ALÉGRAME EL DÍA (C. O. D. Y.).
Siobhan volvió a mirar la nota. Era la misma caligrafía que la del día anterior, estaba segura. Era correo normal, pero había llegado en un día. La dirección de St Leonard era exacta, hasta el código postal. Esta vez no había ningún nombre, pero no hacía falta, ¿verdad? Precisamente era lo que pretendía el autor.
¿Lo de «Alégrame el día» sería una referencia a Harry el Sucio de Clint Eastwood? ¿A quién conocía que se llamara Harry? A nadie. No estaba segura de que tuviera que desentrañar el significado de C. O. D. Y., pero de pronto comprendió lo que quería decir: Come On, Die Young[1]; lo sabía porque era el título de un disco de Mogwai que había comprado no hacía mucho. Un tema sobre pandilleros grafiteros americanos o algo así. Aparte de ella, ¿a quién conocía que le gustara Mogwai? Ella le había prestado a Rebus dos cedés hacía dos meses pero, aparte de eso, nadie en la comisaría conocía sus gustos musicales. Grant Hood había ido a su piso algunas veces… y Eric Bain también. Quizá no tenía por qué significar nada, o era otra cosa menos obvia. Suponía que la mayoría de los seguidores del grupo era gente más joven que ella, adolescentes o veinteañeros. Y probablemente varones. Mogwai hacía música instrumental y mezclaba guitarras con ruidos estridentes. En aquel momento no recordaba si Rebus le había devuelto los cedés. ¿Sería uno de ellos Come On, Die Young?
Sin darse cuenta se había apartado de su mesa para acercarse a la ventana y mirar hacia St Leonard’s Lane. En el DIC no quedaba nadie; habían concluido ya los interrogatorios relacionados con el caso de Port Edgar. Había que hacer las transcripciones y la recopilación, introducir todos los datos en el sistema informático y comprobar si la tecnología lograba establecer conexiones que hubieran escapado a la capacidad de los mortales.
El autor de la carta quería que le hiciera feliz. ¿A él? Volvió a examinar la escritura. Tal vez un perito pudiera determinar si era una caligrafía masculina o femenina. Sospechaba que el autor había desfigurado su modo de escribir y por eso era una letra tan garabateada. Volvió a su mesa y llamó a Ray Duff.
—Ray, soy Siobhan. ¿Puedes decirme algo?
—Buenos días, sargento Clarke. ¿No te dije que te llamaría en cuanto encontrara algo, si lo encontraba?
—O sea ¿que no has descubierto nada?
—O sea, que estoy de trabajo hasta el cuello. O sea, que no he tenido tiempo de hacer nada respecto a tu carta, por lo que sólo puedo presentarte mis disculpas y alegar que soy un simple ser humano.
—Perdona, Ray —dijo ella con un suspiro pellizcándose el puente de la nariz.
—¿Has recibido otra?
—Sí.
—¿Una ayer y otra hoy?
—Exacto.
—¿Me la vas a enviar?
—Creo que me quedaré con esta, Ray.
—Te llamaré en cuanto tenga algo.
—Ya lo sé. Perdona que te haya molestado.
—Siobhan, habla con alguien.
—Ya lo he hecho. Adiós, Ray.
