2

No había un itinerario rápido para llegar a South Queensferry. Cruzaron el centro de Edimburgo y enfilaron Queensferry Road y sólo aumentaron la velocidad al entrar en la A90. La ciudad adonde iban estaba acurrucada entre los dos puentes —el viario y el del ferrocarril— que cruzan el estuario de Forth.

—Hace siglos que no vengo por aquí —dijo Siobhan por romper el silencio dentro del coche.

Rebus no se molestó en contestar. Se sentía como si cuanto le rodeaba estuviera vendado, acolchado. Debía de ser por las pastillas. Dos meses atrás, un fin de semana, había llevado a Jean a South Queensferry, donde comieron en un bar, dieron una vuelta por el paseo marítimo y vieron zarpar la lancha de salvamento sin urgencia, seguramente en un ejercicio de simulacro. Luego habían ido en coche a Hopetoun House y con un cicerone visitaron la lujosa residencia. Sabía por los periódicos que el colegio Port Edgar estaba cerca de Hopetoun House y como recordaba haber pasado en coche por delante de la verja, aunque desde ella no se veía el edificio, dio indicaciones a Siobhan para llegar hasta él, pero acabaron metiéndose en un callejón sin salida. Ella dio media vuelta y encontró Hopetoun Road sin necesidad de la ayuda del copiloto. Ya cerca del colegio tuvieron que sortear camionetas de equipos de televisión y coches de periodistas.

—Atropella a todos los que puedas —dijo Rebus antes de que un agente uniformado comprobara su placa de identificación y les abriera la puerta de hierro.

—Por el nombre de Port Edgar pensé que estaría a la orilla del mar —comentó Siobhan al cruzar la entrada.

—Hay un puerto deportivo llamado Port Edgar. No debe de estar lejos —dijo Rebus mirando hacia atrás cuando el coche superaba las curvas de una cuesta y se divisaba ya el agua de la que surgían mástiles como lanzas.

En ese momento, una arboleda volvió a ocultar la vista y cuando la volvieron a tener delante de ellos vio el edificio del colegio.

Era una construcción de estilo escocés en sillería gris rematada con buhardillas y torreones. Una bandera con la cruz de San Andrés flameaba a media asta. El aparcamiento estaba lleno de vehículos oficiales y en torno a una caseta prefabricada se arremolinaba un grupo de gente. En aquella localidad no había más que una pequeña comisaría probablemente incapaz de hacer frente a aquel caso. Cuando los neumáticos del coche hicieron crujir la grava, varias cabezas se volvieron para mirar y Rebus reconoció caras conocidas, pero nadie se tomó la molestia de sonreír o saludar. Cuando Siobhan paró el coche, el inspector intentó abrir la portezuela, pero tuvo que esperar a que ella bajara, diera la vuelta y le abriese.

—Gracias —dijo al apearse.

Se les acercó un policía uniformado que Rebus conocía de Leith, un austrAllano llamado Brendam Innes, y a quien nunca había llegado a preguntar por qué había venido a vivir a Escocia.

—Inspector Rebus —dijo Innes—, el inspector Hogan me ordenó que le dijera que está dentro del colegio.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó.

—No fumo.

Rebus miró a su alrededor buscando otra posible alternativa.

—Me dijo que fuera en cuanto llegara —añadió Innes, al tiempo que ambos se daban la vuelta al oír un ruido procedente de la caseta.

La puerta se abrió y un hombre bajó apresuradamente los tres peldaños. Iba vestido como para un entierro: traje negro, camisa blanca y corbata negra. Rebus le reconoció por el pelo plateado peinado hacia atrás. Era el diputado del Parlamento escocés Jack Bell, un hombre de cuarenta y tantos años, de mentón cuadrado y cara siempre bronceada. Era alto, ancho de hombros, y daba la impresión de ser alguien decidido a salirse con la suya en todo momento.

—¡Tengo todo el derecho! —gritó—. ¡Todo el derecho del mundo! ¡Pero no debería extrañarme que ustedes me pongan toda clase de impedimentos!

Grant Hood, oficial de relaciones públicas del caso, había aparecido en la puerta.

—Tiene perfecto derecho a opinarlo, señor —dijo como única réplica.

—¡No es una opinión sino un hecho absolutamente irrefutable! Hace seis meses que se cubrieron de ridículo y no se les olvida, ¿verdad?

