11

Aquella noche Siobhan se acomodó en el sofá tratando de encontrar algo interesante en la tele. Dos presentadoras bien vestidas le decían a su víctima lo mal que le sentaba la ropa que llevaba; en otro canal limpiaban y ordenaban una casa, y no le quedó más opción que una deprimente serie cómica o un documental sobre sapos de cañaveral.

Lo tenía bien merecido por no haber pasado por el videoclub. No tenía muchas películas y ya las había visto tantas veces que se sabía los diálogos de memoria y lo que pasaba en cada escena. Pondría música o la televisión sin sonido para inventarse los diálogos de la aburrida serie. Incluso de los sapos. Acababa de hojear una revista, luego había ido a por un libro que también había desechado y se había puesto a comer patatas fritas y chocolatinas compradas cuando había parado a poner gasolina. Tenía en la mesa de la cocina un resto de chow mein que podía calentar en el microondas. Lo malo es que se le había acabado el vino y no tenía más que envases vacíos en la cola del reciclaje. Ginebra tenía, pero no con qué combinarla, salvo Coca-Cola light, y no estaba tan desesperada.

De momento.

Podía llamar a alguna amiga, pero no le sería buena compañía. Tenía en el contestador un mensaje de su amiga Caroline invitándola a una copa. Caroline, rubia y menuda, siempre llamaba la atención cuando salían juntas. Siobhan decidió no contestar a su invitación de momento. Estaba muy cansada y la investigación bullía sin parar en su cerebro. Se hizo un café y apenas dio un sorbo comprendió que lo había preparado sin hervir el agua. Acto seguido dedicó dos minutos a buscar azúcar hasta que recordó que no tomaba azúcar en el café desde jovencita.

—Demencia senil —farfulló—. «Y hablar sola, otro síntoma.»

El chocolate y las patatas fritas estaban excluidos de su dieta por los ataques de pánico. También la sal, las grasas y el azúcar. No sentía el pulso acelerado, pero sabía que tenía que calmarse de alguna manera, relajarse y desconectarse antes de acostarse. Había estado mirando por la ventana las casas de enfrente y contemplando con la nariz pegada al cristal cómo discurría el tráfico dos pisos más abajo. La calle estaba tranquila; tranquila y oscura, sólo se veía la acera iluminada por la luz anaranjada de las farolas. No había ningún ogro ni nada que temer.

Recordó que hacía mucho tiempo, cuando aún tomaba azúcar con el café, durante un tiempo tuvo miedo a la oscuridad. A los trece o catorce años, demasiado mayor para confesárselo a sus padres. Gastaba el dinero que le daban en comprar pilas para la linterna que mantenía encendida toda la noche bajo las sábanas, con la respiración contenida por si entraba alguien en el cuarto. Las pocas veces en que sus padres la sorprendieron, pensaron que se quedaba hasta tarde leyendo. Nunca sabía qué era mejor, si dejar la puerta abierta para poder echar a correr o cerrarla para que no entraran intrusos. Cada día miraba dos o tres veces debajo de la cama, un espacio reducido donde guardaba los discos. Lo curioso es que no tenía pesadillas. Y si alguna vez las tenía volvía a sumirse en un sueño profundo y reparador. Nunca sufría ataques de pánico y al final acababa por olvidarse del objeto de su miedo. Poco después guardó la linterna en un cajón y el dinero que invertía en baterías comenzó a gastarlo en cosméticos.

No recordaba cómo había sido el proceso: ¿Había empezado ella a fijarse en los chicos o los chicos en ella?

—Prehistoria, mujer —musitó.

