5

La comisaría de South Queensferry era un cajón de techo bajo de una sola planta situada en una calle frente a una iglesia episcopaliana. En el exterior, un letrero anunciaba que la comisaría permanecía abierta al público de nueve a cinco entre semana a cargo de un «ayudante civil». En otro cartel se añadía que, contrariamente a los rumores, en la localidad había presencia policial las veinticuatro horas del día. Era en aquel recinto desangelado donde habían interrogado a todos los testigos, salvo a James Bell.

—Qué acogedor, ¿no? —comentó Siobhan abriendo la puerta.

Entraron en una reducida zona de espera donde un solitario agente uniformado dejó la revista de motos que leía y se levantó de la silla.

—Tranquilo —dijo Rebus al tiempo que Siobhan le enseñaba la identificación—. Necesitamos escuchar las cintas del interrogatorio de Bell.

El agente asintió con la cabeza, abrió una puerta y les hizo pasar a un cuartucho sin ventanas con una mesa y unas sillas destartaladas. En la pared había un calendario del año anterior alabeado que encomiaba los méritos de un comercio local y, encima de un archivador, un magnetófono. El agente lo cogió, lo puso en la mesa y lo enchufó. Después abrió el archivador y sacó una cinta guardada en una funda de plástico.

—Esta es la primera de seis —dijo—. Tendrán que firmar.

Siobhan cumplió el requisito.

—¿No tienen ceniceros aquí? —preguntó Rebus.

—No, señor. Está prohibido fumar.

—No le he preguntado eso.

—Sí, señor —dijo el agente que procuraba no mirar los guantes de Rebus.

—¿Tienen un hervidor?

—No, señor. —El agente hizo una pausa—. Los vecinos nos traen a veces un termo de café o un trozo de pastel.

—¿Cabe la probabilidad de que suceda algo así de aquí a diez minutos?

—Yo creo que no.

—Pues vaya a ver si nos consigue unos cafés y procuraré darle una buena nota por la iniciativa.

El agente se mostraba indeciso.

—No puedo salir de la comisaría.

—Guardaremos el fuerte por usted, hijo —dijo Rebus quitándose la chaqueta y colgándola del respaldo de una silla—. Yo lo tomo con leche —añadió.

—Y yo también; sin azúcar —dijo Siobhan.

El agente permaneció aún con ellos un instante mirando cómo se instalaban lo mejor que podían y a continuación salió, cerrando la puerta.

Rebus y Siobhan se miraron con sonrisa de complicidad. Siobhan tenía las notas relativas a James Bell y Rebus comenzó a repasarlas mientras ella sacaba la cinta y la introducía en el magnetófono.

Tenía dieciocho años, era hijo del diputado del Parlamento escocés Jack Bell y de su esposa Felicity, que trabajaba en la administración del teatro Traverse. Vivían en Barnton; James pensaba ingresar en la universidad para estudiar Políticas y Económicas; era un «alumno capaz», según el informe del colegio: «James es reservado y no siempre sociable, pero sabe ser encantador». Y prefería el ajedrez a los deportes.

—Probablemente inmune al proselitismo de las FMC —musitó Rebus.

Minutos después escuchaban la voz de James Bell.

Los policías que efectuaban el interrogatorio se identificaron: inspector Hogan y agente Hood. Muy astuto implicar a Grant Hood que, siendo el oficial de relaciones con la prensa para aquel caso, necesitaba conocer la versión del superviviente. Parte serviría como bocados para los periodistas a cuenta de favores; convenía tener a la prensa bien predispuesta y al mismo tiempo mantenerla lo más controlada posible, y para alejarla de James Bell la harían pasar por Grant Hood.

La voz de Bobby Hogan mencionó la fecha y la hora, lunes por la tarde, y el lugar del interrogatorio: Urgencias del Royal Infirmary. Bell estaba herido en el hombro izquierdo. Era una herida limpia con entrada y salida sin tocar el hueso; la bala había ido a alojarse en la pared.

—¿Te encuentras en condiciones de hablar, James?

—Creo que sí… pero me duele mucho.

—Claro, no lo dudo. A efectos de la grabación eres James Elliot Bell, ¿correcto?

—Sí.

—¿Elliot? —preguntó Siobhan.

