MIÉRCOLES
SONIA
Llaman al timbre. Aunque mi primer impulso es ignorarlo, decido ir a echar un vistazo por temor a quién podría ser. Miro por la ventana de la sala de estar, pero no veo a nadie. Me lavo la cara, cruzo el patio y abro un resquicio la puerta del muro.
—Hemos intentado llamarla, pero no contestaba. No sabíamos si tenía el teléfono averiado y no disponemos de ningún número de móvil en el que contactar con usted.
Es una de las celadoras de la residencia de mi madre. Ha empezado a hablar antes de que yo pudiera decirle que estoy ocupada. Me regaña, resopla y me lanza una mirada acusadora, con ojos pequeños y entrecerrados.
—Su madre ha sufrido una apoplejía. Está viva y se encuentra bien, no se asuste. Pero la hemos ingresado en el Queen Elizabeth Hospital, en Woolwich, y creemos que debería ir a visitarla.
Miro fijamente a la celadora, sus labios apretados, pequeños, a través de los que apenas logra articular: «… viva… bien… no se asuste».
Helen no está viva. Nada está bien. Claro que estoy asustada.
La náusea que había empezado a apoderarse de mí retrocede, y su lugar lo ocupa un entumecimiento estremecedor. Durante unos segundos temo que voy a confesar, que diré que no puedo visitar a mi madre porque acabo de asesinar a alguien.
—Siento tener que darle tan malas noticias.
—Pero ¿dice que se encuentra bien?
—Sí, puede hablar. Ha sido un ataque leve, pero aun así…
—Gracias.
«Largo, fuera de aquí. ¡Aire!». La celadora no se mueve. Sigue en el callejón. Jadeando, con la cara congestionada, como si el esfuerzo de caminar unos metros la hubiera agotado.
—Hola, disculpe.
Es el cartero. Me entrega un paquete, sonríe y me acerca un aparatito con un bolígrafo especial. Firmo en la pantalla y se marcha silbando. Es un día como cualquier otro. La celadora sigue sin moverse.
—Gracias por venir a comunicármelo. Me aseguraré de que el teléfono tenga línea —le digo y le cierro la puerta en las narices.
—Vaya a visitarla cuanto antes —añade desde el otro lado, resollando—. Si llega demasiado tarde, nunca podrá perdonárselo. Con las apoplejías nunca se sabe.
Entro en casa con el paquete, lo dejo sobre la mesa de la cocina y, a través de la ventana, veo cómo la celadora se aleja renqueado.
Haré lo que habría hecho en otras circunstancias. Visitaré a mi madre en el hospital. De camino, le compraré unas flores. Le daré las gracias al portero cuando me abra la puerta. Intercambiaré cumplidos con el personal de enfermería. Sonreiré al resto de las mujeres de la sala y ellas me devolverán la sonrisa. Hablaré con el joven y amable médico sobre el pronóstico de mi madre y le daré las gracias una y otra vez. Pero no por ello habré dejado de matar a Helen.
La sala donde se encuentra mi madre está llena de pacientes ancianos con el pelo blanco. Creo haberla encontrado en varias ocasiones, pero entonces advierto que la cara no encaja. Cuando finalmente mis ojos se posan en ella, experimento un alivio infantil. Mi mamá. A las enfermeras les parecerá una anciana más, una mujer caduca cuya esencia se consumió hace ya tiempo. Sin embargo, para mí es mucho más que eso, como si los estratos de su persona anteriores a esta versión siguieran siendo visibles a través de la translucidez de su piel. Ahí está, ataviada con un vestido suelto de los años sesenta, empujando un cochecito Silver Cross por el sendero del río. Inclinada sobre mi cama, por la noche, con su olor a ginebra y a perfume Chanel. Después, con una permanente de los años setenta, preparando mermelada en la cocina, rodeada del penetrante olor a naranjas amargas que impregnaba el ambiente. Más tarde, versiones de ella vestida de traje, acudiendo al colegio privado donde trabajaba. ¿En qué momento dejó de quererme?
