A Siobhan se le ocurrió una idea.
Como los ataques de pánico solían producirse cuando estaba dormida, tal vez tenían que ver con el dormitorio. Así que decidió probar a dormir en el sofá. Era muy cómodo. Estaba tapada con el edredón, el televisor al lado, café y una bolsa de patatas fritas. Aquella noche, sin darse cuenta, se levantó tres veces a mirar por la ventana y, si veía moverse alguna sombra, escrutaba durante unos minutos el lugar donde creía haberla visto. Cuando Rebus llamó para contarle lo de la conversación con el doctor Curt, ella le preguntó si habían identificado definitivamente el cadáver.
Él le preguntó qué quería decir.
—Me refiero a que como son restos carbonizados tendrán que identificarlos por el ADN, ¿verdad? ¿Lo han hecho?
—Siobhan…
—Es lo que hacen, ¿no?
—Ha muerto, Siobhan. Olvídate de él.
Se mordió el labio inferior; tenía menos sentido que nunca decirle lo del anónimo. Ya tenía bastante con lo suyo.
La había llamado para avisarla de que si al día siguiente las cosas se ponían feas él no iba a estar en la comisaría. Templer tendría que buscarse a un sustituto.
Siobhan decidió hacer más café; un descafeinado de sobre que le dejó en la boca un sabor agrio. Se detuvo frente a la ventana y echó un vistazo a la calle antes de ir a la cocina. El médico le había pedido que hiciera una lista de lo que comía una semana normal y trazó un círculo en todo lo que en su opinión contribuía a producir los ataques. Siobhan trató de borrar de su mente las patatas fritas… el problema era que le gustaban. También el vino, los refrescos y la comida rápida. Alegó ante el médico que no fumaba y que hacía ejercicio regularmente.
—¿Libera estrés con el alcohol y la comida rápida?
—Es mi manera de acabar la maldita jornada.
—Lo que quizá debería procurar, de entrada, es que no le afectara.
—No irá a decirme que usted nunca ha fumado ni se ha tomado una copa…
Por supuesto que no iba a negarlo. Los médicos sufren más estrés que los policías. Lo que sí había hecho ella por propia iniciativa era procurar escuchar música tranquila: Lemon Jelly, Oldolar, Boards of Canadá. Algunos no funcionaban. Aphex Twin y Autechre no le habían servido: eran poca cosa.
Poca cosa.
Pensó en Martin Fairstone y en su olor a tío y sus dientes descoloridos. Lo vio al lado de su coche, acercándose a las bolsas de la compra, agrediéndola como si tal cosa y seguro de sí mismo. Rebus tenía razón: tenía que estar muerto. El anónimo era una broma de mal gusto, pero no acababa de dar con quién habría podido enviárselo. Tenía que haber alguien, alguien que no recordara…
Al volver con el café de la cocina volvió a pararse en la ventana. Había luces en los pisos de enfrente. Tiempo atrás una persona la había espiado desde allí; un policía llamado Linford que seguía en el cuerpo, en Jefatura. Hubo un momento en que pensó en mudarse, pero le gustaba aquel barrio, el piso, la zona; tenía tiendas a mano y había matrimonios jóvenes y gente soltera. Pensó que, de hecho, casi todas las parejas eran más jóvenes que ella. Siempre le decían «¿cuándo vas a echarte novio?». Toni Jackson se lo preguntaba todos los viernes cuando salían en grupo, le señalaba posibles candidatos en bares y discotecas, no admitía que se negara a que se los presentase y los traía a la mesa mientras ella se quedaba con la cabeza apoyada en las manos.
Tal vez lo del novio fuese una solución; así espantaría a los moscones. Aunque un perro tampoco estaría mal. Pero es que un perro… No, un perro no quería. Ni tampoco un novio. Tuvo que cortar con Eric Bain una temporada cuando él empezó a hablar de que pasaran de la amistad «a la siguiente fase». Lo echaba de menos, cuando llegaba a casa por la noche, y compartían una pizza y cotilleos, escuchaban música o jugaban con algún juego de ordenador. Volvería a invitarle pronto; a ver qué tal resultaba. Pronto, pero no de momento.
Martin Fairstone había muerto. Todo el mundo lo sabía. Pensó quién podría saberlo si no era cierto: su novia quizá, o amigos o familiares. Tendría que vivir con alguien y ganar dinero para vivir. A lo mejor aquel Johnson Pavo Real lo conocía. Rebus decía que era un imán para la información del barrio. Como no tenía sueño pensó que tal vez le vendría bien dar una vuelta en coche. Pondría buena música. Cogió el teléfono y llamó a la comisaría de Leith, pues sabía que para el caso de Port Edgar no había límites de presupuesto y que por consiguiente habría gente en el turno de noche haciendo horas extra y solicitó información sobre Johnson.
—Se trata de Johnson Pavo Real. No sé su nombre de pila. Le interrogaron esta mañana en St Leonard.
