—Has dormido vestido —dijo Siobhan cuando le recogió por la mañana.
Rebus no contestó. En el asiento del pasajero vio un ejemplar del periódico sensacionalista que Steve Holly había esgrimido la noche anterior.
EL MISTERIO DEL POLICÍA EN LA CASA INCENDIADA.
—Es un artículo sin sustancia —dijo Siobhan para tranquilizarle.
En efecto, había muchas conjeturas y muy pocos hechos. Rebus, de todos modos, no había contestado a las llamadas a las siete, siete y cuarto y siete y media, porque sabía que probablemente serían del Servicio de Expedientes Disciplinarios intentando concertar una entrevista para abrirle expediente. Hojeó el diario mojando la punta del dedo del guante.
—En St Leonard no cesan los rumores —añadió Siobhan—. Se dice que Fairstone estaba amordazado y atado a una silla y todos saben que tú estuviste allí.
—¿He dicho yo que no? —Ella le miró—. Yo le dejé con vida, adormecido en el sofá.
Rebus pasó más páginas y se fijó en la noticia de un perro que se había tragado un anillo de bodas, único rayo de luz en un periódico lleno de titulares siniestros: puñaladas en pubs, famosos abandonados por su amante, mareas negras y tornados en Estados Unidos.
—Qué curioso que un presentador de televisión merezca más espacio que un desastre ecológico —comentó doblando el periódico y tirándolo en el asiento de atrás por encima del hombro—. Bueno, ¿adónde vamos?
—He pensado tener un cara a cara con James Bell.
—Estupendo —comentó Rebus.
En su bolsillo comenzó a sonar el móvil, pero no lo tocó.
—¿Es tu club de admiradoras? —dijo Siobhan.
—No puedo evitar la popularidad. ¿Cómo sabes lo que se dice en St Leonard?
—Pasé por allí antes de venir a buscarte.
—Masoquista.
—Es que fui al gimnasio.
—¿Gimnasio? ¿Eso qué es?
Ella sonrió. Su teléfono sonó y miró a Rebus. Él se encogió de hombros y Siobhan miró el número en la pantalla.
—Bobby Hogan —dijo al tiempo que respondía. Rebus oyó que decía—: Estamos en camino… ¿por qué, qué ha sucedido? Sí, está aquí —añadió mirando a Rebus—, pero creo que su teléfono se ha quedado sin batería… Bien, se lo diré.
—Ya es hora de que te compres un artilugio de manos libres —comentó Rebus en cuanto terminó de hablar.
—¿Tan mal conduzco?
—No, lo digo para poder escuchar yo.
—Dice Bobby que los de Expedientes andan buscándote.
—No me digas.
—Y que le han dicho que haga circular el aviso porque tú no contestas al teléfono.
—Creo que no tengo batería. ¿Qué más te ha dicho?
—Que nos reunamos con él en el puerto deportivo.
—A lo mejor quiere invitarnos a un crucero.
—Será eso. Ah, y que gracias por nuestra diligencia y buen trabajo.
—No te sorprenda que el patrón del crucero sea uno de Expedientes.
—¿Has visto el periódico? —preguntó Bobby Hogan mientras se encaminaban al embarcadero.
—Lo he visto —contestó Rebus—. Y Siobhan me ha transmitido tu aviso. Pero ninguna de las dos cosas explica por qué estamos aquí.
—Me ha llamado Jack Bell y dice que piensa presentar una queja oficial —dijo Hogan mirándole—. No sé qué es lo que le hiciste, pero sea lo que sea, sigue así.
—Bobby, si es una orden la cumpliré complacido.
Rebus vio que habían acordonado la entrada a una rampa de madera que conducía a los amarres de yates y lanchas neumáticas. Junto al cartel de «Sólo amarres» había tres policías de uniforme. Hogan levantó la cinta para pasar y descendieron por la rampa.
—Ha aparecido algo que debíamos haber encontrado nosotros —dijo frunciendo el ceño—. Asumo la responsabilidad, naturalmente.
