—Sabía que no sonaría bien —dijo Rebus a Templer—. Por eso no dije nada.
Estaban en el despacho de Gill Templer en la comisaría de St Leonard. Ella, sentada; él, de pie. Templer tenía en una mano un lápiz afilado que no cesaba de mover, mirando la punta y tal vez sopesando la posibilidad de usarlo como arma.
—Me mentiste.
—Solamente omití algunos detalles, Gill.
—¿«Algunos detalles»?
—Irrelevantes.
—¡Como el de ir a su casa!
—A tomar una copa.
—¿Con un delincuente que acosaba a tu mejor colega? ¿Que te denunció por agresión?
—Estuvimos charlando. No discutimos ni nada por el estilo —dijo Rebus haciendo ademán de cruzar los brazos, pero sintió que aumentaba la presión en las manos y volvió a dejarlos colgar—. Pregunta a los vecinos si oyeron a alguien alzar la voz. Te aseguro que no. No hicimos más que beber whisky en el cuarto de estar.
—¿En la cocina no?
Rebus negó con la cabeza.
—No entré para nada en la cocina.
—¿A qué hora te fuiste?
—Ni idea. Seguramente pasada la medianoche.
—O sea, poco antes del incendio.
—Mucho antes.
Ella le miró.
—Gill, cuando me marché él estaba como una cuba. Son cosas que pasan: le entraría hambre, puso la freidora al fuego y se durmió. O quemaría el sofá con el cigarrillo.
Templer comprobó con la yema del dedo lo afilado que estaba el lápiz.
—¿Me expongo a mucho? —preguntó Rebus por romper el silencio.
—Depende de Steve Holly. Él pone la música y se supone que nosotros tenemos que tomar medidas.
—¿Suspenderme del servicio, por ejemplo?
—Lo he pensado.
—Sí, supongo que no puedo reprochártelo.
—Muy generoso por tu parte, John. ¿Por qué fuiste a su casa?
—Me invitó. Me imagino que le gustaba jugar. Es lo que hacía con Siobhan. Yo le seguí el juego. Estuvimos bebiendo y él me contó sus batallitas… Supongo que disfrutaba a su manera.
—¿Y tú qué pensabas ganar con ello?
—No lo sé muy bien… Pensé que así dejaría de molestar a Siobhan.
—¿Te pidió ella ayuda?
—No.
—No, claro que no. Ella sabe defenderse sola.
Rebus asintió con la cabeza.
—Entonces, ¿es simple coincidencia?
—Fairstone era un desastre anunciado. Es una suerte que no causase la muerte de alguien más.
—¿Una suerte?
—A mí no me va a quitar el sueño, Gill.
—No, claro, supongo que eso sería mucho pedir.
Rebus enderezó la espalda y se amparó en el silencio mientras Templer tuvo un sobresalto al ver que se había hecho sangre en la yema del dedo con la punta del lápiz.
—Es el último aviso, John —dijo bajando la mano para no hacer evidente en su presencia aquel descuido.
—Muy bien, Gill.
—Y cuando digo el último, es el último.
—Entiendo. ¿Quieres que te traiga una tirita? —preguntó él con la mano en el pomo de la puerta.
—Quiero que te vayas.
—¿Seguro que no quieres…?
—¡Fuera!
Rebus cerró la puerta al salir y sintió que volvían a responderle los músculos de las piernas. Siobhan estaba a dos metros de la puerta del despacho y enarcó una ceja. Él correspondió con un gesto torpe alzando ambos pulgares y ella meneó despacio la cabeza como diciendo «No sé cómo has podido salir con bien de esta».
Tampoco él lo sabía muy bien.
—Te invito a algo —le dijo a Siobhan—. ¿Qué tal un café en la cantina?
—No eludas la cuestión.
—Me ha dado un último aviso. Desde luego, no es el gol de la victoria en la final de Hampden.
—¿Sólo un saque de banda en Easter Road?
Rebus sonrió y sintió dolor en la mandíbula: la tensión sostenida exacerbada por la sonrisa.
Vieron que en la planta de abajo había alboroto y mucha gente esperando delante de los cuartos de interrogatorio a que fueran quedando libres; Rebus reconoció caras del DIC de Leith, hombres de Hogan, y cogió a un agente del codo.
—¿Qué pasa?
El interpelado le miró furioso pero cambió de expresión al reconocerle. Era el agente Pettifer que apenas llevaba medio año en Homicidios y estaba endureciéndose a ojos vistas.
—Como en Leith ya no queda sitio —contestó Pettifer— los hemos traído aquí para interrogarlos.
Rebus miró a su alrededor y vio tipos de mala catadura, mal vestidos y de pelo descuidado, una buena selección del hampa de Edimburgo. Confidentes, heroinómanos, descuideros, timadores, ladrones, matones y alcohólicos. La comisaría apestaba con aquella humanidad heterogénea y resonaban por doquier sus protestas airadas sazonadas con el acento de los bajos fondos. Protestaban por todo. ¿Y los abogados? ¿No había nada de beber? Todos querían ir a mear. ¿Por qué los habían traído allí? ¿Y los derechos humanos? Era indignante aquel país fascista.
Los agentes de uniforme y de paisano intentaban mantener un sucedáneo de orden, anotaban nombres y datos y les designaban un cuarto o un banco para tomarles declaración, sin hacer caso de sus protestas. Los más jóvenes, aún no domeñados por la ley, mantenían una actitud arrogante, y fumaban a pesar de los letreros de prohibición. Rebus cogió el pitillo a uno que llevaba una gorra de béisbol a cuadros con la visera apuntando hacia arriba, y pensó que alguna ráfaga del viento edimburgués haría salir la gorra volando como un frisbee.
