MARTES
SONIA
—Maria, te presento a Sonia, la amiga de Helen —dice Mick.
Maria es una mujer de pelo oscuro, no castaño, y delgada, no rolliza. Tiene los ojos de Jez, eso es innegable: las mismas cejas alargadas, los mismos iris castaño oscuro y los mismos párpados caídos. Pero en todo lo demás, se parece a Helen.
Maria asiente con la cabeza, pero no sonríe. Tiene la cara pálida y surcada de arrugas. Es menuda, como Helen; no creo que pase de metro sesenta. Me cuesta imaginarla dando a luz a Jez. Su piel es muy blanca, nívea, del tipo que nunca se broncea. Está claro que Jez ha heredado la mayoría de los rasgos de su padre. Experimento una animadversión inmediata hacia Maria por su forma de inmiscuirse en la vida de Helen y de destrozar su matrimonio. De no ser por ella, Helen no habría venido a mi casa ayer por la noche y ahora no yacería en el fondo del río, entre piezas de automóvil, bidones de aceite y suelas de zapato.
—He estado hablando con Tom —dice Maria, acercándose el hervidor.
No comparte en absoluto el llamativo estilo de Helen. Va vestida de forma clásica, con una falda de lana gris y una blusa de aspecto caro. «Agnès B», le oigo decir a Helen. La ambiciosa madre cuyo marido se cansó de ella y cuyo hijo preferiría no tener que vivir en su casa. No me cae bien y no espero caerle bien a ella. Me sorprende que me ofrezca un café.
—No, gracias, ya me iba —digo acercándome de nuevo a la puerta.
—Estamos pasando por un calvario —dice sin darme tiempo de asir el pomo—. Te has enterado de lo de Jez, ¿verdad?
Asiento con la cabeza.
—Sí, claro, todo el mundo lo ha oído. No sabemos cuánto más podremos resistir.
Deja el hervidor, se sienta y me mira. Tiene la cara más arrugada de lo que me pareció en un primer momento.
—Sonia vive en la casa del río —dice Mick—. Es la envidia de la clase media de Greenwich.
—¡Ah, Jez me habló de esa casa! —exclama Maria, un poco más animada—. Estuvo allí una vez, con Helen. Decía que de mayor quería vivir en esa casa.
Me dirige una sonrisa sarcástica, con los labios apretados, como diciendo: «Qué absurdos que pueden ser los jóvenes».
—Tiene una ubicación inmejorable —subraya Mick—. Y unas vistas increíbles de la isla de los Perros y Canary Wharf.
—Sí, recuerdo que Jez lo comentó. Y también tienes una colección de discos de vinilo y una sala repleta de instrumentos musicales.
—Bueno, esas cosas son de Greg —digo yo.
—¡Ah, sí, Greg! Lo conocí en tu fiesta de cumpleaños, ¿recuerdas, Mick?
—El día en que desapareció, Jez iba a ir a su casa a buscar un disco de Tim Buckley —explica Mick.
—Yo fui quien le habló de la música de Tim Buckley —dice Maria—. Aunque Jez prefiere pensar que lo descubrió solo. La arrogancia de la juventud…
Me mira con una leve sonrisa, intentando conectar conmigo.
—Resulta gracioso que a los adolescentes les guste la música de nuestra época. ¡Jez incluso escucha mis viejos elepés en casa! A su edad, yo odiaba la música que escuchaban mis padres. Aunque imagino que nosotros fuimos «la» generación. Lo tuvimos todo: sexo, drogas y rock and roll. Nos envidian, y por eso nos imitan. Pero en realidad no la entienden como lo hacíamos nosotros.
Tim Buckley. ¿Qué fue lo que Jez dijo sobre su música el día en que vino a la casa del río? ¿El día en que tocó la guitarra para mí mientras la noche iba cayendo y él tomaba el vino tinto que debería haber reservado para el cumpleaños de Kit? Dijo que, para Buckley, tocar era como hablar.
«Yo siento lo mismo —había dicho Jez—. Tú enseñas a la gente a expresarse con la voz. Esa es la razón por la que yo toco la guitarra». Fue su forma de conectar conmigo, de admitir que, por extraño que resultara, nos entendíamos. Maria no comprende nada, las madres nunca juzgan correctamente a sus hijos. La única que conoce al verdadero Jez soy yo.
