—No hay misterio —dijo la sargento detective Siobhan Clarke—. Herdman perdió la chaveta.
Estaba sentada junto a una cama del recién inaugurado hospital Royal Infirmary de Edimburgo, un gran edificio al sur de la ciudad, en una zona llamada Little France, construido sobre un solar muy caro, y del que ya comenzaban a registrarse quejas por falta de espacio para enfermos y de sitio para aparcamiento. Siobhan había logrado encontrar un hueco en un lugar prohibido, y fue lo primero que le comentó al inspector John Rebus al llegar. Rebus tenía las manos vendadas hasta las muñecas. Le sirvió un poco de agua templada y él ahuecó las manos para llevarse el vaso de plástico a la boca con cuidado mientras ella le observaba.
—¿Has visto? No he tirado ni una gota —comentó bromeando.
Pero al intentar dejarlo en la mesilla lo estropeó todo. Le resbaló entre las manos y la base rozó el suelo. Siobhan lo cogió al vuelo.
—Buena parada —añadió Rebus.
—Bah, estaba vacío; no habría caído nada.
A partir de aquel momento Siobhan sólo dijo lo que los dos sabían no eran más que banalidades eludiendo ciertas preguntas que ansiaba plantearle, explayándose simplemente en pormenores sobre la masacre de South Queensferry.
Tres muertos. Un herido. Una tranquila ciudad costera al norte de Edimburgo. Un colegio de pago mixto para alumnos entre cinco y dieciocho años. Seiscientos matriculados, ahora dos menos.
El tercer cadáver era el del asesino, que se había volado los sesos. Ningún misterio, como decía Siobhan.
Salvo el móvil.
—Era como tú —añadió—. Quiero decir que era militar retirado. Creen que el móvil fue su resentimiento contra la sociedad.
Rebus advirtió que mantenía las manos con firmeza en los bolsillos de la chaqueta, y se imaginó que en ese momento, inconscientemente, estaría apretando los puños.
—Los periódicos dicen que tenía un negocio —comentó él.
—Tenía una lancha motora. Llevaba a gente a hacer esquí acuático.
—¿Y era un resentido?
Ella se encogió de hombros. Rebus sabía que estaba deseando tener una oportunidad para meter la nariz, cualquier pretexto con tal de apartar su mente de la otra investigación, interna y con ella de protagonista.
Siobhan miraba en ese momento a la pared por encima de la cabeza de él como si le interesara algo más que la pintura y el aparato de oxígeno.
—No me has preguntado qué tal estoy —dijo Rebus.
—¿Cómo te encuentras? —dijo ella volviendo la vista hacia él.
—Estoy harto de estar aquí. Gracias por tu interés.
—Sólo estás aquí desde ayer por la noche.
—A mí me parece más.
—¿Qué han dicho los médicos?
—Hoy todavía no me ha visto nadie. Me da igual lo que me digan, esta tarde me marcho.
—¿Y después qué?
—¿Qué quieres decir?
—No puedes volver a la comisaría —añadió observando fijamente las manos vendadas—. ¿Cómo vas a conducir o escribir informes? ¿Y coger el teléfono?
—Me las arreglaré —repuso Rebus mirando en derredor para eludir a su vez los ojos de ella.
Estaba rodeado de hombres de su edad con la misma palidez grisácea. Era evidente que la dieta escocesa había hecho estragos en ellos. Un tipo tosía por un cigarrillo. Otro parecía tener problemas respiratorios. Era la masa de carne prototipo del bebedor edimburgués. El hígado hinchado y exceso de peso. Rebus levantó el brazo para pasárselo por la mejilla izquierda y notó que la tenía rasposa. Su barba tendría el mismo color gris plateado que las paredes de la sala.
—Me las arreglaré —repitió rompiendo el silencio, mientras bajaba el brazo y se arrepentía de haberlo levantado. Los dedos echaban chispas de dolor—. ¿Te han dicho algo? —preguntó.
—¿De qué?
—Vamos, Siobhan…
Ella le miró sin pestañear. Sacó las manos de los bolsillos y se inclinó hacia delante.
—Esta tarde tengo otra sesión.
—¿Con quién?
—Con la jefa.
Se refería a la comisaria jefe Gill Templer. Rebus asintió con la cabeza, alegrándose de que el asunto no hubiera llegado a las altas esferas.
—¿Qué piensas decirle? —preguntó.
—No hay nada que decir. Yo no tuve nada que ver con la muerte de Fairstone. —Hizo una pausa, dejando en el aire otra pregunta implícita entre ambos: «¿Y tú?». Parecía esperar que él dijera algo, pero Rebus callaba—. Preguntará por ti, cómo has acabado aquí —añadió.
—Porque me escaldé —replicó Rebus—. Es absurdo, pero fue así.
—Ya sé que eso fue lo que dijiste…
—No, Siobhan, es lo que sucedió. Pregunta a los médicos si no me crees —añadió mirando de nuevo alrededor—. Si es que consigues ver a alguno.
—Seguro que estarán por ahí dando vueltas intentando aparcar.
No tenía mucha gracia, pero Rebus sonrió. Comprendía que ella no iba a insistir y su sonrisa era de gratitud.
—¿Quién se encarga de lo de South Queensferry? —preguntó para cambiar de tema.
—Creo que el inspector Hogan.
—Bobby vale mucho. Si hay que atarlo rápido, lo hará.
—De todos modos, está el circo de la prensa. Le han encargado a Grant Hood las relaciones con los periodistas.
—¿Se lo han llevado de St Leonard? —dijo Rebus pensativo—. Razón de más para que yo vuelva.
—Sobre todo si a mí me suspenden de servicio.
—No lo harán, Siobhan. Como acabas de decir, no tuviste nada que ver con Fairstone. Para mí fue un accidente. Y ahora que hay un caso más importante, quizás ese asunto muera de muerte natural, por así decir.
—«Un accidente» —repitió Siobhan.