—Perdone usted… —dijo Rebus acercándose a él.

—¿Sí? ¿Qué desea? —respondió Bell volviéndose.

—Se me ocurre si no podría bajar un poco la voz… por respeto.

—¡No me venga con ese numerito! —replicó Bell alzando un dedo amenazador—. ¡Sepa que ese loco habría podido matar a mi hijo!

—Me consta, señor.

—He venido en representación de mis electores y me permito exigir que me franqueen la entrada… —añadió Bell haciendo una pausa para respirar—. Por cierto, ¿usted quién es?

—El inspector Rebus.

—En ese caso no me sirve de nada. Quiero ver a Hogan.

—Comprenda usted que el inspector Hogan está más que ocupado en este momento. Desea usted ver el aula, ¿verdad? —Bell asintió con la cabeza, mirando a su alrededor como si buscase a alguien más útil que Rebus—. ¿Podría explicarme por qué, señor?

—¿A usted qué le importa?

Rebus se encogió de hombros.

—Lo digo porque como voy a hablar ahora con el inspector Hogan —añadió Rebus dándose la vuelta y echando a andar— pensé que podría darle algún recado de su parte.

—Espere —dijo Bell en tono algo más tranquilo—. Tal vez usted mismo podría enseñarme…

—Será mejor que espere usted aquí —replicó Rebus negando con la cabeza—. Yo le informaré de lo que diga el inspector Hogan.

Bell asintió con la cabeza, pero no se mordió la lengua.

—Esto es un escándalo. ¿Cómo es posible que cualquiera entre en un colegio con un arma?

—Es lo que tratamos de averiguar, señor —contestó Rebus mirando al diputado de arriba abajo—. ¿No tendría usted un cigarrillo?

—¿Cómo?

—Un cigarrillo.

Bell negó con la cabeza y Rebus volvió a encaminarse hacia el colegio.

—Estaré esperando, inspector. ¡No pienso moverme de aquí!

—Muy bien, señor. Yo diría que es lo mejor que puede hacer.

Delante de la fachada del colegio se extendía un césped en leve pendiente con campos de juego a un lado, en los que policías de uniforme estaban ocupados expulsando a unos intrusos que habían saltado la valla. Rebus pensó si serían periodistas, pero lo más probable era que fuesen los típicos morbosos que se presentan en todos los escenarios de un crimen. En ese momento advirtió que detrás del colegio había una construcción moderna que sobrevoló un helicóptero, pero no vio cámaras a bordo.

—Ha tenido gracia —dijo Siobhan dándole alcance.

—Siempre es un placer conocer a un político —dijo Rebus—. Sobre todo a uno que tiene en tanta estima a nuestra profesión.

La entrada principal del colegio era una puerta doble de madera tallada y cristaleras que daba paso a una zona de recepción con ventanas corredizas, antesala de una oficina, seguramente de la secretaria. Allí estaba la mujer, protegiéndose tras un gran pañuelo blanco, probablemente del policía que le tomaba declaración y que a Rebus le resultaba conocido, aunque no recordaba su nombre. Otra puerta doble —que habían dejado abierta— daba paso al colegio propiamente dicho. En ella había un letrero que decía: SE RUEGA A LAS VISITAS PASAR POR SECRETARÍA y una flecha que señalaba hacia las ventanas corredizas.

Siobhan indicó un rincón en el techo donde había una cámara. Rebus asintió con la cabeza mientras cruzaban la doble puerta y enfilaban un largo pasillo con una escalera a un lado y una vidriera de colores al fondo. El suelo de madera pulida crujió bajo sus pasos. En las paredes había retratos de antiguos profesores en traje de ceremonia, sentados en su despacho o cogiendo un libro de una estantería. Más adelante pasaron ante cuadros de honor de notables, rectores y caídos en el servicio de la patria.

—No debió de resultarle difícil entrar —comentó Siobhan pensativa. Sus palabras resonaron en el silencio y vieron asomar una cabeza por una puerta del pasillo.

—Sí que has tardado —tronó la voz del inspector Bobby Hogan—. Entra a echar un vistazo.