—Tal vez lleve a Maria de visita —propone Mick—. Te gustaría ver la casa de Sonia y Greg, ¿verdad, Maria?
—Por supuesto, me encantaría —asiente y me mira, como si hubiera sido idea mía—. Helen también la adora. Últimamente os habéis visto bastante, ¿verdad? ¿No os encontraríais por casualidad ayer por la noche?
—Ya se lo he preguntado —dice Mick.
—Sinceramente, que se marchara de esa forma me parece una actitud muy desconsiderada por su parte —dice Maria—. Como si no nos bastara con lo de Jez, como si no estuviéramos ya lo bastante preocupados. Lo peor es la conciencia de no saber nada, Sonia. Hay un nombre para este… dolor: «pérdida ambigua». Porque no tiene punto final, no sabes cuándo va a terminar. Cada mañana despiertas con la esperanza de que todo haya acabado. De que solo fuera un sueño. Con la esperanza de encontrarlo durmiendo en su cama. Y entonces la lenta comprensión, el miedo, el terror en la boca del estómago, y todo vuelve a empezar.
Solo puedo asentir con la cabeza.
—Helen no te contó nada sobre él, ¿verdad? Porque empezamos a temer seriamente que quizás…
—No, eso no es verdad —la corta Mick.
—Pero ese mensaje… Y ¿dónde estuvo el viernes pasado? No quiere contárselo a nadie, ¡pero es justamente el día en que mi hijo desapareció!
Es mi oportunidad. Trago saliva.
—A mí me contó que últimamente siente que está atravesando una especie de crisis de confianza —les explico—. Y que por eso bebe más de la cuenta, porque no se considera lo bastante buena.
—¡Eso es justo lo que preocupa a la policía! —exclama Maria—. ¡Es verdad, Mick! Últimamente está muy rara. Cree que la gente habla de ella, que la critican en el trabajo…
—Ya hablamos de este tema y los dos coincidimos en que a veces uno necesita encontrar a alguien que le sirva de chivo expiatorio, ¿lo recuerdas? —responde Mick—. Queremos respuestas y, cuando no las obtenemos, nos aferramos desesperadamente a cualquier cosa. Eso es lo que hace la policía. Y tú también lo haces.
—¡Oh! —exclama Maria.
Me doy cuenta de que es una mujer voluble, cuyas emociones fluctúan sin descanso.
—¡Intenta ver las cosas desde mi punto de vista! ¿Crees que disfruto al sospechar de mi propia hermana? Me resulta más doloroso que a nadie. Pero, si lo piensas, verás que Helen siempre ha intentado competir conmigo. Jez acudió a una entrevista en la misma escuela a la que optaba Barney y ella sabía que iban a elegir a Jez. Es tan celosa, tan competitiva… Y para colmo, el alcohol hace que no siempre actúe de forma racional. Ya sé que para ti es muy duro, Mick, pero no puedes negar la evidencia.
—Yo solo sé que Helen no está implicada en la desaparición de Jez. Y tú también lo sabes.
—Entre nosotras ha habido siempre una gran rivalidad —aclara Maria, como si no hubiera podido deducirlo yo sola—. Se remonta a hace mucho. Es imposible entenderlo sin los antecedentes, pero no es descabellado pensar que el hecho de tener a Jez viviendo en su casa pudiera haber removido ciertas cosas. Es posible que la policía no ande tan desencaminada, por horrible que resulte imaginarlo.
—Nosotros tampoco hemos tenido un comportamiento que pueda clasificarse de modélico —replica Mick, dirigiéndole una mirada dura.
—Es imposible pretender que alguien se comporte de forma modélica cuando está sometido a un nivel tan alto de estrés —insiste Maria.
Soy consciente de que el tiempo pasa y he dejado a Jez solo en la sala de música durante más tiempo del que habría querido. Debo terminar lo que he venido a hacer.
—Lo único que puedo deciros, aunque no sé si viene al caso, es que Helen me pidió que mintiera por ella y declarara que ese viernes fuimos juntas a los baños turcos.
—¿Te pidió que mintieras?
—Sí.
—Así pues, no estuvo en los baños turcos. ¿Te dijo dónde había estado?
Me encojo de hombros. Helen no habría querido que les contara que había estado bebiendo en un pub, de modo que no lo hago.
—Oh, Dios —dice Mick—. Esto pinta cada vez peor.