Rebus asintió con la cabeza.
—No te preocupes. A menos, claro, que de verdad te cargaras a ese cabrón.
—John… —replicó ella en tono conminatorio.
Él sonrió y consiguió esbozar un guiño.
—Era una broma —añadió—. Sé de sobra a quién va a echarle la culpa Gill de lo de Fairstone.
—Murió en un incendio, John.
—¿Y eso quiere decir que yo lo maté? —replicó Rebus levantando las manos y girándolas a un lado y a otro—. Me escaldé en mi casa, Siobhan. Simplemente.
Ella se levantó.
—Si tú lo dices, John —replicó de pie junto a la cama mientras él bajaba las manos, reprimiendo el fuerte dolor.
En ese momento llegó una enfermera comentando algo sobre un cambio de vendaje.
—Me voy ya —dijo Siobhan—. Me horroriza pensar que hicieras semejante tontería por mí —añadió para Rebus.
Él comenzó a menear despacio la cabeza mientras ella le daba la espalda y echaba a andar.
—¡No pierdas la fe, Siobhan! —añadió Rebus alzando la voz.
—¿Es su hija? —preguntó la enfermera por entablar conversación.
—Es una amiga; una compañera de trabajo.
—¿Tienen algo que ver con la Iglesia?
—¿Por qué lo pregunta? —replicó Rebus haciendo una mueca en cuanto ella comenzó a arrancarle las vendas.
—Como hablaba de la fe…
—Es que en mi trabajo es fundamental. —Hizo una pausa—. ¿No es lo mismo en el suyo?
—¿En el mío? —replicó la enfermera sonriendo sin levantar la vista de lo que hacía. Era bajita, sin particular atractivo, y seria—. En el mío no puedo permitirme andar por ahí esperando a que la fe le cure a usted. ¿Cómo se hizo esto? —inquirió al ver las ampollas.
—Con agua hirviendo —contestó él sintiendo un lento reguero de sudor en las sienes. «Puedo controlar esta clase de dolor», pensó. Sus problemas eran otros—. ¿No puede ponerme algo más ligero que un vendaje?
—¿Es que quiere irse ya?
—Puedo coger una taza sin tirarla. —«O un teléfono», pensó—. Además, seguro que hay alguien en lista de espera que necesita la cama más que yo.
—Un criterio muy cívico, sí, señor. Habrá que esperar a ver qué dice el médico.
—¿Me puede decir qué médico en concreto?
—Oiga, tenga un poco de paciencia.
Paciencia era lo único para lo que no tenía tiempo.
—A lo mejor viene alguien más a visitarle —añadió la enfermera.
Lo dudaba. Nadie excepto Siobhan sabía que estaba allí. Había pedido a una enfermera que la avisase, para que le dijese a Templer que estaría de baja por enfermedad dos días a lo sumo. Y Siobhan había acudido corriendo al hospital. Quizás él contaba con ello y por eso había avisado a Siobhan en vez de a la comisaría.
Eso la víspera por la noche. Por la mañana, como el dolor era insoportable, había ido a su médico de cabecera, pero le examinó un doctor interino, que le aconsejó que fuera al hospital. Fue a Urgencias en taxi y le fastidió que, para cobrar, el taxista tuviera que sacarle el dinero del bolsillo de los pantalones.
—¿Se ha enterado usted del tiroteo en ese colegio? —comentó el hombre.
—Probablemente alguna pistola de aire comprimido.
Pero el hombre negó con la cabeza.
—No, no, ha sido peor, según la radio.
En Urgencias tuvo que esperar hasta que por fin le vendaron las manos, pues las heridas no eran de gravedad como para ingresarle en la unidad de quemados de Livingston. Sin embargo, como tenía bastante fiebre, optaron por hospitalizarle y le trasladaron a Little France. En la ambulancia pensó que tal vez querían tenerle en observación por si sufría un choque térmico. O que temieran que fuese uno de esos individuos que se autolesionan. Pero nadie había ido a interrogarle; quedaba la posibilidad de que le retuvieran hasta que algún psiquiatra se ocupara de él.
Pensó en Jane Burchill, la única persona que podría echarle de menos, aunque últimamente las cosas se habían enfriado. Sólo pasaban la noche juntos cada diez días más o menos. Hablaban a menudo por teléfono, y a veces se veían para tomar café por la tarde. Era una relación que ya estaba pareciéndole una rutina. Recordó que hacía unos años había salido con una enfermera una temporada. No sabía si seguiría trabajando en Edimburgo; podía preguntarlo, el problema era que no recordaba su nombre, algo que le sucedía a veces con otras personas. Bah, no era tan importante, simplemente parte del proceso de envejecimiento. Aunque lo cierto era que, cuando acudía a los tribunales a testificar, cada vez tenía más necesidad de consultar sus apuntes. Diez años atrás no necesitaba notas ni verificaciones; actuaba muy seguro de sí mismo, circunstancia que impresionaba al jurado, según le comentaban los abogados.
—Ya está. —La enfermera se incorporó. Le había puesto crema y gasa en las manos y vendas nuevas—. ¿Se siente mejor?
Rebus asintió con la cabeza. Sentía cierto frescor en la piel, pero sabía que no duraría mucho.
—¿Tiene que tomar algún otro analgésico?
Era una pregunta retórica. La enfermera miró el gráfico clínico de los pies de la cama. Rebus lo había examinado al levantarse para ir al lavabo y comprobó que sólo indicaba la temperatura y la medicación. No había ninguna anotación críptica para entendidos. Ninguna mención de su historia sobre cómo había ocurrido el accidente.
«Estaba preparando un baño caliente… y resbalé.»
El médico había reaccionado con una especie de carraspeo, lo cual le dio a entender que estaba dispuesto a aceptar cualquier explicación sin tener que creérsela forzosamente. Era un hombre con exceso de trabajo y falta de sueño, su cometido no era indagar. Era un médico, no un policía.