Era la sala de recreo del sexto curso. Medía unos seis metros por cuatro, y en una de las paredes tenía ventanas altas que daban al exterior; había unas diez sillas, una mesa con un ordenador y una vieja cadena de alta fidelidad con cedes y unos casetes en un rincón desparramados, todos ellos en desorden. En algunas de las sillas había revistas: FHM, Heat, M8, y una novela abierta boca abajo. De unas perchas bajo las ventanas colgaban mochilas y chaquetas del uniforme escolar.

—Podéis entrar —dijo Hogan—. Los de la Científica ya lo han examinado milímetro a milímetro.

Entraron en el aula. Sí, los de la Policía Científica habían estado allí, porque allí era donde habían ocurrido los hechos. Había salpicaduras de sangre en una pared, un fino moteo de color rojo pálido. Había gotas más grandes en el suelo, y lo que parecían resbalones donde los pies se habían resbalado tras pisar un par de chorros. Los puntos en que la Policía Científica había recogido pruebas estaban señalados con tiza blanca y cinta adhesiva amarilla.

—Entró por una puerta lateral —dijo Hogan—. Era la hora de recreo y no estaba cerrada. Vino por el pasillo hasta aquí. Como hacía buen día, la mayoría de los chicos estaban afuera y sólo encontró a tres —añadió Hogan señalando con la cabeza hacia el lugar que habían ocupado las víctimas— que estaban escuchando música y leyendo revistas.

Parecía hablar consigo mismo, como si esperara que repitiendo la historia ellos empezaran a contestar a sus interrogantes.

—¿Por qué aquí? —preguntó Siobhan.

Hogan alzó la vista como si reparara en ella por primera vez.

—Hola, Siob —dijo—. ¿Has venido a curiosear?

—Ha venido a ayudarme —terció Rebus alzando las manos.

—Dios, John, ¿qué te ha sucedido?

—Es una larga historia, Bobby. Lo que pregunta Siobhan es muy pertinente.

—¿Te refieres al colegio en concreto?

—No sólo eso —respondió Siobhan—. Ha dicho que la mayoría de los chicos estaban afuera. ¿Por qué no empezó a disparar sobre ellos?

—Espero averiguarlo —dijo Hogan encogiéndose de hombros.

—Bien, ¿en qué podemos ayudarte, Bobby? —preguntó Rebus.

Él se había quedado en el umbral, mientras Siobhan miraba los carteles de las paredes. En uno de ellos, Eminem hacía un corte de mangas al público y a su lado se veía un grupo de gente vestida con monos y máscaras de goma que parecían comparsas de una película de terror de bajo presupuesto.

—Había sido militar, John —dijo Hogan—. De las SAS más concretamente, y recordé que tú una vez me dijiste que habías aspirado a ingresar en ese servicio de las Fuerzas Aéreas.

—De eso hace más de treinta años, Bobby.

—Y por lo visto era un tipo solitario —prosiguió Hogan sin escucharle.

—¿Un solitario que alimentaba un rencor? —preguntó Siobhan.

—Quién sabe.

—¿Es lo que quieres que yo indague? —dijo Rebus.

Hogan le miró.

—Todos los amigos que tuviera serían como él: desechos de las Fuerzas Armadas. Es posible que se sinceren con alguien que estuvo en su mismo bando.

—De eso hace más de treinta años —repitió Rebus—. Y gracias por asociarme con los desechos.

—Bah, ya sabes a qué me refiero… Será sólo un par de días, John. Es todo lo que te pido.

Rebus salió al pasillo y miró a su alrededor. Era un lugar tranquilo y apacible. Y unos escasos instantes lo habían confirmado todo. Tanto el colegio como la ciudad no volverían a ser los mismos. Todo aquel al que le hubiera afectado, quedaría marcado. La pobre secretaria que habían visto en la entrada quizá nunca fuera capaz de prescindir de aquel pañuelo prestado; los familiares enterrarían a los muertos sin poder borrar de sus mentes el terror que habían sentido los suyos en el último instante.

—¿Qué me dices, John? —añadió Hogan—. ¿Me ayudarás?

Algodón suave y calentito… te protege, amortigua… «Ningún misterio… perdió la chaveta», en palabras de Siobhan.

—Una pregunta, Bobby.

Bobby Hogan tenía aspecto de cansado y perdido. Las investigaciones en Leith solían ser asuntos de droga, navajazos, prostitución, casos que él sabía resolver, y Rebus tenía la impresión de que le había llamado porque necesitaba un amigo a su lado.