Cortó la comunicación y llamó a Rebus al móvil, pero no contestaba. No se molestó en dejarle un mensaje. Dobló el papel, volvió a meterlo en el sobre y se lo guardó en el bolsillo. Tenía encima de su mesa el portátil de un adolescente muerto: su tarea de aquel día. El ordenador guardaba más de cien archivos; algunos serían programas, pero la mayoría eran documentos creados por Derek Renshaw. Ya había examinado algunos —correspondencia y deberes del colegio—, pero no había nada sobre el accidente de coche en el que había muerto su amigo. Parecía estar diseñando una fanzine de jazz. Había páginas maquetadas y fotos escaneadas, algunas bajadas de la Red. Derek tenía mucho entusiasmo, pero redactar no era su fuerte: «Miles fue un innovador, desde luego, pero luego fue más bien un cazatalentos que dio oportunidades a muchos noveles pensando en que algo se le pegaría…». Esperaba que Miles hubiera sido capaz de quitarse lo que se le había pegado, pensó Siobhan. Se sentó ante el portátil y lo contempló tratando de concentrarse. No paraba de darle vueltas en la cabeza a la palabra C. O. D. Y.; quizá fuese una pista… que conducía a alguien con ese apellido. No creía conocer a nadie que se apellidara Cody, pero por un instante tuvo la idea absurda de que Fairstone estaba vivo y que el cadáver calcinado era el de un tal Cody. Desechó aquella idea, inspiró hondo y decidió ponerse a trabajar.
Y se dio contra una pared. No podía entrar en el correo electrónico de Derek Renshaw sin la contraseña. Cogió el teléfono y llamó a South Queensferry, agradecida de que contestara la hermana en vez del padre.
—Kate, soy Siobhan Clarke.
—Sí.
—Tengo aquí el ordenador de Derek.
—Me lo ha dicho mi padre.
—El caso es que se me olvidó preguntar la contraseña.
—¿Para qué la necesita?
—Para ver los últimos mensajes en la bandeja de entrada del correo electrónico.
—¿Por qué?
La joven replicaba en tono exasperado, como con ganas de interrumpir la conversación.
—Porque es nuestro trabajo, Kate. —Se hizo un silencio—. ¿Kate?
—¿Qué?
—Pensaba que me habías colgado.
—Ah… de acuerdo.
Se cortó la comunicación. Kate Renshaw acababa de colgar. Siobhan lanzó una maldición para sus adentros y decidió intentarlo más tarde o decirle a Rebus que lo hiciera él. Al fin y al cabo, era de la familia. Por otra parte, tenía la carpeta con los mensajes antiguos de Derek y para eso no necesitaba contraseña. Descubrió que el joven había guardado los mensajes de cuatro años. Esperaba que hubiera sido cuidadoso y hubiese limpiado toda la basura. Llevaba cinco minutos revisándolos y ya estaba aburrida de encontrar últimos resultados deportivos y crónicas de partidos de rugby cuando sonó el teléfono. Era Kate Renshaw.
—Lo siento mucho —dijo la voz.
—No te preocupes. No pasa nada.
—Sí que pasa. Usted sólo intentaba hacer su trabajo.
—Eso no significa que a ti tenga que gustarte. Si te digo la verdad, a mí hay veces que tampoco me gusta.
—La contraseña es Miles.
Naturalmente. No habría tardado ni cinco minutos en deducirlo.
—Gracias, Kate.
—A Derek le gustaba mucho conectarse. Al principio papá se quejaba de las facturas de teléfono.
—Supongo que Derek y tú estaríais bastante unidos, ¿no?
—Pues sí.
—No todos los chicos revelan la contraseña a su hermana.
Se oyó un resoplido, como una risita sarcástica.
—Es que la adiviné; la acerté a la tercera. Él tenía que adivinar la mía y yo la suya.
—¿Y te la adivinó?
—Estuvo varios días dándome la lata, cada poco venía con nuevas ideas.
Siobhan apoyó el codo en su propio ordenador y dejó descansar la cabeza en el puño. A lo mejor se prolongaba la conversación, porque Kate necesitaba hablar de sus recuerdos de Derek.
—¿Teníais los mismos gustos musicales?
—Qué va. La música que a él le gustaba es esa de mirarse el ombligo. Él se pasaba horas en su cuarto, y si entrabas te lo encontraba con las piernas cruzadas en la cama y la cabeza en las nubes. Intenté llevarlo a alguna discoteca, pero me dijo que le deprimían. —Otro sonido despectivo—. Bueno, cada cual tiene sus gustos. ¿Sabe que una vez le dieron una paliza?
