MARTES
SONIA
Los imponentes muros de la central eléctrica y sus cuatro enormes chimeneas de ladrillo han constituido el ruinoso telón de fondo de mi vida desde que tengo uso de razón. Pero hace años que no entraba. Sigo a Matt y a Alicia a través del vestíbulo de la recepción y juntos penetramos en las oscuras entrañas de la central, al tiempo que admiramos los altos techos. Resulta desconcertante pensar que la mente humana haya sido capaz primero de concebir y luego de construir un edificio de tales dimensiones. La zona en que nos encontramos constituye una descomunal bóveda cubierta de baldosas de cerámica blanca. En comparación, el edificio que alberga la Tate Modern parece diminuto. Subimos por chirriantes y empinadas escaleras y cruzamos plataformas metálicas que oscilan a nuestro paso. Dejamos atrás unas imponentes cisternas negras que son, según nos explica Matt, turbinas gigantescas. Las grúas hacen oscilar sus garras sobre nuestras cabezas.
—Bueno, y ahora tengo que dejaros —dice Matt—. Volveré por vosotras dentro de quince minutos. Si alguien pregunta qué hacéis aquí, llamadme y dejad que sea yo quien dé las explicaciones pertinentes, ¿de acuerdo?
La central eléctrica es como una habitación no explorada de mi cerebro. En los últimos tiempos he descubierto facetas de mí misma que ni siquiera sabía que existieran y que me asustan. La intensidad de la pasión que Jez ha despertado en mí, por ejemplo. En el otro lado del espectro, he alcanzado nuevas cumbres de furia. Entre las paredes de la central eléctrica, esos sentimientos extremos desembocan en espacios aún más amplios. Por primera vez, me dejo arrastrar por la conciencia de haber matado por Jez y paso un minuto envuelta en una bruma eufórica. Dejo que mi desmesurada determinación de aferrarme a él me imbuya de un odio oscuro e intenso hacia Alicia. Tengo que apoyarme un momento en la barandilla y dejar que esa vertiginosa sensación amaine.
Después de la visita Alicia se sienta en lo alto de un tramo de escaleras, desesperada, se abraza las rodillas y frunce el ceño.
—¿Podemos salir un momento a la parte del edificio que se ve desde el camino? —pregunta.
—¿Para qué? Ya la has visto desde el camino.
Alicia se encoge de hombros.
—Debe de haber una buena vista.
Pues sí, seguro que hay una buena vista. Del río, desde luego, pero también de mi casa. Esta niña sabe muchas más cosas de las que dice. Quiere echar un vistazo a la sala de música.
Alicia tiene la vista fija en el suelo de hormigón y contempla la vertiginosa caída que se abre a nuestros pies. No hay rastro de Matt ni de los ingenieros que velan por el buen funcionamiento de los motores. Una niña que cayera desde esta altura podría matarse fácilmente. Entonces yo daría la voz de alarma, los guardas de seguridad llegarían corriendo y me mostraría horrorizada. Caería ante mis propios ojos, puede que en una de las volteretas se golpeara la cabeza contra la escalera metálica y muriera antes incluso de tocar suelo.
Pero entonces me asalta otra imagen.
Los reconocí desde abajo. Un bochornoso día de septiembre. La marea alta había arrastrado una capa de basura hasta las márgenes del río: palos de piruleta, condones, bolsas de patatas, un chupete… Yo volvía a casa desde el colegio. La pesada bolsa llena de libros me golpeaba dolorosamente el muslo, la correa se me clavaba en el hombro. Los niños de la escuela habían estado burlándose otra vez de mí, llamándome monstruo, bicho raro. Y no quería volver a casa porque sabía que mi padre estaría allí.
La sombra de la barandilla proyectaba franjas sobre el camino asfaltado que yo evitaba a conciencia, pues sabía que pisar una significaría perder a Seb. Al llegar a la central eléctrica, bajo la densa sombra del muelle carbonero, levanté la vista y el mundo se oscureció por completo. Sucedía cada vez que veía a Seb y a Jasmine juntos: mi mente se eclipsaba. Aquel día, en aquel momento, estaba tan sola como creía que jamás iba a estarlo.
Me quedé inmóvil, observándolos. Seb me vio antes que ella. Nuestras miradas se cruzaron y algo en mis ojos debió de convencerlo, pues se acercó hasta donde Jasmine estaba sentada, con los pies colgando del muro, y la empujó por la espalda. Su vestido se abrió como un paracaídas amarillo al tiempo que Jasmine se desplomaba con un grito. Cayó de bruces al agua oscura. Seb se tiró de cabeza tras ella, como si fuera a rescatarla. En lugar de hacerlo, la dejó debatiéndose entre la porquería y nadó hasta donde la espuma parda lamía lo alto de las escaleras. Al llegar allí, salió del agua.
—Sonia —dijo.
