—¿No te parece que este país es un asco? —dijo Bobby Hogan.
A Rebus le pareció que la pregunta no era justa. Iban por la M74, la carretera más peligrosa de Escocia. Los camiones articulados y los remolques salpicaban sin piedad al Passat de Hogan con nueve partes de grava por una de agua. Los limpiaparabrisas, que funcionaban al máximo, no daban abasto, pese a lo cual Hogan intentaba ir a más de ciento sesenta. Para alcanzarlos tendría que adelantar a todos los camiones, los conductores de los vehículos pesados se divertían jugando a una especie de pídola, y ponerse a la cola de los coches que intentaba pasar.
Edimburgo había amanecido con un sol lechoso, pero Rebus sabía que no iba a durar mucho. El cielo estaba demasiado cargado de neblina, borroso como las buenas intenciones de un bebedor. Hogan había decidido que se encontrarían en St Leonard, y cuando llegó, la mole de piedra del Arthur’s Seat estaba ya oculta entre nubes. Ni David Copperfield habría hecho el truco más rápido. Cuando el macizo empezaba a desvanecerse, había lluvia segura. Habían comenzado a caer antes de que llegaran a las afueras. Hogan puso los limpiaparabrisas en movimiento intermitente y poco después, en continuo. En ese momento, ya en la M74 al sur de Glasgow pasaban a toda velocidad de un carril a otro como el Correcaminos.
—Este tiempo, este tráfico… ¿cómo lo aguantamos? —añadió Hogan.
—¿Penitencia? —sugirió Rebus.
—¿Y qué hemos hecho para merecerla?
—Como tú dices, Bobby, algo debe de impedirnos progresar.
—Tal vez seamos sólo vagos.
—No podemos cambiar el tiempo. Respecto al exceso de tráfico, me imagino que se podría hacer algo, pero ninguna medida da resultado, así que ¿para qué molestarse?
—Eso es lo que pasa, nos importa un rábano —dijo Hogan alzando un dedo.
—¿Crees que es un defecto?
—Una virtud no creo que sea —replicó Hogan encogiéndose de hombros.
—No, no creo.
—Este país se ha ido a la mierda, John. El trabajo está difícil, los políticos con sus hocicos en el abrevadero, la juventud… Qué sé yo —añadió suspirando profundamente.
—¿Te ha puesto de mal humor el telediario de la mañana, Bobby?
Hogan negó con la cabeza.
—Lo pienso desde hace ya mucho tiempo.
—Vale, gracias por invitarme al confesionario.
—¿Sabes qué, John? Tú eres más cínico que yo.
—No es verdad.
—Dame un ejemplo.
—Yo, por ejemplo, creo en la otra vida. Y lo que es más, creo que nosotros dos no tardaremos en alcanzarla si sigues pisando tan a fondo el acelerador.
Hogan sonrió por primera vez en la mañana y puso el intermitente para cambiar al carril de menor velocidad.
—¿Está mejor así? —preguntó.
—Mejor —concedió Rebus.
—¿Crees de verdad que hay algo después de la muerte? —preguntó Hogan un instante después.
Rebus reflexionó antes de contestar.
—Creía que era un modo de hacer que fueras más despacio —dijo apretando el botón del encendedor, lamentándolo de inmediato; Hogan advirtió su mueca de dolor.
—¿Todavía te duelen las manos?
—Están mejorando.
—Cuéntame otra vez lo que pasó.
Rebus negó despacio con la cabeza.
—No; hablemos de Carbrae. ¿Crees que vamos a obtener gran cosa de ese Robert Niles?
—Con un poco de suerte averiguaremos algo más que su nombre y su grado —contestó Hogan acelerando otra vez para adelantar.
El Hospital Especial de Carbrae estaba situado, según palabras de Hogan, en «el sobaco sudoroso de Dios sabe dónde». Ninguno de los dos había estado allí y a Hogan le habían dicho que tenían que tomar la A711 al oeste de Dumfries en dirección a Dalbeattie. Debieron de salirse del desvío, entre maldiciones de Hogan a los camiones que llenaban el carril de marcha lenta impidiéndole leer los indicadores, y tuvieron que seguir hasta Lockerbie para salir de la M74 y desviarse allí en dirección oeste a Dumfries.