—¿Qué información quiere, sargento Clarke?
—De momento, sólo su dirección.
Rebus había cogido un taxi para no tener que conducir. Pero incluso así tuvo que hacer un gran esfuerzo con el pulgar para abrir la portezuela y el dedo aún le quemaba. Llevaba los bolsillos llenos de calderilla porque le costaba trabajo juntar monedas para pagar y lo hacía con billetes de los que se iba guardando el cambio.
Aún le daba vueltas la conversación con el doctor Curt. Lo que le faltaba ahora era una investigación por asesinato, especialmente cuando él era el principal sospechoso. Siobhan le había preguntado quién era Johnson Pavo Real, pero él se las había arreglado para darle sólo respuestas vagas. Era Johnson el motivo por el que se encontraba en ese momento ahí, llamando al timbre, y la razón por la que aquella noche había vuelto a casa de Fairstone.
Abrieron la puerta y la luz bañó su figura.
—Ah, John, ¿eres tú? Pasa, hombre.
Era una casa semiadosada en Alnwicknill Road, de construcción reciente. Andy Callis vivía solo, pues su esposa había muerto hacía un año de cáncer. En el vestíbulo colgaba una foto enmarcada de su boda: Callis impasible con unos veinte kilos menos y Mary radiante con un halo de luz a su alrededor y flores en el pelo. Rebus asistió al entierro y recordaba que Callis había depositado un ramillete sobre el ataúd. Rebus había sido uno de los cinco que llevaron el féretro además de Callis, quien mientras lo bajaban a la fosa no apartó los ojos del ramillete.
Hacía un año de eso. Parecía que Andy lo estaba superando, y ahora…
—¿Cómo estás, Andy? —preguntó Rebus.
Tenía encendida la estufa eléctrica en el cuarto de estar. Frente al televisor había un sillón de cuero con escabel a juego. Era un cuarto limpio y olía bien. El jardín estaba bien cuidado, los bordes limpios de malas hierbas. En la repisa de la chimenea había otra foto de estudio de Mary con la misma sonrisa que la de la boda pero con alguna arruga en torno a los ojos y la cara más llena. Una mujer que entra en la madurez.
—Bien, John.
Callis se sentó en el sillón moviéndose como un viejo pese a sus cuarenta y pocos años y no tener una sola cana. El sillón crujió hasta que él acabó de acomodarse.
—Sírvete de beber; ya sabes dónde está.
—Tomaré un trago.
—¿No has venido en coche?
—No, en taxi. —Rebus se acercó al botellero y levantó una botella hacia Callis pero vio que negaba con la cabeza—. ¿Sigues tomando esas pastillas? —añadió.
—Sí, y no puedo mezclarlas con alcohol.
—Yo también estoy tomando unas —dijo Rebus sirviéndose un whisky doble.
—¿Es que hace frío en el cuarto? —preguntó Callis. Rebus negó con la cabeza—. ¿Por qué no te quitas los guantes?
—Me hice daño en las manos; por eso tomo pastillas —levantó el vaso— aparte de otros analgésicos que no requieren receta. —Cogió el vaso y se acomodó en el sofá. En la televisión, sin sonido, había una especie de concurso—. ¿Qué estás viendo?
—Sabe Dios.
—Entonces ¿no te molesto?
—No, en absoluto —respondió Callis sin dejar de mirar la pantalla—. A no ser que hayas venido a insistir otra vez.
Rebus negó con la cabeza.
—No, ya no, Andy. Aunque la verdad es que no damos abasto.
—¿Es por lo del colegio? —Vio con el rabillo del ojo que Rebus asentía con la cabeza—. Qué cosa más horrible —añadió.
—Se supone que tengo que averiguar por qué lo hizo.
—¿Para qué? Si a la gente le dan… la oportunidad es normal que sucedan esas cosas.
Rebus reflexionó sobre la vacilación después de la palabra «dan». Callis había estado a punto de decir «armas». Y había dicho «lo del colegio», no los «disparos». Aún no estaba fuera de peligro.
—¿Sigues yendo a la psiquiatra?
—Para lo bien que me sienta… —replicó Callis despectivo.
No era en realidad una psiquiatra ni él tenía que tumbarse en un sofá para hablar de su madre, pero los dos la llamaban en broma la psiquiatra para hablar sobre el tema con mayor distanciamiento.
—Por lo visto hay casos peores que el mío —añadió Callis—. Hay tíos que son incapaces de coger un bolígrafo o una botella de salsa. Porque todo les recuerda…
Se le quebró la voz.
Rebus terminó mentalmente la frase: «a las armas». Todo le recordaba las armas.
—Sucede algo muy raro cuando lo recuerdas —prosiguió Callis—. Sí, claro, están hechas para dar miedo, ¿no es cierto? Y entonces alguien como yo reacciona y hay un problema.
