El whisky solo y la lima con hielo.
En el extremo de la barra pedían dos cervezas, un ron y un zumo de grosella. McAllister marcó en la máquina registradora el importe de las bebidas de Siobhan, le dio el cambio y comenzó a servir las cervezas dándole a entender que no tenía tiempo para cháchara. Siobhan aguantó en la barra un instante, pero pensó que no valía la pena. Estaba a medio camino de la mesa cuando, al recordarlo, se le derramó un poco de la cerveza de Rebus en el suelo de madera del sobresalto.
—¡Cuidado! —dijo él.
Siobhan dejó los vasos en la mesa y fue a mirar por la ventana. Pero no había rastro de la rubia.
—Ya sé de qué la conozco —dijo.
—¿A quién?
—A la mujer que acaba de marcharse. Tienes que haberla visto.
—¿Esa de la melena rubia con camiseta rosa ajustada, cazadora de cuero, pantalones ceñidos y zapatos de tacón tipo peligro público? —preguntó Rebus dando un trago a la cerveza—. No puedo decir que no me fijara.
—¿Y no la has reconocido?
—¿Por qué iba a reconocerla?
—En fin, según la primera página del periódico, sólo abrasaste vivo a su novio.
Siobhan se sentó, cogió el vaso y comprobó qué efecto causaban sus palabras.
—¿Esa era la novia de Fairstone? —preguntó Rebus entrecerrando los ojos.
Siobhan asintió con la cabeza.
—Sólo la vi el día que él salió libre de cargos —dijo.
—¿Estás segura de que era ella? —insistió Rebus mirando hacia la barra.
—Bastante segura, y más al oírla hablar. Estoy segura de que es la que vi fuera del juzgado.
—¿Sólo esa vez?
Siobhan volvió a asentir con la cabeza.
—Yo no la interrogué respecto a la coartada que alegó para su novio. Tampoco compareció en la vista en la que yo testifiqué.
—¿Cómo se llama?
Siobhan amusgó los ojos.
—Raquel no-sé-cuántos.
—¿Y dónde vive?
Siobhan se encogió de hombros.
—Supongo que no muy lejos de su novio —dijo.
—O sea, que este no es precisamente el bar al que suele venir.
—No.
—Porque está exactamente a más de quince kilómetros de su barrio.
—Más o menos —dijo Siobhan, que seguía mirando por los cristales sin tocar la bebida.
—¿Has recibido alguna carta más?
Siobhan negó con la cabeza.
—¿Crees que te estará siguiendo?
—Constantemente, no. Lo habría notado —contestó Siobhan mirando a la barra, donde McAllister había cesado con su febril actividad y en aquel momento fregaba vasos—. Por supuesto, puede que no viniera a verme a mí.
Rebus pidió a Siobhan que le llevase a casa de Allan Renshaw y que no le esperase. Le dijo que fuera a casa. Él cogería un taxi o pediría un coche patrulla.
—No sé cuánto voy a estar. Es una visita familiar, no de servicio.
Ella asintió con la cabeza y arrancó. Rebus tocó el timbre, pero nadie abrió. Miró por la ventana y vio las cajas de fotos esparcidas por el suelo del cuarto de estar, pero no había nadie. Probó el pomo de la puerta. Estaba abierta.
—¡Allan! ¡Kate!
Cerró la puerta y oyó un zumbido en el piso de arriba. Volvió a gritar «¡Allan! ¡Kate!», y subió con cautela la escalera. En el rellano había una escalerilla de metal que llegaba hasta una trampilla en el techo. Rebus ascendió despacio, peldaño a peldaño.
—¿Allan?
En la buhardilla, el zumbido era más fuerte. Asomó la cabeza por la trampilla y vio a su primo sentado en el suelo con las piernas cruzadas y un mando eléctrico en la mano, imitando el ruido que hacía el coche de carreras a lo largo del circuito en forma de ocho.
—Siempre le dejaba ganar —dijo Allan Renshaw para hacer ver que se había percatado de la presencia de Rebus—. Esto se lo regalamos unas navidades.