—¿Le doy paracetamol? —añadió la enfermera.
—¿No podría traerme una cerveza para tragarlo?
La mujer esgrimió otra vez su sonrisa profesional. En los años que llevaba trabajando en el Servicio Nacional de Salud, era la primera vez que oía algo semejante.
—Veré qué puede hacerse.
—Es usted un ángel —dijo Rebus sorprendido de sí mismo.
Era la clase de comentario que a él le parecía un estereotipo simplón, propio de un paciente. Como la enfermera ya se alejaba, pensó que quizá ni lo habría oído. Sería tal vez por el ambiente hospitalario, pero, aun sin estar enfermo, te afectaba, lograba hacerte aflojar el ritmo, volverte sumiso: te institucionalizaba. Quizá fuese la influencia del color de las paredes, del peculiar murmullo. Y tal vez contribuía a ello la calefacción. En St Leonard tenían un calabozo especial para los «chalados» pintado de color rosa intenso, supuestamente para apaciguarlos. ¿No utilizarían en los hospitales el mismo truco psicológico? Allí no les interesaba en absoluto que los pacientes se pusieran bordes y comenzaran a gritar y a bajarse de la cama cada dos por tres. De ahí tantas mantas, bien remetidas para entorpecer sus movimientos. Quedaos ahí tranquilos… la almohada bien mullida… disfrutad del calor y de la luz sin alborotar. Pensó que si aquella situación se prolongaba se olvidaría hasta de su nombre, le tendría sin cuidado todo lo demás, se olvidaría del trabajo y no habría ya Fairstone ni locos que disparasen a los alumnos de un colegio…
Se volvió sobre un costado, apartando las sábanas con las piernas. Era un esfuerzo doble, como el de Houdini con una camisa de fuerza. El hombre de la cama de al lado había abierto los ojos y le observaba. Rebus le hizo un guiño en el momento en que conseguía liberar los pies.
—Tú sigue cavando. Yo voy a dar un paseo para sacudirme la tierra en la pernera del pantalón —dijo al hombre.
El hombre no pareció captar la ironía.
Siobhan había vuelto a St Leonard y se estaba haciendo la remolona en la máquina de bebidas. Un par de policías uniformados comían un bocadillo y patatas fritas en una mesa de la cantina. Desde el pasillo donde estaba la máquina se veía el aparcamiento. Si fuera fumadora, tendría una excusa para salir afuera, donde había menos posibilidades de que Gill Templer diera con ella. Pero no fumaba. Podía camuflarse en el gimnasio mal ventilado al fondo del pasillo o ir hasta los calabozos, pero nada impediría que Templer acosara a su presa a través del sistema de altavoces internos, porque seguro que se enteraba de que había llegado a la comisaría. En St Leonard no había manera de esconderse. Apretó el botón de las Coca-Colas mientras pensaba que los dos agentes de uniforme hablarían de lo mismo que todo el mundo: de los tres muertos del colegio.
Por la mañana Siobhan había hojeado los periódicos. Había unas fotos de grano grueso de las víctimas, los dos eran chicos, diecisiete años. Todos los periodistas hablaban de «tragedia», «terrible pérdida», «conmoción» y «carnicería» y daban con la noticia abundante información sobre la pujanza de la cultura de las armas en Gran Bretaña, las deficiencias en seguridad escolar y datos anteriores sobre asesinos que a continuación se suicidaban. Observó las fotos del asesino. Por lo visto, la prensa sólo había podido procurarse tres fotos. Una de ellas era una instantánea muy borrosa en la que parecía más un fantasma que un ser de carne y hueso; en otra aparecía vestido con un mono, y agarraba un cabo para subir a bordo de una lancha, sonriente y mirando a la cámara. Siobhan pensó que sería una foto publicitaria de su negocio de esquí acuático.
La tercera era un retrato oficial de cuando el hombre hacía el servicio militar. Se llamaba Herdman: Lee Herdman, treinta y seis años, residente en South Queensferry y propietario de una lancha rápida. Había también fotos del almacén donde tenía instalado el negocio. «A un kilómetro escaso del escenario de la tragedia», comentaba un periódico.
Por su condición de exmiembro de las Fuerzas Armadas, era muy posible que tuviera fácil acceso a un arma. Fue hasta el colegio en coche, aparcó junto a los de los profesores sin preocuparse de cerrar la puerta, sin duda tenía prisa; los testigos le vieron irrumpir en el edificio y, una vez dentro, fue directamente a la sala común donde en aquel momento había tres personas. Dos de ellas estaban ahora muertas y la tercera, herida. A continuación se mató de un disparo en la sien. Eso era todo. Las críticas comenzaban a llover: ¿Cómo era posible, por Dios bendito, que después de lo de Dunblane, cualquier desconocido pudiera entrar por las buenas en un colegio? ¿Había dado señales Herdman de estar a punto de estallar? ¿Era culpa de los médicos o de los asistentes sociales? ¿Del gobierno? De cualquiera. Tenía que ser culpa de alguien. Era absurdo echársela a Herdman, que estaba muerto. Hacía falta un chivo expiatorio. Siobhan estaba segura de que al día siguiente saldrían a colación los tópicos habituales: la violencia en la cultura actual, el cine y la televisión, el estrés de la vida moderna, pero después volvería la calma. Un dato le llamó la atención: tras el endurecimiento de las leyes sobre posesión de armas en el Reino Unido, a raíz de la matanza de Dunblane, las agresiones con armas habían aumentado. Seguro que los grupos de presión a favor de las armas sabrían arrimar el agua a su molino.
Uno de los motivos por los que en St Leonard todos hablaban del suceso era porque el padre del superviviente era miembro del Parlamento escocés y no un diputado cualquiera. Seis meses antes, Jack Bell había sido protagonista de un incidente con la Policía, que le había detenido cuando paseaba en coche por la zona de prostitución de Leith. Los vecinos de aquel barrio se habían manifestado varias veces exigiendo la intervención policial y la Policía había respondido con una redada nocturna en la que, entre otros, pescaron a Jack Bell.
