El calvo se llamaba Mullen y era de la Unidad de Deontología del Servicio de Expedientes. Visto de cerca, su piel tenía un leve aspecto escamoso, no muy distinto al de sus propias manos escaldadas, pensó Rebus. Con toda probabilidad sus prolongados lóbulos le habrían valido en el colegio el apodo de Dumbo o algo parecido, pero lo que más fascinó a Rebus fueron aquellas uñas rayanas en la perfección, rosadas, relucientes, totalmente planas y con la cutícula blanca precisa. Durante la entrevista de una hora estuvo tentado más de una vez de preguntarle si se hacía la manicura.
Pero en realidad lo que hizo fue preguntarle si podía beber algo. Notaba en la boca el regusto del analgésico de James Bell. Las pastillas habían hecho efecto, desde luego, mejor que las miserables pastillas que le habían recetado a él. Rebus se sentía en armonía con el mundo. No le importaba que el subdirector Colin Carswell, bien peinado y oliendo a colonia, estuviera presente en la entrevista. Carswell no le podía ver ni en pintura, y Rebus no se lo reprochaba. Demasiada historia entre ellos dos. La entrevista se desarrollaba en un despacho de Jefatura, en Fettes Avenue, y en aquel momento era Carswell quien atacaba.
—¿Cómo diablos se le ocurrió anoche hacer eso?
—¿Anoche, señor?
—Jack Bell y el director de un equipo de televisión. Exigen disculpas, y tiene que darlas personalmente —añadió apuntándole con el dedo.
—¿Por qué no me pide también que me baje los pantalones y les ponga el culo?
El rostro de Carswell se congestionó.
—Bien, inspector Rebus —interrumpió Mullen—, volvamos a la cuestión de qué pensó que iba a ganar al ir de noche a casa de un conocido delincuente a tomar una copa.
—Pensé que tomaría una copa gratis.
Carswell, que había cruzado docenas de veces brazos y piernas durante la entrevista, expulsó aire lentamente.
—Sospecho había otra razón para su visita.
Rebus se encogió de hombros. Como allí no se podía fumar, se entretenía manoseando la cajetilla vacía, abriéndola y cerrándola y dándole golpecitos encima de la mesa con el único propósito de fastidiar a Carswell.
—¿A qué hora salió de casa de Fairstone?
—Poco antes de que se declarara el incendio.
—¿No puede concretar más?
Rebus negó con la cabeza.
—Había bebido —contestó.
Había bebido, y más de lo debido, bastante más; y desde entonces se reprimía como expiación.
—¿Así que, poco después de su partida —prosiguió Mullen—, llegó alguien, a quien no vieron los vecinos, que amordazó y ató al señor Fairstone y luego puso una freidora al fuego y se marchó?
—No necesariamente —objetó Rebus—. La freidora podría haber estado ya puesta al fuego.
—¿Acaso dijo el señor Fairstone que iba freír patatas?
—Puede que mencionara que tenía ganas de comer algo… No estoy seguro —dijo Rebus enderezándose en la silla y notando que le crujían las vértebras—. Escuche, señor Mullen, me consta que dispone de bastante evidencia circunstancial —añadió dando unos golpecitos en el sobre marrón casi tan voluminoso como el del cuarto de Simms— indicativa de que fui yo la última persona que vio a Martin Fairstone con vida. —Hizo una pausa—. Pero eso es todo lo que demuestra, ¿está de acuerdo? Y yo no niego el hecho —espetó recostándose en la silla.
—Aparte del asesino —dijo Mullen en voz tan baja como si hablara consigo mismo—. Lo que habría debido decir es: «Fui la última persona que lo vio con vida aparte del asesino» —replicó alzando sus pesados párpados.
—Es lo que quise decir.
—Pero no es lo que ha dicho, inspector Rebus.
—En ese caso discúlpeme. No me encuentro del todo…
—¿Ha tomado algún medicamento?
—Sí, analgésicos —contestó Rebus levantando las manos para recordárselo a Mullen.
—¿Y cuándo tomó la última dosis?
—Un minuto antes de verle a usted. Tal vez habría debido decírselo… —añadió Rebus abriendo mucho los ojos.
—¡Naturalmente! —exclamó Mullen golpeando la mesa con las palmas de las manos.
Ya no hablaba para su chaleco. Se levantó tan bruscamente, que la silla cayó al suelo. Carswell se puso también en pie.
—No sé por qué…
Mullen se inclinó sobre la mesa para desconectar la grabadora.
—No se puede interrogar a nadie que esté bajo los efectos de un medicamento —añadió mirando al subdirector—. Creí que todo el mundo lo sabía.
Carswell musitó una especie de disculpa por haberlo olvidado. Mullen miró furioso a Rebus y este le hizo un guiño.
—Volveremos a hablar, inspector.
—¿Cuándo me hayan suprimido la medicación? —dijo Rebus con cara de inocente.