Me dirige una mirada tan desesperada que siento la urgencia de tranquilizarlo. Pero necesitan encontrar una explicación para la desaparición de Jez y Helen es la sospechosa perfecta. Soy la única que puede ofrecerles el punto final que tanto ansían.
—Estaba obsesionada con que la habilidad de Jez a la guitarra de doce cuerdas iba a darle una ventaja injusta sobre Barney y decidiría su admisión en la escuela de música —digo, metiéndome en el papel—. No dejaba de decirlo, como si no lograra sacárselo de la cabeza. Decía que Jez habría arruinado el futuro de Barney, como si intentara justificar algo.
Noto la mirada persistente de Maria.
—Qué extraño —dice—. Helen no sabía nada sobre la guitarra de doce cuerdas. Era nuestra baza secreta para la entrevista de Jez. Le hice prometer que no lo revelaría.
El cerebro me va a cien por hora. Me he ido de la lengua.
—Puede que Barney se lo contara a Helen —sugiere Mick.
—De ninguna manera —dice Maria poniéndose en pie y clavando en mí sus ojos—. Estoy segura de que no le contó a nadie, y mucho menos a Barney o a Helen, sus planes en lo que a eso se refiere.
—Pues me temo que eso fue lo que dijo.
Maria me atraviesa con la mirada.
—¿De verdad te dijo que Jez había empezado a tocar la guitarra de doce cuerdas? ¿Cuándo?
—No estoy segura.
—Piénsalo. Tengo que saberlo.
La miro fijamente, sin habla, intentando pensar en algo, lo que sea. Procuro por todos los medios conjurar una idea que me saque del atolladero, pero no soy capaz de articular palabra.
Entonces Maria vuelve a hablar.
—Jez comentó que iba a pasar por tu casa por el disco de Tim Buckley, ¿verdad? Perdona que te lo pregunte, Sonia, pero ¿a qué has venido?
—Está preocupada por Helen —dice Mick.
—Mira —declaro cuando por fin logro recuperar la voz—, lo siento mucho. Estoy segura de que Helen terminará apareciendo, pero ahora tengo que marcharme. Como ya le he dicho a Mick, si puedo ayudar en algo, llamadme.
Al llegar de nuevo a la casa del río, subo directamente a ver a Jez. Me siento en su cama. Me levanto de nuevo y paseo por la habitación. Cojo la guitarra de doce cuerdas.
—Sabes tocarla, ¿verdad?
—Apenas he empezado a aprender.
—¿Y era un secreto? ¿Helen no lo sabía?
—Pues… no. Mamá no quería que se lo contara. Le prometí que no lo haría, Sonia. ¿Qué sucede? ¿Vas a dejar que me marche? Me encuentro bastante mejor, podría marcharme ya.
Me acerco a la pared cubierta por la librería, me encaramo a un taburete y miro a través de una de las altas ventanas. Las barcas dejan surcos en el agua. Un velero de madera clara, con la vela mayor desafiando al viento, cruza velozmente el río y veo a Seb: una mano sobre el timón, de pie en la popa, manteniendo perfectamente el equilibrio a pesar del vaivén de la embarcación, inclinado para ajustar el foque. Su camiseta roja y el chaleco salvavidas de color naranja se funden con la vela, que apunta hacia una nube carmesí suspendida en el cielo, sobre nuestras cabezas, y yo lo observo en silencio; tres tonos de rojo que se mezclan y se reflejan sobre la superficie del agua. Los brazos fuertes de Seb y el río, que hacía lo imposible por derrotarlo. Pero nunca podría vencerlo, me dije, jamás.
—¿Sonia?
—A ti también te gusta la vista, ¿verdad? Cuando viniste por primera vez quisiste quedarte. Me lo dijiste.
—No llores, Sonia. Escucha, puedes abrir la puerta y dejar que me marche. No se lo diré a nadie. Diré que necesitaba un tiempo para estar a solas. Deja de llorar, por favor. No te preocupes.
No quiero su compasión. No tenía planeado hacer esto y me enfado conmigo misma.
No lloro por Helen, ni por ningún otro motivo noble. Lloro porque siento que lo estoy perdiendo. La cuerda se me escurre entre las manos y mis brazos están cada vez más débiles. Me agarro con todas mis fuerzas, pero siempre lo hago a las cosas equivocadas.