3

Era un semiadosado al final de un callejón sin salida en una urbanización moderna. Desde aquel punto de South Queensferry no se veían los puentes ni se podía imaginar que hubiera calles antiguas a menos de medio kilómetro. Coches de ejecutivos medios, Rovers, BMW y Audis, ocupaban los caminos de entrada a las casas. No había vallas de separación, sólo un amplio césped que iba a dar a sendas que a su vez iban a dar a más césped. Siobhan había aparcado junto al bordillo. Aguardó unos pasos detrás de Rebus, que se las arregló para llamar al timbre. Les abrió una muchacha de aspecto aturdido, con el pelo sucio y despeinado y ojos enrojecidos.

—¿Está tu padre o tu madre en casa?

—No quieren hacer declaraciones —respondió ella haciendo ademán de cerrar la puerta.

—No somos periodistas —replicó Rebus mostrándole la identificación—. Soy el inspector Rebus.

La joven leyó la credencial y después le miró.

—¿Rebus? —dijo.

Él asintió.

—¿Te suena el nombre?

—Creo que sí.

De pronto apareció un hombre detrás de ella que tendió la mano a Rebus.

—John, cuánto tiempo.

Rebus hizo una inclinación de cabeza a Allan Renshaw.

—Al menos treinta años, Allan —dijo.

Se miraron los dos un instante tratando de conciliar sus rostros con el recuerdo.

—Me llevaste al fútbol una vez —añadió Renshaw.

—A ver al Raith Rovers, ¿verdad? No recuerdo contra quién jugaba.

—En fin, será mejor que pases.

—Allan, entiende que vengo en calidad de inspector.

—Me dijeron que habías ingresado en la Policía. Tiene gracia las vueltas que da la vida.

Mientras Rebus seguía a su primo por el pasillo Siobhan se presentó a la joven, quien a su vez dijo que era Kate, la hermana de Derek.

Siobhan recordó el nombre por la documentación del caso.

—¿Vas a la universidad, Kate?

—A St Andrews. Estudio filología inglesa.

Siobhan no sabía qué decir que no resultase trillado o forzado, de modo que la siguió por el pasillo, donde vio una mesa con cartas sin abrir, y pasaron al cuarto de estar. Había fotos por todas partes, no sólo enmarcadas y adornando las paredes o en estanterías, sino sobresaliendo de cajas de zapatos, esparcidas por el suelo y encima de la mesa de centro.

—A lo mejor tú puedes ayudarme —le decía Allan Renshaw a Rebus—. Hay caras a las que soy incapaz de poner nombre —añadió cogiendo unas fotos en blanco y negro.

En el sofá había también álbumes abiertos con fotos de dos niños en diversas edades: Kate y Derek. Empezaban desde el bautizo y llegaban hasta las de vacaciones, fiestas de Navidad, excursiones y celebraciones. Siobhan sabía que Kate tenía diecinueve años, dos más que su hermano, y que el padre trabajaba de vendedor de coches en Seafield Road, en Edimburgo. Rebus le había explicado dos veces —una en el pub y otra por el camino— su relación de parentesco: su madre tenía una hermana que se había casado con un tal Renshaw. Allan Renshaw era el hijo de aquel matrimonio.

—¿No tienes contacto con ellos? —preguntó ella.

—Nuestra familia no era así —contestó Rebus.

—Siento lo de Derek —decía en este momento Rebus, que, al no encontrar sitio para sentarse, estaba junto a la chimenea.

Allan Renshaw, que había tomado asiento en el brazo del sofá, asintió con la cabeza y, al ver que su hija apartaba fotos para hacer sitio a las visitas, dijo bruscamente:

—¡Esas aún no las hemos revisado!

—Pensé que… —respondió la joven con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Y si tomáramos un té en la cocina? —terció rápidamente Siobhan.

Había el sitio justo para los cuatro en la mesa; Siobhan llegó como pudo a la cocina para poner el hervidor al fuego y coger las tazas y, aunque Kate se ofreció a ayudarla, ella la convenció cariñosamente para que se sentara. La ventana de encima del fregadero daba a un jardín del tamaño de un pañuelo rodeado de una valla con estacas. Un paño de cocina colgaba en solitario de un tendedero giratorio y había dos franjas de césped segadas. La cortacésped reposaba en ese momento mientras la hierba crecía a su alrededor.

De repente se oyó un ruido en la trampilla de la gatera y entró un gatazo blanco y negro que saltó sobre el regazo de Kate y miró a los desconocidos.

—Este es Boecio —dijo Kate.

—¿Un antiguo rey de Escocia? —preguntó Rebus.

—Esa era Boudicca —corrigió Siobhan.

—Boecio fue un filósofo medieval —dijo Kate acariciándole la cabeza al gato.

