10

Lord Jarvies era un hombre de casi sesenta años. Durante el viaje de vuelta a Edimburgo, Bobby Hogan puso a Rebus al día de los datos de la familia: divorciado de su primera mujer, se había vuelto a casar. Anthony era el hijo único del segundo matrimonio. Vivían en Murrayfield.

—Por allí hay muchos buenos colegios —comentó Rebus pensando en la distancia entre Murrayfield y South Queensferry.

Pero Orlando Jarvies era antiguo alumno de Port Edgar, y de joven incluso había jugado en el equipo de rugby de exalumnos del colegio.

—¿De qué jugaba? —preguntó Rebus.

—John, lo que yo sé de rugby cabe en un papel de fumar —contestó Hogan.

Hogan esperaba encontrar al juez en su casa, abatido y de luto. Sin embargo, tras un par de llamadas, supo que Jarvies había vuelto a sus obligaciones, de modo que podrían encontrarle en el juzgado de Chambers Street enfrente del museo donde trabajaba Jean Burchill. Rebus pensó en llamarla —era una buena ocasión para tomar un café juntos—, pero desechó la idea. Vería los guantes. Mejor esperar a tener las manos curadas. Aún sentía el apretón de Robert Niles.

—¿Has declarado alguna vez ante Jarvies? —preguntó Hogan mientras aparcaba sobre la línea amarilla frente al edificio del antiguo ambulatorio dental de Edimburgo, transformado ahora en bar discoteca.

—Una cuantas. ¿Y tú?

—Un par de veces.

—¿Le has dado algún motivo para que se acuerde de ti?

—Ahora lo veremos —dijo Hogan colocando por dentro del parabrisas la cartulina de SERVICIO DE POLICÍA.

—¿No crees que sería más barato arriesgarnos a una multa?

—¿Por qué?

—Reflexiona, Bobby.

Hogan frunció el ceño pero asintió con la cabeza. No todos los que salieran del juzgado tendrían razones para adorar a la policía. El importe de una multa eran treinta libras, y siempre podía anularse con un poco de mano izquierda, mientras que una ralladura resultaría mucho más cara. Quitó la tarjeta.

El juzgado era un edificio moderno, pero comenzaba a acusar el tránsito de sus visitantes por los escupitajos secos en los cristales de las ventanas y las pintadas en las paredes. El juez estaba en el vestidor y allí condujeron a Hogan y Rebus. El bedel les obsequió con una leve reverencia antes de retirarse.

Jarvies acababa de quitarse la toga y vestía un traje de raya diplomática con reloj de cadena incluido. Lucía una corbata color burdeos de nudo perfecto y sus gruesos zapatos de cuero negro relucían como espejos. Tenía un rostro también reluciente, con visibles venillas rojas en ambas mejillas. Vieron en una mesa larga indumentaria de otros jueces: togas, cuellos blancos y pelucas grises, cada una de las prendas con el nombre de su propietario.

—Siéntense si encuentran silla —dijo Jarvies—. Les atendré aquí mismo —añadió alzando la vista, con la boca caída y levemente abierta, gesto habitual cuando presidía el tribunal.

La primera vez que Rebus declaró ante Jarvies le había desconcertado aquel gesto peculiar y había pensado que el magistrado estaba constantemente a punto de interrumpirle.

—Me veo obligado a recibirles aquí porque tengo otra cita —añadió el juez.

—Muy bien, señor —dijo Hogan.

—La verdad es —añadió Rebus— que con lo que ha sucedido nos sorprende verle aquí.

—No hay que dejar a esa canalla que nos venza, ¿verdad? —replicó el juez como si fuera una frase habitual en su boca—. Bien, ¿en qué puedo servirles?

Rebus y Hogan cruzaron una mirada como si les pareciera insólito que aquel hombre acabara de perder a su hijo.

—Se trata de Lee Herdman —dijo Hogan—. Parece ser que era un amigo de Robert Niles.

—¿Niles? —repitió el juez alzando la vista—. Ah, sí, lo recuerdo… el que apuñaló a su esposa, ¿no es así?

—Le cortó el cuello —precisó Rebus—. Fue a la cárcel, pero ahora está en Carbrae.

—Lo que deseamos saber —prosiguió Hogan— es si alguna vez tuvo usted motivos para temer represalias.

Jarvies se levantó despacio, sacó el reloj del bolsillo y lo abrió para mirar la hora.

—Creo que lo entiendo —dijo—. Buscan un móvil. ¿No es suficiente el hecho de que Herdman sufriese un desequilibrio mental?

—Tal vez esa sea nuestra conclusión definitiva —respondió Hogan.

El juez se miró en el espejo de cuerpo entero que había en el cuarto. Rebus notó un leve aroma que al fin identificó. Olía a tienda de ropa para caballero, un tipo de establecimientos que él conocía porque de niño había acompañado a su padre cuando iba a tomarse medidas para algún traje. Jarvies se colocó un solo cabello desplazado. Aparte de las sienes canosas, tenía el resto del pelo color castaño; tal vez demasiado castaño, pensó Rebus sospechando que se lo teñía. No parecía que el juez hubiera cambiado su peinado con raya a la izquierda perfectamente marcada desde sus tiempos de colegial.

—Señor, ¿y Robert Niles…? —insistió Hogan.

—Nunca he recibido amenazas relacionadas con él, inspector Hogan. Ni había oído el nombre de Herdman hasta después de los hechos —dijo volviendo la cabeza y apartando la mirada del espejo—. ¿Es lo que querían saber?

—Sí, señor.

—Si Herdman se proponía matar a Anthony, ¿por qué disparar contra los otros? ¿Y por qué esperar tanto tiempo después de la sentencia?

—Sí, señor.

—No siempre existe un móvil…

De pronto sonó el móvil de Rebus, fuera de lugar, una distracción moderna. Sonrió, se disculpó y salió al pasillo alfombrado de rojo.

—Rebus —dijo.

—Acabo de tener dos reuniones muy interesantes —dijo Templer tratando de contener su genio.

—¿Ah, sí?

—El examen forense que ha llevado a cabo la Científica en la cocina de Fairstone muestra que probablemente fue atado y amordazado. Eso lo convierte en un asesinato.

—O en que alguien intentó darle un buen susto.

—No parece sorprenderte.

—Últimamente pocas cosas me sorprenden.

—Ya lo sabías, ¿verdad? —Rebus guardó silencio; no era cuestión de causarle problemas al doctor Curt—. Bien, supongo que te imaginas perfectamente con quién ha sido la segunda entrevista.

—Con Carswell —dijo Rebus.

Colin Carswell era el subdirector de la Policía.

—Exacto.

—Y debo considerarme suspendido de servicio activo y pendiente de investigación.

—Así es.

—Muy bien. ¿Es todo lo que tenías que decirme?

—Tienes que presentarte en Jefatura para una entrevista preliminar.

—¿Con los de Expedientes?

—Algo así, incluso podría tomar cartas en el asunto la UDP.

La Unidad de Deontología Profesional.

—Ya, el brazo paramilitar de Expedientes.