—Es problema si te afecta para toda la vida, Andy. ¿Tienes algún problema cuando echas salsa a las patatas fritas?
—No, ya ves que no —respondió Callis palmeándose la barriga.
Rebus sonrió, se reclinó hacia atrás y cogió el vaso de whisky en el brazo del sofá. Se preguntaba si Callis era consciente del tic que tenía en el ojo izquierdo y del leve temblor en la voz. Hacía ya casi tres meses que había cogido la baja por enfermedad. Hasta entonces había sido oficial de patrulla con entrenamiento especial en armas de fuego. En Lothian and Borders había muy pocos agentes de aquel cuerpo especial insustituible y en Edimburgo sólo contaban con un vehículo de Respuesta Armada.
—¿Qué dice el médico?
—John, qué más da lo que diga. No van a dejarme volver al cuerpo sin pasar una serie de pruebas.
—¿Temes no superarlas?
—Lo que temo es superarlas —replicó Callis mirándole.
Se quedaron un rato en silencio viendo la televisión. Rebus pensó que debía de ser uno de esos programas tipo «Gran Hermano» en el que cada semana disminuyen los participantes.
—Bueno, ¿qué tenéis entre manos? —preguntó Callis.
—Pues… —contestó Rebus pensativo—. No mucho.
—¿Salvo eso del colegio?
—Sí, salvo eso. Los compañeros no dejan de preguntar por ti.
Callis asintió con la cabeza.
—Sí, las caras conocidas pasan por casa de vez en cuando —dijo.
—¿Así que no piensas volver? —preguntó Rebus inclinándose hacia delante.
Callis le dirigió una sonrisa cansina.
—Sabes que no. Tengo eso que llaman estrés o algo así. Incapacitado por…
—Andy, ¿cuántos años hace…?
—¿Que ingresé? —dijo Callis pensativo frunciendo el ceño—. Unos quince… Quince años y medio.
—Un solo incidente en todos esos años ¿y ya te das por vencido? Ni siquiera fue un «incidente»…
—John, mírame, haz el favor. ¿Es que no ves cómo me tiemblan las manos? —dijo levantándolas para que lo viera—. ¿Y esta vena que me palpita en el ojo? —añadió levantando una mano hacia ella—. No es que yo me dé por vencido, es mi cuerpo. Todo esto son signos de aviso. ¿Quieres que haga como que no lo noto? ¿Sabes cuántos servicios hicimos el año pasado? Casi trescientos. Salimos de servicio con arma tres veces más que el año anterior.
—Sí, desde luego, la situación es cada vez más dura.
—Quizá, pero yo no.
—Ni tienes por qué —dijo Rebus pensativo—. Pero podrías volver al servicio sin armas. Hay muchos puestos por cubrir en los despachos.
—Eso no es lo mío, John —respondió Callis negando con la cabeza—. El papeleo me deprime.
—Podrías volver al servicio de patrulla a pie.
Callis miraba al vacío sin escuchar.
—Lo que me subleva es que yo estoy en casa con mis síntomas y esos hijos de puta siguen ahí, llevando armas sin que les pase nada. ¿En qué sistema vivimos, John? ¿Para qué demonios servimos si no podemos impedirlo? —añadió volviéndose hacia Rebus.
—Andy, estar aquí sentado gimoteando no sirve de nada —replicó Rebus con voz calmada.
En la mirada de su amigo había tanta rabia como impotencia. Callis bajó las piernas del escabel y se levantó.
—Voy a poner el hervidor. ¿Quieres algo?
En el televisor unos concursantes discutían sobre algo que tenían que hacer. Rebus miró el reloj.
—No, Andy. Tendría que irme ya.
—Te agradezco que vengas de vez en cuando, John, pero no te sientas obligado.
—Es un simple pretexto para gorrearte una copa, Andy. Ya verás cómo, cuando haya vaciado tu bar, no vuelves a verme el pelo.
Callis trató de sonreír.
—Pide un taxi por teléfono si quieres —dijo.
—Tengo el móvil.
Que podía utilizar, sólo que pulsando las teclas con un bolígrafo.
—¿De verdad que no quieres nada más?
—Mañana tengo mucho que hacer —respondió Rebus negando con la cabeza.
—Yo también —dijo Callis.
Rebus asintió con una inclinación de cabeza. Sus conversaciones siempre acababan con las mismas frases: «¿Tienes mucho que hacer mañana, John? Siempre tengo mucho que hacer, Andy. Sí, yo también». Pensó en algo que decirle sobre el crimen del colegio, sobre Johnson Pavo Real, pero juzgó que sería contraproducente. Ya hablarían más adelante con claridad y no jugando a aquella especie de ping-pong a que en la actualidad se resumían sus conversaciones. Aún no.
—Me voy —dijo Rebus alzando la voz hacia a la cocina.
—Espera a que llegue el taxi.
—Quiero tomar un poco el aire, Andy.
—Lo que tú quieres es fumar un cigarrillo.