—Yo no he hecho nada —dijo el joven moviendo un hombro—. Todos dicen lo mismo: yo no tengo nada que ver con los tiros, jefe, se lo juro. Páselo, ¿eh? Que lo disfrute —añadió con un guiño de serpiente refiriéndose al cigarrillo arrugado.
Rebus asintió con la cabeza y se alejó.
—Bobby busca al posible proveedor de las armas y ha hecho una redada entre lo mejorcito que hay —comentó Rebus a Siobhan.
—Me pareció ver alguna cara conocida.
—Sí, y no precisamente de un concurso de belleza —añadió Rebus mirando a los detenidos, todos hombres.
Era fácil verles como escoria social y sentir cierta compasión. Eran personas con un destino marcado, hombres criados en ambientes donde sólo se respeta la codicia y el miedo, con vidas predestinadas desde un principio.
Rebus estaba convencido de ello. Había visto familias en las que los hijos se habían descarriado creciendo indiferentes a cuanto no fuese las estrictas reglas de supervivencia en lo que a su entender era una jungla. Su insensibilidad era casi genética; la crueldad hace gente cruel. Él había conocido a los padres y a los abuelos de algunos de aquellos jóvenes delincuentes, que también llevaban la delincuencia en la sangre, y a quienes sólo la edad curaba de su reincidencia. Los hechos eran así, pero había un problema: cuando él y sus colegas debían intervenir, el mal ya estaba hecho, y en muchos casos era irreversible. Por eso era tan escaso el margen para la compasión y sólo cabía extirparlo.
Y luego estaban los tipos como Johnson Pavo Real, así llamado por las camisas que usaba, capaces de despejar de golpe al más borracho apenas verlas. Johnson era un hampón de tres al cuarto con ínfulas. Ganaba dinero y lo gastaba, y encargaba esas camisas a un sastre fino de la Ciudad Nueva. El tal Johnson gastaba a veces sombrero flexible y se había dejado crecer un bigotito negro, pensando probablemente en Kid Creole. Sabía que tenía una buena dentadura —detalle que le diferenciaba de sus iguales— y sonreía pródigamente. Johnson era un espectáculo.
A Rebus le constaba que rondaría los cuarenta, pero fácilmente, según estado de ánimo y vestimenta, aparentaba diez años menos. Johnson iba a todas partes acompañado de un retrasado llamado Demonio Bob que lucía una especie de uniforme consistente en gorra de béisbol, cazadora de motorista, vaqueros negros con bolsas en las rodillas y zapatillas de deporte gigantescas. Sin contar las sortijas de oro, brazaletes con su nombre en ambas muñecas y cadenas a guisa de collares. Tenía un rostro ovalado granujiento y una boca casi permanentemente abierta que le daba aspecto de perpetua perplejidad. Algunos comentaban que era hermano de Johnson, cosa que a Rebus le hacía pensar que si era cierto, sería por algún cruel experimento genético. El Pavo Real alto y casi elegante tenía a un bruto por adlátere.
En cuanto a lo de Demonio, era evidente que se trataba de un simple mote.
En el momento en que Rebus los vio estaban separándolos. A Bob iba a interrogarle un policía en la planta de arriba, donde había ya espacio disponible, y de Johnson se hacía cargo el agente Pettifer en el cuarto de interrogatorios número 1. Rebus miró a Siobhan y se abrió paso entre los detenidos.
—¿Le importa que esté yo presente? —preguntó con el consiguiente aturdimiento del joven agente, a quien sonrió para tranquilizarle.
—Señor Rebus. Qué agradable sorpresa —dijo Johnson tendiendo una mano.
Rebus le hizo caso. No quería que un delincuente como Johnson se enterara de que Pettifer era nuevo en el cuerpo y al mismo tiempo tenía que convencer al joven agente de que no albergaba ninguna torva intención, de que no estaba allí para vigilarle. La única manera de hacerlo era sonriéndole otra vez y es lo que hizo.
—Muy bien —dijo Pettifer decidiéndose.
Entraron los tres al cuarto de interrogatorios al tiempo que Rebus alzaba el índice en dirección de Siobhan confiando en que comprendiera que quería que le esperase.
El cuarto número 1 era pequeño y su atmósfera viciada apestaba al olor corporal de por lo menos seis sospechosos; las ventanas, situadas a bastante altura en una de sus paredes, no se podían abrir. En una mesita había una grabadora, un botón de alarma detrás y una cámara de vídeo en una repisa encima de la puerta.
Pero aquel día no grababan porque los interrogatorios eran informales, la buena voluntad era prioritaria. Pettifer sólo iba provisto de un par de hojas en blanco y un bolígrafo; previamente habría leído el expediente de Johnson, pero no lo tenía allí.
—Siéntese, por favor —dijo Pettifer.
Johnson limpió el asiento con un pañuelo rojo antes de acomodarse con morosa teatralidad.
Pettifer se sentó enfrente de él y, al ver que no había silla para Rebus, hizo ademán de levantarse, pero Rebus negó con la cabeza.
—Me quedaré de pie, si no le importa —dijo, recostándose en la pared con los pies cruzados y las manos en los bolsillos de la chaqueta.
Se había situado de forma que Pettifer le viera y que Johnson tuviera que volverse para hacerlo.
—¿Está aquí como estrella invitada, señor Rebus? —dijo Johnson con una sonrisita.
—A ti se te da tratamiento de vip, Pavo Real.