—John, ¿tú estuviste en Lockerbie? —preguntó Hogan.
—Un par de días.
—¿Recuerdas el follón con los cadáveres que fueron dejando en la pista de hielo? —Rebus lo recordaba: los muertos quedaron pegados al hielo y hubo que descongelar la pista de patinaje—. Eso es lo que quiero decir cuando critico a Escocia, John. Eso lo dice todo.
Rebus no estaba de acuerdo. Pensó que la serena dignidad de la gente de la localidad tras la tragedia del vuelo 103 de Pan Am, decía mucho más de los escoceses. No podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría la población de South Queensferry una vez que el triple circo de policía, periodistas y políticos bocazas se hubieran marchado. Había visto un cuarto de hora del telediario de la mañana en la tele mientras tomaba un café, pero no pudo por menos de quitar el sonido cuando apareció Jack Bell enroscando el brazo alrededor de Kate, pálida como un espectro.
Hogan había comprado varios periódicos al salir de casa antes de reunirse con Rebus y en algunos había fotos de la concentración con el sacerdote cantando y el diputado presentando su petición.
«No puedo pegar ojo; tengo miedo de quién más puede estar rondando por ahí», decía uno de los vecinos.
Miedo: la palabra clave. La mayoría de la gente pasaría su vida sin que le rozara el crimen, pero tenían miedo; un miedo real de algo al acecho. La función del Cuerpo de Policía era conjurar ese miedo, pero muchas veces la Policía resultaba falible e impotente; sólo aparecía después de los hechos para limpiar el desastre en lugar de prevenirlo. Y a veces surgía alguien como Jack Bell y parecía que por fin se iba a hacer algo… Rebus conocía el vocabulario que se manejaba en los congresos de la Policía: proactivo en vez de reactivo. Un periódico sensacionalista lo había cogido al vuelo y apoyaba incondicionalmente la campaña de Jack Bell: «Si las fuerzas de la ley y el orden son incapaces de atajar este problema cada vez más grave, nos corresponde a nosotros como individuos o grupos organizados impedir que la ola de violencia que azota a nuestra sociedad…».
Era fácil redactar un editorial al hilo del discurso del diputado, pensó Rebus. Hogan miró el periódico.
—Ese Bell tiene una buena racha, ¿eh?
—No le durará mucho.
—Eso espero. Ese cabrón mojigato me da náuseas.
—¿Puedo citar sus palabras, inspector Hogan?
—Los periodistas. Otra de las causas de que este país sea un asco…
Pararon en Dumfries a tomar un café. El sitio era una mezcla inhóspita de fórmica y mala iluminación, pero dejó de importarles en cuanto les sirvieron unos buenos bocadillos de beicon. Hogan consultó el reloj y calculó que habían pasado casi dos horas en la carretera.
—Al menos está dejando de llover —comentó Rebus.
—Saca las banderas —replicó Hogan.
Rebus decidió cambiar de tema.
—¿Habías estado antes aquí? —preguntó.
—Seguro que he pasado por Dumfries, pero no lo recuerdo.
—Yo estuve una vez. Con una caravana, en el estuario de Solway.
—¿Cuándo? —preguntó Hogan chupando la mantequilla de los dedos.
—Hace años… Sammie todavía usaba pañales —añadió Rebus pensando en su hija.
—¿Sabes algo de ella?
—Me llama de vez en cuando.
—¿Sigue viviendo en Inglaterra? —Rebus asintió con la cabeza—. Suerte que tiene. —Hogan abrió el panecillo y quitó una tira de grasa del beicon—. La dieta escocesa. Otra de las maldiciones.
—Por Dios, Bobby, ¿quieres que te lleve a Carbrae y te ingrese? Podrías inscribirte como señor Gruñón y actuar para un público cautivo.
—Me refiero a que…
—¿A qué te refieres? ¿A que tenemos mal tiempo y un asco de comida? ¿Por qué no le dices a Grant Hood que te organice una conferencia de prensa por todo lo alto a ver qué les parecen tus opiniones a todos los cabrones de este país?