—Es el apellido de soltera de la madre —contestó Rebus consultando las notas.

No había mucho ruido de fondo; debía de ser una habitación privada del hospital. Se oyó un carraspeo de Grant Hood y el chirrido de una silla; probablemente porque Hood, micrófono en mano, la arrimaba a la cama lo más posible. Hogan y el muchacho se alternaban el micrófono, no siempre a tiempo, de forma que a veces una de las voces sonaba amortiguada.

—Jamie, ¿puedes contarnos qué sucedió?

—Me llamo James, por favor. ¿Pueden darme agua?

Ruido del micrófono rozando las sábanas y de agua vertiéndose en un vaso.

—Gracias.

Una pausa hasta que dejaron el vaso en la mesilla. Rebus se acordó de su torpeza en el hospital al dejar caer el vaso que Siobhan había recogido al vuelo. El lunes por la noche, igual que James Bell, él también estaba hospitalizado.

—Estábamos en el descanso de media mañana. Tenemos veinte minutos y estábamos en la sala común.

—¿Era allí donde solías ir?

—Sí, mejor que fuera.

—Pero no hacía mal día…

—Yo prefiero quedarme dentro. ¿Cree que podré tocar la guitarra cuando salga de aquí?

—No lo sé —dijo Hogan—. ¿Podías tocarla antes?

—Ha estropeado el chiste a un paciente. Debería darle vergüenza.

—Lo siento, James. Bien, ¿cuántos estabais en la sala?

—Tres. Tony Jarvies, Derek Renshaw y yo.

—¿Y qué hacíais?

—Teníamos puesta música… y creo que Jarvies hacía unos deberes y Renshaw leía el periódico.

—¿Así os llamabais entre vosotros? ¿Por los apellidos?

—Casi siempre.

—¿Erais amigos los tres?

—Amigos, amigos, no.

—Pero pasabais muchos ratos juntos en esa sala.

—La sala la usan más de doce alumnos. —Pausa—. ¿Trata de preguntarme si fue a por nosotros deliberadamente?

—Es algo que consideramos.

—¿Por qué?

—Porque era el momento del recreo y había muchos chicos fuera…

—¿Y sin embargo entró en el colegio y luego a la sala común antes de empezar a disparar?

—Serías un buen policía, James.

—No es de las primeras confesiones en mi lista de opciones.

—¿Conocías al asesino?

—Sí.

—¿Sabías quién era?

—Sí, Lee Herdman. Muchos le conocíamos. Algunos habíamos ido a cursillos de esquí acuático con él. Era un tío interesante.

—¿Interesante?

—Por su pasado. A fin de cuentas estaba entrenado para matar.

—¿Eso te dijo él?

—Sí, que había estado en las Fuerzas Especiales.

—¿Conocía él a Anthony y a Derek?

—Es muy posible.

—A ti sí te conocía.

—Habíamos coincidido socialmente.

—En ese caso, tal vez te preguntes lo mismo que nosotros.

—¿Se refiere a por qué lo hizo?

—Sí.

—He oído que las personas que han tenido un pasado así muchas veces no se adaptan a la sociedad, ¿no es cierto? Les sucede algo que los empuja hasta el borde.

—¿Tienes idea de qué fue lo que impulsó a Lee Herdman hasta el borde?

—No.

Se hizo un largo silencio seguido del roce del micrófono en las sábanas y se oyó un murmullo, como si los dos policías intercambiaran impresiones. Luego sonó la voz de Hogan:

—Bien, James, cuéntanos… Estabais en la sala…

—Yo acababa de poner un cedé. Los tres teníamos gustos musicales distintos. Al abrirse la puerta creo que ni me molesté en volverme a mirar, oí una explosión tremenda y Jarvies cayó al suelo. Yo estaba en cuclillas delante del equipo de música, me incorporé y, al volverme, vi aquel pistolón. Quiero decir, no estoy diciendo que fuera enorme, pero me lo pareció al ver que apuntaba a Renshaw… Detrás del arma había una persona, pero en realidad no la veía…

—¿Por el humo?

—No… no recuerdo haber visto humo. No podía dejar de mirar al cañón… Estaba paralizado. Oí la segunda explosión y Renshaw se desmoronó como un muñeco y quedó hecho un ovillo en el suelo.

