Tuvieron suerte: la tercera dirección era un hotel de las afueras con vistas al puente. Un fuerte viento barría el aparcamiento vacío donde dos tristes telescopios aguardaban la llegada de turistas. Rebus probó a mirar por uno de ellos pero no logró ver nada.
—Funcionan con monedas —dijo Siobhan señalando la ranura, pero Rebus, sin darle mayor importancia, se dirigió a recepción.
—Tú espera aquí —dijo él.
—¿Y me pierdo la función? —replicó ella siguiéndole y procurando disimular lo preocupada que estaba.
Rebus estaba tomando analgésicos… y no buscándose líos. Una combinación peligrosa. Aunque no era la primera vez que veía a Rebus actuar saltándose las normas, siempre había mantenido el control. Pero con las manos abrasadas y enrojecidas y el Departamento de Reclamaciones a punto de abrirle expediente por posible homicidio…
Había alguien detrás del mostrador de recepción.
—Buenos días —dijo una mujer risueña.
Rebus ya había sacado la identificación.
—Policía de Lothian and Borders —dijo—. ¿Se aloja aquí una mujer llamada Whiteread?
La mujer tecleó frente a un ordenador.
—Efectivamente.
—Tengo que entrar en su habitación —añadió Rebus inclinándose sobre el mostrador.
—No creo… —protestó la recepcionista aturdida.
—Si usted no es la encargada, ¿puedo hablar con quien corresponda?
—No sé si…
—Quizá podría evitarse la molestia dándonos la llave.
La mujer se puso aún más nerviosa.
—Iré a buscar a mi jefe.
—Bien, vaya —dijo Rebus impaciente cruzando las manos a la espalda.
La mujer cogió el teléfono y marcó dos números sucesivos sin localizar a quien buscaba.
Sonó el ascensor, se abrieron las puertas y salió una empleada de la limpieza con un cubo y un aerosol. La recepcionista colgó.
—Voy a buscarlo —dijo.
Rebus lanzó un suspiro, miró el reloj y, cuando vio que la recepcionista cruzaba unas puertas de vaivén, volvió a inclinarse sobre el mostrador y dio la vuelta al monitor del ordenador para ver la pantalla.
—Habitación 212 —dijo—. ¿Tú te quedas aquí?
Siobhan negó con la cabeza y le siguió al ascensor. Rebus pulsó el botón del segundo piso y la puerta se cerró con un ruido seco y áspero.
—¿Y si vuelve Whiteread? —dijo Siobhan.
—Está ocupada con el registro del yate —respondió Rebus mirándola y sonriendo.
Sonó una campanita cuando se abrieron las puertas del ascensor.
Tal como Rebus suponía, el personal de limpieza estaba aún trabajando en aquella. Había un par de carritos en el pasillo con sábanas y toallas. Llevaba preparado el pretexto de que había olvidado algo y no quería bajar a por la llave a la recepción, y si no daba resultado, probaría con cinco o diez libras. Pero tuvo suerte porque la habitación 212 estaba abierta y, dentro, una mujer limpiaba el cuarto de baño.
—No se preocupe, siga usted, sólo he vuelto a recoger una cosa que había olvidado —dijo Rebus asomando la cabeza por la puerta.
Escaneó la habitación. La cama estaba hecha. Encima del tocador había algunos objetos personales y algunas prendas colgadas en el armario. La maleta de Whiteread estaba vacía.
—Seguramente lo lleva todo con ella y lo tendrá en el coche —musitó Siobhan.
Rebus, sin hacer caso del comentario, miró debajo de la cama, registró la ropa de los cajones de la cómoda y abrió el cajón de la mesilla, donde estaba la típica Biblia de bolsillo de los hoteles.
Igual que Rocky Raccoon[2]. Se incorporó. Allí no estaba. En el cuarto de baño tampoco había visto nada al asomar la cabeza. Pero llamó otra puerta su atención, una puerta de comunicación. Giró el pomo para abrirla y se encontró con una segunda puerta sin pomo entreabierta. La empujó y se encontró en la habitación contigua. Había ropa encima de la cama y de dos sillas, revistas en la mesilla y, por la boca de una bolsa de deportes de nailon negro, asomaban corbatas y calcetines.
—Esta es la habitación de Simms —comentó.