A Rebus el dibujo de la cara le recordaba la máscara de Batman.

—¿Es uno de tus héroes? —añadió Siobhan.

—Fue torturado por sus creencias —dijo Kate— y después escribió un tratado en el que explica por qué sufren los hombres buenos… —espetó mirando a su padre, quien no parecía escuchar.

—¿Y por qué los malos prosperan? —insistió Siobhan.

Kate asintió con la cabeza.

—Interesante —comentó Rebus.

Siobhan sirvió el té y se sentó. Rebus no tocó la taza, quizá por no mostrar sus manos vendadas; Allan Renshaw, por el contrario, la cogió enseguida, pero no hizo ademán de llevársela a los labios.

—Me ha llamado Alice —dijo Renshaw—. ¿Te acuerdas de Alice? —Rebus asintió con la cabeza—. Es prima nuestra por parte de… Dios, ahora no me acuerdo.

—No tiene importancia, papá —dijo Kate con suavidad.

—Sí que la tiene, Kate —replicó él—. En un momento así, lo único que cuenta es la familia.

—¿No tenías una hermana, Allan? —preguntó Rebus.

—Tía Elspeth —contestó Kate—. Vive en Nueva Zelanda.

—¿La habéis avisado?

Kate asintió con la cabeza.

—¿Y tu madre?

—Antes vivía con nosotros —dijo Renshaw sin levantar la vista de la mesa.

—Se marchó hace un año —dijo Kate—. Vive con… Ahora vive en Fife.

Rebus asintió con la cabeza, consciente de que Kate había estado a punto de decir: «Vive con un hombre».

—John, ¿cómo se llamaba aquel parque al que me llevaste? —preguntó Renshaw—. Yo tendría siete u ocho años. Papá y mamá me habían llevado a Bowhill y tú dijiste que nosotros nos íbamos de paseo. ¿Te acuerdas?

Rebus lo recordaba. Le habían dado permiso en el Ejército y tenía ganas de divertirse. Entonces tenía veinte años y aún no había hecho el cursillo preparatorio para las SAS. La casa se le caía encima, su padre no salía de su rutina. Así que había salido con el pequeño Allan. Le compró un refresco y una pelota barata. Después fueron al parque a jugar a la pelota. Miró a Renshaw. Andaría por los cuarenta. El pelo se le estaba volviendo gris y en la coronilla se le marcaba una calva. Tenía la cara flácida y sin afeitar. Si de pequeño estaba en los huesos, había engordado, sobre todo en la cintura. Rebus se esforzó en evocar algún vestigio de aquel niño que había jugado con él a la pelota, el niño con quien fue a Kirkcaldy para ver jugar al Raith contra un equipo que no recordaba. El hombre que tenía ante él envejecía con rapidez: su mujer le había dejado y su hijo había muerto asesinado. Envejecía rápidamente y hacía esfuerzos para poder con todo.

—¿Viene alguien a echaros una mano? —preguntó Rebus, pensando en amigos o vecinos.

Kate asintió con la cabeza y él se volvió hacia Renshaw.

—Allan, ya sé que ha sido un golpe duro, pero ¿podría hacerte unas preguntas?

—¿Qué se siente siendo policía, John? ¿Tienes que bregar todos los días con cosas así?

—No, todos los días no.

—Yo sería incapaz. Ya me cuesta lo mío vender coches. Ves a los clientes marchar sonrientes al volante de su máquina flamante y luego, cuando vuelven para una revisión o una reparación, compruebas que el coche no tiene aquel brillo… y ellos ya no sonríen.

Rebus miró a Kate y, al ver que se encogía de hombros, pensó que estaba acostumbrada a escuchar las divagaciones de su padre.

—Ese hombre que disparó a Derek… —dijo Rebus despacio—. Estamos tratando de averiguar el motivo.

—Era un loco.

—Pero ¿por qué fue a ese colegio precisamente? ¿Y ese día en concreto? ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Me estás queriendo decir que lo vais a remover todo. Lo que queremos es que nos dejéis en paz.

—Tenemos que averiguarlo, Allan.

—¿Para qué? —replicó Renshaw alzando la voz—. ¿Qué cambiaría? ¿Vais a devolver la vida a Derek? Lo dudo. El malnacido que lo mató está muerto… Todo lo demás me da igual.

—Papá, tómate el té —dijo Kate tocando el brazo de su padre, quien le cogió la mano y se la besó.

—Kate, ahora lo único que importa somos nosotros.

—Acabas de decir que lo que cuenta es la familia. El inspector es familia nuestra, ¿no es cierto?

Renshaw miró a Rebus de nuevo, con los ojos llenos de lágrimas. Luego se levantó y salió de la cocina. Ellos continuaron sentados y le oyeron subir las escaleras.