—Naturalmente.
—Por lo visto, Herdman tenía otra embarcación más grande para navegación de altura.
—¿Un yate? —aventuró Siobhan.
Hogan asintió con la cabeza. Caminaban por delante de una serie de embarcaciones ancladas que se balanceaban y hacían con el aparejo aquel ruido peculiar. Las gaviotas planeaban por encima de sus cabezas, el viento soplaba con fuerza y una ola salpicaba de vez en cuando.
—Era demasiado grande para guardarlo en el cobertizo, y, desde luego, lo utilizaba, si no lo habría tenido en tierra —dijo Hogan señalando el muelle, donde había una hilera de barcos sobre soportes, protegidos de las salpicaduras de salitre.
—¿Y…? —preguntó Rebus.
—Ahí tienes.
Rebus vio un grupo de gente y dos agentes que él conocía del Departamento de Aduanas y comprendió. Examinaban algo que había encima un trozo de plástico doblado que sujetaban con el zapato por los extremos para que no volara.
—Cuanto antes nos lo llevemos, mejor —dijo un agente, ante la protesta de otro que dijo que la Científica debería echar antes un vistazo.
Rebus se situó detrás de uno de los que estaban en cuclillas y vio de qué se trataba.
—Éxtasis —dijo Hogan metiendo las manos en los bolsillos—. Habrá unas mil pastillas, las suficientes para animar unas cuantas fiestas nocturnas multitudinarias. —Estaban empaquetas en una docena de bolsas de plástico azul transparente como las que se utilizan para los productos congelados. Hogan se echó unas cuantas en la palma de la mano—. Entre ocho y diez mil libras al precio de venta en la calle. —Las pastillas desprendían un polvillo verdoso y tenían la mitad de tamaño que los analgésicos que tomaba Rebus—. Hay también algo de cocaína —prosiguió Hogan—, sólo unas mil libras; quizá para consumo personal.
—En el piso encontraron restos, ¿verdad? —terció Siobhan.
—Sí.
—¿Y esto dónde lo han descubierto? —preguntó Rebus.
—En un armario debajo de la cubierta —contestó Hogan—. No estaba muy disimulado.
—¿Quién lo ha descubierto?
—Nosotros.
Rebus se volvió al oír aquella voz. Era Whiteread, que bajaba por la pasarela seguida de un ufano Simms. Ella hizo como si se sacudiera polvo de las manos.
—En el resto del yate no parece haber nada, pero quizá deseen ustedes echar un vistazo.
—No se preocupe; lo haremos —dijo Hogan asintiendo con la cabeza.
Rebus estaba frente a los dos investigadores militares, y Whiteread cruzó con él una mirada.
—La veo muy contenta —dijo él—. ¿Es porque han encontrado las drogas o porque se han marcado un tanto con nosotros?
—Inspector Rebus, de haber hecho ustedes bien su trabajo… —replicó ella.
—No acabo de entender cómo lo han descubierto.
Whiteread torció el gesto.
—Herdman tenía en la oficina cierta documentación que nos sirvió para orientarnos hacia el director del puerto.
—¿Han registrado el barco —preguntó Rebus mirando el yate que parecía bastante usado— a su manera o según el procedimiento oficial? —La sonrisa estuvo a punto de borrarse del rostro de Whiteread, pero Rebus se volvió hacia Hogan—. Es cuestión de jurisdicción, Bobby. ¿No crees que habrían debido consultarte antes del registro? No me fío nada de ellos —añadió señalando con la cabeza a los investigadores militares.
—¿Con qué derecho dice eso? —dijo Simms con sonrisa fingida mirando a Rebus de arriba abajo—. No está usted para hablar. No es a nosotros a quien están investigando…
—¡Basta, Gavin! —dijo Whiteread entre dientes.
El joven enmudeció y fue como si todo el puerto quedara en silencio.
—Eso no nos va a ayudar —dijo Bobby Hogan—. Que se lleven eso para analizarlo…
—Yo sí que sé quién necesita que lo analicen —farfulló Simms.