—No me explico cómo con esa intuición no te hicieron de la secreta —comentó Rebus abriendo la puerta.
—No quise —replicó Callis.
Una vez en el taxi, Rebus decidió desviarse y le dijo al conductor que iban a Gracemount, donde le indicó la dirección de la casa de Martin Fairstone. Habían tapado las ventanas con planchas y candado en prevención de vándalos. Bastaría con que entrase un par de heroinómanos para que la vivienda se convirtiera en un fumadero de crack. Por fuera no se veían las paredes chamuscadas. La cocina donde se había iniciado el incendio estaba en la parte de atrás. Allí se concentrarían los daños. Los bomberos habían sacado unos muebles al abandonado jardincillo trasero: sillas, una mesa y una aspiradora rota que nadie iba a molestar en llevarse. Dijo al taxista que continuara. En una parada de autobús había un grupo de adolescentes. Rebus no creía que esperaran el autobús. La marquesina era su guarida. Dos estaban subidos al techo y otros tres acechaban desde la oscuridad. El taxista se detuvo.
—¿Qué sucede? —preguntó Rebus.
—Creo que tienen piedras. Si pasamos por delante nos acribillan.
Rebus miró hacia la parada y vio que los dos de encima estaban quietos. No vio que tuvieran nada en las manos.
—Espere un momento —dijo bajándose del taxi.
—¿Está loco, amigo? —exclamó el taxista volviendo la cabeza.
—No; pero me volvería loco si se largara sin mí —le advirtió Rebus.
Dejó la portezuela abierta y se acercó a la parada de autobús. Tres cuerpos salieron del escondite. Llevaban sudaderas con capuchas, que tenían puestas y bien apretadas para protegerse del frío. Las manos en los bolsillos. Especímenes delgados y fuertes, llevaban vaqueros que hacían bolsas en la culera y zapatillas de deporte.
Rebus no les prestó atención, se dirigió a los que estaban subidos a la marquesina.
—Así que coleccionando piedras, ¿eh? —les gritó—. Yo de pequeño coleccionaba huevos de pájaro.
—¿Qué coño dice?
Rebus bajó la vista para mirar cara a cara al que parecía el líder. Sí, aquel tenía que ser el jefe, flanqueado por sus lugartenientes.
—Yo te conozco —dijo Rebus.
—¿Y qué? —replicó el jovenzuelo mirándole.
—Pues que a lo mejor te acuerdas de mí.
—Le conozco de sobra —añadió el joven emitiendo un sonido similar a un gruñido de cerdo.
—En ese caso ya sabes lo que te juegas.
Uno de los que estaban subidos a la marquesina soltó una carcajada.
—¿No ve que somos cinco, gilipollas? —dijo.
—Muy bien, me alegro de que sepas contar hasta cinco.
Aparecieron los faros de otro coche y Rebus oyó que el taxista ponía en marcha el motor. Miró atrás pero el taxista sólo arrimaba el coche al bordillo; el otro vehículo disminuyó la marcha y luego se alejó con un acelerón nada dispuesto a verse envuelto.
—Ya entiendo: siendo cinco contra uno es muy posible que me sacudierais a gusto. Pero eso es lo de menos. Lo importante es lo que vendría después; porque de lo que podéis estar seguros es de que no pararía hasta que os juzgaran, sentenciaran y os metieran entre rejas. Ah, ¿que sois menores? Muy bien, os meten en un reformatorio guay. Sí, claro. Pero antes os encerrarán en Saughton. En la galería de adultos. Y eso, creedme, sí que os dará por culo. Por vuestro culo, para ser exactos.
—Este es nuestro territorio; usted no es de aquí —espetó uno de ellos.
—Por eso me largo —dijo Rebus señalando hacia el taxi—. Con tu permiso…
Volvió a clavar los ojos en el jefecillo. Se llamaba Rab Fisher. Tenía quince años, y Rebus sabía que su pandilla se llamaba Los Perdidos y que los habían detenido muchas veces pero que luego los ponían en libertad sin cargos. Sus padres perjuraban que habían hecho cuanto podían, que le «había dado sus buenas palizas» las primeras veces que lo habían detenido, según el padre de Rab Fisher. «¿Qué más puedo hacer?»
Realmente, a Rebus no se le ocurría nada. De todos modos, era demasiado tarde. Era más fácil incluir en las estadísticas de delincuencia juvenil otra pandilla.
—¿Me das permiso, Rab?
Rab Fisher le sostenía la mirada deleitándose con su efímero poder. Todos estaban pendientes de que diera el visto bueno.
—Un par de guantes no me vendría mal —dijo finalmente.
—Estos no —replicó Rebus.
—Parecen calientes.
Rebus negó despacio con la cabeza y comenzó a quitarse un guante intentando reprimir el dolor. Le mostró la mano llena de ampollas.