—Es mejor dejarle —dijo Kate, que parecía sentirse segura y cómoda en su papel, enderezándose en la silla y juntando las manos—. Yo no creo que Derek conociera a ese hombre. Bueno, South Queensferry es un pueblo y es posible que le conociera de vista e incluso supiera quién era, pero nada más.

Rebus asintió con la cabeza pero no dijo nada, con la esperanza de que continuara hablando. Era un recurso que también Siobhan dominaba.

—Herdman no fue a por ellos en concreto, ¿verdad? —preguntó Kate acariciando de nuevo a Boecio—. Fue cuestión de mala suerte.

—Aún no lo sabemos —replicó Rebus—. Fue la primera sala en la que entró, pero pasó por delante de otras para llegar a esa.

—Papá me ha dicho que el otro chico era hijo de un juez —dijo Kate mirando a Rebus.

—¿No le conocías?

—Mucho no —respondió ella negando con la cabeza.

—¿Tú no fuiste al Port Edgar?

—Sí, pero Derek era dos años más pequeño que yo.

—Creo que lo que Kate quiere decir —terció Siobhan— es que todos los compañeros de curso de Derek tenían dos años menos que ella y que casi no le interesaban.

—Exactamente —apostilló la joven.

—¿Y a Lee Herdman? ¿Le conocías?

Kate sostuvo la mirada de Rebus y asintió lentamente.

—Salí con él una vez. —Hizo una pausa—. Quiero decir que salí en su lancha. Fuimos un grupo. Creíamos que el esquí acuático sería maravilloso, pero resultó muy duro y a mí me entró pánico.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que me vi allí sola con los esquís puestos y a él le dio por meterme miedo levantando la lancha como una flecha hacia uno de los pilares del puente en Inch Garvie Island. ¿Sabe cuál es?

—¿La que parece una fortaleza? —preguntó Siobhan.

—Esa. Supongo que durante la guerra instalarían allí ametralladoras, cañones o lo que fuese para defender la entrada al estuario.

—¿Así que Herdman intentó meterte miedo? —preguntó Rebus retomando el hilo de la conversación.

—Creo que era una especie de prueba, a ver si lo aguantaba. Nos pareció un loco. —De pronto hizo una pausa reconsiderando lo que había dicho y su cara, pálida de por sí, perdió color—. Quiero decir, pero nunca pensé que…

—Nadie lo pensaba, Kate —dijo Siobhan para tranquilizarla.

La joven tardó unos segundos en sobreponerse.

—Dicen que estuvo en el Ejército y que incluso fue espía —añadió. Rebus no sabía adónde iría a parar, pero asintió con la cabeza, mientras ella miraba al gato, que ronroneaba plácidamente con los ojos cerrados—. Quizá le parezca una locura lo que voy a decir…

—¿Qué, Kate? —preguntó Rebus.

—Que lo primero que me vino a la cabeza cuando supe…

—¿Qué fue?

Miró a Rebus y a Siobhan sucesivamente.

—No, es una tontería.

—Entonces soy tu hombre —dijo Rebus sonriéndole.

Ella estuvo a punto de sonreír también, pero respiró hondo.

—Hace un año, Derek tuvo un accidente de coche. A él no le pasó nada, pero al otro chico, al que conducía…

—¿Murió? —preguntó Siobhan, y la joven asintió con la cabeza.

—Ninguno de los dos tenía carnet y estaban borrachos. A Derek no dejó nunca de remorderle la conciencia, aunque el caso no llegó a los tribunales…

—¿Qué tiene eso que ver con los disparos del colegio? —preguntó Rebus.

La joven se encogió de hombros.

—Nada. Pero cuando me enteré… Cuando papá me llamó, me acordé de pronto de algo que Derek me dijo unos meses después del accidente. Me contó que la familia del chico que había muerto le odiaba, y la palabra que me vino a la mente al recordarlo fue «venganza». —Kate se levantó con Boecio en brazos y lo dejó en la silla de al lado—. Voy a ver cómo está papá. Enseguida vuelvo.

—¿Y tú, Kate, cómo te encuentras? —preguntó Siobhan levantándose también.

—Yo estoy bien. No se preocupe.

—Siento lo de tu madre.

—No lo sienta. Ella y papá discutían constantemente. Al menos eso hemos ganado… —Y esbozando otra sonrisa forzada salió de la cocina.

Rebus miró a Siobhan enarcando ligeramente las cejas, única indicación de que no había oído nada de interés en los diez minutos anteriores. Fueron ambos al cuarto de estar. Ya había oscurecido y Rebus encendió una lámpara.

—¿Echo las cortinas? —preguntó ella.

—¿Crees que las descorrerá alguien por la mañana?

—Quizá no.

—Pues déjalas así —dijo Rebus encendiendo otra luz—. Esto está muy oscuro —añadió mirando unas cuantas fotos de rostros borrosos en parajes que reconocía.