—John… —oyó que decía ella con un tono mezcla de advertencia y exasperación.

—Estoy deseando hablar con ellos —replicó Rebus cortando la llamada.

Hogan salió del vestidor, después de dar las gracias al juez por su tiempo. Tras cerrar la puerta, dijo en voz baja:

—Parece que lo lleva bien.

—Más bien se lo guarda, diría yo —dijo Rebus ajustando el paso con Hogan—. Por cierto, tengo noticias.

—¿Qué?

—Me han suspendido de servicio activo. Y me apostaría a que Carswell está en estos momentos tratando de localizarte para decírtelo.

Hogan se detuvo y se volvió hacia Rebus.

—Tal como predijiste tú en Carbrae.

—Fui a la casa de un tipo. Esa misma noche murió en un incendio. —Hogan bajó la vista hacia los guantes de Rebus—. No tiene nada que ver con esto, Bobby. Es pura coincidencia.

—Entonces, ¿qué problema hay?

—Ese fulano acosaba a Siobhan.

—¿Y?

—Y por lo visto lo ataron a una silla antes de declararse el incendio.

Hogan infló los carrillos.

—¿Hay testigos?

—Según parece, me vieron entrar en la casa con él.

El móvil de Hogan sonó con una sintonía distinta a la del de Rebus y, al mirar la pantalla con el número de quien llamaba, torció el gesto.

—¿Es Carswell? —preguntó Rebus.

—Jefatura.

—Entonces es él seguro.

Hogan asintió con la cabeza y guardó el teléfono en el bolsillo.

—No sirve de nada dar largas al asunto —comentó Rebus.

Pero Bobby Hogan negó con la cabeza.

—Sirve, y mucho, John. Además, seguramente te apartarán del caso, pero Port Edgar no es realmente un caso normal, ¿no? Nadie va a comparecer ante los tribunales. Sólo son pesquisas oficiales.

—Sí, claro —replicó Rebus con una sonrisa irónica.

Hogan le dio unas palmadas en el brazo.

—No te preocupes, John. El tío Bobby cuida de ti…

—Gracias, tío Bobby —dijo Rebus.

—… mientras la mierda no empiece a salpicar.

Cuando Gill Templer volvió a St Leonard, Siobhan ya había localizado a Douglas Brimson. No le costó mucho porque Brimson figuraba en el listín telefónico con dos direcciones y dos números de teléfono, el de su casa y el del negocio. Templer cruzó el pasillo y entró en su despacho cerrando de un portazo. George Silvers levantó la vista de la mesa.

—Parece que ha desenterrado el hacha de guerra —comentó Silvers guardándose el bolígrafo y preparándose para escaquearse.

Siobhan había intentado hablar con Rebus, pero su teléfono comunicaba. Seguramente guardándose del tomahawk de la jefa.

Después de que Silvers se fuera, Siobhan se vio sola en el DIC. El inspector jefe Pryde estaba allí, en algún sitio, igual que el agente Hynds. Los dos habían logrado volverse invisibles. Miró la pantalla del portátil de Derek Renshaw, más que harta de revisar sus inofensivos documentos.

Estaba convencida de que Derek era un buen chico, pero también aburrido. Una persona que conocía de antemano su futuro: tres o cuatro años en la universidad estudiando Económicas e Informática, y luego un empleo en una oficina, quizá de contable. Un sueldo que le permitiera comprarse un ático con vistas al mar, un coche rápido y el mejor aparato de música del mercado.

Aquel futuro se había congelado, reducido a meras palabras en una pantalla y retazos de recuerdos. Se estremeció al pensarlo. Cómo cambia todo en un instante… Se tapó la cara con las manos y se restregó los ojos pensando sólo en una cosa: no quería estar allí cuando Gill Templer hiciera su aparición detrás de aquella puerta. Algo en su interior le decía que esta plantaría cara a la jefa, e incluso iría más allá. No estaba dispuesta a hacer de chivo expiatorio. Miró el teléfono y el bloc con los datos sobre Brimson. Decidida, cerró el portátil, lo guardó en el bolso y cogió el móvil y el bloc.

Fue a pie.

Un único desvío, una parada rápida en casa, donde encontró el cede Come On Die Young. Lo puso al subir al coche y lo escuchó con atención por si encontraba alguna pista. No está fácil, porque en su mayor parte era instrumental.

La casa de Brimson resultó ser un chalet moderno en una carretera estrecha que discurría entre el aeropuerto y el antiguo hospital de Gogarburn. Al bajar del coche oyó a lo lejos los golpes de los trabajos de demolición: estaba derribando el hospital. Por lo que sabía, el solar lo había adquirido un banco para construir en él su nueva sede. El chalet estaba detrás de un seto alto con una verja de hierro pintada de verde. Empujó la puerta y cruzó un sendero de grava rosada que crujió bajo sus pasos. Tocó el timbre y miró por las ventanas de uno y otro lado. La primera daba al cuarto de estar y la otra, a un dormitorio. La cama estaba hecha, y no parecía que se usara mucho el cuarto de estar. En un sofá azul había revistas con fotos de aeroplanos en la portada. El jardín delantero estaba casi todo enlosado, con excepción de un par de parterres con rosales que aún no habían florecido. Un sendero unía la casa con el garaje. Había otra puerta que se abrió cuando giró la manilla y que daba paso al jardín de atrás. Era una gran parcela de césped inclinada al fondo de la cual se extendían unos cuantos acres de tierras de labranza. El invernadero de estructura de madera debía de ser un añadido más reciente. La puerta estaba cerrada con llave. Miró por otras ventanas y vio la cocina, blanca y espaciosa, y otro dormitorio. No había indicios de vida familiar, juguetes en el jardín ni nada que indicara la mano de una mujer. De todos modos, estaba todo impecable. Al volver por el sendero reparó en otra ventana en la parte de atrás del garaje. Dentro vio un Jaguar deportivo. Pero decididamente su dueño no estaba en casa.

Volvió a su coche, fue al aeropuerto y se detuvo en la terminal. Un agente de seguridad le indicó que no podía dejar allí el coche, pero la dejó pasar al ver su identificación de policía. El edificio estaba lleno de viajeros, había largas colas al parecer de viajes concertados para algún destino con playa, y gente vestida con traje con maletas rodando hacia la escalera mecánica. Siobhan miró los indicadores, vio el letrero de Información y se acercó al mostrador. Preguntó por el señor Brimson. La empleada tecleó con celeridad en el ordenador y tras mirar la pantalla negó reiteradamente con la cabeza.

—Ese nombre no figura —dijo.

Siobhan se lo deletreó y la mujer volvió a teclearlo. Acto seguido hizo una llamada telefónica y lo deletreó a su vez: B-r-i-m-s-o-n, y con una mueca de desconcierto volvió a negar con la cabeza.

—¿Seguro que trabaja aquí? —preguntó.

Siobhan le mostró la dirección copiada del listín telefónico y la mujer sonrió.

—Ahí dice «aeródromo»; no el aeropuerto, cariño —dijo, y a continuación le explicó cómo llegar allí.