Rebus se percató de que acababa de cerrar los ojos. No era la primera vez que imaginaba la escena.

—A continuación me apuntó a mí.

—¿Y entonces viste quién era?

—Sí, supongo que sí.

—¿Dijiste algo?

—No lo sé… tal vez abriera la boca para decir algo. Creo que debí de hacer algún movimiento, porque cuando sentí el tiro… bueno, a mí no me mató, ya ven. Fue como un empujón muy fuerte que me tiró hacia atrás.

—¿Y él no había dicho nada hasta ese momento?

—Ni palabra. Pero tenga en cuenta que los oídos me silbaban.

—No me extraña, en una sala pequeña como esa. ¿Ya oyes bien?

—Todavía siento un zumbido, pero se me pasará.

—¿Así que él no dijo nada?

—Yo no le oí decir nada. Estaba en el suelo, esperando a que me matara. Y en ese momento sonó la cuarta detonación y por un segundo… creí que era el tiro de gracia para mí; pero al oír que un cuerpo se desplomaba, de algún modo me di cuenta…

—¿Y qué hiciste?

—Abrí los ojos. Como los tenía a ras del suelo vi su cuerpo detrás de las patas de la silla con el arma todavía en la mano. Comencé a levantarme; el hombro ni lo sentía aunque sabía que sangraba, pero no podía apartar la vista del arma. Ya sé que es absurdo, pero no hacía más que pensar en una de esas películas de terror, ¿me entiende?

La voz de Hood:

—En las que parece que el malo ha muerto…

—Y resucita; eso es. Y en ese momento vi que había gente en la puerta; me imagino que serían profesores. Debieron de quedarse horrorizados.

—¿Y tú cómo estás, James? ¿Qué tal de ánimo?

—Si le digo la verdad, aún no he asimilado el golpe. Perdón por el juego de palabras. Nos han ofrecido apoyo psicológico, supongo que eso ayudará.

—Has tenido una experiencia terrible.

—¿Verdad que sí? Algo para contar a mis nietos, supongo.

—Con qué frialdad habla —comentó Siobhan.

Rebus asintió.

—Te agradecemos mucho que hayas hablado con nosotros. ¿Te parece bien que te dejemos un bloc y un bolígrafo? Seguramente volverás a evocar la escena una y otra vez, y eso es positivo, es el modo de superarlo. Por eso quizá recuerdes algo que te interese anotar. Escribir los detalles es otra manera de superar la experiencia.

—Sí, lo entiendo.

—Y queremos hablar contigo otra vez.

La voz de Hood:

—Los periodistas también querrán. Tú verás si quieres hacer declaraciones, pero si prefieres yo puedo hacer de intermediario.

—No hablaré con nadie hasta dentro de un día o dos; pero no se preocupe, sé perfectamente cómo son los periodistas.

—Bien, gracias de nuevo, James. Creo que tus padres están esperando fuera.

—Oiga, en este momento me encuentro bastante cansado. ¿No podrían decirles que me he dormido?

Era el final de la cinta. Siobhan aguardó unos segundos y apagó el magnetófono.

—Final del primer interrogatorio. ¿Quieres escuchar otra? —preguntó señalando el archivador, pero Rebus negó con la cabeza.

—De momento no, pero me gustaría hablar con el chico —dijo—. Ha dicho que conocía a Herdman, y eso tiene su importancia.

—También ha dicho que no sabe por qué Herdman lo hizo.

—En cualquier caso…

—Estaba muy sereno.

—Tal vez por la impresión. Como dice Hood, tarda tiempo en superarse.

Siobhan le miró pensativa.

—¿Por qué crees que no querría ver a sus padres?

—¿Has olvidado quién es su padre?

—Ya, pero de todos modos… Cuando te sucede una cosa así, tengas la edad que tengas, tienes ganas de que te den cariño.

—¿A ti te sucede? —replicó Rebus mirándola.

—A la mayoría de la gente… me refiero a la mayoría de la gente normal.

Llamaron a la puerta. Se entreabrió y el agente asomó la cabeza.

—No he podido conseguir los cafés —dijo.

—Ya hemos acabado. Gracias, de todos modos.

Entregaron la cinta al policía para que la guardara y salieron, parpadeando deslumbrados por la luz del día.