No había ogros fuera, ni tampoco galantes caballeros, por deslustrados que fuesen. Se acercó a la mesa y miró las notas sobre la investigación. Todo lo que le habían entregado el primer día estaba apilado en desorden: datos, informes de la autopsia y de la Policía Científica, fotos del escenario del crimen y de los chicos. Examinó sus rostros. Derek Renshaw y Anthony Jarvies. Los dos eran guapos, pero un poco insulsos. Los ojos de Jarvies, de pobladas pestañas, destellaban una inteligencia altanera, mientras que Renshaw no parecía tan pagado de sí mismo, tal vez fuera por cierto complejo social al lado de Jarvies. Seguro que Allan Renshaw se sentía ufano de que su retoño fuese amigo del hijo de un juez. En los padres constituye una motivación enviar a los hijos a colegios de pago para que se codeen con gente de alcurnia que pueda serles útil en el futuro. Ella conocía a compañeros del cuerpo, y no con sueldo del DIC, que hacían sacrificios por matricular a sus hijos en colegios que a ellos les habían estado vedados. Sí, cuestiones de clase. Pensó en Lee Herdman, que había estado en el Ejército, en las SAS, sometido a las órdenes de oficiales que habían ido a los colegios correctos y que hablaban correctamente. ¿Sería tan simple la explicación? ¿Podría haber motivado su estallido de locura el simple rencor de clase hacia la élite?

«No hay misterio», le había dicho a Rebus, pero en ese momento se echó a reír. Si no había misterio, ¿de qué se preocupaba? ¿Por qué se afanaba de aquel modo? ¿Qué le impedía olvidarse de todo y descansar?

—A la mierda —musitó sentándose a la mesa, apartando los papeles y acercando el portátil de Derek Renshaw.

Lo enchufó a la línea telefónica y lo encendió. Tenía que repasar mensajes del correo electrónico y se quedaría levantada hasta tarde si era preciso para terminar el trabajo. Además, había muchos archivos que mirar. El trabajo la calmaría; la calmaría porque era trabajo.

Decidió tomar un descafeinado sin olvidarse de enchufar el hervidor y se llevó al cuarto de estar la taza caliente. Entró en el correo con la contraseña «Miles», pero los nuevos mensajes eran basura: anuncios de seguros o de Viagra dirigidos a una persona que ignoraban que había muerto. También había otros mensajes de gente que había notado la ausencia de Derek en los chats y foros. Siobhan tuvo una idea. Arrastró la flecha hasta la parte superior de la pantalla para seleccionar «Favoritos». Apareció una lista de sitios y códigos de direcciones que Derek utilizaba habitualmente. Allí estaban los sitios de charla y foros. Amazon, BBC… Había una dirección que a Siobhan no le sonaba y la seleccionó; la conexión fue rápida:

¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!

Las letras eran de color rojo mortecino y cobraron intensidad. El fondo de la pantalla era negro. Movió el cursor hasta la primera letra e hizo doble clic. Esta vez la conexión fue algo más lenta, y en la pantalla apareció el interior bastante borroso de una habitación. Siobhan probó a manipular el contraste de pantalla, pero la deficiencia era de la imagen y no pudo mejorarla. Distinguía una cama y detrás una ventana con cortinas. Movió el cursor por la pantalla pero no encontró ninguna señal oculta para pulsar. No había nada más. Se reclinó en la silla con los brazos cruzados pensando en qué podría significar aquello, qué interés tendría aquella imagen para Derek Renshaw. Quizá fuera su cuarto. Tal vez la «oscuridad» era otra faceta de su carácter. En ese momento la pantalla cambió de repente y fue inundada por una extraña luz amarilla. ¿Sería una interferencia? Siobhan se inclinó y agarró el borde de la mesa. Ahora lo entendía: eran los faros de un coche que proyectaban su luz por detrás de las cortinas. Lo que veía no era una foto fija.

Una webcam, susurró. Lo que veía era la transmisión en tiempo real de un dormitorio. Lo que era más: sabía de quién era el dormitorio. El fulgor amarillo le había bastado para reconocerlo. Se levantó, encontró el móvil y llamó.

Siobhan enchufó el ordenador portátil y lo reinicializó. Lo habían colocado en una silla porque el cable no llegaba desde la mesa hasta la conexión del teléfono fijo de Rebus.

—Es todo muy misterioso —dijo ella cogiendo de una bandeja una de las tazas de café que habían preparado.

Olía a vinagre; probablemente él había cenado pescado. Pensó en el chow mien que había dejado en su casa y se dio cuenta de que no eran tan distintos: comida para llevar, nadie en casa esperándoles. Vio que Rebus había bebido cerveza porque en el suelo, junto a una silla, había una botella vacía de Deuchar. Había escuchado música: la antología de Hawkind que ella le había regalado para su cumpleaños. A lo mejor lo había puesto para que ella viera que no lo había olvidado.