—El Pavo Real siempre viaja en primera, señor Rebus —replicó él satisfecho, reclinándose en el respaldo con las manos cruzadas.
Llevaba el pelo de color negro azabache peinado hacia atrás y se le rizaba en la nuca. Aquel día no chupaba el habitual bastoncillo de cóctel, sino que mascaba chicle.
—Señor Johnson —comenzó a decir Pettifer—, supongo que sabe por qué está aquí.
—Porque están interrogando a todos los tíos sobre ese tiroteo. Ya le he dicho al otro poli, y no me cansaré de repetirlo, que eso no es lo mío. Matar críos es una maldad —añadió meneando despacio la cabeza—. Saben que si pudiera les ayudaría, y me han traído aquí con un falso pretexto.
—Anteriormente ha estado implicado en asuntos de armas de fuego, señor Johnson, y hemos pensado que quizá podría estar al corriente de algo que haya sucedido. ¿No habrá oído algo, un rumor quizá sobre alguien nuevo en el mercado?
Pettifer hablaba con seguridad aunque, en el fondo, podía ser simple fachada y estar temblando por dentro como una hoja; pero daba buena impresión y eso era lo que contaba, pensó Rebus complacido.
—Johnson Pavo Real no es precisamente un soplón, señoría. Pero en este caso, le aseguro que si me entero de lo que sea se lo diré inmediatamente. Pierdan cuidado. Y, para su información, yo me dedico al negocio de armas de imitación para coleccionistas, respetables caballeros de la industria y cargos por el estilo. Cuando las autoridades ilegalicen el negocio, pueden estar seguros de que Pavo Real cesará sus actividades.
—¿Nunca ha vendido a alguien armas de fuego ilegales?
—Nunca.
—¿Ni conoce a nadie que pueda venderlas?
—Como le dije antes, no soy un soplón.
—¿Y no conoce a alguien capaz de reactivar esas armas que usted vende a coleccionistas?
—Ni idea, señoría.
Pettifer asintió con la cabeza y miró las hojas que seguían tan en blanco como al principio, momento que aprovechó Johnson para volver la cabeza hacia Rebus.
—¿Qué tal le sienta volver a segunda clase, señor Rebus?
—Me gusta. El público suele tener costumbres más limpias.
—Vaya, vaya… —replicó Johnson esbozando una sonrisa y levantando un dedo—. No me gusta que funcionarios engreídos ensucien mi salón vip.
—Ya verás lo bien que vas a estar en Barlinnie, Pavo Real —replicó Rebus—. O dicho de otro modo, ya verás cómo vuelves locos a los chicos. La elegancia suele tener buena aceptación en la cárcel.
—Señor Rebus… —dijo Johnson agachando la cabeza y lanzando un suspiro—, las vendettas son muy feas. Pregunte a los italianos.
Pettifer se acomodó en la silla y sus pies rascaron el suelo.
—Tal vez podríamos volver a la pregunta dónde cree usted que Lee Herdman se procuró las armas —dijo.
—Actualmente casi todas son made in China, ¿no es cierto? —respondió Johnson.
—Me refiero —prosiguió Pettifer con leve tono de irritación— a quién recurriría una persona para hacerse con ellas.
Johnson se encogió exageradamente de hombros.
—¿Por la culata y el gatillo? —Se rio de su propio chiste, carcajeándose en el silencio de la sala. Luego se revolvió en la silla, intentando poner cara solemne—. La mayoría de los armeros operan en Glasgow. A esos tíos es a quienes tendrían que preguntar.
—Ya lo están haciendo nuestros compañeros de allí —dijo Pettifer—. Pero, entretanto, ¿se le ocurre alguien en particular a quien debamos interrogar?
—A mí que me registren —contestó Johnson encogiéndose de hombros.
—Agente Pettifer, no lo dude, hágalo —comentó Rebus yendo hacia la puerta—. Tómele la palabra.
Fuera no había cesado el barullo y no había rastro de Siobhan. Rebus pensó que estaría en la cantina, pero en vez de ir a buscarla subió a la primera planta y miró en un par de cuartos de interrogatorio hasta dar con Demonio Bob, de quien se ocupaba en mangas de camisa el sargento George Silvers. En St Leonard llamaban a Hi-Ho Silvers. Era un viejo veterano que esperaba la jubilación con tanta ansia como un autoestopista a un camión. Silvers le saludó escuetamente con una inclinación de cabeza. Tenía una lista con doce preguntas y pretendía plantearlas y que le contestaran, para que aquel ejemplar que tenía enfrente fuera devuelto a la calle. Bob vio que Rebus cogía una silla y se sentaba entre ellos dos con la rodilla casi pegada a la suya, y se puso nervioso.
—Acabo de charlar con Pavo Real —dijo Rebus sin inmutarse por haber interrumpido una de las preguntas de Silvers—. Debería cambiar el nombre por el de Canario.
—¿Por qué dice esto? —preguntó Bob con cara de bobo.
—¿Tú qué crees?
—No lo sé.
—¿Qué hacen los canarios?
—Vuelan… viven en los árboles.
—Viven en la jaula de tu abuela, imbécil, y cantan.
Bob reflexionó sobre aquello. A Rebus casi le pareció oír sus atrofiados mecanismos cerebrales. Era pura comedia en muchos malhechores que no eran nada tontos, pero Bob o bien era Robert de Niro en plena aplicación del método o no sabía actuar.
—¿Qué? —replicó y, al ver la mirada de Rebus, añadió—: ¿Qué es lo que cantan?
No, no era Robert de Niro.
—Bob —añadió Rebus apoyando los codos en las rodillas e inclinándose hacia el joven—, si sigues con Johnson vas a pasarte media vida entre rejas.