—James no nos ha aclarado mucho, ¿verdad? —dijo Siobhan.

—No —contestó Rebus que repasaba mentalmente la conversación con la esperanza de encontrar algo útil.

El único rayo de luz era que el chico conocía a Herdman. ¿Y qué? Mucha gente de la localidad conocía a Lee Herdman.

—¿Vamos a la calle principal a ver si encontramos un café?

—Yo sé dónde podemos tomar uno —dijo Rebus.

—¿Dónde?

—En el mismo sitio que ayer.

Allan Renshaw no se había afeitado desde la víspera. Estaba solo en casa porque Kate había ido a ver a unos amigos.

—No le conviene estar aquí encerrada conmigo —dijo mientras les hacía pasar a la cocina.

El cuarto de estar estaba igual. Las fotos seguían esperando a que alguien las mirase, las ordenase o las volviera a guardar en las cajas. Rebus vio más cartas de pésame encima de la repisa de la chimenea. Renshaw cogió un mando a distancia del brazo del sofá y apagó el televisor, en el que se veía un vídeo casero de la familia en vacaciones. Rebus decidió no hacer comentarios. Renshaw tenía el pelo alborotado y Rebus se preguntó si habría dormido vestido. Renshaw se sentó desmadejado en una de las sillas de la cocina y dejó que Siobhan se ocupara del hervidor. Boecio estaba tumbado en la encimera, pero cuando fue a acariciarle el gato saltó al suelo y cruzó corriendo el cuarto de estar.

Rebus se sentó enfrente de su primo.

—Estaba preocupado por ti —dijo.

—Lamento haberte dejado anoche con Kate.

—No tienes por qué disculparte. ¿Qué tal duermes?

—Duermo demasiado —contestó él con sonrisa desmayada—. Supongo que es el modo de evadirme.

—¿Cómo van los preparativos del entierro?

—Todavía no nos entregan el cadáver.

—Lo harán pronto, Allan. Ya verás cómo todo acaba pronto.

Renshaw alzó la vista hacia él con los ojos enrojecidos.

—¿Lo prometes, John? —preguntó, y aguardó a que Rebus asintiera con la cabeza—. Entonces ¿cómo es que los periodistas no dejan de llamar por teléfono para hablar conmigo? Es como si creyeran que esto no va a terminar enseguida.

—Todo lo contrario. Por eso te molestan. Ya verás cómo dentro de un par de días tienen otra cosa en qué pensar. ¿Hay alguno en concreto a quien deseas que espante?

—Uno que habló con Kate no deja de fastidiarla.

—¿Cómo se llama?

—Kate lo apuntó no sé dónde… —contestó Renshaw mirando en derredor como si el nombre estuviera a mano.

—¿Junto al teléfono? —aventuró Rebus levantándose y yendo al pasillo.

El aparato estaba en una repisa junto a la puerta de entrada. Lo descolgó y, al no oír ningún sonido, vio que estaba desconectado; lo habría hecho Kate. Al lado había un bolígrafo, pero ningún papel. Miró en la escalera y vio un cuaderno. Había nombres en la primera página.

Volvió a la cocina y puso el cuaderno en la mesa.

—Steve Holly —dijo.

—Ese es —asintió Renshaw.

Siobhan, que estaba sirviendo el té, se detuvo y miró a Rebus. Conocían al tal Steve Holly, que trabajaba para un periódico sensacionalista de Glasgow y ya había resultado muy molesto en otras ocasiones.

—Hablaré con él —dijo Rebus sacando del bolsillo el analgésico.

Siobhan colocó las tazas y se sentó.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sí —mintió Rebus.

—John, ¿qué te ha pasado en las manos? —preguntó Renshaw, pero Rebus meneó la cabeza.

—Nada, Allan. ¿Qué tal está el té?

—Bien —contestó su primo sin probarlo, y Rebus le miró pensando en la grabación magnetofónica y en la serenidad de James Bell.

—Derek no sufrió —dijo de forma pausada—. Seguramente ni se enteró.

Renshaw asintió.

—Si no me crees… pronto podrás preguntárselo a James Bell. Él te lo confirmará.

—Creo que no lo conozco —replicó Renshaw negando con la cabeza.

—¿A James Bell?

—Derek tenía muchos amigos, pero creo que ese no era amigo suyo.