—Ya falta poco —dijo Siobhan.

Rebus había apagado el tocadiscos y se restregaba los ojos con las manos enrojecidas, sin guantes. Eran casi las diez. Cuando ella le llamó estaba dormido en el sillón, decidido a pasar allí la noche. Era más sencillo que desvestirse, desatarse los cordones de los zapatos, desabrocharse… No se había molestado en arreglarse; ella le conocía de sobra. Sin embargo, sí había cerrado la puerta de la cocina para que no viera el fregadero lleno de platos. Si los veía, se ofrecería a limpiar y no iba a consentirlo.

—Ahora sólo hay que conectarse.

Rebus acercó una silla para sentarse. Siobhan estaba arrodillada en el suelo delante del portátil, que desplazó ligeramente para que él viese la pantalla. Rebus asintió con la cabeza para darle a entender que lo veía bien.

¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!

—¿Es el club de fans de Alice Cooper?

—Ahora verás.

—¿O es la Organización Nacional de Ciegos?

—Si percibes una leve sonrisa por mi parte, tienes permiso para sacudirme con la bandeja en la cabeza —dijo ella inclinándose levemente hacia atrás—. Ahí está… mira.

La habitación ya no estaba a oscuras. Había velas encendidas: velas negras.

—El cuarto de Teri Cotter —dijo Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza y él miró fijamente el parpadeo de las llamas.

—¿Es una película?

—Es en directo, que yo sepa.

—¿Y cómo es posible?

—En el ordenador de ella había una cámara. De ahí llega la imagen. La primera vez que entré en la página, el cuarto estaba a oscuras. Ahora debe de estar en casa.

—¿Y qué interés tiene esto? —preguntó Rebus.

—Hay gente a quien le gusta. Algunos hasta pagan por ver cosas así.

—¿Y nosotros vamos a verlo gratis?

—Eso parece.

—¿Crees que lo desenchufa cuando vuelve a casa?

—¿Qué gracia tendría, entonces?

—¿Lo tiene enchufado constantemente?

—Tal vez lo descubramos ahora mismo —contestó Siobhan encogiéndose de hombros.

Teri Cotter acababa de entrar en el encuadre; sus movimientos eran nerviosos y la cámara transmitía una serie de imágenes fijas con pausas intermedias.

—¿No hay sonido? —preguntó Rebus.

Siobhan no lo creía, pero probó subiendo el volumen.

—No hay sonido —dijo.

Teri se sentó en la cama con las piernas cruzadas. Vestía igual que cuando había estado con ellos. Parecía mirar hacia la cámara. Se tumbó boca abajo y se estiró en la cama apoyando la barbilla en las manos, y colocándose directamente delante del objetivo.

—Es como una película muda antigua —comentó Rebus, sin que Siobhan comprendiera si lo decía por la calidad de la película o por la falta de sonido—. ¿Y nosotros qué pintamos en esto?

—Somos su público.

—¿Sabe ella que la ven?

Siobhan negó con la cabeza.

—Lo más probable es que no se pueda saber si hay alguien mirando, suponiendo que mire alguien.

—¿Derek Renshaw solía mirarla?

—Sí.

—¿Crees que ella lo sabe?

Siobhan se encogió de hombros y dio un sorbo al café amargo. No era descafeinado e iba a quitarle el sueño, pero no le importaba.

—Bien, ¿tú qué crees? —preguntó Rebus.

—No es tan raro que las jovencitas sean exhibicionistas. —Hizo una pausa—. Aunque desde luego, es la primera vez que veo una cosa parecida.

—Me pregunto quién más lo sabrá.

—Sus padres, no creo. ¿Crees que debemos preguntarle a ella?

Rebus reflexionó un instante.

—¿Cómo se entra ahí? —preguntó señalando la pantalla.

—En la Red hay una lista de páginas. Basta con que ella cuelgue un enlace o alguna descripción.

—Echemos un vistazo.

Siobhan salió de la página de Teri y comenzó a probar en los buscadores, tecleando «Señorita» y «Teri». Aparecieron páginas y más páginas de enlaces, la mayoría de sitios porno con los nombres de Terry, Terri y Teri.

—Podemos tardar un poco —comentó ella.