—… y mientras vamos a colaborar para determinar en qué medida afecta esto a la investigación. ¿Le parece? —añadió mirando a Whiteread, quien asintió con la cabeza con aparente satisfacción, aunque miró desafiante a Rebus. Este le sostuvo la mirada y vio confirmados sus recelos.
«No confío en usted.»
Terminaron formando una caravana de coches camino del colegio Port Edgar. Había ya menos curiosos y nuevos equipos de noticias ante la verja, pero no vieron policías de uniforme patrullando para disuadir a los que querían entrar en el recinto. La cabina prefabricada ya no daba para más y habían instalado otro espacio para la investigación en un aula del colegio. Las clases no se reanudarían hasta dentro de unos días, pero la sala del crimen seguiría cerrada. La Policía se había acomodado en los pupitres de un aula donde se daban clases de geografía. En las paredes había mapas, gráficos de precipitaciones, fotos de tribus, murciélagos e iglúes. Algunos agentes estaban de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados. Bobby Hogan se situó delante de la pizarra junto a la cual había un panel con el rótulo de «Deberes» entre signos de admiración.
—Parece una indirecta para nosotros —comentó Bobby Hogan dándole unos golpecitos—. Gracias a los amigos de las Fuerzas Armadas —dijo señalando hacia Whiteread y Simms, que se habían quedado en la puerta—, el caso ha dado un vuelco. Un yate de navegación de altura y un cargamento de droga. ¿A qué nos enfrentamos?
—A un caso de contrabando, señor —dijo una voz.
—Permita que añada el dato —el que había tomado la palabra estaba al fondo del aula y era del Servicio de Aduanas— de que la mayoría del éxtasis que entra en el Reino Unido procede de Holanda.
—En ese caso habrá que echar un vistazo a los libros de navegación de Herdman para ver sus singladuras —dijo Hogan.
—Claro, pero los libros son fáciles de falsificar —replicó el de Aduanas.
—Y habrá que hablar con la División de Drogas para que nos informen sobre el tráfico de éxtasis.
—¿Seguro que es éxtasis, señor? —preguntó uno con voz chillona.
—Desde luego pastillas para el mareo no son.
Se oyeron unas risas forzadas.
—Señor, ¿quiere esto decir que se hará cargo del caso la División de Drogas?
—No se lo puedo confirmar. Ahora lo que tenemos que hacer es centrarnos en cuanto hayamos descubierto hasta este momento —dijo Hogan mirando a los presentes para asegurarse de que le prestaban atención. El único que no le miraba era John Rebus, que observaba con el ceño fruncido a la pareja de la puerta—. También tendremos que peinar minuciosamente el yate para asegurarnos de que no ha quedado nada por descubrir. —Hogan vio que Whiteread y Simms intercambiaban una mirada—. ¿Alguna pregunta?
Hubo algunas pero las contestó rápido: un agente quería saber cuánto costaba un yate como el de Herdman, y por el director del puerto sabían que una embarcación de doce metros y seis camarotes como aquella no valía menos de sesenta mil libras, y eso de segunda mano.
—La pensión no le llegaba para tanto —comentó Whiteread.
—Estamos comprobando varias cuentas bancarias y otros activos de Herdman —dijo Hogan, volviendo a mirar hacia Rebus.
—¿Podemos intervenir en el registro del yate? —preguntó Whiteread.
Hogan no encontró motivo para negarse y se encogió de hombros. Al término de la reunión vio que Rebus estaba a su lado.
—Bobby, alguien pudo haber puesto esa droga en el yate —dijo casi en un susurro.
—¿Para qué? —contestó Hogan mirándole.
—No lo sé, pero no me fío…
—Sí, eso ya lo has dejado bien claro.
—Con esto de la droga, el caso toma otro sesgo. Eso da pie a que Whiteread y su epígono sigan husmeando.
—A mí no me da esa impresión.
—No olvides que yo conozco bien a los militares.
—¿No será que quieres saldar viejas cuentas? —replicó Hogan tratando de no alzar la voz.