—Deme el nombre de su médico para que yo le consulte previamente —dijo Mullen abriendo el expediente y preparando el bolígrafo sobre una página en blanco.
—La cura me la hicieron en el hospital Infirmary, pero no recuerdo el nombre del médico —dijo Rebus risueño.
—Bien, tendré que averiguarlo —replicó Mullen cerrando la carpeta.
—Mientras tanto —terció Carswell—, supongo que no tendré que repetirle que presente disculpas tal como le dije y que continúa usted suspendido de servicio.
—No, señor —dijo Rebus.
—Cuestión que nos lleva a la pregunta —añadió Mullen despacio— de por qué le encontré en compañía de una colega en casa de Jack Bell.
—La sargento Clarke simplemente me llevaba en su coche, pero tuvo que parar en casa de Bell para hablar con el hijo —alegó Rebus encogiéndose de hombros, mientras Carswell expulsaba más aire.
—Llegaremos al fondo de este asunto, Rebus. Puede estar seguro.
—No lo dudo, señor. —Rebus fue el último en levantarse—. Lo dejo en sus manos. Que disfruten cuando lleguen al fondo.
Tal como esperaba, Siobhan estaba fuera en el coche.
—Qué sincronización —comentó ella, que había llenado el asiento trasero de bolsas de compra—. Estuve esperando diez minutos a ver si se lo decías al principio.
—¿Y después te fuiste a comprar?
—Sí, al supermercado del final de la calle. Te iba a preguntar si te apetece venir a cenar a casa esta noche.
—Esperemos a ver cómo se desarrolla el resto de la jornada.
Siobhan asintió con la cabeza.
—Bueno, ¿cuándo surgió la pregunta sobre la medicación?
—Hace unos cinco minutos.
—Sí que tardaste.
—Quería saber si tenían algo nuevo.
—¿Lo tienen?
Rebus negó con la cabeza.
—No, no creo que respecto a ti abriguen sospechas —dijo.
—¿Sospechas de mí? ¿Por qué?
—Porque era a ti a quien acosaba Fairstone y porque todos los polis conocen el viejo truco de la freidora —dijo él encogiéndose de hombros.
—Si sigues por ese camino, la cena queda anulada —comentó ella saliendo del aparcamiento—. ¿La próxima parada es Turnhouse? —preguntó.
—¿Piensas que debería coger el primer avión que salga del país?
—Vamos a hablar con Doug Brimson.
Rebus negó con la cabeza.
—Habla tú con él. A mí déjame donde te parezca.
—¿Dónde? —preguntó ella mirándole.
—Déjame en George Street, por ejemplo.
—Sospechosamente en los aledaños del Oxford —comentó ella sin dejar de mirarle.
—No lo había pensado, pero ya que lo dices…
—No mezcles alcohol con analgésicos, John.
—Hace ya una hora y media que me tomé la pastilla. Además, ¿no sabes que estoy suspendido del servicio? Puedo portarme mal.
Rebus esperaba a Steve Holly en el salón de atrás del Oxford.
Era uno de los pubs más pequeños de Edimburgo, tenía dos salones de tamaño similar al del cuarto de estar de una casa corriente. El primero solía animarlo la simple presencia de tres o cuatro amigos y en el de atrás había mesas y sillas. Rebus se sentó en el rincón del fondo lejos de la ventana. Las paredes conservaban el mismo color ictericia de cuando él había ido por primera vez al local hacía treinta años. El interior austero y anticuado ejercía cierta intimidación sobre los clientes ocasionales, pero no creía que fuera así con el periodista. Le había llamado a la delegación del tabloide en Edimburgo que distaba apenas diez minutos del bar a pie. El mensaje había sido escueto: «Quiero hablarle. Ahora mismo, en el Bar Oxford» y sabía que acudiría porque le habría intrigado. Acudiría por la historia que había desvelado. Vendría porque era su trabajo.
Oyó abrir y cerrarse la puerta. No le preocupaban los clientes de las otras mesas. Los del salón de atrás no comentarían nada si oían algo de la conversación. Levantó lo que quedaba de la pinta. Podía agarrar mejor las cosas, era capaz de levantar un vaso con la mano y flexionar la muñeca sin que le hiciera tanto daño. No tomaría whisky, seguiría el buen consejo de Siobhan y le haría caso por una vez. Además, tendría que aplicarse con cinco sentidos a lo que dijera, porque Steve Holly no iba a morder tan fácilmente el anzuelo.
Oyó pasos en la escalerilla y una sombra precedió la entrada del periodista, quien, después de escrutar las mesas en la penumbra del atardecer, se dirigió hacia él. Holly traía en la mano un vaso que parecía de gaseosa, tal vez con su buena porción de vodka. Le saludó con una inclinación de cabeza y aguardó hasta que Rebus se sentase. Lo hizo mirando a derecha e izquierda, no muy conforme con quedar de espaldas a los otros clientes.