En el tocador había un sobre marrón. Rebus le dio la vuelta y leyó CONFIDENCIAL Y PERSONAL, LEE HERDMAN. A Simms no se le había ocurrido otra medida de seguridad que ponerlo boca abajo para que no se viera.
—¿Vas a leerlo aquí? —preguntó Siobhan.
Rebus negó con la cabeza: el expediente tenía unas cuarenta o cincuenta hojas.
—¿Tú crees que la recepcionista nos lo fotocopiaría?
—Tengo otra idea —replicó ella cogiendo el sobre—. En la recepción he visto un letrero que indicaba una sala para negocios. Seguro que allí hay fotocopiadora.
—Bien, vamos.
Siobhan negó con la cabeza.
—Uno de los dos tiene que quedarse aquí, no vaya a irse la mujer de la limpieza y nos cierre con llave.
Rebus vio que tenía razón y asintió con la cabeza. Mientras Siobhan bajaba con el expediente, él se entregó a una inspección somera del cuarto de Simms. Las revistas eran típicamente masculinas: FHM, Loaded, CQ; no había nada debajo de la almohada ni del colchón. Toda la ropa estaba esparcida por la habitación, salvo un par de camisas y de trajes colgados en el armario. Aquellas puertas de comunicación… no sabía si darle o no una interpretación concreta. La de la habitación de Whiteread estaba cerrada y Simms no podía entrar, pero él había dejado la suya entreabierta. ¿Una invitación? En el cuarto de baño vio pasta dentífrica y un cepillo de dientes eléctrico de pilas; Simms había traído su propio champú anticaspa además de una maquinilla de doble hoja y un tubo de espuma de afeitar. Volvió al dormitorio y examinó con mayor detenimiento la bolsa de deportes negra: cinco pares de calcetines y de calzoncillos; dos camisas en el armario y otras dos en las sillas: cinco en total, una semana de trabajo. Simms había hecho equipaje para una semana fuera de casa. Rebus reflexionó. Un antiguo militar pierde la cabeza y organiza una matanza y el Ejército envía a dos de sus investigadores para impedir la vinculación del asesino con su pasado. ¿Por qué dos investigadores? ¿Y por qué una semana entera en el escenario del crimen? ¿A quién sería lógico enviar? A psicólogos, tal vez, para determinar el estado mental del asesino. Ni Whiteread ni Simms le parecían particularmente expertos en psicología ni interesados por el estado mental de Herdman.
Buscaban algo, o a alguien que buscaba algo, estaba convencido.
Oyó que llamaban suavemente a la puerta, miró por la mirilla y era Siobhan. Abrió y ella volvió a dejar el expediente en el tocador.
—¿Has dejado en orden las páginas? —preguntó Rebus.
—En perfecto orden. —Tenía bajo el brazo un sobre acolchado con las fotocopias—. ¿Nos vamos?
Rebus asintió con la cabeza y la siguió hacia la puerta de comunicación, pero se detuvo y retrocedió hasta el tocador: el sobre estaba boca arriba. Le dio la vuelta. Echó un último vistazo al cuarto y salió.
Al pasar frente a la recepcionista le dirigieron una sonrisa sin decir nada.
—¿Crees que se lo dirá a Whiteread? —preguntó Siobhan.
—Lo dudo —respondió Rebus.
Se encogió escéptico de hombros, porque aunque se lo dijera, Whiteread no podía hacer nada.
En su cuarto no guardaba nada y no podía echar nada de menos. Mientras Siobhan conducía el coche por la A90 en dirección a Barnton, Rebus empezó a leer el expediente. Casi todo era paja e informes de los tribunales calificadores para los ascensos. Había comentarios a lápiz en el margen sobre las debilidades y virtudes de Herdman. Se dudaba de su capacidad física, pero su carrera militar era ejemplar: servicios en Irlanda del Norte, las Malvinas, Oriente Medio; maniobras en el Reino Unido, Arabia Saudí, Finlandia y Alemania. Pasó una página y se encontró con un folio en blanco con la indicación SUPRIMIDO POR ÓRDENES SUPERIORES con una firma, un sello y la fecha de cuatro días antes. El día de los disparos. Pasó a la página siguiente y empezó a leer las vicisitudes de los últimos meses de Herdman en el Ejército. Se adjuntaba fotocopia de la comunicación a sus superiores de su decisión de no reengancharse. Habían intentado inútilmente convencerle de que se quedara. La última parte del expediente se reducía a la documentación burocrática de su situación de retiro.