Siobhan dio las gracias ruborizada por su error. El aeródromo era una pista anexa a la del aeropuerto y se llegaba a él bordeando la mitad de su perímetro. En el aeródromo había avionetas y, según el cartel de la puerta, una escuela de vuelo. En el letrero se indicaba el número de teléfono, el que ella había copiado del listín. La gran puerta de hierro estaba cerrada con un candado, pero había un teléfono antiguo de comunicación interna en un cajetín de madera sobre un poste. Siobhan lo descolgó y oyó sonar el timbre de llamada.

—¿Diga? —contestó una voz de hombre.

—Busco al señor Brimson.

—Pues aquí lo tiene, encanto. ¿Qué desea?

—Señor Brimson, soy la sargento Clarke de la policía de Lothian and Borders. ¿Podría hablar un momento con usted?

Se hizo un breve silencio.

—Un momento, iré a abrirle la puerta.

Iba a dar las gracias, pero él había cortado. Desde la puerta se veían hangares y un par de aeroplanos, uno con una sola hélice en el morro y el otro con dos en el extremo de las alas; ambos parecían biplazas. Había también dos edificios de poca altura prefabricados, y vio que de uno de ellos salía un hombre que subió de un salto a un viejo Land Rover descubierto. Un avión que aterrizaba en el aeropuerto cubrió con su estruendo el ruido del motor del Land Rover, que arrancó bruscamente y recorrió a toda velocidad los cien metros que le separaban de la verja. El hombre se bajó de un brinco y Siobhan vio que era alto, musculoso y de tez bronceada —probablemente tendría poco más de cincuenta años—, y una sonrisa a guisa de presentación cruzó su rostro surcado de arrugas. Llevaba una camisa de manga corta de color verde oliva, del mismo color que el Land Rover, que dejaba ver sus brazos velludos y canosos, como su abundante pelo, que posiblemente había sido rubio en su juventud. Llevaba la camisa metida dentro de los pantalones grises de loneta, y dejaba ver una panza incipiente.

—Tengo que tener cerrado —dijo sacando un manojo de llaves que acompañaban a la de contacto del Land Rover— por motivos de seguridad.

Siobhan asintió con la cabeza. Encontraba algo inmediatamente agradable en aquel hombre. Quizá la sensación de energía y seguridad que infundía o la manera de balancear los hombros caminando hacia la puerta. Y esa escueta y cautivadora sonrisa.

Pero en el momento de abrirle la puerta Siobhan advirtió que su expresión se había vuelto más seria.

—Imagino que será Lee el motivo de su visita —dijo con gravedad—. Tenía que suceder tarde o temprano. Puede aparcar delante de la oficina —añadió indicándoselo con un gesto—. Enseguida estoy con usted.

Al pasar junto a él en el coche, Siobhan no pudo evitar preguntarse por qué había dicho aquello: «Tenía que suceder tarde o temprano».

Sentada ya frente a él en la oficina, se lo preguntó.

—Me refiero a que supuse que querrían hablar conmigo.

—¿Por qué?

—Porque imaginé que querrían averiguar por qué hizo eso.

—¿Y?

—Y hablarían con sus amigos para ver si podían ayudarles.

—¿Era usted amigo de Lee Herdman?

—Sí —contestó frunciendo el ceño—. ¿No está aquí por esa visita?

—De un modo indirecto, sí. Hemos averiguado que usted y el señor Herdman acudían a Carbrae.

Brimson asintió despacio con la cabeza.

—Muy inteligente —comentó.

Sonó el clic del hervidor al alcanzar el punto de ebullición y Brimson se levantó ágilmente de la silla, sirvió agua en dos tazas con café de sobre y le tendió una a Siobhan. Era una oficina pequeña en la que no cabían más que la mesa y dos sillas, comunicada con una antesala con algunas sillas más y un par de archivadores. Adornaban las paredes unos carteles de diversos tipos de avión.

—¿Es usted instructor de vuelo, señor Brimson? —preguntó Siobhan al coger la taza.

—Por favor, llámeme Doug —replicó Brimson sentándose.

En la ventana a sus espaldas surgió una figura que golpeó los cristales con los nudillos. Brimson se volvió, saludó con la mano y el recién llegado devolvió el saludo.

—Es Charlie, que va a dar una vuelta —dijo Brimson—. Trabaja en un banco y dice que me cambiaría a gusto su profesión para poder estar más tiempo en el aire.

—¿Los aviones, los alquila usted?

Brimson tardó un instante en entender la pregunta.

—No, no —dijo finalmente—. Charlie vuela con su propio avión, pero lo tiene en el aeródromo.

—Pero el aeródromo es suyo.

Brimson asintió con la cabeza.

—Bueno, la pista me la alquila el aeropuerto. Pero sí, todo esto es mío —añadió abriendo los brazos y sonriendo de nuevo.

—¿Cuánto tiempo hacía que conocía a Lee Herdman?

Brimson bajó los brazos y dejó de sonreír.

—Bastantes años.

—¿Puede ser más preciso?

—Casi desde que vino a vivir aquí.

—¿Unos seis años, entonces?

—Si usted lo dice. —Hizo una pausa—. Perdone, he olvidado su nombre.

—Sargento Clarke. ¿Eran amigos íntimos?

—¿Íntimos? —repitió Brimson encogiéndose de hombros—. Lee no establecía realmente «intimidad» con nadie. Quiero decir, sí, éramos amigos y nos veíamos, etcétera.

—¿Pero?

Brimson frunció el ceño, pensativo.

—Yo nunca llegué a saber qué es lo que tenía aquí —añadió tocándose la cabeza con el índice.

—¿Qué pensó cuando se enteró de los hechos?

Brimson se encogió de hombros.

—No me lo podía creer.

—¿Sabía que Herdman tenía una pistola?

—No.

—Sin embargo, le gustaban las armas.

—Es cierto… pero a mí nunca me enseñó ninguna.

—¿Nunca hablaron de armas?

—Nunca.

—¿De qué hablaban?

—De aviones, de barcos, del Ejército… Yo serví siete años en la RAF.

—¿De piloto?

Brimson negó con la cabeza.

—En aquella época casi no volaba. Era el especialista en electricidad, mantenía los aparatos en el aire. ¿Ha volado alguna vez? —añadió inclinándose sobre la mesa.

—Sólo en vacaciones.

Brimson esbozó una sonrisa.

—Me refiero a volar en un aparato como el de Charlie —dijo señalando con el pulgar hacia la ventana, a través de la cual se veía una avioneta rodando por la pista.

—Bastante tengo con el coche.

—Un avión es más fácil, créame.

—Ah, entonces, ¿todas esas esferas y palancas son para impresionar?

Brimson se echó a reír.

—Podríamos volar ahora mismo, ¿qué le parece?

—Señor Brimson…

—Doug.

—Señor Brimson, en este momento no tengo tiempo para clases de vuelo.

—¿Y mañana?

—Lo pensaré —respondió Siobhan sin poder contener una sonrisa al pensar que volando a mil pies sobre Edimburgo estaría a salvo de Gill Templer.

—Le encantará, se lo prometo.