—No van a atizarle ningún golpe a traición —dijo Rebus.
—Supongo que debo darle la enhorabuena. Me he enterado que le está tocando las narices a Jack Bell —dijo Holly.
—Y yo he visto que su periódico apoya su campaña.
Holly torció el gesto.
—Eso no quiere decir que no sea un gilipollas. Cuando le sorprendieron con esa prostituta deberían haber continuado con la investigación. Mejor aún: habrían debido llamar a mi periódico y hubiéramos ido a hacerle unas fotos in fraganti. ¿Conoce a su esposa? —Rebus asintió con la cabeza—. Está chalada y tiene los nervios deshechos.
—Pero ella salió en su defensa.
—Claro, como buena esposa de diputado —replicó Holly despectivo—. Bien —añadió—, ¿a qué debo el honor? ¿Ha decidido darme su versión?
—Necesito un favor —dijo Rebus poniendo las manos enguantadas encima de la mesa.
—¿Un favor? —Rebus asintió con la cabeza—. ¿A cambio de qué exactamente?
—A cambio de un compromiso de relación especial.
—Eso significa… —dijo Holly llevándose el vaso a los labios.
—Que tendrá la primicia de lo que averigüe en el caso Herdman.
Holly lanzó un bufido y tuvo que limpiarse el líquido que le había salpicado la barbilla.
—Que yo sepa, usted está suspendido del servicio activo.
—Eso no me impide estar al tanto de lo que se cuece.
—¿Y qué podría usted decirme en concreto del caso Herdman que yo no sea capaz de averiguar a través de una docena de fuentes?
—Depende del favor. Se trata de algo que sólo sé yo.
Holly saboreó un instante la bebida antes de tragarla y pasarse la lengua por los labios.
—¿Quiere despistarme, Rebus? Le tengo cogido por los huevos en el caso Marty Fairstone. ¿Y ahora me pide un favor? —añadió conteniendo fingidamente la risa—. Lo que debería suplicarme es que no le arranque las gónadas.
—¿Cree que tiene agallas para hacerlo? —replicó Rebus deslizando el vaso vacío hacia el periodista—. Una pinta de IPA cuando pueda.
Holly le miró, le dirigió una media sonrisa, se levantó y se abrió paso entre las sillas.
Rebus cogió el vaso de gaseosa y lo olió: vodka, sin duda. Logró encender un cigarrillo y había fumado la mitad cuando regresó Holly.
—Vaya jeta que me ha puesto el barman.
—Tal vez no le ha gustado lo que ha dicho de mí —dijo Rebus.
—Pues quéjese a la Comisión Deontológica de la Prensa. —Holly le alargó la pinta. Había pedido otro vaso de vodka y tónica—. Pero no creo que lo haga —añadió.
—Porque usted no merece ni el esfuerzo.
—¿Y es usted el que quiere pedirme un favor?
—Que por cierto ni se ha molestado en preguntar cuál es.
—Bien, le escucho —dijo Holly abriendo los brazos.
—Se trata de cierta operación de rescate —dijo Rebus marcando las palabras— que tuvo lugar en la isla de Jura en junio del noventa y cinco. Necesito saber en qué consistió.
—¿Un salvamento? —dijo Holly frunciendo el ceño movido por su instinto—. ¿De un petrolero o algo así?
Rebus negó con la cabeza.
—Una operación en tierra. Llegaron a las SAS.
—¿Herdman?
—Es posible que interviniera.
Holly se mordió el labio inferior como si tratara de quitarse un anzuelo y Rebus comprendió que lo había enganchado.
—¿Y eso qué tiene que ver con lo demás?
—No lo sabremos hasta que echemos un vistazo.
—Y si acepto, ¿qué gano yo?
—Como he dicho, la primicia de lo que averigüemos. —Rebus hizo una pausa—. Tal vez yo tenga acceso al expediente militar de Herdman.
—¿Hay algún dato goloso? —preguntó Holly enarcando levemente las cejas.
—En este momento —contestó Rebus encogiéndose de hombros— no puedo revelarle nada.
Le largaba sedal siendo totalmente consciente de que en el expediente no había nada interesante para los lectores de tabloides. Pero Steve Holly no podía saberlo.
—Bueno, creo que podemos echar un vistazo —dijo Holly levantándose—. Cuanto antes mejor.
Rebus miró el vaso de cerveza con tres cuartos del contenido. Holly no había empezado su segundo vodka.
—¿Qué prisa hay? —dijo.
—No pensará que he venido aquí a pasar el día con usted —respondió Holly—. No me gusta usted, Rebus, ni desde luego confío en usted —añadió—. No se ofenda.
—No me ofende —dijo Rebus levantándose y siguiéndole.
—Por cierto —añadió Holly—, hay algo que me intriga.
—¿Qué?