—Fíjate en esto —dijo Rebus enseñándole la página de SUPRIMIDO POR ÓRDENES SUPERIORES.
—¿Qué significa? —preguntó Siobhan.
—Que han eliminado datos que tendrán guardados bajo llave en el cuartel general de las SAS.
—¿Información delicada no accesible a Whiteread y a Simms?
—Tal vez —respondió Rebus no muy convencido, pasando página y leyendo los párrafos finales.
Siete meses antes de que Herdman abandonara las SAS había formado parte de un «equipo de rescate» en Jura. En la primera lectura de la página, Rebus al ver la palabra «Jura», supuso que se refería a unas maniobras. Jura: pequeña isla en la costa oeste de Escocia. Aislada, sólo una carretera y tenía algunas montañas. Completamente salvaje. Rebus había hecho allí maniobras cuando servía en el Ejército: marchas interminables a través de pantanos, alternadas con escaladas. Recordaba la cadena montañosa y el transbordador que comunicaba con Islay, donde les habían llevado a visitar una destilería al final de las maniobras.
Pero Herdman no había estado allí de maniobras, sino formando parte de un «equipo de rescate». ¿Rescate de qué, exactamente?
—¿Has sacado algo en limpio? —preguntó Siobhan frenando de golpe al llegar al final del carril doble.
Delante de ellos había una caravana que venía de la glorieta de Barnton.
—No estoy seguro —contestó Rebus.
Tampoco estaba seguro del papel que desempeñaba Siobhan en aquel pequeño subterfugio suyo. Tendría que haberle dicho que se quedara en la habitación de Simms. Así el empleado de la sala de negocios recordaría su cara y no la de ella, y sería la de él la descripción que dieran a Whiteread si ella empezaba a husmear.
—Entonces, ¿ha valido la pena? —insistió Siobhan.
Él se encogió de hombros, cada vez más pensativo, mientras ella giraba a la izquierda en la glorieta para aparcar el coche en un camino de entrada.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En casa de James Bell —contestó Siobhan—. ¿No recuerdas que íbamos a hablar con él?
Rebus asintió con la cabeza.
Era un chalet moderno con ventanas pequeñas y muros con el típico revestimiento escocés de guijarros. Siobhan llamó al timbre y esperó. Una mujer de cincuenta años, menuda, bien conservada, de penetrantes ojos azules y con el pelo recogido atrás con un lazo de terciopelo negro, les abrió la puerta.
—¿Señora Bell? Soy la sargento Clarke; le presento al inspector Rebus. ¿Podríamos hablar con James?
Felicity Bell examinó sus identificaciones y retrocedió un paso para dejarles entrar.
—Jack no está —dijo con voz desmayada.
—Es con su hijo con quien queremos hablar —dijo Siobhan bajando la voz por temor a asustar a aquella criatura pequeña de aspecto oprimido.
—De todos modos… —añadió la señora Bell mirando desalentada a un lado y a otro.
Les invitó a pasar al cuarto de estar. Buscando un pretexto para calmarla, Rebus cogió una foto enmarcada del alféizar de la ventana.
—¿Son sus tres hijos, señora Bell? —preguntó.
La mujer, al ver que había cogido la foto, se la quitó de la mano y volvió a ponerla con todo cuidado en el sitio exacto donde estaba.
—James es el pequeño —dijo—. Los otros están casados y… han volado —añadió con un gesto de la mano.
—La muerte de esos alumnos le habrá causado una terrible impresión —comentó Siobhan.
—Ha sido horrible, horrible —dijo la mujer, de nuevo con cara de angustia.
—Usted trabaja en el Traverse, ¿verdad? —preguntó Rebus.
—Sí —contestó ella sin sorprenderse de que él supiera ese detalle—. Estamos preparando una obra y en realidad… debería estar allí, pero debo quedarme en casa, compréndanlo.
—¿Qué obra están montando?
—Una versión de El viento en los sauces… ¿Tienen hijos pequeños?
Siobhan negó con la cabeza y Rebus dijo que su hija ya era mayor.