Siobhan estudiaba los retratos de la familia que había por el cuarto.

—La madre ha sido eliminada de la historia —comentó.

—Y algo más —añadió Rebus como quien no quiere la cosa.

—¿Qué? —dijo Siobhan mirándole.

Él movió el brazo en dirección a una de las estanterías.

—Quizá sean imaginaciones mías, pero me parece que hay más fotos de Derek que de Kate.

—¿Y qué conclusión sacas de ello? —dijo Siobhan comprobándolo con un vistazo.

—No lo sé.

—A lo mejor en algunas fotos de Kate estaba también su madre.

—Pero ya sabes que a veces el benjamín se convierte en el hijo preferido de los padres.

—¿Hablas por experiencia?

—Tengo un hermano más joven, si te refieres a eso.

Siobhan reflexionó un instante.

—¿Crees que debes decírselo?

—¿A quién?

—A tu hermano.

—¿Decirle que era la niña de los ojos de mis padres?

—No, comunicarle la desgracia.

—Para eso tendría que averiguar dónde está.

—¿Ni siquiera sabes dónde está tu hermano?

—Así son las cosas, Siobhan —contestó Rebus encogiéndose de hombros.

Oyeron pasos en la escalera y Kate reapareció en el cuarto.

—Se ha quedado dormido —dijo—. Últimamente duerme mucho.

—Seguramente es lo mejor —dijo Siobhan, con ganas de morderse la lengua por haber caído en el tópico.

—Kate —interrumpió Rebus—, vamos a irnos, pero quiero hacerte una última pregunta, si te parece bien.

—No lo sabré si no me la hace.

—¿Podrías decirnos cuándo y dónde tuvo lugar exactamente el accidente de Derek?

La Jefatura de la División D era un venerable edificio en el centro de Leith. No tardaron mucho en llegar desde South Queensferry, pues había más tráfico de salida que de entrada. Las oficinas del DIC estaban vacías y Rebus supuso que habrían desplazado a todos los efectivos al colegio. Encontró a una funcionaría y le preguntó dónde estaba el archivo. Siobhan ya estaba tecleando en un ordenador para ver si encontraba algo. Finalmente dieron con el archivador que les interesaba, pudriéndose entre otros muchos en un armario de almacenaje. Rebus dio las gracias a la empleada.

—Ha sido un placer ayudarles —dijo ella—. Esto ha estado todo el día como una tumba.

—Menos mal que los delincuentes no lo sabían —comentó Rebus con un guiño.

—Ya estamos bastante mal en nuestros mejores momentos —replicó ella con un resoplido aludiendo a la escasez de plantilla.

—Le debo una copa —añadió Rebus cuando ya se marchaba.

Siobhan vio que la mujer declinaba la invitación con un gesto de la mano sin volverse.

—Pero si no sabes ni cómo se llama… —comentó Siobhan.

—Ni pienso invitarla a una copa —dijo Rebus mientras ponía el archivador en una mesa, se sentaba y hacía sitio para que ella pudiera arrimar una silla.

—¿Sigues viendo a Jean? —preguntó Siobhan en el momento en que él abría el archivador, frunciendo el ceño al ver encima de la primera página una foto en color del accidente.

El fuerte impacto había expulsado al joven del asiento y la parte superior del cuerpo estaba tendida sobre el capó. Las demás fotos eran de la autopsia. Rebus las puso debajo del archivador y comenzó a leer.

En el vehículo viajaban dos amigos: Derek Renshaw, de dieciséis años y Stuart Cotter, de diecisiete. Decidieron coger prestado un veloz Audi TT, propiedad del padre de Stuart que estaba en viaje de negocios y que aquella noche regresaba en avión y volvería a casa en taxi. Decidieron ir a Edimburgo, tomaron una copa en un bar del paseo marítimo de Leith y se dirigieron a Salamander Street. Su plan era entrar en la AI para poner el coche a prueba, pero Salamander Street les pareció una estupenda pista de competición. Según los cálculos, el coche debió alcanzar más de doscientos kilómetros por hora cuando Stuart Cotter perdió el control. Al intentar frenar en un semáforo, el Audi hizo un trompo y fue a estrellarse de frente contra un muro. Derek llevaba puesto el cinturón de seguridad y salvó la vida, pero Stuart, a pesar del airbag, murió en el acto.

—¿Tú recuerdas este accidente? —preguntó Rebus.

Siobhan negó con la cabeza. Él tampoco lo recordaba. Quizás estuviera fuera de la ciudad u ocupado con algún caso, porque de haber visto el informe… En realidad, para él no eran novedad los casos de jóvenes que confunden la emoción con la idiotez y la adultez con el riesgo. El apellido de Renshaw le habría llamado la atención, pero también había muchos Renshaw. Buscó el nombre del policía que se había encargado del caso: sargento detective Calum McLeod. Rebus le conocía vagamente. Un buen policía. Eso significaba que el informe sería minucioso.