—Un tipo con quien hablé me dijo que era capaz de matar a alguien con un periódico. ¿Ha oído eso alguna vez?
Rebus asintió.
—Es mejor con una revista, pero puede hacerse con un periódico.
Holly le miró.
—¿Así que sabe cómo se hace? Por asfixia ¿o cómo?
Rebus negó con la cabeza.
—Se enrolla el periódico lo más fuerte posible y se golpea en la garganta. Con bastante fuerza se rompe la tráquea.
—¿Lo aprendió en el Ejército? —preguntó Holly sin dejar de mirarle.
Rebus asintió con la cabeza.
—Igual que el tipo con quien habló.
—Era un tío que estaba en la puerta de St Leonard con una mujer muy antipática.
—Se llama Whiteread, y él, Simms.
—¿Investigadores militares?
Holly asintió con la cabeza sin esperar la respuesta. Todo encajaba. Rebus hizo esfuerzos por no sonreír ya que azuzar a Holly contra Whiteread y Simms era el ojo principal de su plan.
Al salir del pub Rebus esperaba que fueran a pie a la delegación del periódico, pero Holly dobló hacia la izquierda en vez de a la derecha, y apuntó con el mando de apertura centralizada en dirección a los coches aparcados junto al bordillo.
—¿Ha venido en coche? —preguntó Rebus al ver el parpadeo de un Audi TT plateado.
—Para eso tenemos las piernas —contestó Holly—. Vamos, suba.
Rebus se deslizó en el reducido espacio delantero, recordando que un Audi TT era el coche que conducía el hermano de Teri Cotter la noche del accidente mortal, cuando Derek Renshaw ocupaba el asiento del copiloto, el que él acababa de ocupar… recordó las fotos del choque… el cuerpo destrozado de Stuart Cotter mientras Holly metió la mano bajo el asiento y sacó un portátil negro extraplano. Lo puso sobre las rodillas para abrirlo y empezó a teclear con el móvil en la otra mano.
—Conexión de infrarrojos —dijo— para entrar rápido en internet.
—¿Y para qué entra en internet? —preguntó Rebus tratando de desechar el súbito recuerdo de su guardia nocturna en la página de la señorita Teri, avergonzado de haber cedido a la tentación de entrar en su mundo.
—Porque es donde está la mayor parte de los archivos de mi periódico. Ahora tecleo la contraseña… —Holly aporreó seis teclas que Rebus no pudo distinguir—. No fisgue, Rebus. Aquí hay de todo: recortes, historias que no se publicaron, archivos…
—¿Incluida la lista de los policías a quienes unta a cambio de información?
—¿Cree que soy tonto?
—No lo sé. ¿Lo es?
—La gente que habla conmigo sabe que yo sé guardar un secreto. Esos nombres se irán conmigo a la tumba.
Holly volvió a centrar la atención en la pantalla. Rebus estaba seguro de que aquel aparato era el último modelo. La conexión había sido rápida y veía pasar las páginas en un abrir y cerrar de ojos. El que Pettifer le había prestado a él era, tal como había dicho, un portátil de la era de la caldera de vapor.
—Búsqueda… —dijo Holly hablando solo—. Selecciono mes y año; palabras clave: Jura y rescate… a ver lo que nos da Brainiac.
Pulsó una última tecla, se reclinó en el asiento y se volvió hacia Rebus para comprobar la admiración que había causado en él. Rebus, que no salía de su asombro, esperaba con toda su alma que no se le notara.
La pantalla había vuelto a cambiar.
—Diecisiete artículos —dijo Holly—. Joder, sí, me acuerdo de esto —añadió ladeando la pantalla hacia Rebus para que lo viera.
Y Rebus lo recordó también de pronto; recordaba el accidente, pero no sabía que se había producido en la isla de Jura. Un helicóptero del Ejército se había estrellado con seis jefazos a bordo. Todos muertos, incluido el piloto. En su momento se especuló con la posibilidad de que lo hubieran derribado. Hubo júbilo en algunos barrios de Irlanda del Norte porque en principio se atribuyó el atentado a un grupo republicano. Pero al final se determinó que la causa había sido error del piloto.
—No se menciona a las SAS —comentó Holly.
Sí había una vaga mención de un «grupo de rescate» enviado para localizar los restos del aparato y, por supuesto, los cadáveres. Les encomendaron recoger todo lo que quedara del aparato para analizarlo, así como los cadáveres para practicarles la autopsia antes de enterrarlos. Se abrió una comisión de investigación que tardó mucho en establecer sus conclusiones.
—A la familia del piloto no le gustó nada eso de «error del piloto» —añadió Holly recordando el final de la investigación.
—Vuelva atrás —dijo Rebus fastidiado porque el periodista fuese más rápido que él leyendo. Holly lo hizo y la pantalla cambió rápidamente.