Hogan se concentró en el bocadillo, mascando despacio sin tragar.
—A lo mejor hemos estado demasiado tiempo encerrados en el coche —comentó finalmente.
—Lo que llevas es demasiado tiempo con el caso de Port Edgar —replicó Rebus.
—Sólo llevamos…
—Me da igual el tiempo que llevemos. No irás a decirme que duermes tus horas, que te desconectas cuando llegas a casa, que delegas tareas y que gracias a que compartes con los demás…
—Entendido —dijo Hogan—. Pero a ti te he traído, ¿no?
—Menos mal, pero sospecho que antes has venido tú solo.
—¿Y?
—Y que no tenías a nadie con quien lamentarte —replicó Rebus mirándole—. ¿Te sientes mejor ahora que te has desahogado?
—Quizá tengas razón —dijo Hogan sonriente.
—Vaya, hombre, ¿hemos sentado un precedente?
Acabaron los dos riendo. Hogan se empeñó en pagar la cuenta y Rebus dejó la propina. Volvieron al coche y encontraron la carretera de Dalbeattie. Quince kilómetros más adelante, un indicador a la derecha les dirigía hacia una pista estrecha con hierba en el centro.
—No hay mucho tráfico —comentó Rebus.
—Queda un poco a desmano para las visitas —añadió Hogan.
Carbrae era una construcción de los progresistas años sesenta, un edificio en forma de caja alargada con anexos aislados. No los vieron hasta que aparcaron, se identificaron en la garita de entrada y los fueron a buscar para acompañarlos entre los gruesos muros de hormigón. Había un perímetro exterior de alambre de espino de siete metros de altura con cámaras de seguridad a cada trecho. En la puerta del edificio les entregaron un pase individual plastificado que se colgaron al cuello de una cinta roja. Había letreros de advertencia para las visitas señalando los objetos no autorizados: comida y bebida, periódicos y revistas y objetos punzantes. No se podía entregar nada a los pacientes sin previa consulta con los empleados. Estaban prohibidos los móviles. «Cualquier cosa, por inofensiva que parezca, puede perturbar a los pacientes. ¡PREGUNTEN en caso de duda!»
—¿Tú crees que podemos perturbar a Robert Niles? —preguntó Hogan mirando a Rebus.
—Nosotros no somos así, Bobby —dijo él desconectando el móvil.
En ese momento entró un ordenanza y entraron.
Cruzaron un patio ajardinado con parterres de flores. Vieron caras en algunas ventanas. Las ventanas no tenían reja. Rebus había esperado que los ordenanzas serían forzudos, callados e irían discretamente vestidos con bata blanca o uniforme similar. Sin embargo, su guía, que dijo llamarse Billy, era bajo y jovial, vestía una camiseta corriente y vaqueros y calzaba zapatos de suela de goma. A Rebus le asaltó el inquietante pensamiento de que los locos, tras apoderarse del centro, habían encerrado a los vigilantes. Eso explicaría el semblante radiante de Billy. O quizás había hecho una incursión a las existencias de la farmacia.
—La doctora Lesser les está esperando —dijo el guía.
—¿Y Niles?
—Hablarán con él en su presencia. No le gusta que entren extraños a su habitación.
—¿Ah, no?
—Él es así —añadió Billy encogiéndose de hombros, como queriendo decir «todos tenemos nuestras manías».
Pulsó unos números en un panel de la puerta y sonrió hacia una cámara enfocada hacia él. La puerta se abrió y entraron en el hospital.
Olía a… no exactamente medicinas. ¿Qué era? Rebus se dio cuenta finalmente de que era el aroma de moquetas nuevas; concretamente la de color azul que cubría el pasillo por el que caminaban. Olía también a recién pintado; «verde manzana», creyó haber leído Rebus en las latas de tamaño industrial. Las paredes estaban adornadas con láminas pegadas con Blu-tac. No había marcos ni chinchetas. Reinaba el silencio. La alfombra amortiguaba sus pasos y no había música estridente ni gritos. Billy se detuvo ante una puerta al fondo del pasillo.
—¿Doctora Lesser?