—Pero de Anthony Jarvies sí era amigo, ¿verdad? —preguntó Siobhan.

—Ah, de Tony sí, venía mucho por casa. Se ayudaban en los deberes y escuchaban música.

—¿Qué clase de música? —preguntó Rebus.

—Jazz sobre todo. Miles Davis, Coleman no-sé-cuántos… No recuerdo los nombres. Derek decía que iba a comprarse un saxo tenor para aprender a tocarlo cuando fuera a la universidad.

—Kate dijo que Derek no conocía al hombre que lo mató. ¿Tú lo conocías, Allan?

—Le había visto en el pub. Era algo… solitario no es la palabra, pero estaba siempre con alguien. A veces desaparecía durante varios días. Iba a hacer montañismo o senderismo. O a lo mejor se iba en esa lancha que tenía.

—Allan… te voy a pedir una cosa, pero si no te parece bien me lo dices.

Renshaw le miró.

—¿Qué?

—¿Podría echar un vistazo al cuarto de Derek?

Renshaw encabezó la subida al primer piso seguido de ellos dos y les abrió la puerta, pero él se quedó fuera.

—No he tenido tiempo de… —dijo a modo de excusa.

Era un cuarto pequeño que tenía las cortinas echadas.

—¿Te importa que descorra las cortinas?

Renshaw se encogió de hombros, sin intención de cruzar el umbral. Rebus descorrió las cortinas y vio que la ventana daba al jardín trasero en el que el paño de cocina seguía tendido y la cortacésped en el mismo sitio. En las paredes había varias fotos en blanco y negro de intérpretes de jazz y fotos arrancadas de revistas de jóvenes elegantes tumbadas. Había estanterías con libros, un aparato de música, un televisor de catorce pulgadas con vídeo. Encima de una mesa había un portátil conectado a una impresora. Apenas quedaba sitio para la estrecha cama. Rebus miró el lomo de algunos compactos: Ornette Coleman, Coltrane, John Zorn, Archie Shepp, Thelonious Monk. Había también música clásica. Un chándal, pantalones cortos y una raqueta de tenis en su funda ocupaban una silla.

—¿A Derek le gustaba el deporte? —preguntó Rebus.

—Corría mucho y hacía cross.

—¿Y con quién jugaba al tenis?

—Con Tony y con otros amigos. En eso no salió a mí, desde luego.

Renshaw bajó los ojos hacia su panza y Siobhan le dirigió la sonrisa que suponía que él esperaba. Ella sabía que, dijera lo que dijera, hablaba sin naturalidad, lo que decía procedía de una pequeña parte de su mente, el resto estaba invadido por el horror.

—También le gustaba disfrazarse —añadió Rebus cogiendo una foto enmarcada en la que se veía al muchacho con Anthony Jarvies en uniforme de las FMC.

Renshaw la miró desde la seguridad de la puerta.

—Derek sólo se apuntó por Tony —dijo, y Rebus recordó que el director del instituto había dicho lo mismo.

—¿Iban alguna vez juntos a navegar? —preguntó Siobhan.

—Puede ser. Kate probó a hacer esquí acuático —añadió Renshaw con voz apagada, abriendo un poco más los ojos—. Fue en la lancha de ese malnacido de Herdman… con otros amigos. Si me lo encuentro…

—Está muerto, Allan —dijo Rebus alargando la mano para tocarle en el brazo y en ese momento le vino el recuerdo de ellos dos jugando a la pelota en el parque de Bowhill; el pequeño Allan se había rasguñado la rodilla y él le puso una hoja de acedera en la herida…

«Tenía una familia, pero los dejé marchar.» Separado, su hija en Inglaterra, y su hermano Dios sabía dónde.

—Pues cuando lo entierren —añadió Renshaw—, pienso desenterrarlo y volverlo a matar.

Rebus le dio un apretón en el brazo y vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Vamos abajo —dijo llevándole hacia la escalera.

Cabían justo los dos en los escalones, uno al lado del otro: dos adultos apoyándose mutuamente.

—Allan —dijo Rebus—, ¿podría llevarme el portátil de Derek?

—El portátil, ¿para qué? No sé, John.

—Sólo un par de días —añadió Rebus—. Te lo devolveré.