—Tú dirás —dijo Hogan.

—¿Tienes un cigarrillo?

Había tanta gente en la caseta prefabricada que casi no podían moverse. Hogan cargó en brazos de Siobhan el papeleo acumulado sobre el caso, fotocopias aún calientes recién salidas de la oficina del colegio. Afuera, en el césped, había unas gaviotas argénteas curioseando. Rebus les lanzó la colilla y las aves corrieron hacia ella.

—Podría denunciarte por crueldad —dijo Siobhan.

—Lo mismo digo —replicó Rebus mirando el montón de papeles. Vio que Grant Hood ponía fin a una conversación telefónica y guardaba el teléfono en el bolsillo—. ¿Dónde ha ido nuestro amigo? —le preguntó Rebus.

—¿Te refieres a el Sucio Jack?

Rebus sonrió por el epíteto con que un periódico sensacionalista había obsequiado en primera página a Jack Bell tras su detención.

—Sí, a ese.

Hood señaló con la cabeza hacia la entrada del recinto.

—Uno de la televisión le ha sugerido hacer una toma ante la verja y ha salido disparado.

—Y eso que me dijo que no se movería de aquí. ¿Se comportan los de la prensa?

—¿Tú qué crees?

Rebus respondió con una mueca. El teléfono de Hood sonó de nuevo. Se volvió de lado para responder a la llamada. Rebus vio que Siobhan se agachaba a recoger unas hojas que se le habían caído al abrir el maletero.

—¿Está todo? —preguntó Rebus.

—De momento sí —contestó ella cerrando el maletero de golpe—. ¿Adónde nos lo llevamos?

Rebus miró el cielo lleno de nubes densas, que se movía rápido. Probablemente el viento era demasiado fuerte para que lloviera. Le pareció oír en la lejanía un golpeteo de aparejos contra los mástiles.

—Podríamos ir a un pub y sentarnos a una mesa. Junto al puente del ferrocarril hay uno que se llama Boatman’s… —Ella le miró fijamente—. En Edimburgo es tradición —añadió él encogiéndose de hombros—. Antiguamente los profesionales despachaban sus negocios en la taberna.

—Y hay que respetar las tradiciones.

—Yo siempre he sido partidario de los viejos métodos.

Siobhan, sin replicar, abrió la portezuela del conductor, se sentó al volante e instintivamente cerró y giró la llave de contacto pero de pronto, al recordar, se inclinó y estiró el brazo para abrirle a Rebus.

—Muy amable —dijo él sentándose sonriente.

No conocía South Queensferry muy bien, pero sí los pubs. Él se había criado al otro lado del estuario y recordaba la vista desde North Queensferry y cómo los dos puentes daban la impresión de separarse vistos desde el norte. El mismo policía uniformado les franqueó el paso de la verja y vieron que Jack Bell estaba fuera, delante de la puerta, hablando para la cámara.

—Obséquiales con un buen bocinazo —dijo Rebus, y Siobhan así lo hizo.

El periodista bajó el micrófono y se dio la vuelta enfurecido, el cámara se puso los auriculares al cuello y Rebus saludó con la mano al diputado con una especie de sonrisa de disculpa, mientras los curiosos invadían la mitad de la calzada para mirar dentro del coche.

—Me siento como una repugnante pieza de exposición —musitó Siobhan.

Una caravana de coches circulaba despacio a su lado. Eran los curiosos que acudían a ver el colegio, gente anodina con sus hijos y la cámara de vídeo. Cuando Siobhan iba a dejar atrás la modesta comisaría local, Rebus dijo que bajaría para desentumecer las piernas.

—Nos vemos en el pub.

—¿Adónde vas?

—Quiero captar la atmósfera del sitio. —Hizo una pausa—. Una pinta para mí si llegas tú primero.

Miró cómo ella se alejaba incorporada a la caravana de coches, y se detuvo a contemplar el puente viario del Forth con su zumbido de tráfico de coches y camiones, un ruido parecido al oleaje, y vio en lo alto figuras diminutas acodadas a la barandilla mirando hacia abajo. Sabía que en el lado opuesto, desde donde se veía mejor el colegio, habría más. Meneó la cabeza y siguió caminando.