Yo me acerqué a él. Me cogió de la mano y tiró de mí. El agua me empapó el dobladillo de los vaqueros, pero no me importó. Seb me mordió el cuello y yo lo rodeé con los brazos. Entonces sus labios abandonaron mi cuello y se pegaron con tanta fiereza a los míos que me dolió. Me empujó hasta obligarme a apoyar la cabeza en la piedra de las escaleras, mientras el agua me arremolinaba el pelo, y se movió hasta colocarse encima de mí. Yo cerré los ojos e ignoré el frío y los duros peldaños que se me clavaban en la espalda, y él se acomodó de tal forma que nuestros cuerpos quedaron perfectamente encajados entre la piedra y el agua. En algún momento oímos la voz de Jasmine quien, gimoteando de indignación, nos gritaba desde el camino:
—Pero ¿cómo os atrevéis? ¿Cómo os atrevéis?
Que dijera lo que quisiera: Seb no iba a abandonarme nunca más.
Debieron de pasar horas, porque al anochecer la marea ya se había retirado. Nos echamos en el lodo, donde Seb se dedicó a coger puñados de fango y extendérmelos por todo el cuerpo. Empezó por los pies. El fango estaba caliente como una manta, y fue enfriándose a medida que la marea se retiraba y el aire nocturno empezó a secarlo. Me lo restregó por las piernas y los muslos, y fue subiendo por el tronco hasta llegar al cuello. Yo intenté hacer lo mismo con él, para que pudiera sentir también el tacto del lodo frío recalentándose al secarse sobre la piel, pero no logré dar con el ángulo correcto. Terminé rindiéndome y dejándole hacer lo que quería. Cuando terminó, se levantó y se rio.
—Eres el hombre de Tollund —dijo.
—¿Cómo?
—Un hombre al que encontraron muy bien conservado en la turba tras miles de años. Nunca llegó a pudrirse. Nunca envejeció. Como tú.
Miro a Alicia, que está sentada en la escalera metálica y empieza a hablar.
—La teoría de la policía es que aquella mañana Helen se deshizo de Jez, aún no saben cómo, y que luego mintió al decir que había vuelto a verlo por la tarde. ¡Es horrible, da verdadero miedo! ¡Helen nunca le habría hecho daño a Jez! Pero Maria dice que la policía cree que tenía un móvil, algo relacionado con su historia. La historia entre Maria y Helen, quiero decir. Y yo pienso que el único modo que tengo de demostrar que están todos equivocados es encontrar a Jez. No se me ocurre qué otra cosa puedo hacer. Helen nunca le habría hecho daño, no habría sido capaz, ¿verdad? Sí, ya sé que bebe en exceso y que mintió cuando dijo que había ido a trabajar aquella mañana, pero en realidad es una buena persona, ¿no crees?
La miro durante unos segundos.
—Vete a casa, Alicia. Eres demasiado joven para inmiscuirte en esto, deja que la policía se encargue del asunto.
Me mira, sus enormes ojos verdes brillan y temo que se eche a llorar otra vez.
—Mira, ahí está Matt. Se nos ha acabado el tiempo.
De nuevo en el sendero del río, le digo:
—Concéntrate en el instituto, o lo que sea que hagas. Intenta olvidarte de todo esto, y déjalo en manos de los adultos.
La veo desaparecer cabizbaja por el callejón, por delante de mi casa y hacia la universidad. Mientras la observo, noto que algo se me revuelve dentro del corazón. Y me duele.
No me gusta traicionar a una amiga, pero Helen ya está muerta. Además, ya casi han sacado sus propias conclusiones. Voy por el coche y me dirijo directamente a su casa. Llevo años sin entrar, desde que Kit tenía quince o dieciséis años. Cruzo el caminito de acceso, que aún conserva ese vulgar olor a alheña que tan familiar me resulta, y llamo a la puerta. La abre uno de los hijos de Helen. El muchacho se apoya en el marco, como si no estuviera acostumbrado a sostener su propio peso, que es considerable. El pelo, de color trigueño, le cubre la cara, picada de acné. ¿Por qué algunos chicos pasan directamente de la infancia a la edad adulta? Entiendo perfectamente que Helen tuviera complejo de inferioridad: no hay comparación posible entre su hijo y Jez.
—Hola Barney. ¿O eres Theo?
—Barney.
—Vengo a hablar con tu padre. ¿Está en casa?
—Sí.
Me da la espalda, no me invita a entrar.
—¡Papá! —grita.
Mick sale de la cocina, ojeroso y despeinado.
—Hola Sonia, pasa.
—He oído el mensaje que dejaste anoche. ¿Hay alguna novedad?
Lo sigo hasta la amplia y luminosa cocina, que da al jardín trasero. En el ambiente flota aún un vago aroma a la fragancia de vainilla de Helen y hay una barra del pintalabios Mac que suele usar en la encimera, junto al bol de la fruta y un enorme jarrón con geranios. Había olvidado la pasión de Helen por los ramos de flores.
—¿Te preparo un café? ¿Un té?
—No, gracias. Solo he venido a preguntar cómo están las cosas, no puedo quedarme mucho rato. ¿Has logrado hablar con Helen?
Se acerca a la encimera y coge el móvil.
—Toma, lee.
Es el mensaje que escribí. Finjo leerlo atentamente, con la cabeza gacha.