—Ya veremos.

—Pero estará fuera de servicio, ¿no? Es decir, que podrá permitirse llamarme Doug. —Aguardó a que ella asintiera con la cabeza—. ¿Y cómo me permitiré llamarla yo, sargento Clarke?

—Siobhan.

—¿Es un nombre irlandés?

—Gaélico.

—Su acento no…

—No he venido aquí para hablar de mi acento.

Brimson levantó las manos en gesto de conciliación.

—¿Por qué no se presentó usted? —preguntó ella, pero Brimson no pareció entenderlo—. Después del suceso hubo amigos del señor Herdman que nos llamaron por si queríamos hablar con ellos.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Por un sinfín de razones.

Brimson reflexionó un instante.

—Yo no lo consideré necesario, Siobhan —dijo.

—Dejemos los nombres de pila de momento, ¿de acuerdo?

Él inclinó la cabeza hacia un lado a modo de disculpa. En ese momento se oyeron de repente ruidos de parásitos y voces transistorizadas.

—La torre de control —dijo él agachándose para bajar el volumen de la radio—. Es Charlie pidiendo un hueco. —Consultó el reloj—. A esta hora no habrá problema.

Siobhan oyó una voz que advertía al piloto que fuera con cuidado con un helicóptero que sobrevolaba el centro de la ciudad.

—Roger, control.

Brimson bajó aún más el volumen.

—Me gustaría volver en otro momento con un colega para que hable con usted —dijo Siobhan—. ¿Le parece bien?

Brimson se encogió de hombros.

—Ya ve lo poco ocupado que estoy. Sólo hay movimiento los fines de semana.

—Ojalá pudiera yo decir lo mismo.

—No me diga que no está ocupada los fines de semana. Una mujer guapa como usted…

—Me refería…

Él se echó a reír de nuevo.

—Lo decía en broma. Aunque veo que no lleva alianza —añadió señalando con la cabeza la mano izquierda de ella—. ¿Cree que yo estaría a la altura del DIC?

—Yo también me he fijado en que no lleva usted anillo.

—Soy soltero y sin compromiso. Mis amigos dicen que es porque tengo la cabeza en las nubes y allí no hay muchos bares para solteros —añadió señalando hacia arriba.

Siobhan sonrió y se dio cuenta de que estaba disfrutando de la conversación. Mala señal. Sabía que tenía que hacerle ciertas preguntas pero no acababa de centrarse.

—Entonces, hasta mañana quizá —dijo levantándose.

—¿Para su primera lección de vuelo?

—Para que hable con mi colega —replicó ella negando con la cabeza.

—Pero ¿vendrá usted también?

—Si puedo.

Brimson pareció conforme y dio la vuelta a la mesa con la mano tendida.

—Encantado de conocerla, Siobhan.

—Encantada, señor… —titubeó al ver que él levantaba un dedo—. Encantada, Doug.

—La acompaño —añadió él.

—No hace falta —replicó ella abriendo la puerta y deseando que entre ambos hubiera un poco más de distancia de la que él dejaba.

—¿En serio? Ah, entonces se le da bien abrir candados, ¿eh?

—Bastante bien —replicó ella recordando el de la puerta y siguiendo a Doug Brimson en el momento en que el aparato de Charlie llegaba al final de la pista y sus ruedas se despegaban del suelo.

—¿Te ha localizado ya Gill? —preguntó Siobhan por el móvil en el camino de vuelta a Edimburgo.

—Positivo —contestó Rebus—. Pero no me he escondido.

—Vale, ¿y en qué ha quedado la cosa?

—Estoy suspendido de servicio activo, pero Bobby no lo ve así. Quiere que continúe ayudándole.

—Lo que significa que sigues necesitándome, ¿no?

—Creo que ya puedo conducir si no hay más remedio.

—Pero no tienes por qué…

Rebus se echó a reír.

—Lo decía en broma, Siobhan. Sigue de chófer, si quieres.

—Estupendo, porque acabo de localizar a Brimson.

—Estoy impresionado. ¿Quién es?

—Tiene una escuela de vuelo en Turnhouse. —Hizo una pausa—. Fui a verle. Sí, ya sé que habría debido decírtelo, pero tu teléfono comunicaba.

—Ha ido a ver a Brimson —oyó que Rebus le decía a Hogan, que musitó algo en respuesta—. Bobby dice que habrías debido pedir permiso antes —añadió Rebus para Siobhan.

—¿Son exactamente esas sus palabras?

—En realidad, ha puesto los ojos en blanco y ha proferido ciertas palabrotas. He preferido darte mi versión.

—Gracias por no ofender mi candidez de doncella.

—Bueno, ¿qué le has sacado?

—Que era amigo de Herdman porque tienen un pasado en común, el Ejército y la RAF.

—¿Y de qué conoce a Robert Niles?

Siobhan se mordió el labio inferior.

—Se me olvidó preguntárselo, pero dije que volveríamos.

—Sí, claro, habrá que volver. ¿Qué te ha dicho en concreto?

—Que no sabía que Herdman tuviera armas ni se imagina por qué hizo eso en el colegio. ¿Y qué tal la visita a Niles?

—No ha servido para nada.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Nos veremos en Port Edgar. Tenemos que hablar largo y tendido con la señorita Teri. —Se hizo un silencio y Siobhan creyó que había perdido la cobertura, pero oyó que Rebus añadía—: ¿Hay algún mensaje más de nuestro amigo?

Se refería a las cartas, pero en presencia de Hogan no quería ser específico.

—Esta mañana me ha llegado otro.

—¿Ah, sí?

—Muy parecido al primero.

—¿Lo has enviado a Howdenhall?

—No lo he creído necesario.

—Bien. Quiero echarle un vistazo cuando nos veamos. ¿Cuánto tardarás?

—Quince minutos. ¿Apuestas algo?

—Cinco libras a que llegamos antes.

—Hecho —dijo Siobhan pisando el acelerador.

Unos instantes después se percató de que no sabía desde dónde hablaba Rebus.

Y tal como se imaginaba, se lo encontró esperándola en el aparcamiento del colegio Port Edgar recostado en el Passat de Hogan con los brazos cruzados.

—Has hecho trampa —dijo bajándose del coche.

—Tienes que ser cauta. Me debes cinco libras.

—Ni hablar.

—Aceptaste la apuesta, Siobhan. Una dama siempre paga.

Ella negó con la cabeza y metió la mano en el bolsillo.

—Por cierto, aquí está la carta —añadió sacando el sobre. Rebus tendió la mano—. Pero leerla cuesta cinco libras.

Él la miró.

—¿Por el privilegio de darte mi opinión de experto? —preguntó con el brazo estirado sin que ella le entregara el sobre—. De acuerdo, trato hecho —añadió al fin vencido por la curiosidad.

La leyó varias veces en el coche mientras ella conducía.

—Cinco libras tiradas —dijo al fin—. ¿Quién es Cody?

—Creo que significa Come On, Die Young, una canción sobre pandilleros americanos.

—¿Cómo lo sabes?

—Está en un disco de Mogwai. Te presté dos.