Bell había reivindicado su inocencia, alegando que él estaba allí exclusivamente por «motivos de investigación»; su esposa lo había corroborado, la mayoría de su partido también y la cúpula de la Policía había optado por dar carpetazo al asunto. Pero entretanto los periódicos se habían cebado con Bell, y el diputado había acusado a la Policía de actuar en connivencia con la «prensa basura» para acosarle por su activismo político.
El resentimiento de Bell fue enconándose de tal modo que llegó a efectuar varias intervenciones en el Parlamento para denunciar la ineficacia de las fuerzas policiales y reivindicar la necesidad de un cambio. Y ahora en los ambientes policiales todos opinaban que causarían problemas.
A Bell lo habían detenido agentes de la comisaría de Leith, encargada, precisamente, del crimen del colegio Port Edgar.
Además, South Queensferry era de su jurisdicción.
Y por si aquello era poco, una de las víctimas era hijo de un juez.
Todo lo cual conducía al segundo motivo por el que se había convertido el tema del día en St Leonard. Se sentían excluidos. Era un caso de la jurisdicción de Leith, y no les quedaba otra opción que aguardar pacientemente por si solicitaban refuerzo de agentes. Pero Siobhan lo dudaba. El caso estaba claro, asesino y víctimas yacían en el depósito. Aunque para que Gill Templer…
—¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!
El imperioso graznido surgió de un altavoz en el techo justo encima de su cabeza. Los dos agentes de la cantina se volvieron para mirarla y ella dio un sorbo a la lata procurando no inmutarse, pero sintió un escalofrío por dentro que no tenía que ver con el frescor de la bebida.
—¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!
Estaba delante de la puerta de cristal. Fuera, en el aparcamiento, su coche ocupaba disciplinadamente el hueco que le correspondía. ¿Qué haría Rebus, marcharse o esconderse? No pudo contener una sonrisa al encontrar la respuesta: ni una cosa ni otra; seguramente subiría los escalones de dos en dos hasta el despacho de la jefa convencido de que él tenía razón y de que ella, dijera lo que dijera, estaba en un error.
Tiró la lata y se dirigió a la escalera.
—¿Sabe por qué quería verla? —preguntó la comisaria Gill Templer.
Estaba sentada a la mesa repleta de papeles con el trabajo del día. Por su cargo, Templer era responsable de la División B, que comprendía tres comisarías del sur de Edimburgo cuya Jefatura estaba en St Leonard. Su trabajo no era tan arduo como otros, aunque la situación cambiaría cuando finalmente trasladaran el Parlamento escocés a la nueva sede que estaban construyendo al pie de Holyrood Road. Templer dedicaba ya una desproporcionada cantidad de tiempo a reuniones relacionadas con las necesidades que se derivarían del nuevo Parlamento, y Siobhan sabía cuánto lo detestaba. Nadie ingresaba en la Policía por amor al papeleo. Sin embargo, el presupuesto y los gastos ocupaban cada vez más la mayor parte del trabajo; los oficiales de las comisarías que resolvían los casos de investigación sin sobrepasar el presupuesto eran ejemplares raros, y los que economizaban dentro del presupuesto, seres de otro planeta.
Siobhan se daba cuenta de que a Templer aquello le pasaba factura. Últimamente siempre tenía un aire de preocupación y comenzaban a apuntarle las canas. No lo habría advertido o no tendría tiempo para teñírselas. Empezaba a perder la batalla contra el tiempo, y Siobhan se preguntó qué precio se vería ella obligada a pagar para ascender en el escalafón policial. Suponiendo que a partir de aquel día siguiera teniendo una carrera en la Policía.
Templer parecía preocupada mientras rebuscaba en un cajón de su mesa. Finalmente se dio por vencida y lo cerró para centrar su atención en Siobhan. Al mirarla, bajó la barbilla, lo cual tuvo el efecto de endurecer su mirada. Siobhan no pudo por menos de fijarse en que se le habían acentuado las arrugas en torno al cuello y la boca y, al cambiar de postura en el sillón y estirar la chaqueta bajo los senos, comprobó que también había engordado. Demasiada comida rápida o exceso de cenas oficiales con los jefazos. Siobhan, que aquella mañana había ido al gimnasio a las seis, se sentó algo más recta en una silla e irguió ligeramente la cabeza.
—Supongo que será por lo de Martin Fairstone —dijo anticipándose a Templer y dando el primer golpe del combate. Al ver que callaba, prosiguió—: Yo no tuve nada que ver…
—¿Dónde está John? —cortó tajante Templer.
Siobhan tragó saliva.
—No está en su casa —continuó Templer—. Envié a alguien para que lo comprobara. Y según dice usted se ha tomado dos días de baja por enfermedad. ¿Dónde está, Siobhan?
—Yo no…
—El caso es que hace dos días vieron a Martin Fairstone en un bar. En lo que no hay nada de extraordinario, salvo que quien le acompañaba guardaba un notable parecido con el inspector Rebus y un par de horas después el tal Fairstone perece achicharrado en la cocina de su casa. —Hizo una pausa—. Eso suponiendo que aún viviera cuando se inició el fuego.
—Señora, de verdad que yo no…
—A John le gusta protegerte, ¿verdad, Siobhan? No hay nada malo en ello. John tiene ese algo de caballero andante, ¿a que sí? Siempre anda buscando algún dragón con quien enfrentarse.
—Este caso no tiene nada que ver con el inspector Rebus, señora.
—Entonces, ¿por qué se esconde?
—A mí no me consta que se haya escondido.
—¿Entonces lo has visto? —Una simple pregunta que Templer acompañó de una sonrisa—. Me apostaría algo.
—Se encuentra algo indispuesto para venir a comisaría —replicó Siobhan, consciente de que su defensa iba perdiendo fuerza.