La mujer estaba sentada a una mesa de despacho moderna. Les sonrió y les miró por encima de sus gafas de media luna.
—Por fin están aquí —dijo.
—Perdone, llegamos un poco tarde —dijo Hogan disculpándose.
—No es eso —replicó ella—. Es que muchos pasan de largo el desvío y nos llaman diciendo que se han perdido.
—Nosotros no.
—Ya lo veo.
Se había levantado para estrecharles la mano. Hogan y Rebus se presentaron.
—Gracias, Billy —dijo. Billy inclinó la cabeza a modo de saludo y se retiró—. ¿No van a pasar? No muerdo —añadió sonriendo otra vez.
Rebus pensó si aquello sería parte del trabajo en Carbrae.
Tenía un despacho pequeño y agradable. Había un sofá amarillo de dos plazas, librería y tocadiscos. No había archivadores, y Rebus supuso que tendrían a buen recaudo los expedientes de los internos. La doctora Lesser dijo que la llamasen Irene. Tendría veintitantos años o poco más de treinta, pelo castaño, por debajo de los hombros. El color de sus ojos era igual al de las nubes que a primera hora de la mañana habían velado el Arthur’s Seat.
—Siéntense, por favor —tenía acento inglés.
Rebus pensó que de Liverpool.
—Doctora Lesser… —comenzó a decir Hogan.
—Irene, por favor.
—Ah, sí —añadió Hogan haciendo una pausa indeciso respecto a dirigirse a ella por su nombre de pila. Si lo hacía, ella utilizaría el nombre de él, y parecería demasiado familiar—. ¿Comprende a qué hemos venido?
La doctora asintió con la cabeza. Había arrimado una silla para sentarse frente a ellos. Rebus advirtió que el sofá les resultaba estrecho. Entre Hogan y él pesarían más de ciento cincuenta kilos.
—Y ustedes comprenderán —dijo Lesser— que Robert tiene derecho a no contestar. Si empieza a ponerse nervioso, la entrevista se termina. Definitivamente.
Hogan asintió con la cabeza.
—Usted estará presente, naturalmente —dijo.
Ella levantó una ceja.
—Naturalmente —repitió.
Aunque era la respuesta que esperaban, les decepcionó.
—Doctora —intervino Rebus—, tal vez pueda usted anticiparnos algo. ¿Qué cabe esperar del señor Niles?
—No me gusta antici…
—¿Hay, por ejemplo, algo que no debamos mencionar? ¿Palabras clave?
La doctora dirigió una mirada admirativa a Rebus.
—No hablará de lo que hizo con su esposa.
—No es ese el objeto de nuestra visita.
Lesser reflexionó un instante.
—No sabe que su amigo ha muerto —añadió.
—¿No sabe que Herdman ha muerto? —repitió Hogan.
—En general, a los pacientes no les interesan las noticias.
—¿Prefiere usted que eso siga siendo así? —añadió Rebus.
—Supongo que no tendrán necesidad de explicarle cuál es su interés por el señor Herdman.
—Tiene razón, no hay motivo. Debemos procurar que no se nos vaya la lengua, ¿eh, Bobby? —dijo Rebus mirando a Hogan.
Hogan asintió con la cabeza y en ese momento oyeron llamar a la puerta que seguía abierta. Los tres se levantaron. Un hombre fuerte y alto esperaba en el umbral. Tenía cuello de toro y tatuajes en los brazos. Por un instante, Rebus pensó «este sí que debe de ser un vigilante». Al ver la cara de Lesser comprendió que el gigante era Robert Niles.
—Robert —dijo la doctora sonriente de nuevo, pero Rebus intuyó que la mujer estaba pensando si Niles llevaría mucho tiempo en la puerta y qué es lo que había oído.
—Billy me ha dicho… —Su voz resonaba como un trueno.
—Sí, sí; adelante, entra.
En cuanto Niles entró, Hogan cerró la puerta.
—No, no —ordenó Lesser—. Aquí siempre dejamos la puerta abierta.
Cabían dos interpretaciones: o no tenían nada que ocultar o era una manera de prevenir una posible agresión de los reclusos.