Quiero que me abrace, que me acune, que me diga que todo irá bien. Que sea una buena madre. Ahora que ya casi la he perdido para siempre, deseo pedirle más de lo que jamás fue capaz de darme.
Me inclino sobre su cuerpo, abrumada por una mezcla de rabia y compasión. ¿Cómo se atreve la edad a hacerle esto a una persona? Abre un ojo. Tarda un momento en enfocarme. Entonces habla moviendo solo un lado de la boca, arrastrando las palabras. No sé por qué razón, está obsesionada con repasar unos viejos boletines de notas que guardó en algún lugar de la casa del río.
—Me llevé la maleta equivocada. La Revelation. Cuando me marché de la casa del río. Gané una… bah, ya lo sabes. Fue en quinto, tengo que leer ese boletín de notas. Dice cosas muy bonitas.
—Mamá, no estoy segura de que vaya a encontrarlo. No lo necesitas, deberías descansar.
Dirijo una mirada de impotencia a la enfermera que le llena la jarra de agua.
—Su madre se sentirá más segura si le sigue la corriente. Busque lo que le pide, ayúdela a sentirse como en casa —me aconseja la enfermera.
Así pues, vuelvo a marcharme. Soy Sonia, la mujer adulta que cuida de su madre enferma, que hace lo que le piden una celadora y una enfermera. Una buena hija. Cuando termine, me recuerdo, cuando haya cumplido con mis obligaciones, podré volver con Jez.
Cojo la escalera del patio, la llevo a mi dormitorio y la apoyo bajo la trampilla del techo.
Es imposible acceder al diminuto desván. Lo único que puedo hacer es meter el brazo por el hueco y tantear la oscuridad, palpar el aire. Una maraña de telarañas se me enreda en la muñeca. Me golpeo los nudillos contra el techo y provoco una llovizna de polvo. Finalmente, doy con una gruesa asa de piel. La agarro, arrastro la maleta, la sostengo un momento en lo alto de la escalera y la bajo.
Cuando la abro, del interior sale un olor familiar a cera de abejas; es el olor que impregnaba la casa del río en tiempos de mi madre. ¡La de cosas que guarda! Programas de teatro, libros de recetas, extractos de cuentas, postales. Una tarjeta de cumpleaños que Kit le dibujó cuando era una niña. Me levanto un momento y la contemplo. Está dentro de un sobre dirigido a mi madre, a la casa del río, junto con un collar cuentas de plástico ordenadas según un patrón repetitivo: rosa, naranja, azul, rosa, naranja, azul. Hay un dibujo infantil de una niña con un vestidito rosa triangular que lleva un collar parecido. El dibujo me transporta a Norfolk y veo a Kit saliendo del parvulario, blandiendo su obra en una mano. Mis palabras automáticas de elogio y cómo, al llegar a casa, me senté con ella y escribí las palabras a lápiz para que ella las trazara.
Querida abuela, te echo de menos.
Te quiero, Kit
Intentaba granjearme el amor de mi madre a través de Kit. No sé si el cariño de su nieta la conmovió. Si fue así, nunca me lo demostró. Pero ahora me doy cuenta de que conservó todas las tarjetas y las cartas; que apreció las muestras de afecto de mi hija a pesar de rechazar las mías. Esa constatación me infunde un hálito de calor, y tal vez también de esperanza, distante y profundo.
Mientras busco el boletín de notas que me ha pedido, encuentro un paquete de cartas dirigidas a mí y escritas en esa letra diminuta que tan bien conozco. Experimento de nuevo la emoción que se apoderaba de mí cada vez que aparecía una carta de Seb en el hueco del muro del callejón.
El corazón me da un vuelco y la emoción se convierte en constatación. Alguien —¿mi madre?— debió de descubrir nuestro escondrijo y decidió ocultarme algunas de sus cartas antes de que yo pudiera leerlas. Me quedo helada. Están abiertas con abrecartas cuando, a mí, la impaciencia siempre me impidió hacerles un corte tan limpio. Las cartas están ordenadas, con la última, fechada el 5 de febrero, en lo alto del montón. Abro el sobre con manos temblorosas. De dentro sale un papel quebradizo, amarillento por el paso de los años.