Los comercios en South Queensferry se concentraban en una sola calle entre High Street y Hawes Inn, pero comenzaba a notarse el cambio. No hacía mucho, al cruzar la localidad en coche para tomar el puente de la carretera, Rebus había visto un supermercado y un parque empresarial nuevos donde un gran anuncio llamaba la atención de la caravana de coches de vuelta del trabajo de Edimburgo: ¿HARTO DE DESPLAZARSE A DIARIO AL TRABAJO? TRABAJE AQUÍ. La sugerencia era que la ciudad estaba llena a rebosar, el tráfico empeoraba cada vez más, y South Queensferry pretendía incorporarse al movimiento antiurbanita. Pero, en la calle mayor con sus tiendecitas, aceras estrechas y quioscos de información turística, no había indicio de ello. Rebus sabía algunas anécdotas locales: un incendio en la destilería de VAT 69 que inundó las calles de whisky caliente y hubo gente que al beberlo acabó en el hospital; un mono que harto de las bromas pesadas de una ayudante de cocina le cortó el cuello; apariciones como la del legendario perro de Mowbray, y el Burry Man.

El Burry Man era una fiesta anual con ocasión de la cual adornaban las calles con guirnaldas y banderines y organizaban una procesión que recorría la localidad. Todavía faltaban meses para la fecha, pero Rebus se preguntaba si aquel año celebrarían el desfile.

Pasó ante una torre con reloj con restos de coronas del día de los caídos en las dos guerras mundiales, que habían respetado los vándalos. La calle era tan estrecha que la calzada se ensanchaba en algunos puntos invadiendo la acera para que los coches pudieran pasar. De vez en cuando atisbaba un trozo del estuario por detrás de las casas del lado izquierdo. Las de la acera opuesta formaban un bloque continuo con tiendas de una sola planta y terraza, y tras ellas se levantaba otra hilera de viviendas. Dos viejas cruzadas de brazos que comentaban delante de una puerta los últimos rumores, le miraron de reojo al notar que era forastero y fruncieron el ceño tomándole por uno de los curiosos que habían acudido por lo del crimen.

Continuó caminando y en una tienda de periódicos vio a varias personas que comentaban las noticias de la prensa. Por la acera contraria desfiló un equipo de televisión, distinto del que había en las puertas del colegio. El operador, cámara en mano, cargaba el trípode al hombro, y el encargado del sonido llevaba el aparato en bandolera, los auriculares al cuello y el micrófono jirafa enhiesto como un rifle. Iban a la búsqueda un buen decorado, capitaneados por una joven rubia que miraba en todos los soportales para localizar el escenario ideal. Rebus creyó reconocerla de la televisión y pensó que debía de ser un equipo de Glasgow. Su reportaje arrancaría con: «Los habitantes de una pacífica localidad costera, consternados, trataban de sobreponerse al horror que irrumpió… todos se hacen interrogantes que nadie puede esclarecer de momento…». Bla, bla, bla. Él habría podido escribir el guión. Como la Policía no daba información, los periodistas no tenían otro recurso que acosar a los lugareños para obtener detalles banales y sacarles el mayor jugo posible.

Les había visto hacerlo en Lockerbie y estaba seguro de que en Dunblane había sucedido otro tanto. Ahora le tocaba a South Queensferry. La calle giraba a un lado y desembocaba en el paseo marítimo. Se detuvo un instante y se dio la vuelta a mirar el centro de la ciudad, que quedaba oculto en su mayor parte por árboles, nuevos edificios y el arco que acababa de cruzar. Vio el rompeolas y pensó que era un lugar tan adecuado como otro cualquiera para encender el cigarrillo que le había dado Bobby Hogan y que llevaba en la oreja; quiso cogerlo pero se le escapó de la mano y cayó al suelo, donde una ráfaga de viento lo hizo rodar. Se agachó siguiendo su trayectoria y, al hacerlo, estuvo a punto de tropezar con unas piernas. El pitillo se había detenido ante la puntera de un zapato negro de tacón de aguja. Las piernas que continuaban los zapatos estaban enfundadas en unas medias negras de redecilla con rotos. Rebus se enderezó. Era una chica de entre trece y diecinueve años, de pelo negro teñido y que le caía sobre el cráneo como paja al estilo sioux; su rostro era de un blanco cadavérico, llevaba pintados de negro ojos y labios y vestía una cazadora de cuero negro sobre una especie de blusa de varias capas de gasa negra.