—No es eso.
—¿Qué, entonces?
—Si un individuo que ha entrado en el Ejército se mete en un lío, quienes menos se dejan ver son los militares, porque no quieren publicidad. —Iban por el pasillo y no había ni rastro de los dos investigadores del Ejército—. Y sobre todo porque no les interesa que les salpique el escándalo. Se mantienen al margen.
—¿Y qué?
—Que la Horrible Pareja no se despega de este caso, así que tiene que haber algo más.
—¿Algo más de qué? —replicó Hogan que, pese a sus esfuerzos, había alzado la voz haciendo que algunos se volvieran a mirarles—. Herdman, de alguna forma, compró ese yate.
Rebus se encogió de hombros.
—Hazme un favor, Bobby. Consigue el expediente militar de Herdman. —Hogan le miró—. Me apostaría algo a que Whiteread tiene una copia. Pídesela; dile que es por curiosidad. A lo mejor te la deja.
—¡Por Dios, John!
—¿No quieres saber el motivo que impulsó a Herdman a hacer lo que hizo? Si no me equivoco, me llamaste para averiguar eso —dijo Rebus mirando a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca que pudiera oírles—. La primera vez que vi a esos dos los encontré rebuscando en el cobertizo de Herdman, después fisgando en el yate y ahora los tenemos otra vez aquí. Es como si buscaran algo.
—¿Qué?
—No lo sé —respondió Rebus meneando la cabeza.
—John… el Servicio de Expedientes Disciplinarios.
—¿Y qué?
—¿No podrías procurar…? No sé…
—¿Crees que lo llevo algo lejos?
—Estás sometido a un gran estrés.
—Bobby, o crees que estoy a la altura del caso o no lo crees —replicó Rebus cruzando los brazos—. Di sí o no.
En ese momento volvió a sonar el móvil de Rebus.
—¿No contestas? —preguntó Hogan, y Rebus negó con la cabeza.
—De acuerdo —dijo Bobby Hogan con un suspiro—. Hablaré con Whiteread.
—No le digas que te lo he insinuado yo ni te muestres muy interesado por el expediente. Dile simplemente que tienes curiosidad.
—Simple curiosidad —repitió Hogan.
Rebus le hizo un guiño y se alejó. Siobhan le esperaba en la puerta del colegio.
—¿Vamos a hablar con James Bell? —le preguntó.
Rebus asintió con la cabeza.
—Pero primero, veamos si eres tan buen detective, sargento Clarke.
—Los dos sabemos que sí.
—Muy bien, listilla. Eres militar, con grado superior, y te envían desde Hereford a Edimburgo una semana aproximadamente. ¿Dónde te alojas?
Siobhan reflexionó al respecto mientras llegaban al coche. Al poner la llave de contacto miró a Rebus.
—¿En el cuartel Redford? O en el castillo; allí también hay guarnición, ¿no?
Rebus asintió; eran respuestas bastante aceptables, pero no las consideraba acertadas.
—¿A ti te parece que Whiteread es de las que prescinden de comodidades? Además, seguro que quiere estar cerca de la acción.
—Es cierto; en ese caso, en un hotel.
—Eso creo yo —dijo Rebus asintiendo con la cabeza—. Un hotel o una habitación con derecho a desayuno —añadió mordiéndose el labio inferior.
—En el Boatman’s hay dos habitaciones de alquiler, ¿no es cierto?
Él asintió despacio con la cabeza.
—Sí, empecemos por allí.
—¿Puedo preguntar por qué?
Rebus negó con la cabeza.
—Cuanto menos sepas, mejor. Te lo juro.
—¿No crees que ya tienes bastantes líos?
—Creo que puedo meterme en alguno más —replicó él con un guiño para transmitir confianza que a Siobhan no le pareció conveniente.
El Boatman’s estaba aún cerrado, pero el camarero reconoció a Siobhan y les abrió.
—Se llama Rod, ¿verdad? —dijo Siobhan, y Rod McAllister asintió con la cabeza-Le presento a mi colega, el inspector Rebus.