—¿Así que Herdman formó parte del equipo de rescate? —preguntó el periodista—. Tiene sentido que el Ejército envíe a sus propios… ¿Qué es lo que tratan de averiguar? —añadió volviéndose hacia Rebus.
Rebus, decidido a no desvelarle demasiado, contestó que no lo sabía a ciencia cierta.
—Entonces, estoy perdiendo el tiempo —dijo Holly pulsando otro botón y apagando la pantalla. Acto seguido, giró en el asiento para mirar de frente a Rebus—. ¿Y qué tiene que ver que Herdman estuviera en Jura? ¿Qué relación hay con lo que sucedió en ese colegio? ¿Lo están enfocando desde la perspectiva del trauma de estrés?
—No lo sé muy bien —repitió Rebus mirando al periodista—. Gracias, de todos modos —añadió abriendo la portezuela y levantándose a pulso del asiento bajo.
—¿Eso es todo? —espetó Holly—. ¿Yo acepto y usted no suelta prenda?
—Mi información es más interesante, amigo.
—No me necesitaba para esto —añadió mirando el portátil—. Con media hora en un buscador se habría enterado de lo mismo que yo.
Rebus asintió con la cabeza.
—O podría haber preguntado a Whiteread y a Simms, pero no creo que hubieran sido tan amables.
—¿Por qué no? —replicó Holly perplejo.
Anzuelo mordido. Rebus le hizo un guiño, cerró la portezuela y volvió al Oxford, donde Harry, el barman, estaba a punto de tirar su cerveza al fregadero.
—No te molestes, Harry —dijo Rebus estirando el brazo.
Oyó el rugido del motor del Audi, el arranque intempestivo de Holly. No le preocupaba. Tenía lo que necesitaba.
Un helicóptero que se estrella con seis oficiales de alto rango a bordo. Un asunto que estimularía el apetito de dos investigadores del Ejército. Pero además había leído con atención que algunos habitantes de la isla ayudaron en la búsqueda, lugareños que conocían bien las montañas. Había incluso una entrevista con un tal Rory Mollison que describía el lugar del accidente. Rebus apuró la cerveza de pie en la barra mirando la televisión sin verla. Sólo captaba un calidoscopio. Su mente vagaba por otros derroteros, cruzaba tierras, mares y volaba sobre montañas. ¿Por qué enviarían a la SAS a recoger cadáveres? La isla de Jura no era un terreno tan abruptamente montañoso, desde luego sin punto de comparación con las elevaciones de los Grampians. ¿Por qué habrían enviado aquel equipo de especialistas?
Sin dejar de sobrevolar páramos y cañadas, ensenadas y vertiginosos acantilados, buscó el móvil en el bolsillo, se quitó el guante con los dientes, marcó el número con la uña del pulgar y aguardó a que respondiera Siobhan.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Eso no importa. ¿Qué demonios hacías hablando con Steve Holly?
Rebus parpadeó sorprendido, fue rápido a la puerta, la abrió y allí estaba ella. Guardó el teléfono en el bolsillo y, como en una imagen simétrica, ella hizo lo mismo.
—Me estás siguiendo —dijo él fingiendo tono de horror.
—Porque necesitas que te sigan.
—¿Dónde estabas? —inquirió él volviendo a ponerse el guante.
Siobhan señaló con la cabeza hacia North Castle Street.
—Tengo el coche aparcado en la esquina. Bien, volviendo a mi pregunta…
—Eso no importa. Bueno, por lo menos no has vuelto al aeródromo.
—No, todavía no.
—Estupendo, porque quiero que hables con él.
—¿Con Brimson? —Aguardó a que él asintiera—. ¿Y luego tú me dirás qué hacías con Steve Holly?
Rebus la miró y volvió a asentir con la cabeza.
—¿Y será tomando una copa a la que me invitarás?
Rebus la fulminó con la mirada y ella volvió a sacar el móvil y lo esgrimió delante de la cara de él.
—De acuerdo —gruñó Rebus—. Llámale.
Siobhan buscó en la B y marcó el número.
—¿Qué quieres que le diga exactamente?
—Se trata de una ofensiva de seducción: dile que necesitas que te haga un gran favor. En realidad, más de uno… pero para empezar pregúntale si hay una pista de aterrizaje en la isla de Jura.
Cuando Rebus llegó al colegio Port Edgar vio que Bobby Hogan discutía con Jack Bell. Bell no estaba solo, lo acompañaba el mismo equipo de filmación. Agarraba del brazo a Kate Renshaw.
—Tenemos todo el derecho a ver el lugar en donde mataron a nuestros seres queridos —decía el diputado.
—Con todo respeto, señor, sepa que esa sala es el escenario de un crimen y nadie puede entrar sin motivo justificado.
—Somos familiares, creo que nadie tendrá un motivo más justificado.
—Viene usted con una familia muy numerosa —replicó Hogan señalando al equipo.