—Si no puede venir aquí, estoy dispuesta a ir con usted a verle.
Siobhan se vio desarmada.
—Antes tendré que decírselo a él.
Templer negó con la cabeza.
—Esto no es negociable, Siobhan. Por lo que me dijo, Fairstone la acosaba y le puso un ojo morado.
Siobhan se llevó involuntariamente la mano al pómulo izquierdo. Casi no quedaba marca. Apenas una sombra que podía disimular con maquillaje o alegar que se debía al cansancio, pero todavía se le notaba cuando se miraba en el espejo.
—Y ahora ha muerto —prosiguió Templer— en un incendio posiblemente provocado. Así que comprenderá que tengo que hablar con todos los que le vieron aquella noche. —Otra pausa—. ¿Cuándo le vio por última vez, Siobhan?
—¿A quién, a Fairstone o a Rebus?
—A los dos, ya que estamos.
Siobhan no contestó y trató de agarrar con las manos los brazos de metal del sillón, pero no había brazos. Era nuevo y más incómodo que el viejo. En ese momento advirtió que la poltrona de Templer era también nueva y que estaba alzada unos centímetros más. Un truco para cobrar ventaja sobre las visitas… lo que significaba que la gran jefa necesitaba tales artificios.
—Con todo respeto —dijo Siobhan haciendo una pausa—. Creo que no estoy preparada para contestar a eso, señora.
Se levantó sin estar segura de volver a sentarse si Gill Templer se lo mandaba.
—Es muy lamentable, sargento Clarke —dijo Templer con voz fría, prescindiendo del nombre de pila—. ¿Le dirá a John que hemos hablado?
—Lo que usted diga.
—Espero que tengan coartadas coincidentes por si abrimos una investigación.
Siobhan asintió con la cabeza a la amenaza. Bastaría con una petición de la jefa para que aparecieran los de Expedientes con sus carteras llenas de preguntas y sospechas. La rúbrica completa de los de Expedientes era Servicio de Expedientes Disciplinarios.
—Gracias, señora —se limitó a decir antes de abrir la puerta y cerrarla al salir.
Había unos servicios en el pasillo; entró y fue a sentarse en el cubículo un instante para sacar del bolsillo una bolsa de papel y respirar dentro. La primera vez que había sufrido un ataque de pánico temió hallarse al borde de un paro cardíaco: el corazón le latía con fuerza, no le respondían los pulmones y sentía una oleada de electricidad por todo el cuerpo. El médico le recomendó tomarse unos días de descanso. Ella había acudido a la consulta pensando que iba a decirle que fuera al hospital a hacerse unas pruebas, pero el médico le recomendó que comprara un libro sobre su enfermedad; lo encontró en una farmacia y vio que en el primer capítulo había una relación de los síntomas con consejos al respecto: reducir la cafeína y el alcohol, la sal y las grasas y, en caso de ataque, respirar dentro de una bolsa de papel.
El médico le dijo que tenía un poco alta la tensión y le sugirió hacer ejercicio. Había empezado a ir una hora antes a la comisaría para pasar por el gimnasio. Se había propuesto también ir a nadar a la piscina Commonwealth, que estaba muy cerca.
—Soy cuidadosa con las comidas —le había comentado al médico.
—Bien, prueba a hacer una lista a lo largo de una semana —añadió él; pero de momento no se había molestado y seguía olvidándose el bañador.
Demasiado fácil echarle la culpa a Fairstone.
Fairstone había comparecido ante el tribunal con dos cargos: allanamiento de morada y agresión. Cuando escapaba después del robo, había golpeado la cabeza contra la pared a una vecina que había tratado de detenerle. Le había propinado tal patada en la cara que le había dejado marcada la suela de la zapatilla deportiva. Siobhan prestó declaración como mejor supo, pero no habían encontrado la zapatilla ni en casa de Fairstone había aparecido lo que había desaparecido del piso. La vecina, por su parte, describió al agresor, reconoció su foto en las fichas policiales y lo identificó en una rueda de sospechosos, pero subsistían problemas que los de la Fiscalía detectaron de inmediato: no existían pruebas en el escenario del delito y no se podía vincular a Fairstone con aquellos cargos salvo por el hecho de que era un ladrón conocido convicto en otras ocasiones por agresión.
—Habría estado bien encontrar la zapatilla —comentó el fiscal jefe rascándose la barba al tiempo que preguntaba si no convendría retirar los dos cargos a cambio de un arreglo.
—¿Y que le den un cachete y se vaya a su casa como si nada? —había replicado Siobhan.
En el juicio, el defensor arguyó ante Siobhan que la primera descripción del agresor que había dado la vecina apenas correspondía con el aspecto físico del imputado. La propia víctima tampoco contribuyó mucho al aceptar que había una sombra de duda, detalle que la defensa supo explotar al máximo. Siobhan incluyó en su testimonio cuantas insinuaciones fueron posibles para dar a entender que el acusado tenía antecedentes, pero finalmente el juez no tuvo más remedio que atender las protestas del defensor y amonestarla.
—Es el último aviso, sargento Clarke —le dijo—. Así que, si no desea dejar en mal lugar a la Corona en este caso, le sugiero que a partir de ahora medite más cuidadosamente sus respuestas.
Fairstone acababa de clavar la mirada, perfectamente consciente de lo que ella pretendía, y después, tras el veredicto de inocencia, salió del tribunal a grandes zancadas, como si tuviese muelles en los talones de sus zapatillas deportivas nuevas, y la agarró del hombro.
—Esto es una agresión —dijo ella, tratando de disimular lo furiosa y frustrada que se sentía.
—Gracias por ayudarme a quedar en libertad —replicó él—. Tal vez algún día le devuelva el favor. Ahora voy al pub a celebrarlo. ¿Cuál es su veneno favorito?
—Desaparezca por la alcantarilla más cercana, ¿me oye?