—¿Dónde?
—En el centro, y creo que fue cuando empezó a no salir mucho de casa. Fueron unos chicos con quienes se tropezó a los que no les gustó su acento «pijo». Hay muchos de esos, ¿sabe? Dicen que somos esnobs y que nuestros padres son unos ricachos de mierda que nos pagan el colegio. Lo que sucede es que ellos son de barrios pobres y casi todos acaban en el paro y ahí empieza todo.
—¿Qué es lo que empieza?
—La agresividad. Recuerdo que en mi último curso en Port Edgar recibimos una carta «recomendándonos» no ir de uniforme por la ciudad si no íbamos en una excursión del colegio. —Lanzó un profundo suspiro—. Mis padres se privaron de todo para que nosotros pudiéramos ir a un colegio de pago y, mire por dónde, quizá fue eso el motivo de su ruptura.
—No lo creo, Kate.
—Muchas de sus peleas eran por cuestiones de dinero.
—De todos modos…
Se hizo un silencio.
—He estado buscando en internet, mirando cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—De todo… para intentar figurarme por qué lo hizo.
—¿Te refieres a Lee Herdman?
—Hay un libro escrito por un americano; un psiquiatra o algo así. ¿Sabe cómo se titula?
—¿Cómo?
—Los hombres malos hacen lo que los buenos sueñan. ¿Cree que es cierto?
—Tendría que leer el libro.
—Creo que lo que dice es que todos llevamos dentro el potencial de… bueno, ya sabe…
—No, de eso no sé nada —replicó Siobhan, que no había dejado de pensar en Derek Renshaw.
Lo de la paliza tampoco aparecía en los archivos del ordenador. Tenía muchos secretos.
—Kate, ¿puedo preguntarte una cosa?
—¿Qué?
—Derek no estaba deprimido ni nada así, ¿verdad? Quiero decir que le gustaba el deporte, los partidos…
—Sí, pero cuando volvía a casa…
—¿Prefería meterse en su cuarto? —preguntó Siobhan.
—Sí, a oír jazz y a navegar.
—¿Tenía algunos sitios concretos preferidos?
—Entraba en un par de chats.
—¿Sobre deportes y jazz?
—Ha dado en el clavo. —Hizo una pausa—. ¿Recuerda aquello que le dije sobre los padres de Stuart Cotter?
Stuart Cotter era la víctima del accidente de coche.
—Sí —contestó Siobhan.
—¿Pensó usted que estaba loca? —añadió Kate en tono más suave.
—No te preocupes; lo investigaremos.
—Escuche, lo dije por decir. En realidad, no creo que los padres de Stuart fueran capaces de una cosa así.
—Comprendo, Kate. —Volvió a hacerse un largo silencio—. ¿Me has vuelto a colgar?
—No.
—¿Quieres hablar de alguna otra cosa?
—No, usted tiene trabajo.
—Pero puedes llamar cuando quieras, Kate. En cualquier momento que tengas ganas de hablar.
—Gracias, Siobhan. Es muy amable.
—Adiós, Kate.
Siobhan cortó la comunicación y volvió a centrarse en la pantalla. Palpó con la palma de la mano el bolsillo de la chaqueta y tocó el sobre.
C. O. D. Y.
De pronto no le pareció tan importante.
Se puso a trabajar de nuevo; enchufó el portátil a una línea telefónica y utilizó la contraseña de Derek para acceder a un montón de mensajes nuevos, basura en su mayor parte o resultados deportivos. Había algunos firmados con nombres que reconoció por los antiguos archivos. Amigos de todo el mundo que compartían sus gustos y que Derek probablemente conocía únicamente a través de la red. Amigos que no sabían que él había muerto.
Enderezó la espalda y sintió crujir las vértebras. Tenía el cuello rígido y vio, al mirar el reloj, que ya pasaba de la hora del almuerzo. Aunque no tenía hambre, debía tomar algo. Lo que verdaderamente le apetecía era un espresso doble, quizá con chocolate. La combinación de azúcar y cafeína que hace que el mundo siga en marcha.