—Hola —saludó McAllister.
—Rod conocía a Lee Herdman —dijo Siobhan para poner en antecedentes a Rebus.
—¿Le vendió alguna vez éxtasis? —preguntó Rebus.
—¿Cómo dice?
Rebus se limitó a menear la cabeza. Una vez en el interior del bar aspiró con fuerza; se notaba el olor de la noche anterior a cerveza y tabaco a pesar del ambientador. McAllister, que tenía sobre el mostrador un montón de papeles y facturas, se metió la mano bajo la camiseta para rascarse el pecho. Era una camiseta vieja y desteñida con las costuras rotas en una hombrera.
—¿Le gusta Hawkwind? —preguntó Siobhan, y McAllister bajó la vista al estampado de la camiseta en la que aún se apreciaba deslucida la portada de In Search of Space—. No queremos entretenerle —añadió ella—. Sólo queríamos saber si se aloja aquí una pareja.
Rebus añadió los nombres y McAllister, sin apartar la vista de Siobhan, dijo que no con la cabeza sin mirarle a él.
—¿Dónde más en la localidad alquilan habitaciones? —preguntó Siobhan.
McAllister se restregó la barba incipiente, y Rebus recordó que su propio afeitado de aquella mañana dejaba mucho que desear.
—Hay varios sitios —dijo McAllister—. Me dijo usted que vendría alguien a hablar conmigo sobre Lee.
—¿Eso dije?
—No ha venido nadie.
—¿Tiene alguna idea de por qué lo hizo? —preguntó Rebus sin preámbulos, y McAllister negó con la cabeza—. Pues sigamos con las direcciones, ¿de acuerdo?
—¿Qué direcciones?
—Direcciones de habitaciones de alquiler y hoteles.
McAllister asintió con la cabeza y Siobhan sacó el bloc para apuntarlas a medida que él se las daba. Al llegar a la sexta dijo que no sabía más.
—Aunque no digo que no las haya.
—Tenemos de sobra para empezar —dijo Rebus—. Le dejamos con su trabajo, señor McAllister.
—Pues sí, gracias —dijo McAllister dirigiendo una leve reverencia a Siobhan y abriéndole la puerta.
—Esto puede llevarnos todo el día —dijo ella en la calle mirando la lista.
—Si queremos, sí —replicó Rebus—. Me parece que te ha salido un admirador.
Ella miró hacia la cristalera del bar y vio que McAllister se apartaba rápidamente.
—No te quejes… imagínate que no tienes que pagar una sola bebida en tu vida…
—Algo que siempre has anhelado.
—Qué golpe tan bajo; yo siempre pago mi parte.
—Si tú lo dices —comentó Siobhan agitando el bloc delante de la cara de Rebus—. Escucha, hay una manera más fácil y así ganamos tiempo.
—A ver.
—Preguntarle a Bobby Hogan, que seguramente sabrá dónde se alojan.
Rebus negó con la cabeza.
—Es mejor no mezclar en esto a Bobby Hogan.
—¿Por qué será que me huelo que hay gato encerrado?
—Vamos al coche y allí empiezas a hacer las llamadas.
Siobhan se sentó y se volvió hacia Rebus.
—¿De dónde sacaría el dinero para un yate de sesenta mil libras?
—De las drogas, evidentemente.
—¿Tú crees?
—Creo que es lo que se supone que debemos pensar. Nada de lo que hemos averiguado sobre Lee Herdman nos induce a creer que fuera un narcotraficante importante.
—Salvo su magnético atractivo con adolescentes aburridos.
—¿No te enseñaron en el colegio una cosa?
—¿Cuál?
—A no precipitarte en las conclusiones.
—Ah, se me olvidaba que ese es tu terreno.
—Otro golpe bajo. Ten cuidado o intervendrá el árbitro.
—Tú sabes algo, ¿verdad? —dijo ella mirándole.
—No te lo diré hasta que no hagas las llamadas —replicó Rebus sosteniéndole la mirada.