—Quiero que me digas una cosa —dijo Siobhan.

—¿Qué?

—¿Vamos a considerar en serio la tesis de que fue un asesinato por venganza?

—No.

—Quiero decir, ¿por qué esperar un año? Ni siquiera un año… trece meses. ¿Por qué tanto tiempo?

—Sí, es absurdo.

—Entonces no…

—Siobhan, es un móvil. Creo que ahora mismo es lo que Bobby Hogan espera de nosotros. Le gustaría poder decir que Lee Herdman perdió de pronto la chaveta y decidió matar a dos alumnos de ese colegio. Lo que no quiere es que la prensa oriente el asunto hacia la teoría de una conspiración u otra cualquiera que hiciera pensar que no hemos llevado a cabo una buena investigación. —Rebus suspiró—. La venganza es el móvil más viejo que hay. Si descartamos a la familia de Stuart Cotter, será un problema menos en que pensar.

Siobhan asintió con la cabeza.

—El padre de Stuart es un hombre de negocios. Tiene un Audi TT. Seguramente no tendría problemas para pagar a alguien como Herdman.

—Muy bien, pero ¿por qué mató al hijo del juez? ¿Y el otro muchacho herido? Y además, ¿por qué se suicidó? Eso no es lo que hace un asesino a sueldo.

Siobhan se encogió de hombros.

—Tienes más experiencia en eso —dijo pasando hojas—. Aquí no dice a qué clase de negocios se dedica el señor Cotter… Ah, sí: empresario. Eso dicen todos.

—¿Cuál es su nombre de pila?

Rebus tenía el bloc a mano pero era incapaz de sujetar el bolígrafo. Siobhan lo cogió.

—William Cotter —dijo ella anotándolo junto con la dirección—. Viven en Dalmeny. ¿Dónde está eso?

—Al lado de South Queensferry.

—Long Rib House, Dalmeny. Sin nombre de calle; debe de ser una zona de lujo.

—A los empresarios no deben de irles mal las cosas. —Rebus analizó la palabra—. No sé si sabría deletrearla. —Siguió leyendo—. Su pareja se llama Charlotte. Dirige dos salones de bronceado artificial en Edimburgo.

—Yo estaba pensando en ir a uno —dijo Siobhan.

—Esta es tu oportunidad —añadió Rebus, que había llegado casi al final de la página—. Tienen una hija llamada Teri, que en la época del accidente tenía catorce años. Es decir, que ahora tiene quince —añadió frunciendo el ceño pensativo y haciendo esfuerzos por pasar páginas.

—¿Qué buscas?

—Una foto de la familia.

Tuvo suerte. El minucioso sargento McLeod había incluido con el informe recortes de prensa y un periódico sensacionalista había publicado una foto de la familia: papá y mamá en el sofá y detrás los dos vástagos a quienes sólo se veía la cara. Rebus estaba seguro de que era la misma chica. Teri: la señorita Teri. ¿Qué le había dicho?

«Puede verme siempre que le apetezca.»

¿Qué demonios habría querido decir?

—No me vengas ahora con que es alguien que también conoces —dijo Siobhan al advertir su expresión.

—Me tropecé con ella cuando iba al Boatman’s. Aunque ha cambiado algo. —Miró detenidamente aquel rostro resplandeciente sin maquillaje. Tenía el pelo de color castaño desvaído en vez de negro azabache—. Ahora lleva el pelo teñido, la cara empolvada y se pinta de negro los ojos y los labios y va toda vestida de negro.

—O sea ¿que es una gótica? ¿Por eso me preguntaste si yo escuchaba heavy metal?

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Crees que tendrá algo que ver con la muerte de su hermano?

—Podría ser. Aún hay otra cosa.

—¿Qué?

—Un comentario que hizo a propósito de que no lamentaba que hubieran muerto.

Compraron comida para llevar en el Curry favorito de Rebus. Mientras se la envolvían añadieron seis botellas de cerveza fría de una tienda de licores en la misma calle.

—Caramba con el abstemio —comentó Siobhan levantando la bolsa del mostrador.

—No pienses que voy a compartirlas —dijo Rebus.

—Podría romperte el brazo.

Después fueron al piso de Rebus en Marchmont y tuvieron la suerte de encontrar sitio para aparcar. Subieron hasta el segundo piso. A duras penas Rebus lograba introducir la llave en el ojo de la cerradura.

—Déjame a mí —dijo Siobhan.