Lesser hizo un gesto a Niles para que sentase en la silla que ella había ocupado y a continuación se sentó detrás de la mesa. Niles tomó asiento y los dos policías hicieron lo propio, encajándose como pudieron en el estrecho sofá.
Niles les miró con la cabeza gacha y mirada sombría.
—Robert, a estos señores les gustaría hacerte unas preguntas.
—¿Qué preguntas?
Niles vestía una camiseta blanca impecable y pantalones de deporte grises. Rebus trataba de apartar la vista de los tatuajes. Eran viejos, probablemente de sus años en el Ejército. Cuando él era soldado, al terminar el período de instrucción fue el único que no quiso celebrarlo haciéndose tatuajes durante el primer permiso. Los de Niles incluían un cardo, un par de serpientes enroscadas y un puñal envuelto en una bandera. Rebus suponía que el puñal estaría relacionado con su época en las SAS, a pesar de que en esa unidad no estaban bien vistos los adornos: los tatuajes, como las cicatrices, eran signos de identificación y en caso de captura podían agravar la situación del soldado.
Hogan decidió tomar la iniciativa.
—Queremos hacerle unas preguntas sobre su amigo Lee.
—¿Lee?
—Lee Herdman, que a veces viene a visitarle.
—A veces, sí. —Niles vocalizó despacio las palabras, y Rebus se preguntó cómo sería de fuerte su medicación.
—¿Hace mucho que no le ve?
—Hará unas semanas… creo —dijo Niles volviendo la cabeza hacia la doctora Lesser, quien asintió con la cabeza para disipar sus dudas.
Probablemente el tiempo no contaba mucho en Carbrae.
—¿De qué hablan cuando viene a verle?
—De los viejos tiempos.
—¿De algo en concreto?
—No… de los viejos tiempos. Entonces sí vivíamos bien.
—¿Opinaba Lee lo mismo? —preguntó Hogan aspirando aire al terminar, al percatarse de que había utilizado el pretérito para Herdman.
—¿Qué es lo que quieren? —dijo Niles con otra mirada hacia Lesser, que a Rebus le recordó un animal amaestrado que pide instrucciones a su dueño—. ¿Tengo que estar aquí?
—Robert, la puerta está abierta —dijo la doctora señalando con la mano hacia ella—, ya lo sabes.
—Señor Niles —dijo Rebus inclinándose levemente—, Lee ha desaparecido y queremos averiguar qué ha sucedido.
—¿Ha desaparecido?
Rebus se encogió de hombros.
—Desde South Queensferry hasta aquí hay un viaje largo en coche. Debían de ser muy amigos.
—Servimos juntos en el Ejército.
Rebus asintió con la cabeza.
—En el regimiento de las SAS —dijo—. ¿En la misma compañía?
—En el escuadrón C.
—Yo también estuve a punto de ingresar —añadió Rebus con una sonrisa—. Era paracaidista… y solicité el ingreso.
—¿Y qué pasó?
Rebus trataba de no pensar en aquellos tiempos que tantos horrores evocaban para él.
—Me catearon en el entrenamiento.
—¿Hasta dónde llegó?
Era más fácil decir la verdad que mentir.
—Aprobé todo menos la parte psicológica.
Una gran sonrisa cruzó el rostro de Niles.
—Le machacaron.
Rebus asintió con la cabeza.
—Como un puto huevo, compañero.
«Compañero», lenguaje militar.
—¿Cuándo fue eso?
—A principios de los setenta.
—Yo ingresé algo más tarde —dijo Niles recordando—. Tuvieron que cambiar las pruebas. Antes eran mucho más duras.
—A mí me tocó.
—¿Le machacaron en las pruebas? ¿Qué le hicieron? —preguntó Niles entrecerrando los ojos.
Estaba más despierto ahora que sostenía una conversación en la que alguien contestaba a sus preguntas.
—Me encerraron en un calabozo con ruidos constantes y la luz permanentemente encendida. Se oían ruidos y gritos de otras celdas.
Rebus era consciente de que todos estaban pendientes de él. Niles dio una palmada.