—Creo que me he enamorado —añadió él.
Esbozó una amplia sonrisa en su rostro delgaducho mientras alguien le llamaba a gritos. Era su novia, una rubia de bote vestida con ropa deportiva. En una mano sostenía un paquete de cigarrillos y en la otra un móvil, pegado a la oreja. Ella le había proporcionado la coartada para la hora en que se produjo la agresión junto con otros dos amigos.
—Creo que le reclaman.
—Pero yo la quiero a usted, Siob.
—¿Me quiere? —replicó Siobhan aguardando a que él asintiera con la cabeza—. Entonces avíseme la próxima vez que vaya a pegar a una desconocida.
—Deme su número de teléfono.
—Búsquelo en el listín, en la sección «Policía».
—¡Marty! —gruñó la novia.
—Nos veremos, Siob —añadió él sin dejar de sonreír caminando de espaldas unos pasos antes de darse la vuelta.
Siobhan fue directamente a St Leonard para repasar el expediente de Fairstone y una hora después le pasaron una llamada de la centralita. Era él, que la llamaba desde un bar. Colgó. Diez minutos más tarde volvía a insistir… y otra vez diez minutos después.
Y al día siguiente.
Y toda la semana siguiente.
Al principio no supo cómo reaccionar. Dudaba de si era un error callar, porque a él eso parecía más bien divertirle y animarle a insistir. Rogó al cielo que se cansase, que encontrara otra cosa en qué ocuparse. Entonces, un buen día, apareció por la comisaría, e intentó seguirla hasta casa. Ella se dio cuenta y le hizo caminar de un lado para otro mientras pedía ayuda por el móvil. Un coche patrulla le interpeló. Al día siguiente volvió a verle al acecho, fuera del aparcamiento, en la parte trasera de la comisaría. Le esquivó saliendo a pie por la puerta principal y cogió un autobús.
Sin embargo, Fairstone no desistía. Siobhan comprendió que lo que posiblemente había empezado por ser una broma estaba convirtiéndose en un juego más serio. Así que decidió mover una de sus mejores piezas. Rebus, de todos modos, ya se había dado cuenta: las llamadas a las que ella no respondía, las veces que la sorprendía mirando por la ventana, su modo de mirar a un lado y a otro cuando salían de servicio. Así que finalmente se lo contó y fueron los dos a hacer una visita al semiadosado de protección oficial de Fairstone en Gracemount.
La cosa había empezado mal, y Siobhan comprendió enseguida que su «carta» jugaba exclusivamente según sus propias reglas. Se produjo un forcejeo en el que cedió la pata de una mesita de centro. El chapeado de pino dejó al descubierto el aglomerado. Siobhan se sintió peor que nunca; débil por haber embarcado a Rebus en aquello en vez de resolverlo sola; temblando y torturada en lo más profundo de su ser por la idea de que, sabiendo de antemano lo que sucedería, dejó que sucediera. Era instigadora y cobarde.
En el camino de vuelta pararon a tomar una copa.
—¿Tú crees que hará algo? —preguntó ella.
—Fue culpa suya —contestó Rebus—. Si continúa acosándote ya sabe a qué atenerse.
—¿A desaparecer del mapa, te refieres?
—Yo no hice más que defenderme, Siobhan. Tú lo viste —replicó él mirándola a los ojos hasta que ella asintió con la cabeza.
Era cierto: Fairstone se había abalanzado sobre él y Rebus le había empujado hacia la mesita con intención de neutralizarle sobre ella, pero se había roto la pata y cayeron al suelo durante el forcejeo. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Fairstone, con voz temblorosa de rabia, mascullaba que se largaran mientras Rebus le amenazaba con el dedo repitiéndole que «no se acercara a la sargento Clarke».
—Lárguense los dos.
—Se acabó, vámonos —había dicho Siobhan dando a Rebus una palmadita en el brazo.
—No esté tan segura de que haya acabado bien —farfulló Fairstone echando saliva por la comisura de los labios.
—Más vale que sí, amigo, si no quiere que empecemos con los fuegos artificiales —fue lo último que dijo Rebus.
Siobhan quiso preguntarle qué había querido decir con eso, pero lo que hizo fue invitarle a la última copa. Aquella noche, en la cama, se quedó adormecida mirando fijamente el techo hasta que de pronto se despertó aterrorizada; se tiró al suelo invadida por una oleada de adrenalina y salió del dormitorio a gatas, con el convencimiento de que moriría si se incorporaba. Superado el ataque, se puso de pie apoyándose en la pared del pasillo y volvió despacio a la cama, donde se tumbó hecha un ovillo.
«Es más corriente de lo que cree», le diría el médico más adelante, después del segundo ataque.
Entretanto, Martin Fairstone había presentado una denuncia de acoso que acabó retirando, pero no dejó de llamarla. Ella no le dijo nada a Rebus, prefería no saber lo que significaba «fuegos artificiales».
No había nadie en el Departamento de Investigación Criminal. Los agentes estaban de servicio o prestando declaración en los tribunales. A veces se perdían horas esperando a testificar y luego el juicio se eternizaba, el caso se sobreseía o el acusado presentaba recurso; otras veces resultaba que alguien del jurado estaba en paradero desconocido o una persona crucial para el caso caía enferma. Pasaba el tiempo y al final pronunciaban veredicto de inocencia; pero incluso cuando era de culpabilidad, todo se reducía en muchas ocasiones a una multa o el acusado quedaba en libertad condicional. Las cárceles estaban llenas y cada vez se recurría más a la pena de prisión como último recurso. Siobhan no creía haberse vuelto cínica, era puro realismo. Últimamente habían llovido las críticas. Se decía que en Edimburgo había más guardias de tráfico que policías, y cuando sucedía algo como lo de South Queensferry, la situación se agravaba. Permisos, bajas por enfermedad, papeleo y tribunales… no había horas suficientes en el día; Siobhan era consciente de que tenía trabajo atrasado. Su actividad se había resentido por culpa de Fairstone y no acababa de distanciarse del problema; si sonaba el teléfono sentía escalofríos y un par de veces hasta fue a la ventana instintivamente para ver si su coche estaba fuera. Era irracional pero no podía evitarlo. Y sabía, por supuesto, que no era un asunto del que pudiera hablar con cualquiera sin parecer débil.