—Puede ser un nombre. Buffalo Bill, por ejemplo.

—¿Qué relación existe?

—No lo sé —contestó Rebus doblando la nota, examinando los pliegues y mirando dentro del sobre.

—Vaya Sherlock Holmes que estás hecho —comentó Siobhan.

—¿Qué más quieres que haga?

—Admitir tu derrota —replicó ella tendiendo la mano.

Rebus metió la nota en el sobre y se lo devolvió.

—Alégrame el día… ¿Será una referencia a Harry el Sucio?

—Eso creo —concedió Siobhan.

—Harry el Sucio era policía.

—¿Tú crees que es alguien del cuerpo? —preguntó ella mirándole.

—No me digas que no lo has pensado.

—Sí que lo he pensado —respondió Siobhan finalmente.

—Pero tendría que ser alguien que sepa que estás relacionada con Fairstone.

—Sí.

—Lo que reduce las posibilidades a dos personas: Templer y yo. —Hizo una pausa—. Y supongo que últimamente a ella no le has prestado discos.

Siobhan se encogió de hombros sin apartar la vista de la carretera. Permaneció callada un rato, igual que Rebus, que comprobó en su bloc una dirección, se inclinó en el asiento y dijo:

—Es aquí.

Long Rib House era una edificación estrecha enjalbegada con aspecto de antiguo establo de caballos. Constaba de una planta baja y otra abuhardillada cuyas ventanas sobresalían de la pendiente del tejado. Se accedía a ella a través de una gran puerta de madera que se abrió cuando Siobhan la empujó. Volvió a subir al coche y lo introdujo unos metros en el camino de acceso de grava. En el momento en que cerraba el portón se abrió la puerta de la casa y apareció un hombre. Rebus bajó del coche y se presentó.

—Y usted debe de ser el señor Cotter —aventuró.

—William Cotter —contestó el padre de la señorita Teri.

Era un hombre de poco más de cuarenta años con el pelo rapado a la moda. Estrechó la mano que Siobhan le tendía, pero no pareció molestarle que Rebus mantuviera las suyas enguantadas pegadas a los costados.

—Pasen —dijo.

Entraron en un vestíbulo largo alfombrado y decorado con cuadros y un antiguo reloj de pared. Había puertas cerradas a derecha e izquierda. Cotter les condujo al fondo y les hizo pasar a una zona de estar con cocina anexa, que parecía ser de construcción posterior, en la que había puertas cristaleras que daban a un patio, tras el cual se veía un amplio jardín trasero que limitaba con otra ampliación reciente de madera pero con múltiples ventanas que permitían ver lo que había dentro.

—Piscina cubierta. Debe de ser cómodo —musitó Rebus.

—Se usa más que si uno tiene que salir de casa —comentó risueño Cotter—. Bien, ¿en qué puedo ayudarles?

Rebus miró a Siobhan, que inspeccionaba aquel cuarto con sofá de cuero color crema en forma de L, tocadiscos Bang amp; Olufsser y televisor de pantalla plana con el sonido desconectado. Estaba viendo las cotizaciones de bolsa.

—Con quien queríamos hablar es con Teri —dijo Rebus.

—No se habrá metido en ningún lío, ¿verdad?

—En absoluto, señor Cotter. Se trata únicamente de ciertas preguntas de seguimiento sobre el caso de Port Edgar.

Cotter entrecerró los ojos.

—¿No podría ayudarles yo? —preguntó con ánimo de obtener más explicaciones.

Rebus había decidido sentarse en el sofá. Delante de él había una mesita de centro con periódicos abiertos por las páginas de economía, un móvil, unas gafas de media luna, una taza vacía, un bolígrafo y un bloc tamaño folio.

—¿Se dedica usted a los negocios, señor Cotter?

—En efecto.

—¿Le importa si le pregunto de qué clase de negocios?

—Negocios de capital-riesgo. —Hizo una pausa—. ¿Sabe lo que es? —añadió.

—¿Inversiones en cotizaciones en alza? —terció Siobhan mirando al jardín.

—Más o menos. Me dedico a asuntos de propiedad y trabajo con gente que tiene proyectos.

Rebus miró morosamente a su alrededor.

—Evidentemente no le va mal. —Hizo una pausa para que surtiera efecto el elogio—. ¿Está Teri en casa?

—No lo sé —contestó Cotter. Al ver la expresión de Rebus sonrió disculpándose—. Con Teri nunca se sabe. A veces está más callada que una tumba, llamo a su puerta y no contesta —añadió encogiéndose de hombros.

—A diferencia de la mayoría de los jóvenes.

Cotter asintió con la cabeza.

—Sí, esa es la impresión que me dio cuando la conocí —añadió Rebus.

—Ah, ¿ha hablado ya con ella? —preguntó Cotter. Rebus asintió con la cabeza—. ¿Y la ha visto con todas sus galas?

—Me imagino que al colegio no irá vestida así.

Cotter negó con la cabeza.

—No les permiten llevar ni piercings en la nariz. El doctor Fogg es muy estricto en ese sentido.

—¿No podríamos llamar a su cuarto a ver si está? —preguntó Siobhan volviéndose hacia Cotter.

—Sí, ¿por qué no? —contestó él.

Le siguieron por el pasillo hasta un tramo corto de escalera que desembocaba en otro largo pasillo estrecho sin puertas de transición, pero con habitaciones a los lados. También estaban las puertas cerradas.

—¿Estás ahí, Teri, cariño? —dijo Cotter al salvar el último escalón.

Pareció avergonzarse al pronunciar lo de «cariño», y Rebus pensó que su hija le tenía prohibido llamarla con ese apelativo. Ante la última puerta Cotter arrimó el oído antes de llamar suavemente con los nudillos.

—A lo mejor está dormida —dijo en voz baja.

—¿Me permite? —preguntó Rebus, y sin aguardar la respuesta hizo girar el pomo y abrió.

El cuarto estaba a oscuras y con las cortinas de gasa negra echadas. Cotter encendió la luz y vieron velas por todas partes: velas negras derretidas en su mayoría. Había carteles y láminas en las paredes, y Rebus reconoció algunas de H. R. Giger, a quien él conocía como diseñador por la portada de un disco de ELP. El escenario era una especie de infierno de acero inoxidable. El resto de las imágenes eran también composiciones macabras.

—Ah, los adolescentes… —fue el comentario del padre.

Había libros de Poppy Z. Rite y de Ann Rice. Otro titulado Las puertas de Jano cuyo autor era Ian Brady, el Asesino del Páramo. Abundaban los cedés de grupos estridentes. Las sábanas de la cama eran negras, igual que el reluciente edredón. Las paredes eran de color carne y el techo estaba dividido en cuatro cuadrados, dos negros y dos rojos. Siobhan se acercó a una mesita en la que había un ordenador, que le pareció de gran calidad, con pantalla plana, DVD, escáner y cámara conectada a la Red.

—Me imagino que no los hacen negros —dijo pensativa.

—Si no, Teri lo tendría —apostilló Cotter.

—Yo a su edad —dijo Rebus— los únicos góticos que conocía eran los pubs.