El director del equipo que advirtió la entrada de Rebus le propinó un golpecito en el hombro a Bell, quien se volvió hacia él con una sonrisa fría.
—¿Ha venido a disculparse? —preguntó.
Rebus no le hizo caso.
—Kate —dijo poniéndose delante de ella—, no entres ahí. No te hará ningún bien.
—La gente necesita saber —replicó ella en voz baja sin mirarle a la cara, mientras Bell asentía con la cabeza.
—Quizá, pero lo que no necesita son ardides publicitarios. Lo degradan todo; Kate, tienes que darte cuenta.
Bell volvió a encararse con Hogan.
—Insisto en que saquen de aquí a este hombre.
—¿Insiste usted? —replicó Hogan.
—Ya está expedientado por haber hecho comentarios insultantes sobre este equipo de informadores y sobre mí.
—Y muchos más que me guardo.
—John… —intervino Hogan mirándole para apaciguarle—. Lo siento, señor Bell, pero no puedo autorizarles a filmar en el aula.
—¿Y si entramos sin cámara, sólo con sonido? —insistió el director.
Hogan negó con la cabeza.
—He dicho que no —contestó cruzando los brazos y poniendo fin a la conversación.
Rebus no apartaba la vista de Kate, intentando que ella le mirase, pero la joven parecía contemplar fascinada algo a lo lejos. Quizá las gaviotas en el campo de deportes o la portería de rugby.
Habían vaciado la sala común y no había sillas, tocadiscos ni revistas. En la puerta estaba el director, el doctor Fogg, vestido con un sobrio traje marengo, camisa blanca y corbata negra. Tenía unas marcadas ojeras y caspa en el pelo. Notó que Rebus estaba detrás de él y se dio la vuelta con una sonrisa insípida.
—Intento determinar el mejor uso posible de esta dependencia —dijo—. Dice la capellana que podríamos transformarla en capilla, un lugar donde los alumnos puedan recogerse.
—Es una idea —dijo Rebus.
El director le dejó paso para que entrara. La sangre de la moqueta y de las paredes se había secado, pero Rebus procuró no pisar las manchas.
—También pueden dejarla cerrada unos años hasta que reciban una nueva generación de alumnos, pintarla otra vez y cambiar la moqueta.
—No se pueden hacer previsiones a tan largo plazo —replicó Fogg esbozando otra sonrisa—. Bueno, le dejo con su… sus —añadió con una leve reverencia antes de encaminarse a su despacho.
Rebus miró el dibujo de las salpicaduras de sangre en la pared junto al lugar que había ocupado Derek. Derek, un miembro de su familia desaparecido para siempre.
Intentó imaginarse a Lee Herdman despertándose la mañana de los hechos y cogiendo la pistola. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había cambiado en su vida? Cuando se despertó aquel día, ¿danzaban demonios alrededor de su cama que le sedujeron con sus voces? ¿Qué había roto el encanto de su amistad con los adolescentes? A la mierda, chicos, voy a mataros… Había ido en coche al colegio. Se había bajado apresuradamente sin molestarse en aparcarlo ni cerrar la portezuela y había entrado rápidamente en el edificio sin que lo captasen las cámaras. Cruzó el pasillo, llegó a aquella sala y disparó, seguramente primero en la cabeza a Anthony Jarvies. En el Ejército enseñan a disparar al centro del pecho porque es mejor blanco y suele ser mortal, pero Herdman había optado por la cabeza. ¿Por qué? Aquel primer disparo eliminaba el factor sorpresa. Quizá Derek hiciera un movimiento y por eso recibió el balazo en la cara. Al agacharse, a James Bell el disparo le alcanzó en el hombro y había cerrado con fuerza los ojos al ver que Herdman volvía la pistola contra sí mismo.
El tercer disparo en la cabeza, esa vez en su propia sien.
—¿Por qué, Herdman? Sólo queremos saber eso —musitó Rebus.
Fue a la puerta, gritó y entró de nuevo en el cuarto adelantando la mano derecha enguantada como si esgrimiera una pistola. Se movió en posición de tiro describiendo un arco, pensando que los de la Científica habrían hecho igual que él pero delante de sus ordenadores. Era la manera de reconstruir la escena, de calcular los ángulos de tiro e impacto y la posición del asesino en el momento de los disparos. La mínima prueba contribuía al relato. Se detuvo aquí, se volvió, avanzó… Si comparamos el ángulo de trayectoria de la bala con la mancha de sangre en la pared…
Llegarían a reconstruir los movimientos efectuados por Herdman y la acción completa en los gráficos con sus cálculos de balística. Y nada de eso les serviría para despejar el interrogante del móvil.
—No dispares —dijo una voz desde la puerta.