«No pienso ceder a la tentación», pensó. Iría al Cobertizo de Máquinas, donde servían comidas orgánicas e infusiones. Cogió un libro de bolsillo y el móvil del bolso, que guardó en el cajón inferior de la mesa.
Cerró con llave. Nunca se toman bastantes precauciones en una comisaría. El libro era una crítica sobre la música rock escrito por una poeta novel, y hacía tiempo que quería terminar de leerlo. Cuando ella salía del DIC entraba Hi-Ho Silvers.
—George, me voy a almorzar —dijo.
—¿Te importa que te acompañe? —preguntó él mirando la oficina vacía.
—Lo siento, George, pero tengo una cita —dijo, mintiendo alegremente—. Además, alguien tiene que vigilar el fuerte.
Bajó la escalera y salió de la comisaría por la puerta principal para dar la vuelta hacia St Leonard’s Lane. Iba mirando la pantalla del móvil por si había mensajes cuando sintió una pesada mano en el hombro y una voz profunda que graznaba: «Hola». Giró sobre sus talones, dejando caer el libro y el móvil, y agarró con fuerza una muñeca retorciéndola hacia abajo para obligar al agresor a caer de rodillas.
—¡La puta que me…! —exclamó el hombre casi sin respiración.
Siobhan sólo le veía la parte superior de la cabeza. Pelo corto peinado con algunos mechones en punta; vestía un traje marengo y era un tipo fuerte pero no alto.
No era Martin Fairstone.
—¿Quién es usted? —le preguntó entre dientes, sin soltarle la muñeca pegada a la espalda.
Oyó que se abrían y cerraban las portezuelas de algunos coches y vio que un hombre y una mujer se acercaban corriendo.
—Sólo quería hablar con usted. Soy periodista. Me llamo Holly… Steve Holly —farfulló el desconocido.
Siobhan le soltó y Holly se sujetó el brazo dolorido mientras se levantaba.
—¿Qué sucede? —preguntó la mujer.
Siobhan vio que era Whiteread, la investigadora del Ejército, acompañada de Simms, quien le sonreía complacido por su rapidez de reflejos.
—Nada —respondió ella.
—Pues no lo parece —replicó Whiteread mirando fijamente a Steve Holly.
—Es periodista —añadió Siobhan.
—De haberlo sabido, habríamos tardado un poco más en intervenir —comentó Simms.
—Gracias —musitó Holly restregándose el codo y mirando a Whiteread y a Simms—. A ustedes les conozco; les he visto antes, delante del piso de Lee Herdman, si no me equivoco. Creía que conocía a todos los polis de St Leonard —añadió irguiéndose y tendiendo una mano a Simms, tomándole por el superior—. Me llamo Steve Holly.
Simms miró a Whiteread y Holly, dándose cuenta de su error, desplazó rápidamente la mano hacia la mujer y repitió su nombre, pero Whiteread no le hizo el menor caso.
—¿Trata siempre al cuarto poder de esta manera, sargento Clarke? —preguntó.
—A veces les hago una llave de cabeza.
—Muy buena idea, la versatilidad en el ataque —concedió Whiteread.
—Así se desconcierta al enemigo —añadió Simms.
—Me da la impresión de que se están cachondeando —dijo Holly.
Siobhan se agachó a recoger el libro y el móvil, y miró si se había roto.
—¿Qué es lo que quería? —preguntó al periodista.
—Hacerle un par de preguntas.
—¿Sobre qué, exactamente?
—¿Seguro que no desea hablar en privado, sargento Clarke? —añadió mirando a la pareja de la policía militar.
—En cualquier caso, no tengo nada que decirle —añadió Siobhan.
—¿Cómo lo sabe antes de escucharme?
—Porque sé que va a preguntarme algo sobre Martin Fairstone.