—¿Se ha cortado las venas? —preguntó al verle las manos vendadas.

—Si pisas ese cigarrillo es muy probable que lo haga.

La joven se agachó, lo recogió y se acercó a él para ponérselo en la boca.

—Tengo un mechero en el bolsillo —dijo Rebus.

Ella lo sacó y le dio fuego ahuecando hábilmente las manos en torno a la llama y clavó la mirada en la de él, como valorando la reacción del hombre a su cercanía.

—Lo siento, pero es el único que me queda —dijo él.

Resultaba difícil fumar y hablar al mismo tiempo. Ella debió comprenderlo porque aguardó a que Rebus diera un par de caladas para quitarle el cigarrillo de la boca y llevárselo a la suya. Él advirtió que bajo sus guantes negros de encaje llevaba las uñas pintadas de negro.

—Yo no entiendo nada de moda —dijo—, pero me da la impresión de que no vas de luto.

—No voy de luto, para nada —respondió ella abriendo la boca bastante para enseñar unos dientecitos blancos.

—Pero vas al colegio Port Edgar. —Ella le miró, sorprendida de que lo supiera—. Si no, seguramente estarías en clase. Sólo los alumnos de Port Edgar tienen el día libre.

—¿Es usted periodista? —preguntó ella volviendo a ponerle el cigarrillo en la boca. Sabía a pintalabios.

—Soy poli —dijo Rebus—. Del Departamento de Investigación Criminal. —La chica no pareció impresionada—. ¿Conocías a esos dos chicos que han muerto?

—Sí —replicó ella. Parecía ofendida, no quería quedarse fuera.

—Pero ya veo que te da igual.

La chica captó la insinuación al recordar sus propias palabras: «No voy de luto, para nada».

—Si acaso, me dan envidia —respondió clavando de nuevo los ojos en él.

A Rebus le intrigaba enormemente el aspecto que tendría sin maquillaje. Probablemente sería bonita, y hasta parecería frágil. Su rostro pintado era una máscara para ocultarse.

—¿Envidia?

—Han muerto, ¿no?

Aguardó a que él asintiera con la cabeza y luego se encogió de hombros. Rebus bajó la vista hacia el cigarrillo y ella se lo quitó y volvió a llevárselo a los labios.

—¿Quieres morirte?

—Siento simple curiosidad por saber qué se siente —dijo haciendo una O con los labios y lanzando un aro de humo—. Usted habrá visto muertos.

—Demasiados.

—¿Cuántos? ¿Ha visto morir a alguien?

—Tengo que irme —dijo Rebus decidido a no contestar, al tiempo que la chica hacía el gesto de devolverle prácticamente una colilla, pero él negó con la cabeza—. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Teri.

—¿Terry?

La joven le deletreó el nombre.

—Pero si quiere llámeme señorita Teri.

Rebus sonrió.

—Imagino que es un nombre inventado —replicó—. Tal vez nos veamos, señorita Teri.

—Puede verme siempre que le apetezca, señor investigador —dijo ella dándose la vuelta y echando a caminar en dirección al centro, muy decidida sobre sus tacones altos, atusándose el pelo hacia atrás y dirigiéndole un vaporoso saludo con la mano enguantada, convencida de que él miraba y disfrutando del juego.

Rebus sabía que la muchacha era una gótica. Había visto ejemplares en Edimburgo formando grupo delante de las tiendas de discos. En cierto momento, cualquiera con aspecto de pertenecer a aquella tribu tuvo prohibida la entrada al parque de Princess Street en virtud de un decreto municipal a raíz de un parterre pisoteado y una papelera desparramada; la noticia le había hecho sonreír. El linaje se remontaba hasta los punks y los teddy boys, quinceañeros que pasaban sus ritos iniciáticos. Él también había sido un rebelde antes de alistarse en el Ejército. Era demasiado joven para unirse a la primera oleada de teddy boys, pero más adelante había lucido una cazadora usada de cuero y llevaba un peine de metal afilado en el bolsillo. No era una cazadora auténtica de motero. La cortó con un cuchillo de cocina y le quedó deshilachada por abajo, con el forro asomando.

Un rebelde.

La señorita Teri desapareció al doblar la curva de la calle y Rebus se encaminó al Boatman’s, donde Siobhan le aguardaba ya en la mesa con las bebidas.