Renshaw parecía desconcertado por la petición, como si le costara entenderla.

—Bueno… sí, si crees que…

—Gracias, Allan —dijo Rebus volviendo la cabeza hacia Siobhan, que volvió a subir la escalera.

Rebus llevó a Renshaw al cuarto de estar y lo sentó en el sofá. Su primo cogió un puñado de fotos.

—Tengo que ordenar estas —dijo.

—¿Y tu trabajo? ¿Cuántos días tienes de baja?

—Me dijeron que esperara hasta después del entierro. Esta época del año es muy tranquila.

—A lo mejor paso a verte. Ya va siendo hora de que cambie mi viejo coche —dijo Rebus.

—Te trataré bien, ya lo verás —dijo Renshaw mirándole.

Siobhan apareció en la puerta con el portátil bajo el brazo y los cables colgando.

—Tenemos que irnos, Allan —dijo Rebus—. Volveré otro día.

—Cuando quieras, John —contestó Renshaw haciendo un esfuerzo por levantarse y tendiéndole la mano, pero de repente se abrazó a Rebus y le dio palmadas en la espalda.

Rebus correspondió al gesto, no sin dejar de pensar si se notaba lo violento que se sentía. Pero Siobhan miraba discretamente la puntera de sus zapatos como si comprobara si necesitaba cepillarlos. Camino del coche, Rebus se dio cuenta de que estaba sudando y tenía la camisa pegada al cuerpo.

—¿Hacía calor dentro?

—No mucho —contestó ella—. ¿Aún tienes fiebre?

—Por lo visto —dijo él enjugándose la frente con el reverso del guante.

—¿Para qué quieres el portátil?

—Por ningún motivo concreto —replicó Rebus mirándola—. Quizá para ver si hay algo sobre el accidente. Cómo se sentía Derek y si alguien le había culpado.

—¿Aparte de los padres, quieres decir?

Rebus asintió.

—Tal vez. No lo sé —añadió con un suspiro.

—¿Qué?

—Sólo quiero captar de algún modo cómo era ese chico —contestó pensando en Allan, que quizás en aquellos momentos estaba de nuevo mirando el viejo vídeo para recuperar a su hijo en color con sonido y movimiento.

Un simple sucedáneo restringido a la reducida pantalla del televisor.

Siobhan asintió con la cabeza y se inclinó para dejar el portátil en el asiento trasero del coche.

—Lo entiendo —dijo.

Pero Rebus no estaba tan seguro de que lo entendiera.

—¿Tú mantienes relación con tus padres? —preguntó.

—Les llamo cada dos semanas.

Rebus sabía que vivían en el sur. En su caso, su madre había muerto joven, y a los treinta y tantos perdió también a su padre.

—¿No echas de menos a veces un hermano o una hermana? —preguntó.

—Sí, puede que a veces —replicó ella haciendo una pausa—. A ti te habrá sucedido también, ¿no?

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé exactamente —dijo ella pensando—. Me da la impresión de que en determinado momento decidiste que la familia era un peligro que podía hacer mella en tu fortaleza.

—Como supongo que ya te has figurado, nunca he sido muy dado a besos y abrazos.

—Tal vez, pero acabas de dar un abrazo a tu primo.

Rebus ocupó el asiento del pasajero y cerró la portezuela. El analgésico le envolvía el cerebro en burbujas.

—Arranca —dijo.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella metiendo la llave de contacto.

Rebus se acordó de algo.

—Saca el móvil y llama a la caseta prefabricada del colegio.

Siobhan marcó el número y le pasó el teléfono. Cuando contestaron, Rebus dijo que avisaran a Grant Hood.

—Grant, soy John Rebus. Oye, necesito el número de Steve Holly.

—¿Por algún motivo concreto?

—Está acosando a la familia de una de las víctimas. Quería darle un aviso.

Hood carraspeó. Rebus recordó el mismo sonido en la cinta magnetofónica y se preguntó si se estaba convirtiendo en una costumbre en él. Rebus repitió las cifras del teléfono a medida que se las decía para que Siobhan fuera apuntándolas.

—Un momento, John. El jefe quiere hablar contigo —dijo Hood refiriéndose a Hogan.

—Bobby, ¿hay algo nuevo sobre las cuentas bancarias? —preguntó Rebus.