La leo.
Compruebo de nuevo la fecha. A continuación, atravieso el rellano y entro en el cuarto de invitados.
Bajo del estante la caja de zapatos donde guardo las pertenencias de Seb. Encuentro la carta que leí el día en que vine buscando la armónica para Jez. Lleva matasellos del 1 de febrero. Siempre creí que era la última carta que Seb me había escrito, pero acabo de descubrir que me envió otra que nunca recibí. Abro la primera carta y la releo.
Pedalearé hasta la isla de los Perros.
Tienes que estar allí. ¡Y trae el Tamasa!
Me dijo que llevara el Tamasa y llevé el Tamasa; yo hacía siempre lo que Seb me decía. Anhelaba su admiración, y quería demostrar mi conexión con el río. Pero si hubiera recibido esta carta, la que fue realmente su última carta, fechada el 5 de febrero, todo habría sido distinto. Seb me tenía esclavizada, habría hecho cualquier cosa para ganarme su respeto. Nunca llegué a leerla, de modo que me llevé la balsa.
Leo las dos cartas de principio a fin. Al terminar, siento que el torbellino de imágenes que me han asaltado desde la llegada de Jez encaja en el orden correcto, como el collar de cuentas de Kit.
La secuencia de la tarde en que fui a buscar a Seb acude de nuevo a mi memoria, completa, incluidas ahora las partes que no había sido capaz de rememorar, con un clamor parecido al de la marea.
Cuando alcancé la otra orilla, el tiempo había cambiado. El viento soplaba con fuerza y el cielo estaba cubierto de nubes. Era imposible acercarse a los pilones y amarrar la balsa. Las implacables olas arrastraban el Tamasa y lo lanzaban contra el muro. La lluvia barría el río, me mojaba la cara y repiqueteaba sobre el embarcadero. Finalmente, logré pasar la amarra alrededor de un poste y acercar el Tamasa a la orilla. Luego subí a la plataforma de madera. Las densas nubes habían oscurecido el cielo con una rapidez inusitada. El río rugía más que nunca con el estruendo de las olas, el crepitar de cadenas y el chirrido de la estructura de madera sobre la que me encontraba. Seb me gritaba, pero yo no podía oír sus palabras. Recuerdo vagamente que parecía enfadado; contrariamente a lo que yo había previsto, no se alegraba de mi llegada. Volvió a gritar, pero yo solo entendí: «No hay tiempo que perder». Sujeté la cuerda mojada, Seb subió a bordo del Tamasa de un salto y se quedó un momento de pie, intentando recuperar el equilibrio. Fue entonces cuando llegó la gran ola, con un rugido tan ensordecedor que engulló nuestras voces. La siguió otra más, y las que llegaban en sentido contrario embistieron a las primeras y voltearon el Tamasa como si fuera un barquito de papel. Me aferré a la cuerda con todas mis fuerzas, aunque estaba húmeda y resbaladiza y me cortaba las palmas de las manos. La balsa asomó de nuevo a la superficie, pero Seb ya había caído al río.
—¡Seb! —grité.
El pelo me azotaba la cara, se me pegaba a las mejillas y me impedía ver. No podía soltar la cuerda para apartármelo de la cara. Cuando por fin logré despejarme los ojos, Seb se había convertido en una forma borrosa en la oscuridad. El pálido óvalo de su rostro aparecía y desaparecía entre las olas, mientras él se aferraba con un brazo a la patética bolsa de flotación del Tamasa. Tiré de la cuerda en un nuevo intento por devolver el Tamasa a la orilla pero las olas lo atraían en dirección opuesta, de modo que nos enzarzamos en un tira y afloja que, a medida que mis brazos se debilitaban, supe que iba a perder.
—¡Socorro! —gritó Seb, pero el clamor del agua, el viento y la lluvia ahogaron sus palabras—. No me sueltes, Sonia. ¡Resiste! ¡Resiste, por el amor de Dios!
La corriente arrastró a Seb lejos de mí, hacia las cadenas y maromas que había bajo la siguiente hilera de pilones. Yo agarré con fuerza la cuerda y tiré con toda el alma.