—Ah, vaya —dijo Holly enarcando una ceja—. Bueno, tal vez fuese mi primera intención, pero ahora también me intriga por qué está tan nerviosa y por qué no quiere hablar de Fairstone.
«Estoy nerviosa por culpa de Fairstone», sintió ganas de gritar Siobhan, pero lo que hizo fue lanzar un bufido para cortar la conversación. Ya no podía ir al Cobertizo de Máquinas porque Holly iría tras ella y se sentaría a su mesa.
—Me vuelvo a la comisaría —dijo.
—Vigile que nadie le ponga la mano en el hombro —comentó Holly—. Y presente mis excusas al inspector Rebus.
Siobhan no pensaba morder el anzuelo. Se dirigió a la puerta y se encontró con Whiteread bloqueándole el paso.
—¿Podemos hablar?
—Es mi hora del almuerzo.
—No me importaría comer algo a mí también —dijo Whiteread mirando a su compañero, que asintió con la cabeza.
Siobhan suspiró.
—Muy buen, pasen —dijo empujando la puerta giratoria, seguida por la mujer.
Simms se detuvo un instante para dirigirse al periodista.
—¿Trabaja en un periódico? —preguntó. Holly asintió con la cabeza y Simms sonrió—. Una vez maté a un hombre con un periódico —añadió antes de cruzar la puerta de St Leonard.
No quedaba mucho que comer en la cantina. Whiteread y Siobhan pidieron sendos sándwiches y Simms un plato de patatas fritas y judías.
—¿Qué quiso decir ese periodista de Rebus? —preguntó Whiteread removiendo el azúcar del té.
—No tiene importancia —contestó Siobhan.
—¿Lo dice de verdad?
—Escuche…
—No somos el enemigo, Siobhan. Me consta que lo más probable es que no le inspiren confianza sus propios compañeros de otras comisarías, y menos unos desconocidos como nosotros. Pero estamos en el mismo bando.
—No tengo ningún problema con eso; pero lo que acaba de pasar no tiene nada que ver con Port Edgar, Lee Herdman ni las SAS.
Whiteread la miró, luego se encogió de hombros aceptando la explicación.
—Bien, ¿de qué quería hablar? —añadió Siobhan.
—En realidad, era con el inspector Rebus con quien queríamos hablar.
—Rebus no está aquí.
—Eso nos dijeron en South Queensberry.
—¿Y así y todo han venido?
Whiteread miró minuciosamente el contenido del bocadillo.
—Es evidente.
—¿Él no estaba… pero sabían que yo sí?
Whiteread sonrió.
—Rebus intentó ingresar en las SAS pero no aprobó.
—Si usted lo dice…
—¿Alguna vez le ha contado lo que sucedió?
Siobhan optó por no responder, y no tener que admitir que Rebus no le había contado aquel episodio de su vida. Whiteread interpretó su silencio como una respuesta afirmativa.
—Se rajó, abandonó el Ejército con una depresión nerviosa y estuvo viviendo un tiempo en una playa al norte de Escocia.
—En Fife —añadió Simms con la boca llena de patatas fritas.
—¿Cómo saben todo esto? Se supone que sobre quien tienen que indagar es sobre Herdman.
Whiteread asintió con la cabeza.
—Ya, pero sucede que a Herdman no lo teníamos en el punto de mira.
—¿En el punto de mira?
—Como psicópata en potencia —dijo Simms.
Whiteread le miró furiosa y él deglutió el bocado y siguió comiendo.
—Psicópata no es el término exacto —dijo ella corrigiéndole tras una breve pausa.
—¿Y a John sí le tenían en el punto de mira? —inquirió Siobhan.
—Sí —respondió Whiteread—. La crisis nerviosa y después, al ingresar en la Policía, su nombre aparecía muchas veces en los periódicos.
«Y ahora volverá a aparecer», pensó Siobhan.