—¿Y esto es lo que yo me he perdido por no tener módem? —dijo Rebus.

—Aquí encuentras la vida en todas sus facetas, sólo que algunas son algo deprimentes.

—Lo ideal después de una jornada en el tajo.

Siobhan sonrió de modo imperceptible y él estiró aparatosamente el brazo hasta la bandeja de las tazas.

—Creo que ya está —dijo Siobhan dos minutos después.

Rebus miró unas palabras que ella señalaba con el dedo.

«Sseñorita Teri: visita mi página personal, 100% no pornográfica (¡lo siento, chicos!).»

—«Sseñorita», ¿por qué? —preguntó Rebus.

—Tal vez porque las otras posibilidades ortográficas estaban cubiertas. Mi dirección de correo electrónico es «66Siobhan».

—¿Porque había otras sesenta y cinco Siobhans antes que tú?

Ella asintió con la cabeza.

—Y eso que creía que tenía un nombre raro —comentó haciendo clic en el vínculo.

La página de Teri Cotter comenzó a cargarse. Se vio su foto con todas sus galas góticas y con el rostro enmarcado entre las manos con las palmas hacia afuera.

—Se ha dibujado una estrella de cinco puntas —comentó Siobhan.

Rebus comprobó que en ambas palmas tenía una estrella dentro de un círculo. No aparecieron más fotos, sino un texto explicativo sobre los gustos de Teri, el colegio al que iba y una invitación: «Puedes adorarme en Cockburn Street, casi todos los sábados por las tardes». Había también la opción de enviarle un mensaje con un comentario para su libro de visitas o recurrir a diversos enlaces, casi todos ellos para entrar en otros sitios góticos, uno de los cuales se llamaba «Entrada a la oscuridad».

—Eso es lo de la cámara conectada —dijo Siobhan, y probó en el enlace para cerciorarse.

En la pantalla volvió a aparecer en letras rojas ¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD! Con un segundo clic entraron en el dormitorio de la joven. Había cambiado de postura y ahora la vieron reclinada en la cabecera de la cama con las rodillas flexionadas juntas, sobre las que escribía en un cuaderno de hojas sueltas.

—Debe de estar haciendo los deberes —comentó Siobhan.

—A lo mejor es su libro de brebajes —dijo Rebus—. Los que entren en su página saben su edad, a qué colegio va y qué aspecto tiene.

—Y dónde encontrarla los sábados por la tarde —añadió Siobhan asintiendo con la cabeza.

—Es un pasatiempo peligroso —musitó Rebus.

Era una presa potencial para los cazadores.

—A lo mejor por eso le gusta.

Rebus volvió a restregarse los ojos. Se acordaba de la primera vez que la había visto, del comentario que le hizo sobre sentir envidia de Derek y Anthony y de la frase con la que se despidió: «Puede verme cuando le apetezca». Ahora entendía lo que había querido decir.

—¿Tienes bastante? —preguntó Siobhan dando unos golpecitos en la pantalla.

Rebus asintió.

—¿Primera impresión, sargento Clarke?

—Bien… «si» era amante de Herdman, y «si» él era celoso…

—Eso sólo tiene sentido si Anthony Jarvies conocía la página.

—Jarvies y Derek eran muy amigos; ¿qué posibilidades hay de que Derek no le dejara entrar en ella?

—Muy cierto. Habrá que comprobarlo.

—¿Hablando otra vez con Teri?

Rebus asintió despacio con la cabeza.

—¿Se puede entrar en el libro de visitas?

Pudieron, pero no encontraron nada de particular. Ni había comentarios evidentes de Derek Renshaw ni de Anthony Jarvies; sólo palabrerías de una serie de admiradores de la Sseñorita Teri, del extranjero en su mayor parte a juzgar por la redacción del inglés. Rebus miró a Siobhan mientras desenchufaba el portátil.

—¿Comprobaste aquella matrícula? —preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

—Fue lo último que hice antes de irme a casa. Era Brimson.

—Cada vez más, más curiosa…

—¿Qué tal te apañas? —añadió Siobhan mientras cerraba el ordenador—. Para vestirte y desvestirte, me refiero.

—Bien.

—¿No dormirás vestido?

—No —replicó él tratando de infundir al monosílabo cierto tono de indignación.