Rebus vio la caja abierta de la que sobresalían tramos de circuito. Había cajones y maletas abiertos. Vio vestidos de mujer, ropa de niño y un montón de viejos discos de vinilo; revistas con fotos, en la portada de estrellas de televisión de las que ni se acordaba; platos y adornos sin su envoltorio, algunos quizá regalo de boda y relegados al olvido por los cambios de moda; un cochecito de niño plegado, en espera de nuevas generaciones. Rebus, ya casi arriba, se acodó en el borde de la trampilla. Allan Renshaw había abierto un espacio en medio de aquel desorden para poner en marcha el juguete y seguía con la vista las evoluciones del coche rojo de plástico en el circuito sin fin.
—A mí nunca me atrajeron los coches de juguete —comentó Rebus—. Ni los trenes.
—Los coches son otra cosa. Sientes la ilusión de la velocidad… y puedes echar carreras con quien sea. Además… —Renshaw apretó con fuerza el botón de aceleración— si tomas una curva muy rápido y te estrellas… —El coche se salió del circuito, pero él lo cogió, volvió a meterlo en la pista y lo puso de nuevo en marcha—. ¿No ves? —añadió mirando a Rebus.
—Sí, la carrera sigue —dijo él.
—No pasa nada. No se rompe. Igual que antes —sentenció Renshaw asintiendo con la cabeza.
—Pero es una ilusión —insinuó Rebus.
—Una ilusión reconfortante —concedió su primo haciendo una pausa—. ¿Tenía yo coches de carrera cuando era niño? No me acuerdo.
Rebus se encogió de hombros.
—Yo, desde luego, no. Si este juguete existía entonces, sería muy caro.
—Cuánto dinero nos hemos gastado con nuestros hijos, ¿verdad, John? —añadió Renshaw con una leve sonrisa—. Siempre deseando lo mejor para ellos, y lo hacíamos con placer.
—A ti debió costarte lo tuyo enviar a los dos a Port Edgar.
—Sí, no era barato. Tú sólo tienes tu niña, ¿verdad?
—Ya es mayor, Allan.
—Kate también se hace mayor, pronto empezará a vivir su vida.
—Y tiene la cabeza sobre los hombros —dijo Rebus mirando el coche que volvió a salirse del circuito, cayendo a su lado. Estiró el brazo y lo puso en la pista—. Ese accidente que tuvo Derek —añadió— no fue culpa suya, ¿verdad?
Renshaw negó con la cabeza.
—Stuart era un loco. Suerte tuvimos de que a Derek no le pasara nada.
Volvió a poner el coche en marcha. Rebus vio que en la caja había un coche azul y, al lado del zapato de su primo, otro control.
—Qué, ¿echamos una carrera? —propuso, saliendo de la trampilla y cogiéndolo.
—¿Por qué no? —dijo Renshaw, colocando el otro coche en la línea de salida.
Los dos coches se lanzaron camino de la primera curva y el de Rebus se salió de la pista; él avanzó a gatas para recogerlo y volvió a ponerlo justo en el momento en que el de su primo le adelantaba.
—Tú tienes más práctica que yo —dijo sentándose.
Por la trampilla entraban ráfagas de aire caliente, la única calefacción de la buhardilla. Rebus sabía que si se ponía de pie daría con la cabeza en el techo.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí arriba? —preguntó, y Renshaw se pasó la mano por la barba crecida.
—Desde temprano —contestó.
—¿Dónde está Kate?
—Ha salido a ayudar a ese diputado.
—La puerta no está cerrada con llave.
—¿Ah, no?
—Podría entrar cualquiera —añadió Rebus, que esperó a que el coche de Renshaw se pusiera a su altura para reanudar la carrera.
—¿Sabes lo que pensé anoche? —dijo Renshaw—. Creo que fue anoche…
—¿Qué?
—Pensé en tu padre. Le quería mucho. A mí siempre me hacía trucos. ¿Te acuerdas?
—¿Te sacaba peniques de las orejas?
—Y luego los hacía desaparecer. Decía que lo había aprendido en el Ejército.
—Es probable.
—Estuvo en Oriente Medio, ¿verdad?