—Cógelos si quieres, Rab, pero ya ves lo que había dentro…
—¡Qué asco! —exclamó uno de los lugartenientes.
—Por eso digo que no creo que te sirvan.
Rebus volvió a ponerse el guante, les dio la espalda y fue hacia el taxi. Subió y cerró la puerta.
—Continúe —ordenó al taxista.
El taxi reanudó la marcha y Rebus miró al frente fingiendo que no sabía que los cinco clavaban los ojos en él. En el momento en que el taxista aceleraba se oyó un golpe en el techo y vieron caer medio ladrillo a la calzada.
—Un cañonazo de advertencia —dijo Rebus.
—Qué fácil es decirlo, jefe. No es su puto taxi.
En la calle principal se detuvieron en un semáforo en rojo. Vieron que en la otra acera había un coche parado y que el conductor examinaba un callejero a la luz del interior.
—Pobre desgraciado. No me gustaría perderme por estos pagos —comentó el taxista.
—De media vuelta —ordenó Rebus.
—¿Qué?
—Que dé media vuelta y pare delante de ese coche.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo —espetó Rebus.
Por el aspaviento que el hombre hizo, Rebus comprendió que no era precisamente el mejor servicio del día. En cuanto el semáforo cambió a verde, le dio al intermitente y giró para situarse junto al bordillo delante del coche parado. Rebus ya tenía el dinero en la mano.
—Quédese con el cambio —dijo al bajar.
—Bien que me lo he ganado, amigo.
Rebus se acercó al coche aparcado, abrió la portezuela del pasajero y subió.
—Qué noche tan agradable para pasear —le dijo a Siobhan Clarke.
—¿Verdad que sí? —El callejero había desaparecido bajo su asiento. Miraba al taxista que se había bajado a examinar el techo de su vehículo—. ¿Y qué haces tú por aquí? —preguntó.
—Yo vengo de visitar a un amigo —contestó Rebus—. ¿Y tu excusa cuál es?
—¿Necesito excusa?
El taxista meneaba la cabeza, y lanzó una mirada hosca hacia Rebus antes de a subir a su vehículo y de arrancar, girando en redondo hacia la seguridad del centro.
—¿Qué calle buscabas? —preguntó Rebus. Ella le miró y él le sonrió—. Te he visto mirando el callejero. A ver si lo adivino: ¿la calle en que vivía Fairstone?
Siobhan tardó un instante en contestar.
—¿Cómo lo sabes?
Rebus se encogió de hombros.
—Digamos que intuición masculina —respondió.
—Estoy impresionada —replicó ella enarcando una ceja—. ¿Es de allí de donde vienes tú?
—Fui a visitar a un amigo.
—¿Cómo se llama?
—Andy Callis.
—No lo conozco.
—Andy era un agente que está de baja por enfermedad.
—Has dicho «era»… como si no le fueran a dar de alta.
—Ahora soy yo el que está impresionado —dijo Rebus cambiando de postura en el asiento—. Andy está acabado… mentalmente, quiero decir.
—¿Del todo?
Rebus se encogió de hombros.
—Espero que… Bah, dejémoslo.
—¿Dónde vive?
—En Alnwickhill —contestó él sin pensar.
Miró a Siobhan al darse cuenta de que no era una pregunta inocente. Ella sonreía.
—Eso está cerca de Howdenhall, ¿verdad? —preguntó Siobhan metiendo la mano debajo del asiento y sacando el plano—. Un poco lejos de aquí.
—Cierto, pero es que di un rodeo al volver.
—¿Para echar un vistazo a la casa de Fairstone?
—Sí.
Siobhan, satisfecha, plegó el mapa.
—Yo estoy bajo sospecha. Eso me da derecho a husmear. ¿Tú por qué lo haces?
—Sólo pensaba… —replicó ella, incómoda por la inversión de papeles.
—Pensabas ¿qué? —Levantó la mano enguantada—. Déjalo. No te molestes en decir una mentira. Lo que yo creo es…
—¿Qué?
—Que no buscabas la casa de Fairstone.
—Ah.
Rebus negó con la cabeza.
—No, ibas a husmear. A ver si podías hacer una pequeña investigación personal, quizá localizar a amigos y a gente que le conocía… Tal vez alguien como Johnson Pavo Real. ¿Qué tal voy?
—¿Y por qué motivo iba a hacerlo?
—Me da la impresión de que no estás convencida de que Fairstone haya muerto.
—¿De nuevo intuición masculina?
—Lo insinuaste cuando hablamos por teléfono.
Siobhan se mordió el labio inferior.
—¿Quieres contármelo? —añadió Rebus en voz baja.
—He recibido un mensaje —contestó ella mirándose el regazo.
—¿Qué clase de escrito?
—Estaba firmado por «Marty» y me esperaba en el St Leonard’s.
Rebus reflexionó un instante.
—Entonces sé lo que hay que hacer.
—¿Qué?
—Anda, vamos al centro y te lo enseñaré.