—Nunca se es mayor, nunca se es mayor —comentó Felicity Bell con su voz trémula.
—Supongo que está usted aquí para cuidar de James —dijo Rebus.
—Sí.
—Entonces, ¿está en su cuarto?
—Sí, arriba.
—¿Cree que podríamos hablarle unos minutos?
—Pues no sé… —contestó la señora Bell, que se había llevado la mano a la muñeca al decir Rebus «minutos» y que ahora consultaba el reloj—. Dios mío, es casi la hora del almuerzo —añadió echando a andar, probablemente en dirección a la cocina, y deteniéndose al recordar que tenía visita—. Tal vez debería llamar a Jack.
—Quizá sí —dijo Siobhan, que miraba una foto del diputado con cara de euforia en la noche de su elección—. Nos encantaría hablar con él.
La esposa del diputado levantó la vista y la clavó en Siobhan frunciendo el ceño.
—¿De qué quieren hablarle? —preguntó con su acento de clase alta de Edimburgo.
—Con quien queremos hablar es con James —terció Rebus avanzando un paso—. Está en su cuarto, ¿verdad? —Aguardó a que ella asintiera con la cabeza—. Y supongo que es en el piso de arriba. —La mujer volvió a asentir—. Haremos lo siguiente —añadió poniendo la mano en el brazo huesudo de la mujer—: Usted prepara la comida y nosotros subimos. Es lo más fácil, ¿no cree?
La señora Bell pareció pensárselo y finalmente esbozó una sonrisa encantada.
—Es lo que voy a hacer —dijo retirándose a la entrada.
Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada. Aquella mujer no estaba bien de la cabeza. Subieron la escalera y buscaron la puerta del cuarto de James; vieron pegatinas de la infancia raspadas y sustituidas por otras más actuales de conciertos, casi todos en ciudades inglesas: Foo Fighters en Manchester, Rammstein en Londres, Puddle of Mudd en Newcastle. Rebus llamó con los nudillos pero nadie contestó. Giró el pomo y abrió. James Bell estaba sentado en una cama de sábanas blancas y edredón níveo en un cuarto de paredes totalmente blancas sin adornos y enmoquetado de verde claro con algunas alfombrillas. Había estanterías llenas de libros, un ordenador, un tocadiscos, un televisor y discos compactos dispersos. James vestía una camiseta negra y estaba sentado con las rodillas levantadas, en las que apoyaba una revista. Pasaba páginas con una mano, y tenía la otra cruzada sobre el pecho. Su pelo era corto y negro, su tez, pálida con un lunar en la mejilla. No se veía en aquella habitación muchos indicios de rebeldía juvenil. Rebus, en su adolescencia, tenía un cuarto que era poco menos que una serie de escondrijos: revistas de tías escondidas debajo de la alfombra (no servía el colchón porque de vez en cuando le daban la vuelta), cigarrillos y cerillas detrás de una pata del armario y una navaja debajo del jersey de invierno en el último cajón de la cómoda. Tenía la impresión de que si allí miraba en los cajones no encontraría más que ropa y bajo la alfombra, nada.
Se oía música por los auriculares que tenía puestos el muchacho, que no había levantado la vista de la revista. Rebus supuso que pensaría que era su madre quien había abierto la puerta y fingía no tener en cuenta su presencia. El parecido físico entre padre e hijo era llamativo. Rebus se inclinó levemente, ladeó la cabeza, y finalmente James Bell levantó la vista sorprendido. Se quitó los auriculares y apagó la música.
—Perdona que te interrumpamos —dijo Rebus—. Tu madre nos ha dicho que subiéramos.
—¿Quiénes son ustedes?
—Somos policías, James. ¿Puedes dedicarnos unos minutos? —añadió Rebus acercándose a la cama con cuidado de no tropezar con el botellón de agua que había en el suelo.
—¿Qué sucede?
Rebus cogió de encima de la cama la revista y vio que era sobre coleccionismo de armas.
—Curioso tema —comentó.
—Estoy buscando el modelo con que me disparó.
Siobhan cogió la revista de las manos de Rebus.
—Es comprensible —dijo—. ¿Quieres conocer sus características?
—Casi no me dio tiempo a ver el arma.
