Capítulo 41

UN AÑO MÁS TARDE

SONIA

Aquí dentro es imposible saber en qué estación estamos, o incluso el tiempo que hace. Fuera ha habido una luz tenue todo el día, pero ya ha empezado a oscurecer. Las ramas del achaparrado árbol vuelven a estar desnudas. No hay mucho más que ver: una verja alta coronada por una alambrada de púas, el muro de hormigón de un aparcamiento de varias plantas. Pero no el río. Me han separado del río.

Viene a mí después de que retiren las bandejas del té. Entra en la sala abrigado con una bufanda y una chaqueta de lana, y caigo en la cuenta de que ahí afuera es realmente invierno. Se sienta en la butaca de plástico verde y me observa con la mirada de antaño, con los ojos entrecerrados, como intentando comprender. No digo nada, me limito a devolverle la mirada. Recuerdo el tacto de sus pestañas bajo mis dedos. La calidez de su piel en mis labios. El tibio aroma detrás de su oreja. Pero este ya no es el chico que yacía desvanecido entre los pilotes cuando lo liberé; ahora es más alto y también más fornido. Recuerdo la barba incipiente, hoy mucho más oscura y densa. Su juventud ha quedado atrás, como el clipper que surca el río a toda velocidad hasta perderse de vista y volverse inaudible, meciéndolo todo a su paso antes de desaparecer rumbo a la Barrera del Támesis.

Se queda un rato. Me cuenta que se siente impelido a volver a la casa del río, que a menudo se sienta frente al muro. Tiene la sensación de que la casa es una extensión de su cuerpo. No conoce a las personas que la habitan ahora. Como no podía ser de otro modo, Greg y Kit se marcharon a vivir a Ginebra. Solo recibo noticias suyas muy de vez en cuando.

Abro la boca para explicarle que, aunque la policía no lo hubiera encontrado, aun en el caso de que después de hablar con Maria, Mick y Alicia no hubieran deducido que Jez tenía que estar en la casa del río, tampoco habría funcionado. Que lo que yo quería se me escurría entre los dedos. Pero no encuentro las palabras.

Me pregunta qué pasó la noche en que lo dejé marchar. Y yo intento contárselo.

Era casi de noche cuando regresé a la sala de música. Había atado la lancha a la cadena de la margen de río, junto a las escaleras de piedra. La marea estaba creciendo. Jez descansaba hundido en la silla de ruedas, listo para partir. Su cuerpo se inclinó hacia delante mientras lo empujaba a través del callejón. Yo había colocado los remos sobre los asideros de la silla de ruedas. Cruzamos el sendero, pasamos bajo la sombra oscura del muelle carbonero y llegamos a lo alto de las escaleras, donde el bote nos estaba esperando. Me sentía liviana, intrépida. Nada que ver con la noche en que arrojé el cuerpo de Helen a las voraces aguas del río, petrificada por mis propias acciones. El brillo ambarino se había disipado hacía rato. Era noche cerrada. Las lucecitas anaranjadas de los edificios de la orilla opuesta moteaban el agua. La lancha estaba atada a lo alto de las escaleras y se mecía suavemente con la marea primaveral, como si nos aguardara con impaciencia.

Subimos a bordo sin dificultad. Abandoné la silla de ruedas: ya no iba a necesitarla. Estaba segura de que alguien se la llevaría, pues nada dura demasiado en el callejón. Terminaría en el mercado de Deptford y alguna alma perdida la utilizaría como carrito de la compra, o como cochecito.

Subí a la lancha tras él y encajé los remos. A continuación, me tomé unos minutos para colocarlo. Acababa de liberarlo del yeso y su piel, resbaladiza a causa de la vaselina, conservaba todavía su calidez. Lo dispuse de forma simétrica, con la cabeza en la proa y los pies casi tocando la popa. Era una barquita pequeña.

Utilicé un remo para darnos impulso a través del agua negra. Nos deslizamos fácilmente río arriba tal como yo había previsto, pues la marea estaba creciendo. Era una noche cálida, uno de esos extraños días de febrero en que parece que haya llegado la primavera. Los pubs estaban llenos y había gente en las plataformas de madera. Oí carcajadas y fragmentos de conversaciones al pasar. Después de tantos años en el río, todos aquellos pubs me eran familiares: el Trafalgar, el Prospect of Whitby más al norte, el Mayflower al sur. Los recuerdos en los que aparecíamos Seb y yo se reflejaban como luciérnagas en el agua a medida que los íbamos dejando atrás. Bogué río arriba mientras las lucecitas que brillaban en ambas orillas iluminaban el agua que goteaba de los remos. Me invadió una profunda sensación de paz. Tenía a Jez tendido a mis pies, y habría querido que aquel viaje fuera eterno. El río se ondulaba mansamente. Jez y yo estábamos juntos en la barca, completos. Empezamos a derivar hacia el este con el cambio de la marea.

Llegamos a la orilla norte, bajo el saliente de la calle, y maniobré hasta las sombras, entre los pilotes. De haber sucedido hoy, habríamos amarrado funestas coronas de laurel a los pilotes para marcar el lugar exacto. En su día, cuando liberaron a Seb de la cuerda que se le había enredado al cuello, no lo hicimos. La cuerda lo estranguló mientras él gritaba que no lo soltara. La balsa se hundió con la marea y yo me aferré a la cuerda, en la oscuridad. La estela de un bus acuático lo volteó y yo tiré con todas mis fuerzas para impedir que la corriente lo arrastrara. Ignoraba que esa misma cuerda lo estaba estrangulando.

—Tira, Sonia —gritó—. ¡Tira de la cuerda! No me sueltes, ayúdame.

Y eso fue lo que hice, tiré de la cuerda para salvarle la vida.

Me detengo. Levanto la mirada. Jez se ha marchado en silencio, sin decir adiós.

Tiene gracia, pero a veces creo oír el río, aunque me dicen que son imaginaciones mías, pues hay varios kilómetros de autopista que me separan de él. Después hay que atravesar zonas industriales y barrios residenciales antes de llegar al parque donde, si hace buen tiempo, puedes subir al punto más alto y, rodeado de vegetación, contemplar la ciudad de Londres. Solo entonces se atisba el río, que se insinúa entre la Casa de la Reina y los horribles edificios construidos en la orilla opuesta durante los años ochenta, dominados por Canary Wharf. A continuación aún te queda un buen paseo, entre los cedros del parque y la Conduit House, hasta llegar a la elegante cancela de hierro forjado. Después tienes que cruzar el mercado de Greenwich y pasar junto al Cutty Sark, envuelto en lona blanca mientras lo restauran, para alcanzar finalmente el sendero del río, donde la verja del antiguo Colegio Naval proyecta su oscura sombra sobre las losas del suelo. Está lejos, muy lejos.

Suele ser de noche o muy de mañana, justo después de despertar y antes de que traigan el carrito de los medicamentos, cuando creo oír el aullido grave, lúgubre y prolongado de las sirenas en la niebla. Durante unos segundos llego incluso a notar la fría bruma del río sobre la piel, percibo el olor acre del agua y atisbo un destello, como cuando la luna llena se reflejaba en la superficie del agua y lo bañaba todo con su luz plateada. Entonces siento cómo la marea obliga al río a retroceder y todo lo que creía haber perdido sigue ahí, suspendido en el lodo, como si nunca hubiera desaparecido.