Lo que le enseñó fue High Street y la Trattoria Gordon’s, donde abrían hasta tarde y tenían café fuerte y pasta.
Se sentaron en un reservado frente a frente en una mesita y pidieron dos expresos dobles.
—El mío descafeinado —se acordó de pedir Siobhan.
—¿Por qué sin plomo? —preguntó Rebus.
—Estoy intentando tomar menos café.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Vas a comer algo, o también eso está verboten?
—No tengo hambre.
Rebus decidió que él sí y pidió una pizza de marisco, advirtiendo a Siobhan que tendría que ayudarle. En la parte de atrás de Gordon’s estaba el comedor y sólo había una mesa con gente bullanguera que ya había cenado y tomaba licores. La zona en donde estaban ellos, cerca de la entrada, era para tomar algo o comer algo rápido.
—Bueno, repíteme lo que decía el mensaje.
Ella suspiró y se lo repitió.
—¿El matasellos era local?
—Sí.
—¿Sello de primera o de segunda clase?
—¿Qué puede importar?
Rebus se encogió de hombros.
—Para mí Fairstone era decididamente un segunda clase.
La miró. Parecía cansada y tensa a la vez, una mezcla potencialmente peligrosa. Sin querer le vino a la mente la imagen de Andy Callis.
—Quizá Ray Duff pueda aclararme algo —dijo Siobhan.
—Si alguien puede, ese es Ray.
Llegaron los cafés y Siobhan se llevó la taza a los labios.
—Mañana te van a linchar, ¿no? —añadió.
—Tal vez —contestó él—. Pero creo que tú debes mantenerte al margen. Eso quiere decir que no hables con los conocidos de Fairstone. Si los de Quejas te sorprenden pensarán que estamos conchabados.
—¿Tú crees que fue Fairstone el que murió en el incendio?
—No hay motivo para dudarlo.
—Excepto por el mensaje.
—No era su estilo, Siobhan. Él no habría enviado una carta por correo; te habría acosado físicamente como en otras ocasiones.
Siobhan reflexionó un instante.
—Sí, claro —dijo al fin.
Se hizo un silencio y los dos sorbieron el café fuerte y amargo.
—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó él al fin.
—Muy bien.
—¿De verdad?
—¿Quieres que te lo ponga por escrito?
—Quiero que estés bien de verdad.
Los ojos de Siobhan se ensombrecieron, pero no dijo nada. Llegó la pizza y Rebus la cortó en trozos, animándola a que comiera uno. Volvió a hacerse un silencio mientras comían. Los bebedores de la mesa se levantaron y se marcharon sin dejar de reír hasta que estuvieron en la calle. El camarero que los había servido, al cerrar la puerta, alzó los ojos al cielo, contento de que el local recuperase la calma.
—¿Todo bien por aquí?
—Sí —contestó Rebus sin quitar los ojos de Siobhan.
—Sí —dijo ella, sosteniéndole la mirada.
Siobhan le dijo que le llevaba a casa. Al subir al coche Rebus miró el reloj. Las once en punto.
—Pon las noticias a ver si lo de Port Edgar sigue siendo la noticia principal —dijo.
Ella asintió con la cabeza y puso la radio.
—«… donde esta noche se celebra una concentración con velas. Nuestra enviada Janice Graham está allí.»
«Esta noche los vecinos de South Queensferry harán oír sus voces. Se entonarán himnos religiosos y presidirá el sacerdote de la localidad acompañado del capellán del colegio. Aunque es muy posible que el fuerte viento que en estos momentos sopla desde el estuario de Forth desluzca esta concentración con velas. Pese a ello, comienza ya a congregarse un buen número de personas entre las que se encuentra el diputado Jack Bell. El señor Bell, cuyo hijo resultó herido en la tragedia, espera lograr apoyo para su campaña legislativa contra las armas de fuego. Anteriormente el parlamentario había manifestado…»
En un semáforo, Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada y ella asintió con la cabeza; no necesitaban decirse nada. Al ponerse verde el disco luminoso, Siobhan avanzó hasta el cruce, arrimó el coche al bordillo para no entorpecer el tráfico y giró en redondo.
La concentración estaba convocada ante las puertas del colegio. Había algunas velas cuya llama resistía el viento, pero casi todos los presentes, previsores, habían optado por traer antorchas. Siobhan aparcó en doble fila junto a una camioneta de televisión. Los periodistas estaban en el terreno de la acción: cámaras, micrófonos, focos. Pero por cada uno de ellos se contaban diez asistentes entre cantores y simples curiosos.
—Debe de haber cuatrocientas personas —comentó Siobhan.
Rebus asintió con la cabeza. La carretera estaba llena de gente. A cierta distancia se veían policías con las manos a la espalda como actitud de respeto. Rebus vio que un grupo de periodistas había apartado a Jack Bell a un rincón, y no dejaban de asentir con la cabeza y tomar notas, llenando página tras página con lo que decía.