—¿Estás seguro, James? —preguntó Rebus—. Lee Herdman coleccionaba revistas de armas. —Señaló con la cabeza la revista que hojeaba Siobhan—. ¿No sería suya?
—¿Cómo?
—¿No te la prestó él? Nos hemos enterado de que le conocías más de lo que habías dicho.
—Yo nunca dije que no le conocía.
—«Socialmente», según tus palabras exactas, James. Las oí en la grabación del interrogatorio. Por lo que dices, da la impresión de que lo hubieses visto en un pub o en un quiosco. —Rebus hizo una pausa—. Pero lo cierto es que él te contó que había servido en las SAS, y eso es algo más que un simple comentario, ¿no crees? Tal vez hablaseis de ello en una de sus fiestas. —Otra pausa—. Tú ibas a sus fiestas, ¿verdad?
—A algunas. Era un tipo interesante —replicó el joven mirando furioso a Rebus—. Seguramente también lo dije. Ya se lo he dicho todo a la Policía, les expliqué de qué conocía a Lee, que iba a sus fiestas… que una vez me enseñó el arma…
—¿Te la enseñó? —replicó Rebus entrecerrando los ojos.
—Dios, ¿es que no ha escuchado las cintas?
Rebus no pudo evitar mirar a Siobhan. «Las» cintas. Y ellos sólo se habían tomado la molestia de escuchar una.
—¿Qué arma te enseñó?
—La metralleta que guardaba en el cobertizo del puerto.
—¿Crees que era auténtica? —preguntó Siobhan.
—Parecía.
—¿Había alguien más cuando te la enseñó?
James negó con la cabeza.
—¿Y nunca viste la otra, la pistola?
—No, hasta que me disparó con ella —contestó mirándose el hombro herido.
—A ti y a otros dos —añadió Rebus—. ¿Es cierto que no conocía a Anthony Jarvies ni a Derek Renshaw?
—No, que yo sepa.
—Pero a ti te dejó con vida. ¿Crees que fue por pura suerte, James?
El joven se llevó la mano al hombro herido.
—Lo he estado pensado —dijo en voz baja—. Quizá me reconociera en el último momento…
Siobhan carraspeó.
—¿Y no te has peguntado qué le indujo a hacer eso?
James asintió despacio con la cabeza sin decir nada.
—Puede que viera en ti —prosiguió Siobhan— algo que no veía en los otros.
—Los otros eran activistas de la FMC, no sé si eso tendrá algo que ver —aventuró el joven.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno… Lee pasó la mitad de su vida en el Ejército hasta que le echaron.
—¿Te lo dijo él? —preguntó Rebus.
El joven asintió otra vez con la cabeza.
—Quizás estaba resentido. He dicho que él no conocía a Renshaw y a Jarvies, pero eso no quiere decir que no los hubiera visto por ahí, quizá de uniforme. Tal vez fuese una especie de… ¿mecanismo desencadenante? —añadió alzando la vista—. Bien, vale, ya sé eso de que hay que dejar la psicología a los psicólogos.
—No, no; es una buena observación —dijo Siobhan, que, aunque no lo creía así, pensó que era conveniente hacer un comentario elogioso para el joven.
—James, la cuestión es —añadió Rebus— que si supiéramos por qué a ti te dejó con vida, tal vez lográsemos entender por qué mató a los otros. ¿Entiendes?
El joven reflexionó un instante.
—Ya, pero, en definitiva, ¿qué importancia tiene eso?
—Nosotros creemos que la tiene —replicó Rebus irguiéndose—. ¿A quién más viste en esas fiestas, James?
—¿Me pide nombres?
—Sí, claro.
—Nunca iba la misma gente.
—¿Iba Teri Cotter? —preguntó Rebus.
—Sí, algunas veces y siempre venía con amigos góticos.
—Tú no eres gótico, James, ¿verdad? —preguntó Siobhan.
—¿Lo parezco acaso? —replicó él con una carcajada.
—Por la música que escuchas… —añadió Siobhan encogiéndose de hombros.
—Es sólo rock.
Siobhan levantó el reproductor conectado a los auriculares.
—Un MP3 —comentó admirada—. ¿Y a Douglas Brimson, le viste alguna vez en las fiestas?