—Entonces, ¿podré verte mañana con camisa limpia?

—Deja de cuidarme como una madre.

—Podría prepararte la bañera —añadió ella sonriendo.

—Puedo hacerlo yo —replicó él aguardando a que ella le mirara—. Te lo juro.

—¿Y que te mueras si es mentira?

La mención de la muerte recordó a Rebus su primer encuentro con Teri Cotter… cuando le preguntó detalles sobre los muertos que había visto, intrigada por el hecho de la muerte. Y ahora resultaba que tenía una página en la Red que era una invitación para mentes enfermas.

—Hay algo que quiero enseñarte —dijo Siobhan rebuscando en el bolso. Sacó un libro y le mostró la portada: I’m a Man, de Ruth Padel—. Es sobre música rock —añadió abriéndolo por una página marcada—. Escucha esto: «Los sueños heroicos comienzan en el dormitorio del adolescente».

—¿En qué sentido?

—La autora habla sobre el modo en que los adolescentes se valen de la música rock como instrumento de rebelión. Quizá lo que hace Teri Cotter es valerse de su dormitorio. Y hay algo más —añadió buscando otra página—. «… La pistola es símbolo de la sexualidad masculina.» Para mí tiene sentido —dijo mirándole.

—¿Quieres decir que Herdman estaba celoso?

—¿Tú nunca has estado celoso? ¿No te has dejado llevar por la ira?

—Tal vez un par de veces —respondió Rebus tras pensarlo.

—Kate me habló de un libro titulado Los hombres malos hacen lo que los buenos sueñan. Quizá Herdman se dejó llevar demasiado lejos por la ira —añadió llevándose la mano a la boca para contener un bostezo.

—Ve a acostarte —dijo Rebus—. Mañana tendrás tiempo de sobra para tus aficiones psicoanalíticas.

Siobhan desenchufó el portátil y recogió los cables. Rebus la despidió y después se acercó a la ventana a comprobar que subía segura al coche. De repente, una figura de hombre se acercó a la ventanilla. Echó a correr escalera abajo saltando los escalones de dos en dos y empujó enardecido la puerta de la calle. El hombre hablaba a voces para hacerse entender por encima del ruido del motor y arrimaba algo contra el parabrisas: un periódico. Rebus le agarró del hombro sintiendo un intenso dolor en los dedos. Al darle la vuelta reconoció su cara.

Era el periodista Steve Holly. Comprendió que el periódico sería un ejemplar de la edición de la mañana.

—Precisamente el hombre a quien yo quería ver —dijo Holly zafándose de Rebus y sonriendo de oreja a oreja—. Es interesante comprobar cómo se visita el personal del DIC —añadió volviéndose hacia Siobhan, que había parado el motor y se bajaba del coche—. Habrá quien piense que es un poco tarde para charlar.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Rebus.

—Sus comentarios —respondió Holly enarbolando el periódico y mostrándole los titulares en la primera página: EL MISTERIO DEL POLICÍA EN LA CASA INCENDIADA—. De momento no vamos a dar ningún nombre. Queríamos saber si le interesaba dar su versión de los hechos. Tengo entendido que está suspendido de servicio activo y sometido a una investigación interna —añadió Holly, que había doblado el periódico y sacado una minigrabadora del bolsillo—. Eso no tiene buena pinta —dijo mirando las manos descubiertas de Rebus—. Las quemaduras tardan en curarse, ¿verdad?

—John… —dijo Siobhan para advertirle que no perdiera la cabeza.

Rebus apuntó con un dedo enrojecido al periodista.

—Apártese de los Renshaw. Si no los deja en paz, se las verá conmigo, ¿entendido?

—Entonces concédame una entrevista.

—Ni hablar.

Holly bajó la vista hacia el periódico que sujetaba en la otra mano.

—¿Qué le parece el titular: «Policía huye del escenario del crimen», por ejemplo?

—A mis abogados les parecerá bien cuando presente una querella contra usted.

—Mi periódico está siempre dispuesto al juego, limpio, inspector Rebus.

—Entonces tiene un problema —replicó Rebus tapando la grabadora con la mano— porque yo nunca juego limpio —añadió furioso enseñando los dientes a Holly.

El periodista apretó un botón para interrumpir la grabación.