—Qué detalle —comentó Siobhan, y Rebus vio que se refería a que el diputado llevaba un brazalete negro.
—Sí, muy sutil, desde luego —comentó Rebus.
En aquel momento Bell los vio, y no les quitó el ojo de encima mientras seguía con sus declaraciones. Rebus comenzó a abrirse paso entre la multitud poniéndose de puntillas para ver lo que sucedía al otro lado de la verja. El sacerdote era alto, joven y tenía buena voz. A su lado estaba una mujer mucho más baja de su misma edad, y Rebus se figuró que era la capellana del colegio Port Edgar. Alguien le tiró del brazo, miró a la izquierda y vio a Kate Renshaw, bien abrigada, tapándose la boca con una bufanda rosa. Él asintió con la cabeza y le sonrió. Cerca de ellos, un par de hombres que cantaban con entusiasmo pero desafinando, parecían recién salidos de algún mesón del pueblo. Rebus notó el olor a cerveza y tabaco al tiempo que uno daba al otro un codazo en el costado para que mirara hacia una cámara de televisión, y ambos enderezaron el torso y siguieron cantando con todas sus ganas.
No estaba seguro de si serían de South Queensferry, pero lo más probable era que fuesen forasteros con ganas de verse al día siguiente en la televisión…
El canto terminó y la capellana inició un discurso, con una voz débil que apenas dejaba oír el fuerte viento que soplaba desde la costa. Rebus miró a Kate otra vez y le hizo señas para que fuera hasta la parte de atrás de la multitud. Ella le siguió hasta donde estaba Siobhan. Un operador de televisión se había subido a la tapia del colegio a filmar una panorámica de la concentración, pero uno de los policías de uniforme le ordenó bajar.
—Hola, Kate —dijo Rebus.
—Hola —dijo ella bajándose la bufanda.
—¿No ha venido tu padre? —preguntó él, y la joven negó con la cabeza.
—Apenas sale de casa —contestó envolviéndose el cuerpo con los brazos y meciéndose sobre la punta de los pies, muerta de frío.
—Cuánta gente —comentó Rebus mirando a la multitud.
Kate asintió con la cabeza.
—Estoy sorprendida de que tanta gente me conozca y se acerque a darme el pésame por Derek.
—Un acto como este moviliza a la gente —comentó Siobhan.
—Si no… ¿qué diría eso de nosotros? —Alguien más la saludó—. Perdonen, tengo que irme… —Y se fue hacia el corrillo de periodistas.
Era Bell quien le había hecho una seña para que se acercara al grupo de periodistas. Le pasó un brazo por los hombros y restallaron los fogonazos de los fotógrafos situados junto a un seto tras ellos. La gente había depositado ramilletes, mensajes escritos a mano y fotos de las víctimas.
—… y gracias al apoyo de personas como ella creo que tenemos una oportunidad. Más que una oportunidad, porque hechos como este no pueden tolerarse en lo que se pretende una sociedad civilizada. No queremos que vuelva a repetirse y por eso damos este paso…
En cuanto Bell hizo una pausa para mostrar a los periodistas una carpeta sujetapapeles, todos le asediaron a preguntas. Él mantuvo su mano protectora sobre el hombro de Kate y fue respondiendo. «¿Protectora o propietaria?», pensó Rebus.
—Creo que esta petición es una buena idea… —dijo Kate.
—Una excelente idea —le corrigió Bell.
—… pero es sólo el principio. Lo verdaderamente necesario es que se actúe, que las autoridades intervengan para impedir que las armas vayan a parar donde no deben.
Al decir «autoridades», Kate miró hacia Rebus y Siobhan.
—Permítanme que les dé algunas cifras —volvió a terciar Bell enarbolando la carpeta—: Los crímenes por armas de fuego van en aumento… Aunque no digo nada nuevo, lo cierto es que las estadísticas no reflejan la realidad. Según quien proporciona los datos, el aumento anual de crímenes por armas de fuego es de un diez, de un veinte y hasta de un cuarenta por ciento. Cualquier aumento no sólo constituye una mala noticia, no sólo un lamentable baldón para la Policía y para los Servicios de Inteligencia, sino lo que es más importante…
—Kate, quisiera preguntarle —metió la cuchara un periodista—, ¿cómo cree que lograrán que el gobierno escuche la voz de las víctimas?
—No sé si podremos lograrlo; quizás haya llegado el momento de prescindir totalmente del gobierno y hacer un llamamiento directo a los que matan y hieren con esas armas, a los que las introducen en el país…
Bell alzó aún más la voz.
—Ya en 1996 el Ministerio del Interior reconoció que en el Reino Unido entraban dos mil pistolas ilegalmente a la semana (a la «semana»)… muchas de ellas por el túnel del Canal. Desde que entró en efecto la prohibición después de Dunblane, las muertes por pistola han aumentado un cuarenta por ciento…
—Kate, ¿qué opina de…?