Cotter se echó a reír.

—Es verdad, los Gothenburgs. ¿Eran pubs comunales, verdad?

Rebus asintió con la cabeza.

—A menos que se haya escondido debajo de la cama, creo que no está. ¿Tiene usted idea de dónde podemos encontrarla?

—Si quiere, la llamo al móvil…

—¿No será este? —preguntó Siobhan cogiendo un pequeño aparato negro reluciente.

—Sí, ese es —contestó Cotter.

—No es muy propio de una jovencita dejarse el móvil en casa —comentó Siobhan pensativa.

—Ya, pero es que su madre a veces… —añadió Cotter balanceando los hombros algo violento.

—Su madre, ¿qué?, señor —insistió Rebus.

—Su madre la controla bastante, ¿no es eso? —terció Siobhan.

Cotter asintió con la cabeza aliviado por no haber tenido que decirlo él.

—Si no tienen prisa, pueden esperar hasta que vuelva —añadió el hombre.

—Será mejor que acabemos cuanto antes, señor Cotter —dijo Rebus.

—Ah.

—Ya sabe usted eso de que el tiempo es oro; supongo que estará de acuerdo.

Cotter asintió con la cabeza.

—Bien, en ese caso, vayan a ver si la encuentran en Cockburn Street. A veces se reúne allí con sus amigos.

—Podríamos haberlo pensado —dijo Rebus mirando a Siobhan, que hizo un gesto de asentimiento con la boca.

Cockburn Street era una calle que serpenteaba entre la Royal Mile y la estación Waverley y siempre había gozado de mala fama. Décadas atrás había sido centro de reunión de hippies y mendigos, mercadillo de camisetas de algodón con dibujos desteñidos y papel de fumar. Rebus iba por entonces a una buena tienda de discos de segunda mano totalmente ajeno a los puestos de ropa. Ahora, las nuevas culturas alternativas eran el centro de atracción del lugar, que bien merecía un paseo para quienes sintieran curiosidad por los macabros y los colocados.

Mientras cruzaban el pasillo, Rebus advirtió que en una puerta había una pequeña placa de porcelana que rezaba: CUARTO DE STUART, y se detuvo ante ella.

—¿Su hijo?

Cotter asintió despacio con la cabeza.

—Charlotte, mi mujer… desde el accidente, la conserva tal como estaba —dijo.

—No hay de qué avergonzarse, señor —comentó Siobhan al ver su embarazo.

—No, claro.

—Dígame una cosa —añadió Rebus—. ¿Esta fase gótica de Teri empezó antes o después de que muriera su hermano?

—Poco después —contestó Cotter mirándole.

—¿Estaban muy unidos? —añadió Rebus.

—Creo que sí. Pero no entiendo qué tiene eso que ver…

Rebus se encogió de hombros.

—Era simple curiosidad —dijo—. Perdone; es deformación profesional.

Cotter pareció aceptar la explicación y comenzó a bajar la escalera.

—Yo compro allí cedés —dijo Siobhan ya en el coche camino de Cockburn Street.

—Yo también —dijo Rebus.

Y también había visto a menudo a los góticos, que ocupaban casi toda la acera y se sentaban en la escalinata lateral del antiguo edificio del Scotsman, se pasaban cigarrillos e intercambiaban información sobre los nuevos grupos musicales. Comenzaban a reunirse después de las horas de clase, algunos después de quitarse el uniforme y ataviados con el negro de rigor, maquillados y con baratijas llamativas, todos ellos esperando integrarse en el grupo y distinguirse a la vez. El problema era que en los tiempos actuales costaba más llamar la atención. Años atrás se conseguía llevando el pelo largo. Después llegó el glam y a continuación, su hijo bastardo, el punk. Rebus recordaba un sábado de antaño en que yendo a comprar discos, al tomar la cuesta de Cockburn Street, se cruzó con sus primeros punks: desgarbados y despreciativos, crestas y cadenas. Una mujer de mediana edad que caminaba detrás de él sin poder contenerse les reprendió: «¿Es que no podéis ir como seres humanos?», para regocijo de los punks, probablemente.

—Podríamos aparcar al final de la calle y subir —dijo Siobhan ya cerca de Cockburn Street.

—Es mejor aparcar arriba y bajar —replicó Rebus.

Tuvieron suerte porque salía un coche de un hueco en el momento en que ellos llegaban y dejaron el suyo en la misma Cockburn Street, a pocos metros de un grupo de góticos.

—Bingo —dijo Rebus al ver a la señorita Teri en animada conversación con dos amigos.

—Tendrás que bajar tú antes —dijo Siobhan.

Rebus miró y vio que a ella le impedían hacerlo unas bolsas de basura amontonadas en la acera. Se apeó y sujetó la portezuela para que Siobhan pasara a su asiento y saliera. En ese momento, notó que corría gente por la acera y advirtió que cogían una bolsa de basura. Levantó la vista y vio cinco jóvenes que pasaban a la carrera junto al coche, con parkas con capucha y gorras de béisbol. Uno de ellos lanzó hacia el grupo de góticos la bolsa de basura, que reventó esparciendo su contenido. Se oyeron gritos y chillidos. Hubo intercambio de puntapiés y puñetazos. Uno de los góticos cayó de bruces por la escalinata y otro echó a correr haciendo regates y salió a la calzada donde un taxi estuvo a punto de atropellarle. Los peatones se detenían alarmados dando voces. Y los comerciantes se asomaban a la puerta de sus establecimientos. Alguien gritó que llamaran a la policía.

La reyerta se generalizó y los jóvenes, dándose empujones, chocaban contra los escaparates y se agarraban del cuello. Eran cinco agresores contra doce góticos, pero los pendencieros eran fuertes y brutales. Siobhan echó a correr para contener a uno de ellos y Rebus vio que la señorita Teri se ponía a salvo dentro de una tienda y cerraba la puerta. Como era de cristal, su perseguidor miró alrededor buscando algún proyectil para lanzarlo. Rebus aspiró aire y gritó:

—¡Rab Fisher! ¡Rab, ven aquí! —El interpelado se detuvo y miró a Rebus, que alzó su mano enguantada—. ¿Te acuerdas de mí, Rab?

Rab Fisher torció el gesto. Otro de los pandilleros reconoció a Rebus, gritó «¡Polis!» y los Perdidos se juntaron en medio de la calzada con el pecho palpitante y jadeantes.

—¿Qué, muchachos, estáis haciendo méritos para ese viajecito a Saughton? —dijo Rebus en voz alta dando un paso hacia el grupo.

Cuatro echaron a correr cuesta abajo. Rab Fisher, haciéndose el valentón, antes de seguir a sus compañeros daba una patada en la puerta de cristal. Siobhan ayudó a levantarse a una pareja de góticos que comprobaban si tenían heridas. No había habido navajas ni proyectiles, lo que había recibido una paliza era el orgullo. Rebus se acercó a la puerta de cristal y vio en el interior la señorita Teri junto a una señora con bata blanca de médico o farmacéutica. Al advertir en el local una serie de cabinas resplandecientes, comprendió que se trataba de un salón de bronceado que le pareció recién instalado. La mujer acarició el pelo a Teri y esta se apartó huraña. Rebus entró en el establecimiento.