—¿Y?
—¿No te importa?
Al decirlo comprendió que era una pregunta ociosa; lo corroboraba la mirada de suficiencia de Silvers. Para aquel tipo, la cárcel no sería más que otra etapa de aturdimiento que no ejercería sobre él el menor efecto.
—Johnson y yo somos socios.
—Ah, claro, y seguro que te da el cincuenta por ciento. Vamos, Bob… —añadió Rebus con una sonrisa de complicidad—. Te está atando la soga al cuello. Con una enorme sonrisa, cegándote con sus dientes perfectos. Te va a traicionar, y cuando la cosa se ponga fea, ¿quién va a pagar el pato? Para eso te tiene a su lado. Tú eres el monigote que recibe la tarta en la cara en la comedia. ¡Las armas las compráis y vendéis los dos, por Dios bendito! ¿Crees que no os tenemos en el punto de mira?
—Son réplicas para coleccionistas —espetó Bob, como quien recuerda una lección y la repite de memoria.
—Ah, claro, todos quieren tener unos cuantos Glock 17 y Walther PPK de imitación para adornar su chimenea.
Rebus se incorporó. No sabía si iba a poder hacérselo entender a Bob. Tenía que haber algo, un punto débil. Pero aquel fulano era amorfo como una pasta aguada que por más que se amase no acaba de adquirir forma. Hizo un último intento.
—Bob, un día de estos un chaval va a sacar una de esas réplicas vuestras y lo van a tumbar de un tiro creyendo que es auténtica. Sucederá cualquier día.
Se dio cuenta de que había puesto cierta emoción en sus palabras. Silvers le observaba, empezando a preguntarse qué se traía entre manos. Rebus le miró, se encogió de hombros y se levantó.
—Piénsalo, Bob; hazme ese favor —añadió tratando de mirarle a los ojos, pero el joven miraba a las luces del techo, boquiabierto, como si fueran fuegos artificiales.
—Yo nunca he ido al teatro —estaba diciéndole a Silvers cuando Rebus salía.
Siobhan, al ver que Rebus la dejaba plantada, había ido al DIC. La sala estaba llena de policías sentados a las mesas de sus colegas de St Leonard interrogando a los detenidos. Vio que habían apartado a un lado el monitor del ordenador de su mesa y que la bandeja de la correspondencia estaba en el suelo. El agente David Hynds tomaba notas de lo que decía un joven con pupilas reducidas a puntas de alfiler.
—¿Qué pasa con tu mesa? —preguntó Siobhan.
—La sargento Wylie hizo valer su jerarquía —respondió Hynds señalando con la cabeza hacia Ellen Wylie, que, sentada a la mesa y preparada para el siguiente interrogatorio, alzó la vista al oír su nombre y sonrió.
Siobhan le devolvió la sonrisa. Wylie pertenecía a la comisaría del West End y tenía su mismo rango, pero llevaba más años en el cuerpo, lo que las hacía posibles rivales en el escalafón. Optó por meter en un cajón la bandeja de la correspondencia, fastidiada por aquella invasión. La comisaría de cada cual era como un feudo particular, y no se sabía lo que los invasores podían llevarse.
Al coger la bandeja vio con el rabillo del ojo un sobre blanco que sobresalía de un montón de informes grapados. Lo cogió y guardó la bandeja en el único cajón hondo de la mesa, lo cerró y echó la llave. Hynds estaba mirándola.
—De aquí no necesitas nada, ¿verdad? —preguntó ella, y Hynds negó con la cabeza, quizás esperando una explicación.
Pero Siobhan se alejó y bajó a la máquina de refrescos. Allí estaba todo más tranquilo; en el aparcamiento había un par de policías de las otras comisarías tomándose un descanso, fumando y contando chistes. No vio a Rebus, de modo que se quedó junto a la máquina y abrió la lata helada. Notó el azúcar en los dientes y acto seguido en el estómago; miró la lista de ingredientes del bote y recordó que los libros sobre ataques de pánico recomendaban prescindir de la cafeína. Se había propuesto hacer un hueco en sus preferencias al café descafeinado y también sabía que hacían refrescos sin cafeína; otra cosa que evitar era la sal, por la tensión y todo eso. El alcohol, tomado con moderación, no era problema. Se preguntó si una botella de vino por la noche después del trabajo podía calificarse de «moderada»; no estaba muy segura. La cuestión era que si bebía sólo media botella, el vino se echaba a perder para el día siguiente. Tomó mentalmente nota de explorar la posibilidad de comprar medias botellas.
Se acordó del sobre y lo sacó del bolsillo. Estaba escrito a mano, más bien garabateado. Puso el bote encima de la máquina y comenzó a abrir el sobre, con un mal presentimiento. Vio que no era más que una hoja de papel. Menos mal: ni cuchillas de afeitar ni vidrios. Había tantos chalados capaces de… Desdobló el papel y vio escrito en torpes letras de molde: ESPERO VERLA DE NUEVO, EN EL INFIERNO, MARTY.
El nombre estaba subrayado. Se le aceleró el pulso. No le cabía duda de que Marty era Martin Fairstone. Pero Fairstone no era más que un simple montón de huesos y ceniza guardado en un laboratorio. Examinó el sobre. La dirección y el código postal eran correctos. ¿Sería alguna broma? ¿De quién? ¿Quiénes sabían lo del acoso de Fairstone? Rebus y Templer… ¿alguien más? Recordó que hacía unos meses le habían dejado un mensaje en el salvapantallas de su ordenador y que, por fuerza, tenía que ser alguien del DIC, uno de sus supuestos compañeros. Pero los mensajes habían cesado. A su lado trabajaban Davie Hynds y George Silvers y muchas veces también Grant Hood; otros agentes sólo lo hacían de vez en cuando. Pero ella no le había contado a nadie lo de Fairstone. Vamos a ver… cuando Fairstone había ido a presentar la denuncia, ¿se había registrado formalmente? No, creía que no. Pero en las comisarías hay mucho cotilleo y era difícil guardar un secreto.
