MARTES
SONIA
Cuando vuelvo a mi dormitorio, ya casi ha amanecido. El sueño se apodera de mí al instante. Intento resistirme, pero el cuerpo no me responde. Al final, no tengo más remedio que rendirme.
Lo primero que oigo cuando despierto es el agua, que se derrama por el tejado y las cañerías y borbotea en los desagües del callejón. Me pongo el kimono y me acerco a la ventana. El río está oculto tras una espesa cortina de lluvia. Hay marea baja. Inspecciono las aguas pardas. Las gaviotas se han alineado sobre una de las barcazas. Vuelan hasta esta zona cuando hay tormenta en el mar, más allá de Sheppey y Canvey Island. El río les parece un lugar más seguro.
Diviso algo anaranjado en el agua, cerca de las barcazas amarradas, y me asusto. Es la falda de Helen. Ha salido a flote y ha regresado para acusarme: «¿Cómo has podido hacerme esto? Yo era tu amiga». Cierro los ojos y respiro hondo. Cuando vuelvo a abrirlos, constato que es un barril de aceite de color naranja, como el que Seb y yo utilizamos para construir la balsa. Tengo calor y frío al mismo tiempo. Jez debe de haberme contagiado el virus, creo que tengo fiebre. Por eso el recuerdo que me asalta me parece tan brillante, tan puro. Tan cercano.
La noche en que fui a recoger a Seb remé a través de la lluvia, casi en la oscuridad, con el corazón henchido de ilusión y añoranza. Había cogido el Tamasa, la balsa que habíamos construido juntos, obedeciendo sus instrucciones. Aquella ecléctica colección de ruedas de caucho, latas de aceite, maderos, cuerdas y bolsas de plástico llenas de trozos de poliestireno que habíamos encontrado en la orilla, nuestro sistema de flotación. Había reparado el Tamasa sola, pensando en el día en que volvería a zarpar para ir a su encuentro. Cuando recibí aquella carta, supe que había llegado el momento. Saqué la balsa de su escondite bajo el muelle carbonero. En cuanto Seb regresara a esta parte del río, la botaríamos de nuevo oficialmente. Lo haríamos juntos, con una botella de lo que fuera. De vino, de sidra; nos habíamos vuelto demasiado refinados para utilizar una botella de cerveza.
Partí en cuanto vi que me hacía señales con la linterna desde la isla de los Perros. Tras meses de separación forzosa, volveríamos a estar juntos. La adrenalina corría por mis venas mientras empujaba la balsa aguas adentro. Remé hasta el límite de la sombra del muelle y penetré en la corriente pardusca. En cuanto me vi rodeada por el agua, noté una energía hasta entonces desconocida. ¡Iba a conquistar el río! Había marea alta, podía navegar con facilidad y apenas soplaba viento; reinaba una calma que, ahora lo comprendo, precedía a la tormenta. Empecé a remar hacia la otra orilla. La balsa avanzaba mucho más plácidamente que en anteriores ocasiones, cuando habíamos salido los dos juntos. Estaba tan orgullosa de mí misma que no cabía en mi propia piel, tan orgullosa que no me di cuenta de que el tiempo empeoraba, de que el agua rebasaba la línea verde de la marea en las márgenes del río e inundaba los senderos de ambas orillas.
Me moría de ganas de ver a Seb. Deseaba notar su cuerpo, alto y más fornido que nunca, junto al mío, entre las cajas de pescado y las bolsas llenas de poliestireno. Quería que volviéramos a yacer juntos, mecidos por las olas. Apenas notaríamos el frío que nos salpicaba la cara y nos empapaba la ropa.
La luz se desvanecía. El cielo se llenó de unos nubarrones que hasta entonces habían quedado ocultos tras los edificios. Los últimos rayos de sol formaron un pálido y siniestro halo en el cielo, dejando todo lo demás a oscuras. A mi derecha tenía el embarcadero; la marea creciente ocultaba casi por completo el espacio entre los pilones que lo sustentaban. Sabía que Seb me esperaba. Me estaba observando, preparado para saltar a bordo en cuanto lograra acercar hábilmente la balsa a la costa. Yo ansiaba sus elogios, su admiración tácita por que hubiera acudido a rescatarlo para llevarlo de vuelta a casa.