Rebus asintió con la cabeza. Su padre no hablaba mucho de sus hazañas en la guerra; casi todo lo que contaba eran anécdotas de chirigotas. Pero hacia el final de su vida sí había contado algunos detalles de los horrores que había vivido.
«No eran soldados profesionales, John, sino reclutas conscriptos, trabajadores procedentes de bancos, tiendas, fábricas. Y la guerra los cambió; nos cambió a todos. No podía ser de otro modo.»
—Y pensando en tu padre —prosiguió Renshaw— acabé pensando en ti. ¿Te acuerdas del día que me llevaste al parque?
—¿Aquel día que jugamos a la pelota?
Renshaw asintió con la cabeza con una media sonrisa.
—¿Te acuerdas?
—Seguro que no tan bien como tú.
—Sí, yo lo recuerdo muy bien. Estábamos jugando a la pelota cuando llegaron unos amigos tuyos y tú me dejaste solo para hablar con ellos. —Renshaw hizo una pausa; los coches volvieron a cruzarse—. ¿Lo recuerdas?
—No —contestó Rebus imaginándose que era posible, pues siempre que iba de permiso se encontraba con amigos con quienes charlar.
—Luego volvimos a casa. Bueno, más bien tú y tus amigos, porque yo iba detrás con la pelota que tú habías comprado. Y a continuación viene lo que nunca olvidaré.
—¿Qué? —preguntó Rebus concentrado en la carrera.
—Lo que sucedió cuando llegamos a la altura del pub. ¿Te acuerdas del pub de la esquina?
—¿El del hotel Bowhill?
—Ese. Llegamos allí y entonces tú te volviste hacia mí y me dijiste que esperara fuera. Lo dijiste con una voz distinta, más distante, como si no quisieras que tus amigos supieran que éramos amigos.
—¿Estás seguro, Allan?
—Ah, claro que sí. Porque vosotros tres entrasteis y yo me quedé sentado en el bordillo, esperando allí con la pelota en la mano. Tú saliste al cabo de un rato, sólo para darme una bolsa de patatas fritas, y volviste a entrar. Después llegaron unos chicos, me quitaron la pelota de una patada y se fueron corriendo con ella riéndose y pasándosela uno a otro. Entonces me eché a llorar, pero tú seguías dentro, y yo, como sabía que no podía entrar, me levanté y me marché solo a casa. Me perdí y tuve que preguntar el camino. —Los coches se acercaban al punto de cruce pero llegaron al mismo tiempo, chocaron y se salieron de la pista cayendo boca arriba. Ni Rebus ni su primo se movieron en el silencio que siguió—. Tú volviste a casa después —prosiguió Renshaw— y nadie te dijo nada porque yo no lo había contado. ¿Sabes lo que más rabia me dio? Que no me preguntases qué había sido de la pelota, y yo sabía que no lo preguntarías porque ya ni te acordabas. Para ti era algo sin importancia. —Renshaw hizo una pausa—. Y yo volví a ser un niño más, pero no tu amigo.
—Por Dios, Allan… —Rebus trataba de recordar, pero no lo conseguía. Se acordaba de un día de sol y fútbol, pero nada más—. Lo siento —dijo al fin.
A Renshaw le corrían lágrimas por las mejillas.
—Yo era de tu familia, John, y tú me trataste como a un extraño.
—Allan, créeme que no…
—¡Vete! —gritó Renshaw conteniendo las lágrimas—. ¡Fuera de mi casa inmediatamente! —añadió levantándose bruscamente.
Rebus también se había levantado y los dos estaban frente a frente con la cabeza cómicamente agachada para no golpearse en las vigas.
—Escucha, Allan, si puedo…
Pero Renshaw le agarró del hombro intentando llevarle hacia la trampilla.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Rebus, quien, al tratar de zafarse con un gesto brusco, hizo tambalearse a su primo. Renshaw perdió pie y fue a caer a la trampilla, pero Rebus le sujetó del brazo a costa de un agudo dolor en la piel de la mano.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—¿No me has oído? —replicó Renshaw señalando la escalerilla.
—Muy bien, Allan. Ya hablaremos otro día, ¿de acuerdo? Para eso vengo aquí, para hablar contigo y conocerte.