Era Bobby Hogan, que estaba en posición de manos arriba y acompañado de dos personajes que Rebus conocía: Claverhouse y Ormiston. Claverhouse, alto y desgarbado, era inspector, y Ormiston, bajo y fornido y siempre resfriado, era sargento. Los dos trabajaban en la División de Estupefacientes y tenían una relación estrecha con el subdirector Colin Carswell. De hecho, en un día de mala leche, Rebus les habría denominado los sicarios de Carswell. Se percató de que tenía estirado el brazo con la mano a modo de pistola y lo bajó.
—He oído que este año se lleva el estilo fascista —dijo Claverhouse señalando los guantes de Rebus.
—Que en ti es moda permanente —replicó Rebus.
—Vamos, muchachos —terció Hogan.
Ormiston miró la mancha de sangre de la moqueta y la pisó con la punta del zapato.
—¿Qué habéis venido a husmear? —preguntó Rebus mirando a Ormiston, que se restregaba la nariz con el reverso de la mano.
—Drogas —contestó Claverhouse, quien con la chaqueta totalmente abotonada parecía un maniquí de escaparate.
—Parece que Ormie ha probado la mercancía.
Hogan agachó la cabeza para disimular la sonrisa y Claverhouse se volvió hacia él.
—Creía que el inspector Rebus estaba suspendido del servicio.
—Las noticias vuelan —comentó Rebus.
—Sí, sobre todo las malas —añadió Ormiston.
—¿Queréis que os deje sin recreo a los tres? —terció Hogan poniéndose firme para que se callaran—. Contestando a su pregunta, inspector Claverhouse, John interviene en el caso a título de asesor por su experiencia en el Ejército. No está realmente de «servicio»…
—Entonces sigue como siempre —musitó Ormiston.
—Dijo la sartén al cazo —replicó Rebus.
—Tarjeta amarilla —dijo Hogan levantando la mano—. ¡Y si seguís así con esa mierda os echo de aquí, lo digo en serio!
Claverhouse no replicó, pero un resplandor de ira recorrió sus ojos mientras Ormiston casi pegaba la nariz a las manchas de sangre de la pared.
—Bien —añadió Hogan rompiendo el silencio que siguió—. ¿Qué han averiguado?
Claverhouse tomó la palabra.
—Han analizado lo que encontrasteis en el barco. Cocaína y éxtasis. La cocaína es de un alto grado de pureza. Es posible que pensaran cortarla.
—¿Crack? —preguntó Hogan.
Claverhouse asintió.
—Últimamente se está afianzando el consumo en algunos sitios. Los puertos pesqueros del norte y algunos barrios aquí y en Glasgow. Mil libras de una buena calidad se convierten en diez mil una vez cortadas.
—También circula mucho hachís —añadió Ormiston.
Claverhouse le fulminó con la mirada por arrebatarle el protagonismo.
—Ormy tiene razón, circula mucho hachís por la calle.
—¿Y el éxtasis? —preguntó Hogan.
Claverhouse asintió con la cabeza.
—Pensábamos que llegaba de Manchester, pero tal vez nos equivocásemos.
—Por los libros de Herdman —dijo Hogan— sabemos que estuvo viajando por Europa. Parecía recalar en Rotterdam.
—En Holanda hay muchos laboratorios de éxtasis —dijo Ormiston sin darle importancia ni dejar de mirar la pared con las manos en los bolsillos y balanceándose sobre los talones como quien contempla una exposición de cuadros—. Y también hay mucha cocaína —añadió.
—¿Y los de Aduanas no sospecharon de tanto viaje a Rotterdam? —preguntó Rebus.
Claverhouse se encogió de hombros.
—Los pobres no dan abasto; no pueden controlar a todos los que vienen de Europa y menos en estos tiempos de fronteras abiertas.
—En resumen, que Herdman se os escurrió entre las manos.
Claverhouse miró a Rebus.
—Como los de Aduanas, nosotros también dependemos de la información de Inteligencia.
—Que no abunda mucho por aquí —replicó Rebus mirando sucesivamente a Ormiston y a Claverhouse—. Bobby, ¿han comprobado las cuentas de Herdman?
Hogan asintió con la cabeza.
—No aparecen grandes ingresos ni retirada de fondos.
—Los traficantes no utilizan bancos —dijo Claverhouse—. Por eso tienen que lavar el dinero. Ese negocio de la lancha de Herdman resultaría ideal.
—¿Qué se sabe de la autopsia de Herdman? —preguntó Rebus a Hogan—. ¿Hay evidencias de que fuera drogadicto?
—Los análisis de sangre son negativos —contestó Hogan.
—Los traficantes no siempre son drogadictos —dijo Claverhouse—. A los más importantes sólo les interesa la pasta. Hace seis meses abortamos una operación de ciento treinta mil pastillas de éxtasis con un valor de venta en la calle de millón y medio de libras: cuarenta y cuatro kilos. Y cuatro kilos de opio procedentes de Irán. Fue una incautación de Aduanas basada en datos de Inteligencia —añadió mirando a Rebus.