—A ti ¿qué te parece? Aún no se lo he contado a los chicos.
—Suena bastante… definitivo.
—Parece una nota de suicidio.
—Sí, no quería decirlo.
—Tom también lo cree.
—¿Quién es Tom?
—El agente de enlace familiar. Ya ha avisado a la comisaría, empezarán a buscarla esta misma tarde.
—Oh, Dios, Mick. Lo lamento.
—Me siento tan culpable…
—No, no tienes por qué.
—Ni te imaginas las cosas que han ocurrido en estos últimos días. No tienes ni idea de lo gilipollas que he sido. A menos que… ¿Te ha contado algo Helen?
Frunzo los labios y lo miro. Él asiente con la cabeza.
—Esta casa ha sido una locura desde que Jez desapareció. Estoy destrozado, soy incapaz de pensar. Ya sé que eso no es excusa para comportarme como un imbécil, pero es que todo está patas arriba.
Lleva unos vaqueros a los que no les iría nada mal un cinturón. La camiseta se le enrosca y por debajo asoma una panza lechosa, cubierta de un vello pelirrojo. Me percato de que contrae la musculatura para esconderla.
—Y ¿cómo va la búsqueda de…?
—¿De Jez? Sin novedad. No saben por dónde seguir.
Asiento con la cabeza. Tengo la boca seca. Mick me mira fijamente, como si dudara acerca de la conveniencia de contarme algo más. Está sentado frente a mí, al otro lado de la mesa.
—Alicia, la novia de Jez, encontró una colilla en el río. La chica está convencida de que es de Jez, pero estaba demasiado estropeada para saberlo con certeza. Además, la policía ha estado en todas las casas de esa zona. Pasaron también por la tuya, ¿verdad?
—Sí, hace unos días.
Se levanta, coge el hervidor y lo llena en el fregadero.
—Helen está convencida de que sospechan de ella. La han interrogado varias veces. ¿Te lo contó?
—La última vez que la vi mencionó algo al respecto, sí.
—Es cierto que fue la última persona que vio a Jez. Además, hay otro asunto; aunque no significó nada. Helen tiende a dramatizarlo todo, ya la conoces. Se deja dominar por los sentimientos.
Espero a que siga hablando.
—Estas cosas hay que cortarlas de raíz. La policía hace mucho hincapié en que le molestaba que Jez hubiera solicitado una plaza en la misma escuela que Barney. Es un móvil muy vago, ya lo sé, pero hay también otro misterio sin resolver. La mañana en que Jez desapareció Helen no fue al trabajo, pero mintió a la policía. Ahora dice que estuvo en los baños turcos, pero han estado investigando y parece que tampoco es cierto.
Saca una lata del armario y se queda inmóvil un instante, con una bolsa de té suspendida sobre la taza. Me fijo en que va descalzo y que lleva los calcetines desaparejados.
—Lo suyo con Jez rozaba la obsesión. Creía que Maria, su hermana, había sido mejor madre que ella. Dicho así parece una locura, ya lo sé, pero me temo que… Sonia, disculpa. ¿Te molesta que te cuente todo esto?
—No, no, continúa.
—Desde la desaparición de Jez he estado intentando consolar a Maria, y creo que es posible que Helen imaginara que se trataba de algo más. Eso, desde luego, no habría hecho más que alimentar sus inseguridades. Entonces, anoche, nos sorprendió. No estábamos haciendo nada, pero a ella debió de parecerle lo contrario. Se puso hecha una furia, y los sentimientos se desbordaron. Yo dije cosas que no debería haber dicho, y ahora tengo miedo de que se las tomara demasiado a pecho. Y si realmente la he cagado, si Helen creyó que me había hartado de ella y ha hecho alguna estupidez por mi culpa, no podré soportarlo.
Sigo mirando a Mick y me concentro en no mover ni un solo músculo de la cara.
—La policía opina que la desaparición de Helen puede ser un suicidio o un farol. Espero que sea esto último. ¿Quién soy yo para culparla?
Tengo que hablar, pero no puedo. El miedo anega los ojos de Mick. Con independencia de lo que Helen imaginara que siente por su hermana, es evidente que, en el fondo, quien más le importa a Mick sigue siendo Helen.
Me invade el pánico. ¿Qué le he hecho a Mick? ¿Y a Helen? ¿Qué le he hecho a toda su familia? He venido para incriminar a Helen, pero después de todo esto no puedo, es demasiado cruel. El corazón me late desbocado, tengo que salir de aquí.
—Si hay algo que pueda… llámame, por favor. Estaré encantada de… —Me levanto y me dirijo hacia la puerta—. Helen ha sido muy buena amiga últimamente, me encantó reencontrarme con ella en la ópera y pasar la tarde juntas. Tenía muy buen aspecto. Siempre va tan bien vestida… No conozco a nadie que combine los colores tan bien como ella. Lo siento, Mick, pero ahora tengo que marcharme.
Alargo la mano para coger el pomo de la puerta de la cocina, pero quien la abre desde el otro lado es Helen.