—¿Y el helicóptero? —preguntó. Cuando Rebus asintió, Niles dio otra palmada y se volvió hacia la doctora—. Te tapaban la cabeza con un saco, te subían a un helicóptero y te decían que si no confesabas te tiraban. ¡El helicóptero volaba a sólo dos metros del suelo pero no lo sabíamos! —Se volvió hacia Rebus—. Es una auténtica putada —añadió tendiendo la mano al inspector.
—Ya lo creo —dijo Rebus tratando de abstraerse del agudo dolor que le produjo el apretón de Niles.
—A mí me parece una barbarie —comentó la doctora, que había palidecido.
—O te rompes o te haces —replicó Niles.
—A mí me rompió —dijo Rebus—. Y usted, Robert, ¿se hizo?
—Durante un tiempo, sí —respondió Niles algo más calmado—. Pero cuando sales de allí… es cuando te amasa.
—¿Por qué?
—Por todo lo que has… —Enmudeció como una estatua. ¿Sería por efecto de algún medicamento? Vieron que la doctora les hacía un gesto para que no se preocuparan. Era simplemente que el gigantón pensaba—. Yo conocí a algunos paracaidistas —prosiguió—. Eran duros los cabrones.
—Yo estuve en la segunda compañía de infantería ligera, en los paracaidistas —dijo Rebus.
—Entonces, sirvió en el Ulster.
Rebus asintió con la cabeza.
—Y en otras partes —añadió.
Niles se tocó la aleta de la nariz y Rebus imaginó aquellos dedos empuñando un puñal y cortando un cuello suave y blanco de mujer.
—Punto en boca —dijo Niles.
Pero a Rebus la palabra que no se le iba de la cabeza era «cuello».
—La última vez que vio a Lee, ¿lo encontró normal? —le pregunto con tono tranquilo—. ¿Sabe si le preocupaba algo?
Niles negó con la cabeza.
—Lee siempre pone al mal tiempo buena cara. Yo nunca sé si está deprimido.
—Pero ¿le consta que a veces está deprimido?
—Estamos entrenados para que no se note. ¡Somos hombres!
—Exacto —apostilló Rebus.
—El Ejército no quiere lloricas. Los lloricas son incapaces de matar a un desconocido o de lanzarle una granada. Tienes que ser capaz… te entrenan para… —No le salían las palabras y retorció las manos como para hacerlas salir retorciéndolas. Miró a Rebus y Hogan—. A veces… a veces no saben cómo desconectarnos.
—¿Cree que ese es también el caso de Lee?
Niles le miró fijamente.
—Ha hecho algo, ¿verdad?
Hogan se mordió la lengua y miró a la doctora en busca de ayuda, pero ya era demasiado tarde. Niles comenzó a levantarse despacio de la silla.
—Me voy —dijo yendo hacia la puerta.
Hogan abrió la boca para decir algo pero Rebus le tocó en el brazo para contenerlo, sabiendo que probablemente estuviera a punto de lanzar una granada en la sala: «Su amigo se ha suicidado llevándose a unos colegiales por delante»… La doctora Lesser se levantó y se acercó a la puerta, para asegurarse de que Niles se había marchado realmente. Una vez que lo hubo comprobado se sentó en la silla vacía.
—Es muy despierto —comentó Rebus.
—¿Despierto?
—Quiero decir que conserva bastante el control. ¿Es por la medicación?
—La medicación desempeña su papel —dijo la doctora cruzando las piernas enfundadas en el pantalón.
Rebus advirtió que no llevaba ninguna joya, ni pendientes, ni pulseras ni collar.
—Cuando se «cure»… ¿volverá a la cárcel?
—La gente piensa que ingresar aquí es una suerte. Pero no es así, créanme.
—No me refería a eso. Lo decía por…
—Si no recuerdo mal —terció Hogan—, Niles no llegó a explicar el motivo por el que degolló a su esposa. ¿Se ha sincerado en ese sentido con usted, doctora?
Ella le miró sin pestañear.
—Eso no tiene nada que ver con su visita.
—Es cierto. Era simple curiosidad —añadió Hogan encogiéndose de hombros.
La doctora se volvió hacia Rebus.