—¿Cómo?

—Las cuentas bancarias. Si hay algún ingreso importante. ¿Tengo que recordarte de quién?

—Ahora olvídate de eso —replicó Hogan circunspecto.

—¿Qué sucede? —inquirió Rebus.

—Parece ser que lord Jarvies metió en la cárcel a un viejo amigo de Herdman.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—El año pasado. Es un tal Robert Niles, ¿te suena de algo?

—¿Robert Niles? —repitió Rebus frunciendo el ceño. Siobhan asintió e hizo un gesto de cortar el cuello con la mano—. ¿El que degolló a su mujer?

—El mismo —contestó Hogan—. Recurrió el veredicto de culpabilidad y la sentencia de prisión perpetua del juez Jarvies. Bien, pues acabo de saber que Herdman visitó regularmente a Niles desde entonces.

—¿Eso fue hace… nueve o diez meses?

—Le encerraron en Barlinnie, pero se volvió loco, atacó a otro recluso y luego se quiso cortar las venas.

—¿Y dónde está ahora?

—En el hospital psiquiátrico de Carbrae.

—¿Crees que Herdman fue a por el hijo del juez? —preguntó Rebus pensativo.

—Cabe la posibilidad; venganza, ya sabes.

Sí, venganza. La palabra planeaba ya sobre los dos jóvenes muertos.

—Voy a ir a verle —añadió Hogan.

—¿A Niles? ¿Se puede hablar con él?

—Parece que sí. ¿Quieres acompañarme?

—Bobby, es un honor. ¿Por qué yo?

—Porque Niles es un ex SAS, John. Estuvo en el regimiento en la misma época que Herdman. Si alguien sabe lo que pensaba Herdman, es él.

—¿Vamos a visitar a un asesino encerrado en un manicomio? Qué suerte.

—John, la oferta está en pie.

—¿Cuándo vamos?

—He pensado en mañana a primera hora. Son dos horas en coche.

—Me apunto.

—Así me gusta. Quién sabe, a lo mejor tú le sacas algo… empatía y esas cosas.

—¿Por qué?

—Hombre, creo que al verte las manos se sentirá identificado con otro sufridor.

Rebus oyó cómo Hogan reía entre dientes y le pasó el teléfono a Siobhan, que cortó la comunicación.

—Lo he oído casi todo —dijo, e inmediatamente el teléfono volvió a sonar.

Era Gill Templer.

—¿Cómo es que Rebus no contesta nunca el teléfono? —bramó Templer.

—Creo que lo ha desconectado. No puede pulsar las teclas —respondió Siobhan mirándole.

—Tiene gracia; a mí siempre me ha parecido que es lo que mejor se le da.

Siobhan sonrió, «especialmente las suyas», pensó.

—¿Quiere hablar con él? —preguntó.

—Quiero que volváis aquí los dos inmediatamente y sin excusas —dijo Templer.

—¿Qué ha sucedido?

—Tenéis problemas. Eso es lo que ha sucedido. Y de los gordos… —dijo Templer sin añadir nada más, aunque Siobhan se imaginó a qué se refería.

—¿La prensa?

—Bingo. Alguien se ha enterado del caso, pero con algunos elementos accesorios que quiero que John me aclare.

—¿Qué clase de elementos accesorios?

—Le vieron salir del pub en compañía de Martin Fairstone e irse con él a su casa. Y le vieron cuando salía de allí bastante más tarde, precisamente poco antes de que se declarara el incendio. El periódico que lo publica está dispuesto a continuar la historia.

—Vamos para allá.

—Aquí os espero.

La comunicación se interrumpió y Siobhan arrancó.

—Tenemos que volver a St Leonard —dijo, y le explicó a Rebus la conversación.

—¿Qué periódico es? —se limitó a preguntar él al cabo de un largo silencio.

—No se lo pregunté.

—Vuelve a llamarla.

Siobhan le miró, pero marcó el número.

—Dame el teléfono, no vayamos a tener un accidente —dijo Rebus imperioso.

Cogió el móvil, se lo acercó al oído y dijo que le pusieran con la jefa suprema.

—Soy John —dijo cuando Templer contestó a la llamada—. ¿Quién firma el artículo?

—Ese tal Steve Holly, un reportero más tozudo que un perro de presa.