—¿Y qué cantidad ha aparecido en el barco de Herdman? —preguntó él—. Una gota de agua en el océano, si me perdonan la expresión. —Había empezado a encender un cigarrillo, y, al ver que Hogan miraba a un lado y otro, dijo—: No estamos en una iglesia, Bobby.
No pensaba que a Derek y a Anthony les importara que fumase y le traía sin cuidado lo que pensara Herdman.
—Tal vez fuese para consumo privado —aventuró Claverhouse.
—Pero él no consumía —replicó Rebus expulsando el humo por la nariz en dirección de Claverhouse.
—A lo mejor tenía amigos que sí. Tengo entendido que daba muchas fiestas.
—De los que hemos interrogado, ninguno ha dicho que ofreciera cocaína o éxtasis.
—Como si fueran a decirlo —comentó Claverhouse despectivo—. Lo que me sorprende es que no hayáis logrado encontrar a nadie que conociera a ese cabrón —añadió mirando la mancha de sangre de la moqueta.
Ormiston volvió a restregarse la nariz y lanzó un estentóreo estornudo con el que roció la pared.
—Ormy, cabrón, qué poca sensibilidad —dijo Rebus entre dientes.
—Él no tira ceniza al suelo —gruñó Claverhouse.
—Es que el humo me irrita la nariz —alegó Ormiston, a quien se había acercado Rebus.
—¡El muerto era familiar mío! —exclamó señalando a la salpicadura de sangre.
—Ha sido sin querer.
—¿Qué has dicho, John? —inquirió Hogan con voz sorda.
—Nada —contestó Rebus inútilmente. Hogan se le había acercado con las manos en los bolsillos exigiendo una explicación—. Allan Renshaw es primo mío —añadió.
—¿Y no te pareció que yo debía haber estado al corriente de ese detalle? —inquirió Hogan congestionado de indignación.
—Pues no, realmente, Bobby, no.
Por encima del hombro de Hogan, Rebus vio que una sonrisa surcaba el rostro alargado de Claverhouse.
Hogan sacó las manos de los bolsillos y, con los puños apretados, se las puso a la espalda. Rebus imaginó dónde habría querido dirigirlos.
—No cambia nada, Bobby —arguyó—. Como tú bien has dicho, estoy aquí como un simple asesor. Ningún abogado podrá usarme eso como tecnicismo.
—Ese cabrón era contrabandista de droga —interrumpió Claverhouse— y tenía que tener socios que deberíamos detener. Pero si quienquiera que sea consigue un buen abogado…
—Claverhouse —dijo Rebus hastiado—, haznos un favor y ¡cierra el pico! —añadió gritando.
Claverhouse dio un paso hacia él sin que Rebus se inmutara, pero Hogan se interpuso pese a que sabía que de poco podía servir.
Ormiston se mantuvo a la expectativa. De ningún modo iba a intervenir, a menos que las cosas se pusieran feas para su compañero.
—Inspector Rebus, le llaman al teléfono —dijo una voz desde la puerta. Era Siobhan—. Es urgente. Creo que son los de Expedientes.
Claverhouse retrocedió para dejar paso a Rebus. Incluso hizo un ademán irónico con el brazo, indicando «usted primero». Volvía a sonreír. Hogan le soltó y Rebus fue hacia la puerta. Rebus miró la mano de Bobby Hogan que le asía de la chaqueta.
—¿Prefieres contestar fuera? —sugirió Siobhan.
Rebus asintió con la cabeza y alargó la mano para coger el móvil, pero ella echó a andar hasta salir del colegio. Miró a los dos lados, vio que no había nadie y le dio el teléfono.
—Haz como que hablas —dijo.
Rebus se acercó el aparato al oído. No se oía nada.
—¿No me llama nadie? —preguntó.
Siobhan negó con la cabeza.
—Pensé que era el momento de rescatarte —dijo ella.
Él sonrió sin apartar el teléfono del oído.
—Bobby se ha enterado de lo de los Renshaw —dijo.
—Lo sé. Lo oí.
—¿Otra vez estabas espiándome?
—No había nada interesante en el aula de geografía —contestó ella cerca de la caseta prefabricada—. ¿Qué hacemos ahora?
—No lo sé, pero será mejor que nos vayamos de aquí para dar tiempo a Bobby a serenarse —dijo él volviendo la cabeza hacia el colegio.
Desde la puerta tres siluetas les observaban.
—¿Y a que Claverhouse y Ormiston vuelvan a su madriguera?
—Me lees el pensamiento. A ver, ¿qué estoy pensando ahora? —añadió tras una pausa.
—Que podíamos tomar algo.
—Es extraordinario.
—Y también estás pensando en invitarme como agradecimiento por haberte salvado.
—Respuesta equivocada, pero, en fin, como solía decir Meat Loaf, dos de tres no está mal —dijo Rebus devolviéndole el móvil antes de subir al coche.