—Tal vez sea una especie de lavado de cerebro —dijo.
—¿A qué se refiere? —inquirió Hogan.
Fue Rebus quien le contestó:
—La doctora está de acuerdo con Niles: piensa que el Ejército entrena a hombres para matar y luego no los desconecta antes de su vuelta a la vida civil.
—Hay muchas evidencias documentadas sobre eso —añadió Lesser con una leve palmada de ambas manos en los muslos para indicarles que había concluido la visita.
Rebus se levantó a la vez que ella, pero Hogan se mostró reacio.
—Doctora, hemos venido desde muy lejos —dijo.
—No creo que vayan a obtener nada de Robert. Hoy no.
—No sé si nos será posible volver.
—Eso es decisión suya, por supuesto.
Hogan se puso finalmente en pie.
—¿Con qué frecuencia ve a Niles? —preguntó.
—Todos los días.
—Me refiero cara a cara.
—¿Por qué lo pregunta?
—Quizá cuando lo vea la próxima vez, pueda preguntarle sobre su amigo Lee.
—Quizás.
—Y si le dice algo…
—Eso quedará entre él y yo.
Hogan asintió con la cabeza.
—La confidencialidad sobre el paciente —dijo—. Lo que sucede es que hay unos padres que han perdido a sus hijos. Tampoco estaría mal que por primera vez pensara usted en las víctimas. —El tono de Hogan se había endurecido. Rebus tiraba de él hacia la puerta.
—Disculpe a mi colega —dijo a la doctora—. Comprenda que un caso como este influye en el ánimo.
—Sí… naturalmente —replicó ella suavizando levemente la expresión—. Si esperan un momento, llamaré a Billy.
—Creo que podremos encontrar la salida —dijo Rebus, pero nada más salir al pasillo vieron que Billy venía hacia ellos—. Gracias por su ayuda, doctora. Bobby —añadió—, da las gracias a la amable doctora.
—Gracias, doctora —atinó a gruñir Hogan soltándose de Rebus y echando a andar por el pasillo.
Rebus se disponía a seguirle cuando oyó que la doctora le llamaba y se dio la vuelta.
—Inspector Rebus, quizá debería hablar con alguien. Me refiero a un psicólogo.
—Hace treinta años que dejé el Ejército, doctora Lesser.
—Sí, es mucho tiempo soportando una carga —dijo ella asintiendo con la cabeza-Piénselo, ¿sabe?
Rebus asintió con la cabeza, mientras seguía caminando hacia atrás. La saludó con la mano. Se volvió y se alejó por el pasillo sintiendo su mirada clavada en él. Hogan, ofuscado, caminaba unos pasos delante de Billy y Rebus llegó a la altura del ordenanza.
—Ha sido una visita útil —dijo sabiendo que Hogan lo oiría.
—Me alegro.
—El viaje ha valido la pena.
Billy asintió con la cabeza satisfecho de que a alguien más le hubiera ido bien aquel día.
—Billy —dijo Rebus poniéndole la mano en el hombro—, ¿el libro de visitas está aquí o en la entrada?
El joven le miró desconcertado.
—¿No oyó lo que dijo la doctora?
Rebus insistió.
—Es para comprobar la fecha de las visitas de Lee Herdman.
—El libro está en la entrada.
—Pues allí le echaremos un vistazo —añadió Rebus desarmándole con una sonrisa irresistible—. ¿No podríamos tomar un café de paso?
En la dependencia de control había un hervidor y en cuanto el vigilante se dispuso a prepararles dos cafés de sobre, el ordenanza les dejó.
—¿Tú crees que irá a decírselo a Lesser? —preguntó Hogan en voz baja.
—Hay que actuar lo más rápido posible.