Se percató de que estaba mirando a través de la puerta de cristal y de que aquellos dos policías del aparcamiento la observaban intrigados al verla allí inmóvil mirando hacia fuera como hipnotizada. Forzó una sonrisa y meneó la cabeza dando a entender que estaba ensimismada pensando en algo.
No sabía qué hacer y, a falta de otra cosa, sacó el móvil para simular que comprobaba si había mensajes, pero decidió hacer una llamada y marcó un número de memoria.
—Ray Duff al habla.
—Ray, ¿estás muy ocupado?
Sabía cuál iba a ser la respuesta: un suspiro prolongado. Duff era de la Policía Científica y trabajaba en los laboratorios forenses de Howdenhall.
—Pues aparte de analizar si todas las balas del colegio Port Edgar corresponden a la misma pistola, examinar la configuración de las salpicaduras de sangre y los restos de pólvora, los ángulos balísticos, etcétera…
—Así justificamos tu empleo. ¿Qué tal el MG?
—Una maravilla. ¿Sigue en pie la oferta de dar un garbeo un fin de semana?
La última vez que habían hablado, Duff acababa de reconstruir un modelo especial de 1973.
—Tal vez cuando el tiempo mejore.
—Tiene capota, ¿sabes?
—Pero no es lo mismo, ¿no crees? Oye Ray, ya sé que estás a tope de trabajo con la investigación del colegio, pero ¿no podrías hacerme un pequeño favor?
—Siobhan, sabes que voy a decir que no. Todo el mundo quiere esto resuelto y sin cabos sueltos.
—Ya lo sé. Yo también trabajo en el caso.
—Tú y toda la policía de Edimburgo. —Otro suspiro—. Sólo por curiosidad, ¿de qué se trata?
—¿Entre nosotros?
—Por supuesto.
Siobhan miró a su alrededor. Los dos policías de afuera ya no la miraban. A unos siete metros de ella, en la cantina, había agentes sentados a una mesa comiendo sándwiches y tomando té. Se volvió de espaldas de cara a la máquina.
—He recibido un anónimo.
—¿Con amenazas?
—Más o menos.
—Tienes que enseñárselo a alguien.
—He pensado que lo veas tú por si llegas a alguna conclusión.
—Siobhan, me refería a que debes dar parte a tu jefa. Es Gill Templer, ¿verdad?
—Sí, pero en este momento no soy precisamente su alumna predilecta. Además, está desbordada.
—¿Y yo no?
—Sólo un vistazo rápido, Ray. A lo mejor no es nada.
—Pero en plan oficioso, ¿no es eso?
—Exacto.
—Pues es un error. Si es un caso de amenazas debes denunciarlo, Siob.
Otra vez el diminutivo. Cada vez había más gente que lo utilizaba; pero pensó que no era el momento de decirle que no le gustaba que la llamara así.
—Ray, la cuestión es que lo firma un muerto.
Se hizo un silencio.
—De acuerdo —dijo al fin Duff—. Te escucho.
—¿Una casa de protección en Gracemount, en que se incendió una freidora?
—Ah, sí, el señor Martin Fairstone. También he intentado trabajar en ese caso.
—¿Has averiguado algo?
—Todavía no, porque han dado prioridad a lo de Port Edgar y Fairstone ha bajado puestos en la lista.
Siobhan sonrió por la analogía con los éxitos musicales de los que ellos hablaban muchas veces y, efectivamente, oyó que añadía:
—Por cierto, Siob, ¿quiénes son los tres tops escoceses de rock y pop?
—Ray…
—Vamos, di. No vale pensar; los primeros que te vengan a la cabeza.
—¿Rod Stewart, Big Country y Travis?
—¿Y Lulu y Annie Lennox?
—Ya sabes que yo no entiendo mucho, Ray.
—Es curioso que citaras a Rod Stewart.
—Cárgalo a la cuenta del inspector Rebus, que me prestó algunos de sus primeros discos —respondió ella forzando un suspiro—. Bueno, ¿me vas a ayudar o no?
—¿Cuánto tardarás en enviármelo?
—Lo tendrás ahí antes de una hora.
—Bien, me quedaré a hacer horas extra. ¿Ni eso te ablandará?
—¿Te he dicho alguna vez que eres guapísimo, y muy listo?
—Sólo cuando me pides un favor.
—Eres un ángel, Ray. En cuanto sepas algo, dímelo.
—Ven a dar una vuelta en coche alguna vez —añadió Duff antes de que ella colgara.
Siobhan cruzó la cantina con el sobre hasta recepción.
—¿Tiene ahí por casualidad una bolsa de pruebas? —preguntó al sargento de guardia.
—Puedo ir a por una arriba —dijo el hombre después de mirar en un par de cajones.
—¿No hay sobres de efectos personales?
El sargento volvió a agacharse y sacó un sobre amarillo tamaño folio de debajo del mostrador.
—Muy bien —dijo Siobhan metiendo la carta en el sobre; escribió en él el nombre de Duff y la palabra URGENTE, y su nombre en el dorso.