—¿Ese que es piloto? —Siobhan asintió con la cabeza—. Sí, hablé con él una vez. —Hizo una pausa—. En realidad no eran «fiestas» organizadas. Sólo era gente que iba al piso a tomar una copa…
—¿Y drogas? —preguntó Rebus como sin darle importancia.
—Sí, a veces —confesó James.
—¿Speed, coca? ¿Algo de éxtasis?
El joven hizo un gesto despectivo.
—Un par de porros compartidos y gracias.
—¿Nada de drogas duras?
—No.
Llamaron a la puerta. Era la señora Bell, que miró a sus dos visitantes como si no se acordara de ellos.
—¡Oh! —exclamó aturdida, antes de añadir—: James, he preparado unos sándwiches. ¿Qué quieres beber?
—No tengo hambre.
—Pues ya es hora de almorzar.
—Mamá, ¿es que quieres que vomite?
—No… no, desde luego que no.
—Cuando tenga hambre te lo diré —añadió con voz de enfado. No porque lo estuviera, pensó Rebus, sino porque su presencia le incomodaba—. Pero tomaré una taza de café con poca leche.
—Muy bien —dijo la madre—. ¿Quieren ustedes…? —añadió dirigiéndose a Rebus.
—No, señora Bell, ya nos vamos. Gracias de todos modos.
La mujer asintió con la cabeza y permaneció un instante en el cuarto como si hubiera olvidado a qué había ido; luego se dio la vuelta y salió silenciosamente.
—¿Tu madre se encuentra bien? —preguntó Rebus.
—¿Está ciego? —respondió el joven cambiando de postura—. Bueno, no les extrañe. Toda una vida con mi padre…
—¿No te llevas bien con tu padre?
—No mucho.
—¿Sabes que piensa presentar una petición de ley?
El joven torció el gesto.
—Para lo que va a servir… —Guardó silencio un instante—. ¿Fue Teri Cotter?
—¿Qué?
—Si fue ella quien les dijo que yo iba al piso de Lee. —Los dos callaron—. La creo muy capaz —añadió volviendo a cambiar de postura intentando ponerse cómodo.
—¿Quieres que te ayude? —dijo Siobhan.
El joven negó con la cabeza.
—Creo que tendré que tomar más analgésicos —dijo.
Siobhan vio que estaban al otro lado de la cama encima de un tablero de ajedrez y le dio dos pastillas que el joven se tomó con un poco de agua.
—Una última pregunta, James —dijo Rebus—. Luego te dejaremos tranquilo.
—¿Qué?
—¿Te importa que te coja dos pastillas? Es que se me han acabado.
Siobhan tenía media botella de Irn-Bru sin burbujas en el coche y Rebus se tomó las pastillas con dos tragos de refresco.
—Ten cuidado de que no se convierta en un hábito —dijo ella.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó él para cambiar de tema.
—Podría haber algo. Esa agrupación de cadetes, los chicos que se pasean vestidos de uniforme militar.
—Por otra parte, ha dicho que a Herdman le expulsaron del Ejército, cosa que no es verdad según el expediente.
—¿Y qué?
—Que habrá que averiguar si Herdman le mintió o si se lo ha inventado él.
—¿Fantasía de adolescente?
—Falta le hace con un cuarto como el suyo.
—Desde luego… limpio sí estaba —añadió Siobhan arrancando el motor—. ¿Sabes eso que se dice de quien afirma mucho sobre algo?
—¿Quieres decir que finge que Teri no le gusta porque en realidad le gusta? —Siobhan asintió con la cabeza—. ¿Crees que sabe lo de su página en la Red?
—No lo sé —añadió Siobhan terminando la maniobra de giro.
—Tendríamos que habérselo preguntado.
—¿Qué es eso? —exclamó Siobhan mirando por el parabrisas.
Un coche patrulla con las luces azules parpadeantes bloqueaba la salida a la calle. En cuanto Siobhan frenó, se abrió la portezuela trasera y se apeó un hombre de traje gris. Era alto, con una calva brillante y párpados caídos. Se detuvo con las piernas separadas y las manos cruzadas.
—Tranquila —dijo Rebus—. Es mi cita de las doce.
—¿Qué cita?
—La que no acabé de concertar —añadió Rebus abriendo la portezuela y bajando del coche. Se apoyó otra vez en la ventanilla—: con mi verdugo particular.