—Teri, ¿te acuerdas de mí? —dijo.

La joven le miró y asintió con la cabeza.

—Sí, es el policía del otro día.

Rebus tendió la mano a la mujer.

—Usted debe de ser la madre de Teri. Soy el inspector Rebus.

—Charlotte Cotter —dijo la mujer estrechándole la mano.

Tendría cerca de treinta y tantos años, una espesa melena ondulada de color rubio ceniza y un rostro ligeramente bronceado, casi brillante. Rebus no acababa de encontrar parecido físico entre ambas y, de no haber sabido el parentesco, casi habría pensado que eran más o menos de la misma edad, no hermanas sino primas quizás. La madre era unos tres centímetros más baja que la hija, más delgada y de aspecto distinguido. Rebus supo en ese momento quién de los Cotter hacía más uso de la piscina cubierta.

—¿Qué ha sido ese jaleo? —preguntó Rebus a Teri.

—Nada —contestó la jovencita encogiéndose de hombros.

—¿Os molesta mucho esa gente?

—No dejan de molestarles —terció la madre para indignación de su hija—. Les insultan y a veces suceden cosas peores.

—Tú qué sabes —protestó Teri.

—Lo veo.

—¿Es que has abierto este negocio para vigilarme? —añadió la joven jugueteando con la cadena de oro que llevaba al cuello.

Rebus advirtió que la adornaba un diamante.

—Teri —replicó la madre con un suspiro—, lo que quiero decir…

—Me voy —musitó la hija.

—Un momento —dijo Rebus—. ¿Podemos hablar antes?

—¡No voy a presentar denuncia!

—¿No ve usted qué tozuda es? —dijo Charlotte Cotter exasperada—. Inspector, oí que llamaba a voces por su nombre a uno de esos gamberros. ¿Los conoce usted? ¿No podría detenerlos?

—No creo que sirviera de nada, señora Cotter.

—Pero ¿no ha visto lo que han hecho?

Rebus asintió con la cabeza.

—Y les he dado un aviso. Creo que con eso bastará. Bien, el caso es que no pasaba por aquí por casualidad; quería hablar con Teri.

—¿Ah, sí?

—Pues venga conmigo —dijo Teri agarrando a Rebus del brazo—. Perdona, mamá, voy a colaborar con la policía en la investigación.

—Teri, espera…

Pero fue inútil; Charlotte Cotter vio cómo su hija arrastraba al inspector a la calle hacia el grupo en el que ya se iban calmando los ánimos. Se enseñaban unos a otros las contusiones. Un muchacho olía las solapas de su gabardina negra y arrugaba la nariz pensando que iba a tener que darle un buen lavado. Habían recogido la basura esparcida de la bolsa, y Rebus pensó que sería principalmente obra de Siobhan que en aquel momento miraba buscando alguien que la ayudara a meterla en otra nueva que había traído un tendero.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Teri.

Sonrieron y asintieron con la cabeza, y a Rebus le pareció que disfrutaban. Otra vez víctimas, y felices por su suerte. Igual que en la escena de los punks y aquella mujer mayor, habían llamado la atención y ahora era un grupo con más cosas que compartir y batallitas que contar. Otros chicos con uniforme de colegio que volvían a casa se habían parado a escucharles. Rebus llevó a Teri calle arriba hasta el primer pub que encontró.

—¡No servimos a gente como ella! —espetó la mujer de la barra.

—Sí si viene conmigo —replicó Rebus.

—Pero es menor —insistió la mujer.

—Tomará un refresco. ¿De qué lo quieres? —añadió volviéndose hacia Teri.

—De vodka y tónica.

Rebus sonrió.

—Sírvale una Coca-Cola y a mí un Laphroaig con muy poca agua.

Pagó las consumiciones, capaz ya de manejar calderilla y sacar billetes del bolsillo.

—¿Qué tal las manos? —preguntó Teri Cotter.

—Bien —contestó él—. Pero lleva tú las bebidas a la mesa.

Mientras encontraban una y se acomodaban, varios clientes les miraron indiscretamente. El recibimiento pareció halagar a Teri, que le dirigió un beso a uno de ellos que respondió con un aspaviento de desdén y apartó la vista.

—Si me montas aquí un jaleo, te dejo sola —dijo Rebus.

—Sé defenderme.

—Sí, ya te he visto refugiarte en las faldas de mamá en cuanto aparecieron los Perdidos.

Ella le miró furiosa.

—Por cierto que es una buena estrategia —añadió Rebus—. Hay que defender lo de más valor, como se dice. ¿Es cierto lo que afirma tu madre de que estos incidentes son frecuentes?

—No tanto como ella cree.

—¿Y, a pesar de ello, seguís viniendo a Cockburn Street?

—¿Por qué no íbamos a volver?

Rebus se encogió de hombros.

—Por nada, claro, un poco de masoquismo no hace mal a nadie.

Ella le miró, sonrió y bajo la vista al vaso.

—Salud —dijo Rebus alzando el suyo.

—Esa cita no es exacta —dijo ella—. Lo de más valor es la discreción. Shakespeare, Enrique IV, acto primero.

—No se puede decir que tú y tus amigos seáis precisamente discretos.

—Yo procuro no serlo.

—Y lo haces muy bien. Cuando te mencioné a los Perdidos no me pareció que te sorprendieras. ¿Los conoces?

La joven volvió a bajar la vista y el pelo cubrió parte de su rostro mientras acariciaba el vaso con los dedos con las uñas pintadas de negro. Tenía manos y muñecas finas.

—¿Tiene un cigarrillo? —dijo.

—Enciende dos —dijo Rebus sacando la cajetilla del bolsillo.

Ella le puso en la boca el pitillo encendido.

—La gente hará comentarios —dijo expulsando el humo.

—Lo dudo, señorita Teri —replicó Rebus.

Vio abrirse la puerta y Siobhan entró. Al verle levantó las manos y señaló con la cabeza a los servicios para decirle que iba a lavárselas.

—Te gusta ser una inadaptada, ¿verdad? —preguntó Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Y por eso te gustaba Lee Herdman, porque él también era un inadaptado? —Ella le miró—. Encontramos una foto tuya en su piso. De lo cual deduzco que le conocías.

—Le conocía. ¿Me enseña la foto?

Rebus sacó del bolsillo la bolsita de plástico transparente que protegía la foto.

—¿Dónde está hecha? —preguntó.

—Aquí mismo —contestó ella señalando hacia la calle.

—Le conocías muy bien, ¿verdad?

—Es que le gustábamos. Me refiero a los góticos. Aunque nunca entendí por qué.

—Él daba bastantes fiestas, ¿verdad? —añadió Rebus, recordando los discos del piso de Herdman, entre los que había música de baile gótica.

Teri asintió con la cabeza, conteniendo las lágrimas.

—Sí, algunos solíamos ir a su piso —contestó—. ¿Dónde la encontró? —preguntó cogiendo la foto de la mesa.