—Pensé que iba a tener que tomarme tu cerveza —le reprochó ella.

—Lo siento —replicó él, mientras cogía el vaso entre las manos y lo levantaba.

Siobhan había encontrado una mesa en un rincón y había puesto encima los dos montones de papeles junto con su limonada con soda y una bolsa de cacahuetes.

—¿Qué tal tus manos? —preguntó.

—Me preocupa no poder volver a tocar más el piano.

—Lamentable pérdida para la música popular.

—Siobhan, ¿tú no escuchas heavy metal?

—Si puedo evitarlo, no. —Hizo una pausa—. Quizás algo de Motor Head para animarme.

—Me refería a cosas actuales.

Ella negó con la cabeza.

—¿Crees que este es un buen sitio? —preguntó.

Rebus miró a su alrededor.

—La gente no nos mira y no vamos a repasar fotos repugnantes de autopsias ni nada por el estilo.

—Pero hay fotos del escenario del crimen.

—Déjalas de momento —dijo él dando otro sorbo de cerveza.

—¿Seguro que puedes beber alcohol con esas pastillas que estás tomando?

Rebus no contestó. En su lugar señaló con la cabeza uno de los montones de papeles.

—Bien —dijo—, ¿qué es lo que tenemos y cuánto tiempo podemos alargar esta misión?

—¿No tienes ganas de otra charla con la jefa? —preguntó ella sonriendo.

—No me digas que tú sí…

Siobhan pareció reflexionar sobre ello un momento y luego se encogió de hombros.

—¿Te alegra que Fairstone haya muerto? —preguntó Rebus.

Ella le miró furiosa.

—Era simple curiosidad —añadió Rebus, pensando en la señorita Teri.

Intentó trabajosamente coger una de las hojas hasta que Siobhan se percató y se la dio. Se sentaron uno al lado del otro sin percatarse de que la tarde avanzaba implacable hacia el crepúsculo.

Siobhan fue a la barra a por otra ronda. El camarero intentó entablar conversación con el pretexto del montón de papeles, pero ella cambió de tema y acabaron hablando de escritores. Siobhan ignoraba la relación del Boatman’s con Walter Scott y Robert Louis Stevenson.

—No crea que está tomando algo en cualquier pub —dijo el camarero—. El Boatman’s está cargado de historia.

Era una frase que habría repetido hasta la saciedad, y Siobhan se sintió como una turista. Estaba a quince kilómetros del centro de la ciudad, y todo parecía distinto. No sólo por el crimen del colegio, del que, por cierto, se dio cuenta de repente de que el camarero no había dicho palabra. Los edimburgueses tendían a agruparse en las cercanías de la ciudad: Portobello, Musselburgh, Currie, South Queensferry, localidades consideradas «trozos» de la capital. Sin embargo, todas se resistían a perder su identidad, incluso Leith, tan directamente conectada al centro por el horrible cordón umbilical de Leith Walk. Siobhan se preguntó por qué fuera de Edimburgo todo era distinto.

Algo había atraído a Lee Herdman allí. Había nacido en Wishaw y se había incorporado al Ejército a los diecisiete años, había servido en Irlanda del Norte y en el extranjero; a continuación se había enrolado en las SAS. Ocho años en el regimiento antes de su regreso a lo que él seguramente habría llamado la «vida civil». Abandonó a su mujer y a sus dos hijos en Hereford, sede de las SAS, y se fue a vivir al norte. Los datos sobre su vida anterior eran deslavazados y no había información sobre qué había sido de la esposa y los hijos ni por qué los había dejado. Vivía en South Queensferry desde hacía seis años. Y allí había muerto a la edad de treinta y seis.

Siobhan miró a Rebus que estaba enfrascado leyendo otra hoja. Él también había estado en el Ejército y Siobhan había oído rumores de que había seguido el curso de entrenamiento de las SAS. ¿Qué sabía ella de las SAS? Exclusivamente lo que había leído en el informe: Fuerzas Aéreas Especiales, base en Hereford. Lema: «El audaz vence». Miembros seleccionados entre los mejores soldados del Ejército. El regimiento había sido creado durante la Segunda Guerra Mundial como unidad de reconocimiento de amplio radio de acción, pero debía su fama al secuestro de rehenes en la embajada de Irán en Londres en 1980 y a la campaña de las islas Malvinas. Una nota a lápiz al pie de una página informaba que había solicitado a los antiguos jefes de Herdman que aportaran cuanta información fuera posible. Siobhan se lo comentó a Rebus, quien se limitó a soltar un bufido, indicando que no creía que fueran a ser de mucha ayuda.