—Sigo sin entender qué tiene esto que ver con la investigación —dijo procurando parecer tranquila.
—Pensamos que quizás el inspector Rebus ve el caso desde cierta perspectiva que puede sernos útil —añadió Whiteread—. No cabe duda de que el inspector Hogan, por ejemplo, piensa igual. Ha pedido a Rebus que vaya con él a Carbrae, ¿no es cierto?, a ver a Robert Niles.
—Otro fallo espectacular del Ejército —añadió Siobhan sin poder contenerse.
Whiteread encajó el comentario, dejó el bocadillo empezado en el plato y cogió la taza de té. El móvil de Siobhan sonó. Miró la pantalla. Era Rebus.
—Perdonen —dijo levantándose y alejándose hasta la máquina de refrescos—. ¿Qué tal te ha ido? —preguntó arrimando el micrófono a la mejilla.
—Tenemos un nombre. ¿Podrías comprobarlo en los archivos?
—A ver, dime.
—Brimson —contestó Rebus deletreándolo—. Nombre de pila Douglas. Dirección, Turnhouse.
—¿El aeropuerto?
—Eso parece. Brimson hacía visitas a Niles.
—Y no vive lejos de South Queensferry, así que podría ser que conociera a Lee Herdman —dijo Siobhan mirando en dirección a la mesa donde charlaban Whiteread y Simms—. Están aquí tus amigos del Ejército —comentó—. ¿Quieres que les dé el nombre de Brimson por si también es un antiguo militar?
—No, por Dios. ¿Te están oyendo?
—Estoy en la cantina almorzando con ellos. No te preocupes, no nos oyen.
—¿Qué hacen allí?
—Whiteread está comiendo un bocadillo y Simms engullendo un plato de patatas fritas con judías. —Hizo una pausa—. Pero a quien están friendo de verdad es a mí.
—¿Tengo que reírme?
—Perdona. Un intento malo. ¿Has hablado ya con Templer?
—No. ¿De qué humor está?
—He conseguido no verla en toda la mañana.
—Seguramente habrá hablado con los patólogos antes de echarme al aceite hirviendo.
—¿Quién hace ahora chistes de mal gusto?
—Ojalá fuese un chiste.
—¿Cuándo vuelves?
—Hoy, no. No puedo; Bobby quiere hablar con el juez.
—¿Por qué?
—Para aclarar un par de puntos.
—¿Y eso te llevará el resto del día?
—Tú tienes ahí trabajo de sobra sin mí. Mientras tanto, no le digas nada a la Horrible Pareja.
Siobhan miró a la Horrible Pareja. Habían dejado de hablar para terminar de comer. Los dos la miraron.
—También ha estado fisgando Steve Holly —dijo Siobhan.
—Supongo que le diste una patada en los huevos y le echaste.
—Pues… poco faltó.
—Volveremos a hablar más tarde.
—Aquí estaré.
—¿No has encontrado nada en el ordenador?
—De momento nada.
—Insiste.
Oyó una serie de armoniosos pitidos y comprendió que Rebus había colgado. Volvió a la mesa esbozando una sonrisa.
—Tengo que irme —dijo.
—Podemos llevarla —dijo Whiteread.
—Quiero decir que tengo que volver arriba.
—¿Han terminado ya en South Queensferry? —preguntó la investigadora militar.
—Nos quedan cosas que acabar.
—¿Cosas?
—Detalles previos a los hechos.
—Papeleo, ¿verdad? —terció Simms comprensivo; pero la expresión de Whiteread daba a entender que no se lo creía.
—Les acompaño hasta la salida —añadió Siobhan.
—Hace tiempo que siento curiosidad por ver las oficinas de un DIC… —insinuó Whiteread.
—Se las enseñaré en otra ocasión cuando no estemos tan agobiados de trabajo —replicó Siobhan.
Whiteread no tuvo más remedio que aceptar la negativa, pero Siobhan vio que probablemente le gustaba menos que un concierto de Mogwai.