Dentro olía a cerrado; había un aire viciado que se podía embotellar con la etiqueta «perfume de soltero». Una mezcla de comida rancia, alcohol y sudor. En la alfombra del cuarto de estar, los discos compactos desparramados por el suelo formaban un reguero que iba desde el equipo de música hasta el sillón predilecto de Rebus. Siobhan dejó la comida en la mesa y fue a la cocina a por platos y cubiertos. No parecía haber sido utilizada desde hacía días: había dos tazas en el fregadero, un paquete abierto de margarina mohosa en el escurreplatos. En la nevera había un post-it con una lista de la compra: pan/leche/margarina/tocino/entr./ alsa/ deterg./bombillas, que empezaba a enroscarse. Siobhan se preguntó cuánto tiempo llevaba allí.

Cuando regresó al cuarto de estar, Rebus había conseguido poner un cede que ella le había regalado: Violet Indiana.

—¿Te gusta? —preguntó Siobhan.

Él se encogió de hombros.

—Pensé que te gustaría a ti —contestó, dándole a entender que no lo había escuchado.

—Es mejor que esa música de dinosaurios que pones en el coche.

—No olvides que tratas con un dinosaurio.

Ella sonrió y comenzó a sacar los recipientes de la bolsa. Miró el aparato de música y vio que Rebus se mordía las vendas.

—¿Tanta hambre tienes?

—Comeré mejor sin ellas —dijo él desenrollando la venda de gasa de una mano y después de la otra.

Siobhan advirtió que lo hacía más despacio en los dedos y cuando dejó las manos al descubierto vio que las tenía rojas y llenas de ampollas. Rebus probó a flexionar los dedos.

—¿Quieres unas pastillas? —sugirió Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó. Ella abrió dos botellas de cerveza y se pusieron a comer. Rebus no conseguía sujetar bien el tenedor pero a base de constancia lo logró, no sin derramar salsa en la mesa, aunque sin mancharse la camisa. Comieron en silencio, salvo por algún comentario sobre la comida. Cuando terminaron, Siobhan quitó los platos y limpió la mesa.

—Más vale que añadas bayetas a tu lista de la compra —dijo.

—¿Qué lista de la compra? —replicó él sentándose en el sillón con una segunda botella de cerveza apoyada en el muslo—. ¿Miras a ver si hay crema?

—¿Vamos a tomar postre?

—Quiero decir crema antiséptica; en el cuarto de baño.

Siobhan, sin rechistar, fue a mirar en el armarito y vio que la bañera estaba llena hasta el borde. El agua estaba fría. Volvió al cuarto de estar con un tubo azul.

—«Para picaduras e infecciones» —leyó en la etiqueta.

—Servirá —dijo él cogiendo el tubo y aplicándose en las manos una gruesa capa de crema blanca.

Siobhan abrió una segunda botella de cerveza y se sentó en el brazo del sofá.

—¿Quieres que vacíe el agua? —preguntó.

—¿Qué agua?

—El agua de la bañera. Se te olvidó quitar el tapón. Supongo que es donde dices que caíste.

Rebus la miró.

—¿Con quién has estado?

—Con un médico del hospital, aunque parecía escéptico.

—Vaya manera de preservar la confidencialidad del paciente —musitó Rebus—. ¿Te dijo de paso que eran escaldaduras y no quemaduras? —Ella arrugó la nariz—. Gracias por comprobar mi versión.

—Simplemente pensé que no era muy verosímil que te ocurriera fregando los platos. Y el agua de la bañera…

—Ya la vaciaré yo luego —dijo él reclinándose y dando un sorbo de cerveza—. Entretanto, ¿qué vamos a hacer respecto a Martin Fairstone?

Siobhan se encogió de hombros y se sentó en el sofá.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer? Parece ser que ni tú ni yo lo matamos.

—Si hablas con un bombero lo primero que te dirá es que si quieres librarte impunemente de alguien, basta con emborracharlo como una cuba y poner después una freidora al fuego.

—¿Y qué?

—Que es algo que cualquier policía sabe también.

—Eso no significa que no fuera un accidente.

—Somos policías, Siobhan: culpables hasta que se demuestre nuestra inocencia. ¿Cuándo te puso Fairstone el ojo a la funerala?

—¿Cómo sabes que fue él? —Por el gesto que hizo Rebus, ella comprendió que le había ofendido la pregunta. Suspiró—. El jueves, antes de morir.

—¿Qué pasó?

—Debió de seguirme. Yo estaba descargando bolsas de compra del coche y acercándolas al portal. Al darme la vuelta, me lo encontré allí mismo, mordisqueando una manzana que había cogido de una de las bolsas de la acera. Sonreía desafiante. Me fui derecha a él… Estaba furiosa. Había averiguado dónde vivía y le di una bofetada… —Sonrió al recordarlo—. La manzana salió disparada hasta la mitad de la calle.

—Podría haberte denunciado por agresión.