Volvió a cruzar la cantina y salió al aparcamiento; como ya habían vuelto a entrar los dos fumadores no tendría que dar ninguna explicación por haber estado mirándolos abstraída. Vio que dos agentes subían a un coche patrulla.
—¡Eh, muchachos! —exclamó, y al acercarse vio que el copiloto era John Masón, a quien en la comisaría apodaban Perry. Conducía Toni Jackson.
—Hola, Siobhan. Te echamos de menos el viernes —dijo la agente Jackson.
Siobhan hizo un gesto de disculpa. Toni y otras agentes salían todos los viernes de marcha y ella era la única de mayor rango a quien aceptaban en la pandilla.
—¿Me perdí algo bueno? —preguntó.
—Lo pasamos en grande. El hígado todavía se está recuperando.
Masón la miró intrigado.
—¿Qué hiciste?
—Ya te gustaría saberlo —replicó ella con un guiño—. ¿Qué quieres, Siobhan, que hagamos de carteros? —añadió señalando el sobre con la barbilla.
—¿Podríais llevar esto al laboratorio forense de Howdenhall? Entregadlo en mano si es posible —añadió indicando con el dedo el nombre de Duff.
—Tenemos que ir a un par de sitios pero casi nos viene de paso.
—Dije que lo recibiría antes de una hora.
—Con Toni al volante no hay problema —comentó Masón.
—Siobhan —dijo Toni Jackson sin hacer caso a Masón—, me han dicho que te han relegado a chófer.
—Sólo por unos días —dijo ella torciendo ligeramente el gesto.
—¿Qué le ha pasado a Rebus en las manos?
—No lo sé, Toni. ¿Qué se rumorea por ahí? —añadió Siobhan mirando a Jackson.
—De todo… Desde que hubo un combate de boxeo hasta que fue culpa de una sartén.
—Una cosa no excluye a la otra necesariamente.
—En el inspector Rebus no hay nada que excluya una cosa de otra —comentó Toni Jackson sonriendo irónicamente y tendiendo la mano para coger el sobre—. Tienes tarjeta amarilla, Siobhan.
—Bueno, si queréis iré este viernes.
—¿Prometido?
—Lo juro por el DIC.
—O sea, que ya veremos.
—Ya sabes, Toni, que siempre surge algo.
Toni Jackson miró por encima del hombro de Siobhan.
—Hablando del rey de Roma —dijo cogiendo el volante.
Siobhan se dio la vuelta y vio a Rebus mirando desde la puerta. No sabía cuánto tiempo haría que estaba allí y si la habría visto entregando el sobre. El motor se encendió y Siobhan se apartó mirando cómo se alejaba el coche. Rebus, que acababa de abrir una cajetilla, sacó un cigarrillo con los dientes.
—Es sorprendente la capacidad de adaptación del ser humano —comentó Siobhan acercándose a él.
—Trato simplemente de ampliar mi repertorio —dijo Rebus—. Pienso probar a tocar el piano con la nariz —añadió logrando encender el mechero al tercer intento e inhalando humo.
—Por cierto, gracias por dejarme al margen —dijo ella.
—No se trataba de eso.
—Quiero decir que…
—Ya sé. Ya sé —la interrumpió él—. Sólo quería oír qué alegaba Johnson.
—¿Johnson?
—Johnson Pavo Real —contestó Rebus y, al ver que Siobhan le miraba extrañada, añadió—: él se hace llamar así.
—¿Por qué?
—¿No te has fijado en cómo viste?
—Quiero decir que por qué querías estar presente en el interrogatorio.
—Porque es un fulano que me interesa.
—¿Por algún motivo en particular?
Rebus se encogió de hombros.
—¿Quién es ese Johnson? —añadió Siobhan—. ¿Debería conocerle?
—Es un malhechor de poca monta, pero a veces esos son los más peligrosos. Vende armas de imitación al mejor postor y puede que trafique con armas auténticas. Compra objetos robados, distribuye drogas blandas, algo de hachís…
—¿Dónde opera?
Rebus pareció pensarlo.
—Por Burdiehouse.
—¿Burdiehouse? —repitió Siobhan, que conocía de sobra sus respuestas evasivas.
—En esa dirección —añadió él señalando con el cigarrillo sin quitárselo de la boca.
—Bueno, puedo buscarlo en los archivos —dijo ella mirándole a los ojos hasta que Rebus parpadeó.
—En Southhouse o Bourdiehouse; por ahí —añadió él expulsando humo por la nariz como un toro acorralado.
—Es decir, cerca de Gracemount.
—Más o menos —replicó él encogiéndose de hombros.
—O sea, que opera en el barrio en que vivía Fairstone… ¿Cabe la posibilidad de que dos tipos como ellos no se conocieran?
—A lo mejor se conocían.
—John…
—¿Qué había en ese sobre?
En ese momento fue ella la que puso cara de póquer.
—No cambies de tema —replicó.
—El tema está cerrado. ¿Qué había en el sobre?
—Nada que deba preocupar a tu linda cabecita, inspector Rebus.
—Ahora sí que me preocupa.
—En serio que no era nada.
Rebus hizo una pausa y asintió despacio con la cabeza.
—Porque tú sabes defenderte sola, ¿verdad?
—Exactamente.
Rebus agachó la cabeza, dejó caer la colilla al suelo y la aplastó con el pie.
—¿Sabes que mañana no te necesito? —dijo.
Ella asintió con la cabeza.
—Procuraré que las horas no se me hagan interminables —replicó.
Rebus trató inútilmente de encontrar una réplica.
—Bien, vamos a escaquearnos antes de que Gill Templer busque otro pretexto y nos eche la bronca —dijo dirigiéndose al coche de ella.