—Tuviste la oportunidad de conocerme —replicó Renshaw con frialdad.
Rebus, que descendía ya por la escalerilla, miró hacia arriba, pero no vio a su primo.
—¿No vas a bajar, Allan?
En vez de obtener respuesta volvió a oír el zumbido del coche rojo que reiniciaba la carrera. Agachó la cabeza y siguió bajando. No sabía qué hacer. Se preguntaba si convendría dejar a Renshaw allí arriba. Fue al cuarto de estar y luego a la cocina. Fuera la cortacésped continuaba en el mismo sitio. En la mesa había hojas de papel impresas con ordenador de la petición de control de armas de fuego para mayor seguridad en los colegios; eran pliegos de firmas con casillas en blanco. Lo mismo había sucedido después de Dunblane: mayor severidad en las leyes y reglamentos, y ¿cuál había sido el resultado? Un aumento ilegal de armas. Rebus sabía que en Edimburgo había sitios en que se podía conseguir un arma en menos de una hora. Y en Glasgow, en diez minutos. Se podía alquilar un arma por un día como si fuese un vídeo, y si se entregaban sin usar te devolvían el dinero. Era una simple transacción comercial no muy diferente de las actividades de Johnson Pavo Real. Le vino la idea de firmar la petición, pero sabía que era un gesto inútil. Vio recortes de periódico y fotocopias de artículos sobre el tema de los efectos de la violencia recogida por los medios de comunicación, con la consiguiente reacción refleja, tal como la afirmación de que un vídeo de terror puede influir en que dos chicos maten a un niño pequeño… Miró a su alrededor para ver si Kate había dejado un número de contacto. Quería hablarle de su padre y comentarle que quizá la necesitaba más que Jack Bell. Se detuvo a los pies de la escalera unos minutos escuchando los ruidos de la buhardilla antes de buscar en el listín telefónico el número para llamar a un taxi.
—Estará ahí dentro de diez minutos —dijo la voz del teléfono. Una voz femenina.
Fue suficiente para convencerle de que había otro mundo.
Siobhan, de pie en medio del cuarto de estar, miró a su alrededor. Fue hasta la ventana y corrió las cortinas para impedir que entrara la luz del crepúsculo. Cogió del suelo una taza y un plato con restos de tostada, lo último que había comido en casa, y miró si había mensajes en el teléfono. Era viernes, lo que significaba que Toni Jackson y las otras agentes estarían esperándola, pero no tenía ganas de salir con las chicas a tontear y echar el ojo borroso por la bebida a los guapos del pub. Lavó el plato y la taza en menos de un minuto y los puso en el escurridor. Miró en la nevera; lo que había comprado con intención de invitar a Rebus seguía allí y dentro de poco vencería la fecha de caducidad. La cerró y fue al dormitorio, estiró el edredón y comprobó que tendría que lavarlo aquel fin de semana. Luego fue al cuarto de baño, se miró en el espejo y volvió al cuarto de estar para abrir la correspondencia: dos facturas y una tarjeta postal de una amiga del colegio a quien no había visto hacía un año a pesar de que vivía en Edimburgo. Estaba pasando cuatro días de vacaciones en Roma, o sea, que probablemente ya habría vuelto, a juzgar por la fecha de correos. Roma: nunca había estado.
«Fui a la agencia de viajes a ver qué vuelos tenían de un día para otro. Lo estoy pasando muy bien, hace frío, cafés, visitas culturales cuando me apetece. Un abrazo. Jackie.»
Dejó la postal en la repisa de la chimenea y trató de recordar cuándo había tenido sus últimas vacaciones. ¿Había sido la semana con sus padres o aquel fin de semana en Dublín? No, había sido una despedida de soltera de una agente que ahora esperaba su primer hijo. Miró al techo; el vecino de arriba hacía ruido, aunque no creía que fuera a posta. La verdad es que caminaba como un elefante. Se lo había encontrado en la calle al llegar a casa, quejándose de que había tenido que recoger el coche en el depósito municipal.