—Dentro de un libro que estaba leyendo.

—¿Cuál?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Por nada —respondió ella encogiéndose de hombros.

—Era una biografía, creo. Un soldado que acabó haciendo lo mismo que él.

—¿Cree que es una pista?

—¿Una pista?

—Que explique por qué se mató.

—Tal vez. ¿Conociste alguna vez a algún amigo suyo?

—No creo que tuviera muchos amigos.

—¿A Doug Brimson? —preguntó Siobhan, que se sentó con ellos.

—Sí, le conozco —respondió Teri con un temblor de labios.

—No lo dices con mucho entusiasmo —comentó Rebus.

—Y que lo diga.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Siobhan intrigada y algo picada, como advirtió Rebus.

Teri se encogió de hombros.

—Los dos chicos que murieron —preguntó Rebus—, ¿los viste en alguna de sus fiestas?

—Imposible.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él.

—Que tenían otro estilo —respondió ella mirándole—. Les gustaba el jazz, el rugby y eso de los cadetes —añadió como si fuera una explicación definitiva.

—¿Hablaba Lee alguna vez de sus años en el Ejército?

—No mucho.

—¿Pero le preguntaste? —Ella asintió despacio con la cabeza—. ¿Y sabías que le gustaban las armas?

—Sabía que tenía fotos… —respondió ella, pero inmediatamente se mordió el labio.

—En el armario, detrás de la puerta —añadió Siobhan—. Un detalle que no todo el mundo conoce, Teri.

—¡Eso no significa nada! —replicó la joven alzando la voz.

Jugueteaba otra vez con la cadenita.

—No estamos en un juicio, Teri —terció Rebus—. Simplemente tratamos de averiguar qué le impulsó a hacer lo que hizo.

—¿Cómo voy a saberlo yo?

—Porque tú le conocías y no hay mucha gente que le conociera.

—Él nunca me contaba nada —replicó Teri negando con la cabeza—. Él era así, tenía secretos, pero jamás pensé que…

—¿No?

La joven miró a Rebus sin decir palabra.

—Teri, ¿no te enseñó nunca un arma?

—No.

—¿Ni te insinuó que tenía una?

La joven negó con la cabeza.

—Dices que nunca se sinceraba contigo… ¿y lo contrario?

—¿Cómo lo contrario?

—¿Te preguntaba cosas a ti? Tal vez tú le hablaste de tu familia…

—Puede.

—Teri —añadió Rebus inclinándose sobre la mesa—, sentimos lo de tu hermano.

—Tal vez le contaste a Lee Herdman lo del accidente —insistió Siobhan, inclinándose también.

—O alguno de tus amigos —añadió Rebus.

Teri se sentía arrinconada. No había escapatoria a sus miradas y sus preguntas. Dejó la foto en la mesa y centró en ella su atención.

—Esta no la hizo Lee —dijo como si tratara de cambiar de tema.

—¿Hay alguien más con quien deberíamos hablar, Teri? —preguntó Rebus—. ¿Otras personas que fueran a los guateques?

—No quiero seguir contestando.

—¿Por qué no? —inquirió Siobhan frunciendo el ceño como si realmente le sorprendiera.

—Porque no.

—Si nos dices nombres de otras personas con quienes podamos hablar, te librarás de nosotros… —añadió Rebus.

Teri Cotter permaneció un instante sentada y luego se puso de pronto de pie, se subió al asiento y, pisando en la mesa, saltó al suelo haciendo ondear las gasas negras de su falda. Llegó hasta la puerta sin volver la cabeza, la abrió y salió cerrando con un portazo. Rebus miró a Siobhan y sonrió sin ganas.

—Tiene su estilo, la chica —comentó.

—La hemos asustado —dijo Siobhan— en cuanto mencionamos la muerte de su hermano.

—Quizá porque le quería mucho —replicó Rebus—. No estás otra vez con la teoría del asesinato, ¿verdad?

—De todos modos —dijo Siobhan—, hay algo que…

La puerta se abrió de nuevo y Teri Cotter se acercó rápido a la mesa, se apoyó en ella con las manos y arrimó el rostro al de sus inquisidores.

—James Bell —espetó entre dientes—. ¿No querían nombres? Pues ahí tienen uno.

—¿Iba a las fiestas de Herdman? —preguntó Rebus.

Teri Cotter asintió con la cabeza y luego se volvió a marchar. Los clientes habituales la miraron salir, menearon la cabeza y volvieron a centrarse en sus consumiciones.

—En esa cinta del interrogatorio que escuchamos —dijo Rebus—, ¿qué es lo que dijo James Bell de Herdman?

—Que lo conocía de hacer esquí acuático o algo así.

—Ya, pero me refiero al modo de expresarlo; creo que dijo «Coincidimos socialmente» o algo así.

Siobhan asintió con la cabeza.

—Tendríamos que haberlo anotarlo —dijo.

—Tenemos que hablar con él.

Siobhan asintió otra vez con la cabeza sin levantar la mirada de la mesa. Luego miró debajo.

—¿Has perdido algo? —preguntó Rebus.

—Yo no, tú sí.

Rebus miró la mesa y comprendió: Teri Cotter les había quitado la fotografía.

—¿Crees que volvió para eso? —preguntó Siobhan.

Rebus se encogió de hombros.

—Me imagino que considera esa foto propiedad suya… un recuerdo del hombre que ha perdido.

—¿Crees que eran amantes?

—Cosas más raras se han visto.

—En ese caso…

Pero Rebus negó con la cabeza.

—¿Servirse de sus ardides de mujer para inducir a Herdman al asesinato? Por favor, Siobhan…

—Cosas más raras se han visto —repitió ella.

—Hablando de eso, ¿vas a invitarme? —dijo él alzando su vaso vacío.

—De eso nada —replicó ella levantándose.

Rebus la siguió mohíno fuera del bar. Siobhan estaba junto al coche, parecía paralizada por algo. Rebus no veía nada digno de particular en los alrededores. Los góticos continuaban hablando en grupos, con excepción de Teri. Tampoco había rastro de los Perdidos. Los turistas se paraban para hacerse fotos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Ella señaló con la cabeza un coche aparcado en la acera de enfrente.

—Creo que es el Land Rover de Brimson —contestó.

—¿Estás segura?

—Vi uno igual cuando fui a Turnhouse —añadió ella mirando la calle de arriba abajo.

No se veía a Brimson por ninguna parte.

—Está mucho más viejo que mi Saab —comentó Rebus.

—Sí, pero tú no tienes un Jaguar en el garaje de tu casa.

—¿Tiene un Jaguar y usa ese Land Rover para el arrastre?

—Sí, desde luego es ilustrativo… los niños y sus juguetes —dijo ella mirando otra vez la calle—. ¿Dónde estará?

—A lo mejor te está acosando —añadió Rebus, pero al ver la cara que ella ponía se disculpó encogiéndose de hombros.

Siobhan volvió a mirar el coche intrigada y convencida de que era el de Brimson. Sería pura coincidencia, pensó.

Coincidencia.

De todos modos, anotó la matrícula.