—Muy bien —dijo Siobhan—, y mientras yo conduzco tú me cuentas todo lo que sepas sobre el señor Johnson. —Calló un momento—. Por cierto: ¿quiénes son los tres mejores cantantes escoceses de rock y pop?
—¿Por qué lo dices?
—Venga, nombra los tres primeros que se te ocurran.
Rebus reflexionó un instante.
—Nazaret, Alex Harvey, Deacon Blue.
—¿Rod Stewart no?
—No es escocés.
—Pero te lo acepto si quieres.
—Bueno, en ese caso lo citaría, pero probablemente después de Ian Stewart. Aunque nombraría antes a John Martyn, Jack Bruce, Ian Anderson… sin olvidar a Donovan y la Incredible String Band, Lulu y Maggie Bell…
Siobhan entornó los ojos.
—¿Estoy a tiempo de arrepentirme de haberte preguntado? —dijo.
—Demasiado tarde —replicó Rebus subiendo al coche—. Otro es Frankie Miller, Simple Minds en sus buenos tiempos y siempre tuve debilidad por Pallas.
Siobhan permaneció inmóvil con la mano en la portezuela sin abrirla mientras Rebus, ya sentado, seguía recitando nombres sin parar.
—No es la clase de local al que yo voy a tomar una copa —musitó el doctor Curt.
Era un hombre alto y delgado —a sus espaldas se comentaba que tenía aspecto «fúnebre»—, de cincuenta y tantos años, con un rostro alargado y fofo y pronunciadas ojeras. A Rebus le recordaba un sabueso.
Un sabueso fúnebre.
Lo que no dejaba de ser lógico teniendo en cuenta que era uno de los patólogos más reputados de Edimburgo. A través de su maestría los cadáveres revelaban sus historias, a veces revelaban secretos: suicidios que resultaban ser asesinatos y huesos que no eran humanos. Curt había ayudado a Rebus con su habilidad e intuición a resolver decenas de casos, y habría sido una grosería por su parte rehusar la invitación del patólogo cuando le llamó por teléfono. Como posdata había añadido:
—Pero en un sitio tranquilo. Un lugar en el que podamos hablar sin que haya gente charlando.
Por eso Rebus le había citado en su bar predilecto, el Oxford, escondido en un callejón detrás de George Street y lejos del despacho de Curt y de la comisaría.
Ocuparon una mesa de la parte de atrás, que estaba desierta. Era una tarde de mitad de semana y en la barra no había más que dos oficinistas a punto de irse y un cliente habitual que acababa de entrar. Rebus llevó las bebidas a la mesa: una pinta de cerveza para él y un gin-tonic para Curt.
—Slainte —dijo el patólogo alzando el vaso.
—Salud, doctor —contestó Rebus levantando la jarra con las dos manos.
—Da la impresión de que alza un cáliz —comentó el patólogo—. ¿No va a explicarme qué es lo que le sucedió?
—No.
—Los rumores corren…
—Por mí pueden correr los kilómetros que quieran. Lo que me intriga es su llamada. ¿Era para hablar de eso?
Después de volver a casa, Rebus se había dado un baño templado, había encargado un curry por teléfono y puesto en el tocadiscos a Jackie Leven con sus románticas canciones sobre los hombres duros de Fife. ¿Cómo se le habría olvidado incluirlo en la lista para Siobhan? En ese momento había telefoneado el doctor Curt. «¿Podríamos hablar? ¿En algún sitio? ¿Esta tarde?» No había dicho de qué y se habían citado en el Oxford a las siete y media.
—¿Qué tal le han ido las cosas últimamente, John? —preguntó el doctor Curt saboreando su bebida.
Rebus le miró fijamente. Era el preámbulo obligado con algunos hombres de cierta edad y clase. Acto seguido le ofreció un cigarrillo que el patólogo aceptó.
—Saque otro para mí —pidió Rebus; el doctor así lo hizo y durante un rato fumaron ambos en silencio.
—De fábula, doctor, ¿y a usted? ¿Siente muy a menudo la necesidad de llamar a un policía por la noche para charlar en la oscura parte de atrás de un bar?
—Si no me equivoco, fue usted quien eligió la parte de atrás.
Rebus asintió levemente con la cabeza.
—Qué impaciente es usted, John —añadió el patólogo sonriendo.
—Si le digo la verdad —replicó Rebus encogiéndose de hombros—, podría estarme aquí toda la noche, pero me quedaría mucho más tranquilo si supiera qué tiene que darme.
—Se trata de los restos de un tal Martin Fairstone.
—Ah, ya —comentó Rebus removiéndose en la silla y cruzando las piernas.
—Sabe de quién hablo, por supuesto —añadió Curt aspirando el cigarrillo de tal manera que parecía que todo su rostro se retraía.
Hacía sólo cinco años que fumaba, como si estuviera dispuesto a poner a prueba su mortalidad.
—Le conocía —dijo Rebus.
—Ah, sí, por desgracia hay que hablar en pasado.
—Desgracia, no tanta. Yo no le echo de menos.
—Sea como fuere, el profesor Gates y yo… Bien, consideramos que hay zonas borrosas.
—¿Se refiere a huesos y cenizas?
Curt negó despacio con la cabeza haciendo caso omiso de la guasa de Rebus.
—Los forenses nos aclararán algunas cosas —replicó bajando la voz—. La comisaria Templer ha insistido en que se realicen y creo que Gates hablará con ella mañana.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Templer piensa que usted está implicado de alguna manera en el homicidio.