Sonó el teléfono. Era el de la mesa de Rebus. Si no contestaba, la centralita pasaría la llamada a otra extensión. Se dirigió a la mesa de Rebus deseando que dejase de sonar, pero no dejó de hacerlo hasta que cogió el receptor.
—¿Diga?
—¿Quién habla? —dijo una voz de hombre enérgica y formal.
—La sargento detective Clarke.
—¿Cómo estás, Siob? Soy Bobby Hogan.
Le había dicho al inspector Hogan que no la llamara Siob. Mucha gente lo prefería, para abreviar. Casi todo el mundo lo escribía mal. Recordó que Fairstone la había llamado Siob varias veces en un exceso de familiaridad. No le gustaba que la llamaran así y debía reprender a Hogan, pero no lo hizo.
—¿Mucho trabajo? —dijo.
—¿Sabes que me encargo de lo de Port Edgar? —contestó él—. Bueno, qué tontería, claro que lo sabes.
—Sí, ya he visto que sale muy bien en la tele, Bobby.
—Me encanta que me halaguen, Siob, pero la respuesta es «no».
—Yo ahora no tengo tanto trabajo —dijo ella sonriendo y mirando los montones de papeles que lo desmentían.
—Si necesito un par de manos extra te lo diré. ¿No está John ahí?
—¿Don Simpático? Está de baja. ¿Para qué lo quiere?
—¿Está en su casa?
—Yo podría darle el recado —añadió ella intrigada por el tono de impaciencia en la voz de Hogan.
—¿Sabes dónde está?
—Sí.
—¿Dónde?
—No ha contestado a mi pregunta: ¿para qué lo quiere?
Hogan suspiró profundamente.
—Porque necesito un par de manos.
—¿Sólo las suyas?
—Eso parece.
—Qué decepción.
—¿Cuánto puedes tardar en decírselo? —añadió Hogan sin hacer caso del comentario.
—Puede que no se encuentre bien del todo para ayudarle.
—Me sirve igual, a menos que esté con respiración asistida.
Siobhan se recostó en la mesa de Rebus.
—¿Qué está pasando?
—Dile que me llame, ¿de acuerdo?
—¿Está en el colegio Port Edgar?
—Que me llame al móvil. Adiós, Siob.
—¡Un momento! —añadió Siobhan mirando hacia la puerta.
—¿Cómo dices? —masculló Hogan.
—Acaba de llegar. Se lo paso.
Tendió el receptor a Rebus y al mirarle y ver lo desaliñado que venía pensó que se había emborrachado, pero enseguida lo comprendió: se había vestido como había podido, traía la camisa remetida de mala manera y la corbata simplemente colgada al cuello. En lugar de coger el receptor que ella le tendía, lo que hizo Rebus fue agachar la cabeza y arrimar la oreja.
—Es Bobby Hogan —dijo Siobhan.
—¿Cómo estás, Bobby?
—John, no se oye bien…
—Acércamelo un poco —musitó Rebus mirando a Siobhan.
Ella le arrimó el auricular a la mejilla y advirtió que tenía el pelo sucio, aplastado por delante y de punta por detrás.
—¿Se oye ahora mejor, Bobby?
—Sí, ahora sí. John, tienes que hacerme un favor.
Rebus notó que el auricular se movía y miró a Siobhan, que dirigió la vista hacia la puerta. Él volvió la cabeza en esa dirección y vio que en el umbral estaba Gill Templer.
—¡A mi despacho! —exclamó—. ¡Inmediatamente!
Rebus se pasó la lengua por los labios.
—Bobby, te llamo dentro de un momento. La jefa quiere hablar conmigo.
Se incorporó, mientras la voz de Hogan sonaba cada vez más apagada y mecánica. Templer le hacía señas para que la siguiera. Él se encogió de hombros mirando a Siobhan y se dirigió a la puerta.
—Se ha marchado —dijo ella en el auricular.
—¡Pues dile que vuelva!
—Me parece que no va a poder. Oiga… ¿por qué no me dice de qué se trata? A lo mejor yo podría ayudarle.
—Si no le importa dejo la puerta abierta —dijo Rebus.
—Si quiere que se entere toda la comisaría, por mí no hay inconveniente.
—Es que me cuesta un poco cerrar picaportes —dijo Rebus dejándose caer en la silla de las visitas y levantando las manos para que las viera Templer, que al observarlas cambió radicalmente de actitud.
—¡Por Dios bendito, John! ¿Qué te ha ocurrido?
—Me escaldé. No es tan grave como parece.
—¿Te escaldaste? —repitió ella reclinándose en la poltrona y apretando los dedos contra el borde de la mesa.
—Sí, eso es todo —dijo Rebus asintiendo con la cabeza.
—¿A pesar de lo que yo creo?
—A pesar de lo que creas. Llené el fregadero para lavar los platos y metí las manos sin darme cuenta de que no había echado el agua fría.
—¿Cuánto tiempo exactamente?
—Lo suficiente para escaldarme, por lo visto —respondió él esbozando una sonrisa y pensando que lo de los platos era una explicación más verosímil que la de la bañera, a pesar de que Templer no parecía muy convencida.
Sonó el teléfono, pero Templer se limitó a levantar el receptor y colgar.
—No eres el único con mala suerte. Martin Fairstone ha muerto en un incendio.
—Eso me ha dicho Siobhan.
—¿Y?
—Fue un accidente con una freidora. Cosas que pasan —añadió Rebus encogiéndose de hombros.
—Estuvo con él el domingo por la tarde.
—¿Ah, sí?