Más tarde, me preguntaron por qué Seb no decidió volver como lo habría hecho cualquier otra persona: en autobús por el Tower Bridge o caminando a través del túnel subterráneo de la isla de los Perros. Si tenía que cruzar el río, ¿por qué no había cogido una barca? ¿Por qué quería que lo llevara de vuelta a casa en la balsa? En aquella época había muchas menos opciones para cruzar este recodo del río. Aún no existía el tranvía ligero de los Docklands, ni tampoco el metro de North Greenwich. Seb no tenía elección. Eso es lo que contesté, aunque sabía que, si hubiera querido, Seb habría encontrado otro modo de regresar. Habría cruzado el túnel de Blackwall haciendo autoestop, o habría tomado un tren desde el centro de Londres hasta Westcombe Park, o hasta Maze Hill. Pero Seb prefería hacer las cosas de forma original, encajaba mejor con su forma de ser. Siempre andaba en busca de nuevas experiencias. Conociendo a Seb, es posible que hubiera decidido un destino distinto de Greenwich. Quizá quería navegar hasta la Torre de Londres, o bajar hasta Dartford cuando la marea cambiara. La diferencia entre la balsa y un ferry es que con la balsa puedes ir adonde quieras, basta con que sepas interpretar la voluntad del río.
Pero si lo hice, fue también por otro motivo: quería demostrarle a Seb que conocía el río mejor que nadie. Que podía navegar en una balsa de noche y con lluvia, sin ningún problema. Él me había pedido que llevara el Tamasa y no pensaba arredrarme, ni siquiera cuando vi que la tormenta se aproximaba. Mi orgullo acabó con nosotros: creí que la voluntad del río y yo éramos una sola cosa.
Me aparto de la ventana. Me siento aturdida, mareada. Tengo que apoyarme en las paredes para bajar a la cocina. Necesito un té bien cargado de azúcar. El teléfono suena sin parar en la sala de estar. No quiero más intrusos. No quiero tener contacto con nadie que no sea Jez. Tampoco quiero entrar en la sala, pero temo que el hedor del vómito de Helen persista. Abro la puerta y olfateo; solo percibo un leve aroma a humo de leña. Echo un vistazo debajo de las sillas, reviso los cojines. Me apoyo en el sofá para no perder el equilibrio. ¿Dónde estará su cuerpo ahora? Seguro que vuelve. Al igual que el mar, el río siempre devuelve a sus muertos. Puede que no sea hoy. Y si he juzgado correctamente la marea, tampoco será en la cercanía. En la cuenca de Blackwall, tal vez, o más abajo, en Woolwich, o en Tilbury. Mi mente se mece como una barca en un amarradero y regresa a la noche anterior: las piernas de Helen, que se agitaban espasmódicamente mientras apretaba el cojín, el vómito cuajado cuando se lo saqué de la boca. Su minifalda naranja flotando en el agua negra.
Salgo a la calle y no logro resistirme a la tentación de mirar por encima del muro, convencida de que el río me habrá dejado algo. La lluvia ha cesado y la marea está aún bastante baja. Escudriño la orilla buscando el pañuelo color cereza de Helen, unos pendientes granate. Una bota. No hay nada, solo piedras, tubos de arcilla y una urna blanca. Es algo habitual: mucha gente arroja las urnas al río después de esparcir las cenizas. Cenizas de personas que han fallecido de muerte natural y han recibido una despedida apropiada. Me estremezco. Helen no la tuvo. Pero se lo buscó, no debería haber acudido a mí esperando que la ayudara. Además, tengo otros asuntos de los que ocuparme.
Hace bochorno. El río desprende un hedor peculiar. A goma quemada, tal vez. Las olas que levanta una lancha de socorro lamen la orilla. Al cabo de no sé cuánto tiempo decido marcharme. Lo hecho, hecho está. Ya no hay vuelta atrás. Me asaltan mil pensamientos distintos. Tengo que secar el cojín. Pero ¿y el olor? Si no consigo eliminarlo, alguien podría descubrirlo. De vuelta en la cocina, lo saco de la lavadora, compruebo que ya no huele y lo tiendo para que se seque.
A continuación, subo a la sala de música para ver a Jez. Solo por esto, todo lo que he hecho ha valido la pena. Está despierto. Un rayo de luz que se cuela por las altas ventanas le ilumina el vello del brazo, cuya piel bronceada contrasta con el blanco de las almohadas.
Deja que me acerque a él. Lo abrazo. Y cuando apoya la cabeza en mi pecho, imagino que sabe, sin que yo tenga que contárselo, que Helen está muerta.
Tengo que ir a visitar a mi madre, pero luego quiero pasar el día con Jez. Sin embargo, cuando una hora más tarde abro la puerta del patio, encuentro a Alicia sentada en el muro, en el mismo lugar en el que estuvo sentada Helen antes de que la arrojara al río. Si ahora empujara a Alicia caería al agua como hizo Helen, solo que no de bruces, sino de espaldas. Aunque probablemente la chica no moriría; si algo he aprendido es que no toda la gente muere tan fácilmente.