La última palabra quedó flotando en el aire entre los dos. Rebus no necesitaba repetirla. Curt, anticipándose a una posible objeción, añadió:
—Presunto homicidio, creemos —dijo asintiendo despacio con la cabeza—. Hay evidencia de que lo ataron a la silla. Tengo fotos —añadió cogiendo una cartera que había dejado a su lado en el suelo.
—Doctor, probablemente, no debería enseñármelas —objetó Rebus.
—Lo sé, y no lo haría si pensara que existe la menor posibilidad de que usted fuera culpable. Pero le conozco, John —añadió mirándole.
Rebus miraba la cartera.
—No es la primera vez que la gente se equivoca respecto a mí.
—Quizá —dijo el doctor.
Puso el sobre marrón en la mesa entre los dos, encima de los posavasos húmedos. Rebus lo cogió y lo abrió. Había dos docenas de fotos de la cocina con un fondo todavía humeante; Martin Fairstone era apenas reconocible, no parecía un ser humano, más bien un maniquí chamuscado y cubierto de ampollas. Estaba tumbado boca abajo. Tras él había una silla reducida a un par de palos carbonizados y restos del asiento. Lo que llamó la atención de Rebus fue la cocina. Tenía la superficie casi intacta. La freidora estaba encima de uno de los quemadores. Si la limpiaran, podría usarse… Costaba entender que una simple freidora hubiera sobrevivido y un ser humano no.
—Lo que se observa aquí es cómo la silla se cayó hacia delante, y con ella la víctima. Se diría que cayó de rodillas, se dio de bruces contra el suelo y acabó tendido boca abajo. ¿Ve la posición de los brazos? Están pegados a los costados.
Rebus lo veía, pero no estaba tan seguro de qué se suponía que debía deducir de aquello.
—Hemos encontrado lo que parece restos de una cuerda… una cuerda de plástico de las de tender la ropa. El recubrimiento se derritió, pero el nailon era muy resistente.
—En las cocinas suele haber cuerdas de tender —adujo Rebus haciendo de abogado del diablo, al comprender de pronto adónde quería ir a parar el patólogo.
—Cierto, pero el profesor Gates… Bueno, él lo ha puesto en manos de los expertos del laboratorio.
—¿Porque piensa que Fairstone estaba atado a la silla?
Curt asintió con la cabeza.
—Hay otras fotos, en algunas… los primeros planos… se ven trozos de cuerda.
Rebus las examinó.
—La secuencia de acontecimientos sería la siguiente: un hombre pierde el conocimiento, lo atan a una silla. Vuelve en sí, se ve rodeado de llamas y siente que el humo invade sus pulmones, se retuerce tratando de liberarse de las ataduras, pero se inicia el proceso de asfixia y el humo acaba con él antes de que el fuego queme la cuerda.
—En teoría —comentó Rebus.
—Sí, naturalmente —añadió el patólogo en voz baja.
Rebus volvió a repasar las fotos.
—¿Así que estamos ante un asesinato?
—O ante un homicidio intencionado. Me imagino que un abogado podría argumentar que el hecho de que lo ataran no fue la causa de la muerte y que sólo pretendían darle un aviso, digamos.
Rebus le miró.
—Veo que le han dado vueltas —dijo.
Curt volvió a levantar el vaso.
—El profesor Gates hablará mañana con Gill Templer. Le enseñará estas fotos. Pero habrá que esperar a la opinión de los forenses. Se rumorea que usted estuvo en la casa.
—¿Se ha puesto en contacto con usted un periodista? —preguntó Rebus, y vio que Curt asentía—. ¿Que se llama Steve Holly?
El patólogo volvió a asentir y Rebus lanzó una maldición en el preciso instante en que llegaba Harry, el camarero, a retirar los vasos vacíos. Venía silbando, signo evidente de que tenía algún ligue y que seguramente pretendía presumir de ello, pero el exabrupto de Rebus le indujo a irse sin más.
—¿Cómo va a…? —añadió Curt, incapaz de dar con las palabras adecuadas.
—¿Cómo voy a defenderme? —sugirió Rebus. Luego sonrió con amargura—. Es imposible, doctor. Yo estuve allí y todo el mundo lo sabe o no tardará en saberlo.
Hizo ademán de morderse la uña, pero recordó que no podía. Le apetecía dar un puñetazo en la mesa, pero tampoco podía.
—Sólo es evidencia circunstancial —dijo Curt—. O casi.
Estiró la mano para coger una fotografía, un primer plano de la calavera con la boca abierta. Rebus sintió que la cerveza se le revolvía.
—Mire, esto —dijo Curt señalando el cuello— parece piel, pero hay algo… había algo que le rodeaba la garganta. ¿Llevaba el difunto corbata o algo así?
La pregunta era tan absurda que Rebus soltó una carcajada.
—Era una vivienda de protección oficial de Gracemount, doctor, no el club fino de la Ciudad Nueva.
Rebus fue a coger el vaso, pero se le quitaron las ganas de beber: no se le iba de la cabeza la imagen de Fairstone con corbata. ¿Y por qué no con esmoquin y un criado ofreciéndole un habano…?
—Bien, en ese caso, si no llevaba nada en el cuello, algo similar a una corbata o un pañuelo —dijo Curt— empieza a parecer que era algún tipo de mordaza. Tal vez le embutieron un pañuelo en la boca atado por detrás. Pero debió lograr desprenderse de él. Demasiado tarde para pedir auxilio, eso sí. Luego, resbaló por el cuello, ¿lo ve?
De nuevo, Rebus lo vio.
Y se vio a sí mismo tratando de librarse.
Se vio cayendo…