—Hay testigos que os vieron juntos en un bar.
—Me tropecé con él de casualidad —dijo Rebus encogiéndose de hombros.
—¿Y saliste del bar con él?
—No.
—¿Fuiste con él a su casa?
—¿Quién lo dice?
—John…
—¿Quién dice que no ha sido un accidente? —dijo él alzando la voz.
—Hay pendiente una investigación de los bomberos.
—Que tengan suerte —replicó Rebus tratando inútilmente de cruzar los brazos y optando por dejarlos caer otra vez.
—Debe de dolerte —comentó Templer.
—Es soportable.
—¿Y fue el domingo por la noche?
Rebus asintió con la cabeza.
—Escucha, John… —añadió ella inclinándose hacia delante y apoyando los codos en la mesa—. Sabes que circularán rumores. Siobhan dijo que Fairstone la acosaba. Él lo negó, y además denunció que le habías amenazado.
—Pero retiró la denuncia.
—Y ahora Siobhan me dice que Fairstone la agredió. ¿Tú lo sabías?
Rebus negó con la cabeza.
—Ese incendio es una lamentable coincidencia.
—Pero tienes mal aspecto, ¿no? —añadió ella bajando la vista.
—¿Desde cuándo tengo yo interés en tener buen aspecto? —replicó Rebus mirándose parsimoniosamente.
Muy a su pesar, Templer apenas pudo reprimir la sonrisa.
—Sólo pretendo estar segura de que esto no tenga repercusiones.
—Ten plena seguridad, Gill.
—En ese caso, ¿te importa dejarlo oficialmente por escrito?
El teléfono volvió a sonar.
—¿Quiere que conteste yo? —dijo una voz.
Era Siobhan desde la puerta de brazos cruzados. Templer la miró y cogió el teléfono.
—Comisaria Templer al habla.
Siobhan cruzó una mirada con Rebus y le hizo un guiño mientras Gill Templer escuchaba lo que le decían.
—Ya… sí… sí, ¿por qué no? ¿Puede decirme por qué precisamente él?
Rebus comprendió. Era Bobby Hogan. Quizá no era él quien llamaba; a lo mejor había puenteado a Templer, había hablado con el subdirector de la Policía para que hiciera él directamente la petición. Necesitaba que Rebus le hiciera un favor. Hogan tenía ahora cierto poder, dimanante del prestigio que había conseguido por el último caso en que había intervenido. Se preguntaba qué clase de favor querría Bobby de él.
Templer colgó.
—Preséntate en South Queensferry. Por lo visto, el inspector Hogan necesita ayuda —dijo sin levantar la vista de la mesa.
—Gracias —dijo Rebus.
—Lo de Fairstone no termina aquí, John; no lo olvides. En cuanto Hogan termine contigo, eres mío otra vez.
—Entendido.
Templer miró por encima de él a Siobhan, que seguía de pie en la puerta.
—Mientras tanto, tal vez la sargento Clarke pueda aclarar algo…
Rebus carraspeó.
—Hay un problema.
—¿Cuál?
Rebus alzó de nuevo las manos y giró despacio las muñecas.
—Podré dar la mano a Bobby Hogan, pero necesitaré ayuda para todo lo demás. Así que si pudiera disponer durante cierto tiempo de la sargento Clarke… —añadió volviéndose a medias en la silla.
—Te conseguiré un conductor —replicó Templer.
—Pero para tomar notas, hacer llamadas y contestar al teléfono… necesito alguien del departamento y, ya que ella es la que está aquí… —Hizo una pausa—. Si me das permiso.
—Muy bien, idos los dos —contestó Templer fingiendo revisar unos papeles—. Te diré algo en cuanto haya alguna novedad sobre el incendio.
—Muy encomiable, jefa —dijo Rebus levantándose.
Volvieron al Departamento de Investigación Criminal y Rebus le pidió a Siobhan que le sacara del bolsillo de la chaqueta un frasquito de pastillas.
—Esos cabrones las racionan como si fueran oro. Dame un vaso de agua, haz el favor.
Ella cogió una botella de su mesa y le ayudó a tomarse dos pastillas. Rebus le pidió otra y ella leyó la etiqueta.
—Aquí dice «tomar dos cada cuatro horas».
—Por una más no pasa nada.
—A este ritmo las terminarás enseguida.
—Tengo una receta en el otro bolsillo. Pararemos en una farmacia por el camino.
—Gracias por pedirle a la jefa que te acompañara —dijo ella cerrando el frasquito.
—No hay de qué. ¿Quieres que hablemos de Fairstone? —añadió tras una pausa.
—No tengo mucho interés.
—Muy bien.
—Supongo que ninguno de los dos somos responsables de nada —añadió ella clavando en Rebus la mirada.
—Exacto —dijo él—. Con lo cual podemos concentrarnos en ayudar a Bobby Hogan. Pero antes quiero pedirte una cosa.
—¿Qué?
—¿Podrías anudarme bien la corbata? La enfermera no tenía ni idea.
—Estaba esperando la oportunidad de echarte las manos a la garganta —dijo ella sonriente.
—Si sigues por ese camino te mando con la jefa.
Pero no lo hizo, a pesar de que fue incapaz de anudarle la corbata incluso con sus indicaciones. Al final le ayudó la dependienta de la farmacia, mientras el farmacéutico buscaba el analgésico.
—Siempre se lo hacía a mi marido, que en paz descanse —comentó la mujer.
En la acera, Rebus miró la calle de arriba abajo.
—Necesito un cigarrillo —dijo.
—No esperes que yo te los encienda —replicó Siobhan cruzando los brazos. Él la miró—. Lo digo en serio —añadió ella—. Es la mejor oportunidad que vas a tener para dejar de fumar.
—Cómo disfrutas, ¿verdad? —replicó Rebus entrecerrando los ojos.
—Estoy empezando —admitió ella abriéndole la portezuela con una reverencia.