Poco después de su llegada a South Queensferry, Herdman había abierto su negocio de alquiler de la lancha para esquiadores acuáticos y actividades similares. Siobhan ignoraba el precio de una lancha rápida y escribió una nota, una de las muchas que había tomado en el bloc que tenía a mano.

—Se lo toman sin prisas, ¿eh? —dijo el camarero.

Siobhan no se había dado cuenta de que había vuelto.

—¿Cómo?

El joven bajó la vista hacia las bebidas que Siobhan tenía delante.

—Ah, pues sí —dijo ella intentando esbozar una sonrisa.

—No se preocupe. A veces es mejor estar en un sueño.

Siobhan asintió al reconocer el significado del término escocés que él había utilizado. Ella rara vez utilizaba palabras escocesas porque se le notaba el acento inglés, aunque el hecho de pronunciarlas mal en ocasiones resultaba útil en los interrogatorios porque la gente, al pensar que era forastera, solía cometer descuidos en las respuestas.

—He adivinado quiénes son —añadió el camarero.

Siobhan le observó: tendría veintitantos años, era alto y ancho de espaldas, tenía pelo negro corto y su rostro conservaría unos años aquellos pómulos marcados a pesar de la bebida, la comida y el tabaco.

—¿Ah, sí? —dijo ella apoyándose en la barra.

—De entrada pensé que eran periodistas, pero veo que ustedes no preguntan nada.

—¿Han venido periodistas por el bar? —preguntó Siobhan.

Él puso los ojos en blanco.

—Por eso, al verles trabajar con esos papeles —añadió él señalando con la cabeza hacia la mesa—, me imaginé que eran policías.

—Muy listo.

—¿Sabe que venía por aquí? Lee, quiero decir.

—¿Le conocía?

—Ah, sí, hablaba con él… lo de siempre, fútbol y todo eso.

—¿Montó alguna vez en su lancha?

El camarero asintió con la cabeza.

—Fue fantástico. Deslizarse a toda velocidad por debajo de los dos puentes mirando hacia arriba —dijo ladeando la cabeza repitiendo el gesto para ella—. Lee era único para la velocidad.

—¿Cómo se llama usted, señor Camarero?

—Rod McAllister —contestó él tendiéndole la mano.

Siobhan se la estrechó. Estaba húmeda de fregar vasos.

—Encantada de conocerle, Rod —dijo retirando la mano para meterla en el bolsillo y sacar una tarjeta de visita—. Si se entera de algo que pueda sernos útil…

—De acuerdo. Muy bien —dijo él cogiéndola—. Usted se llama Sio…

—Se pronuncia Shiben.

—Dios, ¿y se escribe así?

—Pero puede llamarme sargento detective Clarke.

El hombre asintió con la cabeza, se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa y la miró con renovado interés.

—¿Van a estar mucho por aquí?

—Lo que haga falta. ¿Por qué?

—Porque hacemos unas buenas asaduras de cordero con nabos y patatas fritas para almorzar.

—Lo tendré en cuenta —dijo ella cogiendo los vasos—. Hasta luego, Rod.

—Hasta luego.

Al llegar a la mesa posó la cerveza de Rebus junto al bloc abierto.

—Aquí tienes. Perdona por la demora, pero resulta que el camarero conocía a Herdman. Y a lo mejor… —añadió cuando se sentaba.

Rebus no le prestaba atención, no la escuchaba, seguía con los ojos fijos en la hoja que tenía delante.

—¿Qué sucede? —preguntó Siobhan. Al mirar el papel comprobó que ya lo había leído. Eran datos sobre la familia de una de las víctimas—. ¿John? —exclamó.

Él levantó la vista despacio.

—Creo que los conozco —dijo en voz baja.

—¿A quién? —preguntó ella cogiendo la hoja—. ¿A los padres?

Rebus asintió con la cabeza.

—¿De qué los conoces?

Rebus se llevó las manos a la cara.

—Son familiares —dijo, y vio que ella no entendía—. De la familia, Siobhan. Mi familia.