No fue fácil porque el vigilante entabló conversación con ellos preguntándoles cómo era el trabajo en el DIC. Probablemente el hombre estaba aburrido de estar solo todo el día en su garita, con una batería de cámaras de circuito cerrado y unos cuantos coches que controlar cada hora. Hogan se encargó de tenerle entretenido contándole anécdotas, la mayor parte de las cuales Rebus sospechaba que eran inventadas. El registro de visitas era un anticuado libro de contabilidad con sus respectivas columnas para la fecha, la hora, el nombre y la dirección del visitante y la persona visitada. La última estaba a su vez dividida en dos espacios para la firma del paciente y del médico. Rebus comenzó a comprobar nombres de visitantes y recorrió rápidamente con el dedo tres páginas hasta dar con el de Lee Herdman. Casi exactamente hacía un mes; así que el cálculo de Niles no era tan inexacto. Un mes antes, otra visita. Rebus lo apuntó en su bloc sin apenas poder apretar el bolígrafo. Por lo menos no volvían a Edimburgo en blanco.
Hizo una pausa para dar un sorbo a la taza desconchada con dibujo de flores y el café le supo a una de esas mezclas de oferta de supermercado con profusión de achicoria. Su padre solía comprar aquel tipo de café por ahorrar unos peniques. Una vez, cuando él era adolescente, se le ocurrió llevar a casa otro más caro, pero su padre no lo había querido.
—Está bueno el café —le dijo al vigilante, que pareció complacido.
—Ya vamos acabando —dijo Hogan, harto de contar historias.
Rebus asintió con la cabeza, pero volvió a echar un último vistazo al libro, esta vez no a la columna de visitantes sino a la de pacientes visitados.
—Viene compañía —le previno Hogan señalándole la pantalla de uno de los monitores que encuadraba a Billy y a la doctora Lesser saliendo del hospital y caminando por el jardín.
Rebus volvió a mirar el libro y vio el nombre R. Niles otra vez. R. Niles/dra. Lesser: otro visitante que no era Lee Herdman.
«¡Cómo no se nos ocurriría preguntarle!» A Rebus le entraban ganas de abofetearse.
—Larguémonos de aquí, John —dijo Hogan dejando la taza.
Pero Rebus no se movía. Le miró fijamente y él le hizo un guiño. En ese momento se abrió la puerta y la doctora irrumpió.
—¿Quién les ha dado permiso para consultar informes confidenciales? —espetó.
—Olvidamos preguntarle si Niles había tenido otras visitas —respondió Rebus imperturbable. Señaló la página con el dedo—. Ese Douglas Brimson, ¿quién es?
—Eso a usted no le importa.
—¿Ah, no? —replicó Rebus anotando el nombre en su bloc.
—¿Qué hace?
Rebus cerró el bloc y lo guardó en el bolsillo dirigiendo a Hogan un gesto con la cabeza para indicarle que podían marcharse.
—Gracias de nuevo, doctora —dijo Hogan dispuesto a salir de la garita.
Ella, sin hacerle caso, miró furiosa a Rebus.
—Daré parte de esto —dijo.
Él se encogió de hombros.
—De todos modos, me suspenderán del servicio activo antes de que acabe el día. Gracias otra vez por su colaboración.
Se deslizó entre ella y la puerta y siguió a Hogan.
—Me siento mejor —dijo Billy—. Ha sido de chiripa, pero es un tanto.
—Un tanto de chiripa siempre viene bien —concedió Rebus.
Hogan se detuvo junto al Passat y buscó el mando en el bolsillo.
—¿Douglas Brimson? —preguntó.
—Otro de los visitantes de Niles —contestó Rebus—. Vive en Turnhouse.
—¿En Turnhouse? ¿El aeropuerto? —preguntó Hogan.
Rebus asintió.
—Pero ¿qué puede haber allí?
—¿Aparte del aeropuerto, quieres decir? —Rebus se encogió de hombros—. Quizá valga la pena averiguarlo —añadió en el momento en que se oía el sonido sordo de la apertura centralizada del mando a distancia.
—¿Qué es eso de que esperas que te suspendan de servicio?
—Algo tenía que decir.
—¿Y se te ocurrió eso?
—Por Dios, Bobby, pensaba que habíamos dejado atrás a la psicóloga.
—Si hay algo que yo deba saber, John…
—No hay nada.
—He sido yo quien te ha metido en esta investigación y puedo echarte cuando quiera. No lo olvides.
—Qué bien se te da dar ánimos a la gente, Bobby —dijo Rebus cerrando la portezuela.
Iba a ser un largo viaje.