—No me denunció. Me lanzó un derechazo que me alcanzó debajo del ojo. Me caí hacia atrás y tropecé con el escalón. Caí de culo y él recogió la manzana, cruzó la calle y se fue.

—¿No diste parte?

—No.

—¿Se lo contaste a alguien?

Ella negó con la cabeza y recordó que cuando Rebus le preguntó también había negado con la cabeza para no dar explicaciones, aun sabiendo que era inútil disimular con él.

—Sólo cuando supe que había muerto fui a decírselo a la jefa —dijo.

Se hizo un silencio y se llevaron las cervezas a los labios mirándose. Siobhan dio un trago y se relamió.

—Yo no le maté —dijo pausadamente Rebus.

—Pero en tu caso sí presentó denuncia.

—Y la retiró enseguida.

—Bien, entonces ha sido un accidente.

Él guardó silencio un momento. Luego dijo:

—Somos culpables hasta que no se demuestre lo contrario.

—Por los culpables —añadió Siobhan alzando la botella.

Rebus se esforzó por sonreír.

—¿Fue esa la última vez que le viste? —preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Y tú? —preguntó a su vez.

—¿No tenías miedo de que volviera? —insistió él, y al ver su expresión, añadió—: De acuerdo, «miedo» no, pero pensarías…

—Tomé mis precauciones.

—¿Qué clase de precauciones?

—Las de costumbre: vigilar que nadie me siguiera y procurar no entrar ni salir de casa después del anochecer si no había gente en la calle.

Rebus apoyó la cabeza en el respaldo del sillón. Se había acabado el disco.

—¿Quieres oír algo más? —preguntó.

—Lo que quiero oír es que la última vez que viste a Fairstone fue aquel día del forcejeo.

—Te diría una mentira.

—Entonces ¿cuándo le viste por última vez?

Rebus ladeó la cabeza y la miró.

—La noche en que murió. —Hizo una pausa—. Pero tú ya lo sabías, ¿no?

—Me lo dijo Templer —contestó ella asintiendo con la cabeza.

—Salí a tomar una copa. Me lo encontré en un pub y estuvimos hablando.

—¿De mí?

—Del ojo a la funerala. Él alegó que había sido en defensa propia. —Rebus hizo una pausa—. Y por lo que me has contado, a lo mejor era verdad.

—¿En qué pub te lo encontraste?

—En uno de Gracemount —contestó Rebus encogiéndose de hombros.

—¿Desde cuándo vas a beber tan lejos del Oxford?

—Quizá quería hablar con él —respondió Rebus mirándola.

—¿Saliste a buscarle?

—¡Vaya con la señorita fiscal! —exclamó Rebus con la cara encendida.

—Seguro que en el pub todos se dieron cuenta de que eras policía —dijo ella—. Por eso se ha enterado Templer.

—¿No se llama a eso «coaccionar al testigo»?

—¡John, puedo defenderme sola!

—Y te habría dejado KO todas las veces que hubiera querido. Ese cabrón tenía antecedentes por agresiones brutales. Tú has visto la ficha.

—Pero eso a ti no te daba derecho a…

—Ahora no estamos hablando de derechos —replicó Rebus al tiempo que se levantaba y se acercaba a la mesa a coger otra cerveza—. ¿Quieres una?

—No, tengo que conducir.

—Como quieras.

—Exacto, John; como quiera yo, no lo que tú quieras.

—No le maté, Siobhan. Lo único que hice fue… —Se arrepintió en cuanto inició la frase.

—¿Qué? —preguntó ella volviéndose hacia él en el sofá—. ¿Qué? —insistió.

—Ir otra vez a su casa. —Siobhan le miró casi boquiabierta—. Él me invitó.

—¿Te «invitó»?

Rebus asintió con la cabeza. El abridor le temblaba en la mano. Dejó que Siobhan hiciera el trabajo y ella le devolvió la botella abierta.

—A ese cabrón le gustaban los juegos, Siobhan. Dijo que fuéramos a tomar una copa para enterrar el hacha de guerra.

—¿El hacha de guerra?

—Eso exactamente.

—¿Y lo hicisteis?

—Él tenía ganas de hablar… No de ti, empezó a hablar un poco de todo, de sus condenas, de historias de la cárcel, de su infancia… La clásica infancia triste de un niño con un padre que le pega y una madre indiferente…

—¿Y le escuchaste?

—Pensaba en cómo me gustaría darle un puñetazo.

—Pero no lo hiciste.

Rebus negó con la cabeza.

—Ya estaba muy pasado cuando le dejé.

—¿Le dejaste en la cocina?

—En el cuarto de estar.

—¿Entraste en la cocina?

Rebus volvió a negar con la cabeza.

—¿Se lo has contado todo a Templer?