Rebus se había alejado y vuelto al coche de Siobhan. Cuando ella llegó hasta él, estaba encendiendo un cigarrillo, o más bien intentando encenderlo. El viento apagaba una y otra vez el encendedor.
—¿No vas a ayudarme? —preguntó.
—No.
—Gracias.
Pero Siobhan cedió y abrió su abrigo para cubrirle y permitirle encenderlo. Rebus le dio las gracias con una inclinación de cabeza.
—¿Has visto bastante? —preguntó ella.
—¿No te parece que somos peor que los morbosos?
Siobhan reflexionó un instante y negó con la cabeza.
—Nosotros somos parte interesada.
—Es una forma de verlo.
La multitud comenzaba a dispersarse; algunos se detenían a contemplar el improvisado altar en el seto, pero el resto empezó a discurrir por delante de Rebus y Siobhan. Las caras eran serias, resueltas, llorosas. Pasó una mujer abrazada a sus dos hijos adolescentes que caminaban risueños sin entender los sollozos de la madre. Un anciano, apoyándose con firmeza en su bastón, avanzaba con gran tesón decidido a volver a su casa solo y rehusando tenaz la ayuda de quienes se ofrecían.
Había un grupo de quinceañeros con uniforme de Port Edgar. Rebus estaba seguro de que los habrían filmado decenas de cámaras desde su llegada. A las chicas se les había corrido el rímel y ellos parecían fuera de lugar, casi arrepentidos de haber ido. Rebus escrutó el grupo buscando a la señorita Teri, pero no la vio entre ellos.
—¿No es ese tu amigo? —preguntó Siobhan señalando con la cabeza. Rebus miró hacia la multitud y vio inmediatamente a quién se refería.
Johnson Pavo Real caminaba entre los que regresaban a casa, y a su lado, medio metro más abajo, iba Demonio Bob, quien se había quitado la gorra de béisbol durante el acto y mostraba la coronilla calva. En ese momento volvía a ponérsela. Johnson se había vestido para la ocasión: una camisa gris brillante, tal vez de seda, debajo de una gabardina larga negra. Alrededor del cuello llevaba una corbata negra sujeta con un pasador de plata. Él también se había quitado el sombrero, de fieltro gris, que sujetaba entre las manos y hacía girar con los dedos.
Fue como si Johnson sintiera que le observaban. Al cruzar su mirada con la de Rebus, él hizo una seña con el dedo para que fuera hacia ellos. Johnson dijo algo a su lugarteniente y ambos se apartaron de la multitud y se acercaron.
—Veo, señor Rebus, que ha venido a presentar sus respetos como buen caballero que usted sin duda se considera.
—Esa es mi explicación. ¿Y la tuya?
—La misma, señor Rebus, la misma.
Hizo una reverencia dirigida a Siobhan.
—¿La señora es amiga o una colega suya?
—Lo último —respondió Rebus.
—Lo uno no quita lo otro, como suele decirse —añadió sonriendo a Siobhan mientras se ponía el sombrero.
—¿Ves a aquel hombre? —dijo Rebus señalando con la cabeza hacia el lugar en que Bell concluía la entrevista—. Si le digo quién eres y lo que haces, se llevará una alegría.
—¿Quién, el señor Bell? Lo primero que hicimos al llegar fue firmar su petición, ¿verdad, pequeño? —dijo mirando a su acompañante, quien no pareció entender pero asintió con la cabeza de todas formas—. Ya ve que tengo la conciencia limpia.
—Eso no explica en absoluto qué hacías aquí… a menos que esa conciencia que dices limpia se sintiera culpable.
—Eso ha sido un golpe bajo, si me permite decirlo —replicó Johnson con un guiño exagerado—. Da las buenas noches a estos amables policías —dijo dando una palmada en el hombro de Demonio Bob.
—Buenas noches, amables policías.
Con una sonrisa en su rostro rollizo, Johnson Pavo Real volvió a integrarse en la muchedumbre y siguió caminando cabizbajo como sumido en cristiana reflexión. Bob le fue a la zaga unos pasos más atrás como un perrillo que su amo ha sacado de paseo.
—¿Qué conclusión sacas de esto? —preguntó Siobhan.
Rebus meneó despacio la cabeza de un lado a otro.
—Quizá tu comentario sobre la culpabilidad no estuvo muy atinado —añadió ella.
—Me encantaría tener un motivo para encerrar a ese cabrón.
Siobhan le dirigió una mirada inquisitiva, pero Rebus observaba de nuevo a Jack Bell que susurraba algo al oído de Kate Renshaw. La joven asintió con la cabeza y el diputado le dio un apretón.
—¿Crees que esa chica tiene futuro en política? —musitó Siobhan.
—Espero con toda mi alma que sea eso lo único que la atrae —respondió Rebus aplastando sin contemplaciones la colilla con el zapato.