—Es interesante saber con quién nos la jugamos.

—Deje en paz a mi familia, Holly. Hablo en serio.

—Estoy seguro, con su estilo triste y torpe. Dulces sueños, inspector Rebus —añadió con una leve inclinación para Siobhan antes de largarse.

—Hijo de puta —musitó Rebus entre dientes.

—Yo no me preocuparía. Su periódico sólo lo lee un cuarto de la población —dijo Siobhan.

Subió al coche y dio marcha atrás para salir del hueco de aparcamiento.

Le saludó con la mano y arrancó. Holly había doblado la esquina en dirección a Marchmont Road. Rebus subió a su piso y buscó las llaves del coche. Se volvió a poner los guantes. Cerró con doble vuelta de llave y salió.

La calle estaba tranquila y no se veía rastro de Steve Holly. Pero no le buscaba. Subió a su Saab e intentó coger el volante, y probó girarlo. Se vio capaz de conducir. Pasó por Marchmont Road y Melvilla Drive en dirección al Arthur’s Seat. No se molestó en poner música, se dedicó a pensar en los acontecimientos, evocando conversaciones y escenas.

Irene Lesser: «Quizá debería hablar con alguien… Es mucho tiempo soportando una carga».

Siobhan, leyéndole las citas de aquel libro.

Kate: «Los malos…».

Boecio: Los hombres buenos sufren.

No se consideraba malo, pero sabía que probablemente tampoco era bueno.

I’m A Man (Soy un hombre) era el título de un antiguo blues.

Robert Niles había abandonado las SAS sin que le desconectaran previamente. Lee Herdmand también se había ido con aquella «carga». Pensó que si entendía a Herdman tal vez se entendiera mejor a sí mismo.

Easter Road estaba tranquila, los bares seguían abiertos y comenzaba a formarse cola en la tienda de patatas fritas. Se dirigió a la comisaría de Leith. El dolor durante el trayecto fue soportable; la piel debía de haberse endurecido, como después de las quemaduras de sol. Había un hueco junto a la acera a unos cincuenta metros de la entrada y aparcó en él. Bajó, cerró el coche y vio que, en la acera opuesta, había un equipo de televisión, seguramente para filmar con la comisaría de fondo el informativo que elaboraban. Y en ese momento Rebus vio quién: era Jack Bell. Bell giró la cabeza, le reconoció y le apuntó con el índice antes de volverse de nuevo hacia la cámara. Rebus oyó que decía:

—… mientras policías como ese lo único que hacen son labores de limpieza sin ofrecer soluciones preventivas viables…

—Corten —dijo el director—. Perdone, Jack —añadió señalando con la cabeza a Rebus, que había cruzado la calle y estaba a espaldas de Bell.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Rebus.

—Estamos haciendo un reportaje sobre violencia y sociedad —replicó tajante Bell, molesto por la interrupción.

—Pensé que era un vídeo de autoayuda —dijo Rebus con sorna.

—¿Qué?

—Una guía para buscar prostitutas en coche o algo así. Ahora la mayoría de ellas se dedica a esa modalidad —añadió Rebus señalando con la cabeza hacia Salamander Street.

—¡Cómo se atreve! —farfulló el diputado para, acto seguido, volverse hacia el director—. Vea usted una actitud que ilustra perfectamente el problema del que hablábamos. La Policía muestra en la actualidad una actitud mezquina y malintencionada.

—A diferencia de usted, claro —añadió Rebus, advirtiendo que Bell tenía en la mano una fotografía que esgrimió ante sus narices.

—Este es Thomas Hamilton —dijo—. De quien nadie pensaba que tuviera nada de particular y resultó ser la encarnación del mal el día que entró en el colegio de Dunblane.

—¿Y cómo habría podido prevenir eso la Policía? —preguntó Rebus cruzando los brazos.

Antes de que Bell contestara, el director preguntó a Rebus:

—¿Había en casa de Herdman vídeos, revistas o películas violentas?

—No hay indicios de que estuviera interesado por ese tipo de cosas. Pero, aunque lo estuviera, ¿qué?

El director se encogió de hombros desistiendo de plantear más preguntas.

—Jack, tal vez podría tener una breve entrevista con… perdone, no he captado su nombre —añadió sonriendo a Rebus.