—Veinte minutos lo había dejado en una línea amarilla, sólo veinte minutos… Cuando volví se lo había llevado la grúa y he tenido que pagar ciento treinta libras, ¿se imagina? Estuve a punto de decirles que casi costaba más que el coche. Tendría usted que hacer algo —había dicho levantando el dedo.
Decía eso porque ella era policía y la gente pensaba que los policías menean hilos, solucionan problemas, cambian cosas.
«Tendría que hacer algo.» Y ahora le oía dando vueltas como una fiera enjaulada en el cuarto de estar. Trabajaba de contable en una empresa de seguros de George Street. No era más alto que ella, llevaba gafas de cristales pequeños rectangulares y compartía el piso con un hombre, pero le había dicho que no era gay, información que Siobhan le había agradecido.
Seguían oyéndose los fuertes pasos. Siobhan se preguntó si aquel ir y venir tendría algún propósito. ¿Estaba abriendo y cerrando cajones buscando quizás el mando a distancia? ¿O sólo se movía por moverse? Si era así, ¿qué significaba su propia quietud, escuchando impávida aquel ajetreo? Tenía una postal encima de la chimenea, una taza y un plato en el escurridor; una ventana con las cortinas corridas y con una barra horizontal que nunca se molestaba en poner. Sí, allí estaba segura. En su nido. Ahogándose.
—A la mierda —musitó volviéndose, firmemente decidida a salir.
En St Leonard no había nadie. Su intención era quemar su frustración en el gimnasio, pero lo que hizo fue comprar un refresco en la máquina de bebidas, se lo llevó al DIC y miró si tenía mensajes en la mesa. Había otra carta de su misterioso admirador:
¿ES QUE TE EXCITAN LOS GUANTES DE CUERO NEGRO?
Se referiría a Rebus, dedujo. Había una nota para que llamara a Ray Duff, pero simplemente le dijo que había examinado la primera carta.
—Malas noticias.
—¿No hay huellas? —preguntó Siobhan.
—Más limpio que una patena. —Siobhan lanzó un suspiro—. Siento no poder ayudarte. ¿Te apetece una copa en compensación?
—Quizá más tarde.
—Muy bien. Seguramente estaré aquí una o dos horas más.
Se refería al laboratorio de la Policía Científica de Howdenhall.
—¿Sigues trabajando en el caso de Port Edgar?
—Estoy comparando tipos de sangre para ver quién es el de quién en las manchas.
Siobhan estaba sentada en el borde de la mesa y sujetaba el teléfono entre la mejilla y el hombro para seguir mirando papeles de la bandeja de entrada, en su mayoría casos de hacía semanas de cuyos nombres ni se acordaba.
—Pues no te entretengo —dijo.
—¿Tienes mucho trabajo, Siobhan? Pareces cansada.
—Ya sabes como es esto, Ray. A ver si nos tomamos esa copa.
—Sí, creo que los dos la necesitamos.
—Adiós, Ray —dijo ella sonriendo.
—Cuídate, Siob.
Colgó. Otra vez la llamaban Siob, sólo procuraba establecer cierta intimidad usando el diminutivo. Sin embargo, había advertido que nadie hacía lo mismo con Rebus, nunca le llamaban Jock, Johnny, Jo-Jo o JR. A él le miraban, le escuchaban, y comprendían que no le iba bien un diminutivo. Él era John Rebus. Inspector Rebus. Para sus amigos íntimos, John. Y esas personas a ella la veían como «Siob». ¿Por qué? ¿Por ser mujer? ¿No tenía ella la seriedad de Rebus, esa actitud temible? ¿O es que simplemente pretendían ganarse su afecto? ¿O al usar con ella un diminutivo parecía más vulnerable, menos estricta, menos amenazadora para ellos?
La verdad era que en aquel momento sentía menos entereza que nunca. Vio que entraba en el departamento otro policía al que llamaban por un mote, el sargento George «Hi-Ho» Silvers, quien miró como si buscase a alguien. Al verla le pareció inmediatamente haber dado con la persona que se ajustaba a sus necesidades.
—¿Estás ocupada? —preguntó.
—¿Tú qué crees?
—¿Te apetece dar una vuelta en coche?
—George, sabes que no eres mi tipo.