Rebus alzó la mano para pasársela por la frente, pero recordó que el escozor sería insoportable.

—Márchate, Siobhan.

—Aquel día tuve que separaros. Ahora me cuentas que volviste a su casa para tomar una copa y charlar. ¿Piensas que voy a tragármelo?

—No te pido que creas nada. Márchate.

—Puedo… —dijo ella levantándose.

—Ya sé que puedes defenderte sola —espetó Rebus, sintiéndose de pronto harto.

—Iba a decirte que si quieres puedo fregar los platos.

—Déjalo. Los lavaré yo mañana. Vamos a descansar, ¿vale? —añadió acercándose a la ventana y mirando a la calle silenciosa.

—¿A qué hora quieres que te recoja?

—A las ocho.

—Bien, a las ocho. —Siobhan hizo una pausa—. Alguien como Fairstone debería de tener enemigos.

—No te quepa la menor duda.

—A lo mejor alguien te vio con él y aguardó a que te marchases…

—Hasta mañana, Siobhan.

—Era un malnacido, John. Esperaba que tú lo dijeras. El mundo está mejor sin él —añadió con voz más grave.

—No recuerdo haber dicho eso.

—Lo habrás pensado, y no hace tanto —replicó ella camino del vestíbulo—. Hasta mañana.

Rebus aguardó a oír el clic de la puerta al cerrarse, pero lo que escuchó fue un tenue borboteo de agua. Dio un sorbo a la cerveza mirando por la ventana y no la vio salir a la calle. Al abrirse de nuevo la puerta del cuarto comprendió que era el ruido de la bañera llenándose.

—¿También vas a restregarme la espalda?

—Eso supera mi sentido del deber —replicó ella mirándole—. Pero no te vendría mal mudarte; te ayudaré a preparar la ropa.

Él negó con la cabeza.

—Me las arreglaré.

—De todas maneras esperaré a que te hayas bañado… sólo para estar segura de que puedes salir de la bañera.

—No te preocupes.

—De todos modos, me quedaré.

Se acercó a él, le cogió la cerveza que él sostenía sin firmeza y se la llevó a la boca.

—Comprueba que el agua esté tibia —dijo él.

Siobhan asintió y dio un trago.

—Hay algo que me intriga —añadió.

—¿Qué?

—¿Cómo te las arreglas en el váter?

—Hago lo que un hombre tiene que hacer —contestó él entrecerrando los ojos.

—Creo que no necesito más detalles —replicó Siobhan devolviéndole la botella a Rebus—. Voy a asegurarme de que el agua no esté demasiado caliente.

Después del baño, envuelto en el albornoz, la vio salir del portal y mirar a izquierda y a derecha antes de subir al coche, comprobando que no la seguían, aunque el ogro había muerto. Pero Rebus sabía que había muchos tipos como Martin Fairstone. En el colegio se ríen de ellos, son los alfeñiques que van detrás de las pandillas en las que hacen chistes a su costa. Pero poco a poco se envalentonan y pasan a la violencia y al hurto, la única vida que conocerán. Fairstone le había contado su vida y él había escuchado.

«¿No cree que debería ir al psiquiatra o algo así? ¿Sabe?, lo que a uno le ronda por la cabeza es lo que acaba siempre haciendo en la vida. ¿Le parece una chorrada? Será porque estoy borracho. Hay más whisky si quiere. No tiene más que pedirlo. Yo no tengo costumbre de hacer de anfitrión, ¿sabe? Me pongo a charlar y ya me da igual…»

Y más… mucho más, mientras él escuchaba dando sorbos de whisky, sintiéndose cargado, porque había pasado antes por cuatro pubs buscando a Fairstone. Una vez agotado el monólogo, Rebus se había inclinado en el sillón. Ocupaban sendos sillones desfondados. Entre ambos había una mesita apoyada en un cajón a falta de una pata, rota. Encima había dos vasos, una botella y un cenicero lleno de colillas, y era la primera vez en media hora que Rebus se inclinaba para hablar:

—Marty, deja de una puta vez de hacer tonterías con la sargento Clarke, ¿vale? La verdad es que me importa una mierda, pero sí quería preguntarte una cosa.

—¿Qué? —dijo Fairstone, con los ojos medio cerrados y sosteniendo el cigarrillo entre el pulgar y el índice.

—Me han dicho que tú conoces a Johnson Pavo Real. ¿Qué puedes decirme de él?

Sin apartarse de la ventana, Rebus pensó en cuántas pastillas de analgésico quedarían en el frasco y en dar una vuelta para tomar algo. Dio la espalda a la ventana y fue al dormitorio, abrió el primer cajón de la cómoda, sacó corbatas y calcetines y finalmente encontró lo que buscaba: unos guantes de invierno de cuero negro forrados de nailon. Estaban por estrenar.