—Me llamo Que te den por culo —replicó Rebus sonriente mientras cruzaba la calle y entraba en la comisaría.

—¡Es una vergüenza! —gritó Bell desde la otra acera—. ¡Una auténtica vergüenza! ¡No voy a consentir…!

—¿Qué, haciendo amigos otra vez? —comentó el sargento de guardia del mostrador.

—Por lo visto es un don que tengo —replicó Rebus subiendo la escalera hacia el DIC.

Como había presupuesto para horas extra en el caso Herdman, vio agentes trabajando a aquellas horas. Escribían informes, charlaban y tomaban algo caliente. Reconoció a Mark Pettifer y se acercó a él.

—Necesito una cosa, Mark.

—¿Qué?

—Que me presten un portátil.

—Pensaba que los de su generación usaban pluma y pergamino —dijo Pettifer sonriendo.

—Y otra cosa —añadió Rebus haciendo caso omiso del sarcasmo—. Que tenga conexión a internet.

—Creo que se lo podré conseguir.

—Mientras lo buscas… —añadió Rebus inclinándose hacia él y bajando la voz—. ¿Recuerdas cuando detuvieron a Jack Bell por deambular en busca de prostitutas? Fueron compañeros tuyos, ¿verdad?

Pettifer asintió despacio con la cabeza.

—Me imagino que no habrá papeles…

—No creo. Al final no hubo cargos contra él, ¿no?

Rebus reflexionó un instante.

—¿Y quiénes pararon el coche? ¿No podría hablar con ellos?

—¿De qué se trata? —preguntó Pettifer.

—Digamos que… soy parte interesada —contestó Rebus.

El joven agente que había detenido a Bell había sido destinado a la comisaría de Torphichen Street. Finalmente, Rebus consiguió un número de móvil y su nombre: Harry Chambers.

—Perdone que le moleste —dijo Rebus sin presentarse.

—No es molestia. En este momento vuelvo a casa del pub.

—¿Lo ha pasado bien?

—Hemos celebrado un torneo de billar y he entrado en las semifinales.

—Enhorabuena. Le llamo en relación con Jack Bell.

—¿Qué le ha pasado a ese grasiento hijo de puta?

—Que no para de darnos la lata en el caso de Port Edgar.

Era la verdad, aunque no toda, y Rebus no consideró necesario explicarle sus deseos de librar a Kate del influjo del diputado.

—Pues a ver si le patean el culo, es lo único para lo que vale —comentó Chambers.

—¿Denoto cierta animadversión por su parte, Harry?

—Después del aquel incidente de las putas movió los hilos para intentar que me descendieran. Menudo cuento tenía el tío; primero alegó que volvía a casa desde no sé dónde, y como no pudo justificarlo, dijo que estaba «investigando» sobre la necesidad de una zona de tolerancia. Sí, claro. La puta que hablaba con él me dijo que ya habían acordado un precio.

—¿Sabe si era la primera vez que iba por allí?

—No lo sé. Lo único que sé (y trato de ser lo más objetivo posible) es que es un repugnante cabrón, fullero y vengativo. ¿Por qué ese Herdman no nos habrá hecho el favor de pegarle un tiro a él en vez de a esos dos pobres chicos…?

En casa, Rebus procuró seguir las instrucciones de Pettifer para inicializar el ordenador. No era el último modelo, tal como había comentado Pettifer: «Si va despacio, échele una palada de carbón». Le había preguntado cuántos años tenía el ordenador y el agente le contestó que dos pero que estaba ya casi obsoleto.

Rebus decidió que había que cuidar un aparato tan venerable y limpió la pantalla y el teclado con un paño húmedo. Era un superviviente, igual que él.

—Muy bien, veterano; a ver de lo que eres capaz —musitó.

Al cabo de unos minutos de frustración llamó a Pettifer y por fin lo localizó en el móvil, en el coche, camino de casa. Más instrucciones… Rebus no colgó hasta que consiguió lo que quería.

—Gracias, Mark —dijo antes de colgar.

Luego arrimó el sillón para poder estar más cómodo.

Estaba sentado con las piernas y los brazos cruzados y la cabeza levemente ladeada.

Veía a Teri Cotter durmiendo.