Él replicó con un gesto de desdén.
—Ha aparecido un hombre muerto.
—¿Dónde?
—En Gracemount, en una vía de tren abandonada. Por lo visto cayó desde el puente peatonal.
—¿Así que es un accidente?
Como el de la freidora de Fairstone: otro accidente en Gracemount.
Silvers levantó los hombros hasta donde le permitía la ajustada chaqueta que tres años antes le venía ancha.
—Parece ser que alguien le perseguía —dijo.
—¿Le perseguían?
Silvers volvió a encogerse de hombros.
—Eso es todo lo que sé. Ya lo veremos allí.
Siobhan asintió con la cabeza.
—¿A qué esperamos? —dijo.
Fueron en el coche de Silvers y él le preguntó sobre el caso de South Queensferry, sobre Rebus y sobre la casa incendiada, pero Siobhan le contestó con monosílabos. Él acabó por entenderlo, puso la radio y comenzó a silbar para acompañar una melodía clásica de jazz, posiblemente la música que a él menos le gustaba.
—George, ¿tú escuchas a Mogwai?
—No lo conozco. ¿Por qué lo dices?
—No, por nada.
No había donde aparcar cerca de la vía del tren y Silvers dejó el coche junto al bordillo detrás de un coche patrulla. Había una parada de autobús y una zona de hierba. La cruzaron hasta llegar a una valla baja, casi cubierta de cardos y zarzas. De la cera salía una escalera que ascendía al paso peatonal, al que se habían asomado vecinos de las viviendas cercanas. Un policía uniformado les preguntaba si habían visto u oído algo.
—¿Cómo demonios vamos a bajar ahí? —gruñó Silvers.
Siobhan señaló el extremo de la valla donde habían improvisado unos escalones con cajones de leche, bloques de cemento y colchones viejos doblados. Al llegar allí, Silvers echó un vistazo y dijo que él no subía. De modo que Siobhan trepó como pudo, se deslizó por la pendiente y avanzó afirmando sus pasos en el suelo blando, sintiendo el pinchazo de las ortigas en los tobillos y enganchándose los pantalones en el brezo. Había ya varias personas junto al cadáver, tendido boca abajo sobre un raíl. Reconoció caras de la comisaría de Craigmillar y al patólogo, el doctor Curt. A verla, le dirigió una sonrisa a modo de saludo.
—Menos mal que era una vía muerta. Al menos está entero —comentó.
Siobhan miró el cadáver desmadejado. Tenía una trenca abierta que dejaba ver una camisa de cuadros amplia, pantalones de pana marrón y zapatos marrones de suela gruesa de goma.
—Recibimos un par de llamadas —le dijo a Siobhan uno de los policías de Craigmillar— diciéndonos que le habían visto vagar por estas calles.
—Algo que no debe de ser tan extraño en esta zona.
—Sí, parecía buscar a alguien y llevaba una mano en el bolsillo, como si fuese armado.
—¿Está armado?
El policía negó con la cabeza.
—Tal vez tirara el arma al verse perseguido. Pandilleros del barrio, por lo que parece.
Siobhan miró al cadáver y al puente, y viceversa.
—¿Cree que le alcanzaron?
El policía se encogió de hombros.
—Bien, ¿sabemos quién es?
—Gracias a la tarjeta de alquiler de vídeos que llevaba en el bolsillo. Se apellida Callis, A. Callis. Están verificándolo en el listín telefónico y si no aparece, conseguiremos su dirección en el videoclub.
—¿Callis? —repitió Siobhan frunciendo el ceño tratando de recordar de qué le sonaba aquel apellido… De pronto se acordó.
—Andy Callis —dijo casi en un susurro.
El policía les oyó.
—¿Lo conoce?
Ella negó con la cabeza.
—Pero sé de alguien que probablemente lo conoce. Si es quien yo pienso, vive en Alnwickhall —añadió ella sacando el móvil—. Ah, otra cosa… Si es quien creo, es de los nuestros.
—¿Es poli?
Siobhan asintió. El agente de Craigmillar aspiró aire entre dientes y miró fijamente a los curiosos del puente con otros ojos.