Alicia lleva mitones y una bufanda. Está fumando. Una gruesa línea de lápiz de ojos le recubre los párpados. Se levanta y aplasta el cigarrillo con el zapato.
—Helen ha desaparecido —dice.
La miro de hito en hito.
—¿Qué quieres decir con «desaparecido»? —le pregunto al cabo de un rato.
—Ayer por la noche no volvió a casa. Y envió un mensaje muy extraño.
—¿Extraño? ¿En qué sentido?
—No han querido decírmelo.
Me mira fijamente y percibo el temor en sus ojos, las lágrimas a punto de brotar.
—La policía cree que su desaparición está relacionada con la de Jez.
—Un momento —digo, impresionada por lo racional que puedo llegar a sonar incluso en un momento como este—. Helen no volvió a casa ayer por la noche, pero de ahí a decir que ha desaparecido hay un trecho.
—Mick dice que siempre vuelve a casa, incluso cuando se emborracha. Él cree que debió de asustarse, pero yo me temo que alguien quiera hacernos daño. Primero Jez, ahora Helen… ¿Quién va a ser el siguiente? ¡Tengo miedo!
Su voz, cada vez más aguda, ha adoptado un tono histérico.
—Vamos, cálmate —le digo—. Vayamos por partes. ¿Qué tenía de extraño el mensaje que envió? ¿Dónde cree Mick que puede haber ido? Y ¿por qué cree que Helen puede haberse asustado?
—Mick cree que es posible que se haya suicidado —dice y empieza a sollozar—. Yo no la creo capaz de hacer algo semejante, pero él insiste en que parecía muy tensa desde que Jez desapareció. Y la policía la ha estado atosigando.
—¿Dónde está tu madre? ¿No deberías estar hablando de todo esto con ella?
Alicia traga saliva.
—Mi madre se largó.
—¿Y tu padre?
—Está trabajando.
Me mira un momento, pero enseguida aparta los ojos.
—No sé, pensé que… Helen siempre decía que eras la única persona con la que podía hablar. Aparte de mí. Dice que tú sabes escuchar, que no cotilleas ni tomas partido.
—¿Eso dijo?
Alicia respira hondo y se seca los ojos con el dorso de la mano.
—No creo que la policía se esté tomando muy en serio lo de buscar a Jez. Encontré la colilla y…
—Sí, ya me acuerdo.
—Pero creo que no hacen todo lo que deberían. Sin ir más lejos, no han registrado lugares como esos —dice señalando primero la central eléctrica y luego la central carbonera—. Son el escondite perfecto. Si yo quisiera encerrar a un rehén, buscaría un lugar como esos, a los que nunca va nadie. Están abandonados, ¿verdad?
Alicia piensa igual que lo hacía Seb: sin lógica, pero con la sensación de que lo imposible podría hacerse realidad. Su idea es ridícula, pero eso no significa que no resulte atractiva desde un punto de vista teórico.
—Seguro que tú sabes cómo entrar, pues están muy cerca de tu casa.
Echo un vistazo al oscuro brazo de hierro que en su día servía para descargar el carbón de los barcos. En el punto donde se une al muro blanco de la central eléctrica hay una valla alta coronada con una alambrada. Las ventanas están tapiadas.
—En realidad, el edificio aún está operativo. Y muy bien vigilado, por cierto. Si Jez estuviera ahí dentro, la policía lo sabría.
—¿Cómo estás tan segura?
—Por las cámaras de seguridad, el lugar está infestado.
De pronto, me dirige una mirada agresiva.
Y entonces lo entiendo: ¡todo esto es una farsa! Alicia no es estúpida; al contrario, es el renacuajo entrometido que me pareció ayer por la noche en el pub. A partir de la boquilla, la idea de Jez de pasar por mi casa a buscar el disco y la desaparición de Helen, ha dado con la respuesta al misterio que la policía tanto tarda en resolver. Y ahora quiere acceder a la central eléctrica porque sabe que desde las ventanas de los pisos superiores se ve el interior de mi casa. Empiezan a sudarme las manos.
—¡De acuerdo, de acuerdo! Si tan segura estás de que puede encontrarse ahí dentro, vayamos. Echemos un vistazo.
Será solo un momento, y luego me desharé de ella de una forma u otra.
Sé que Matt se saltará las normas por mí. Cuando paso por allí siempre me entretengo a charlar con él y, además, como suelo estar sola, cree que debo de estar disponible. Lleva años persiguiéndome y no pierde ocasión de tirarme los tejos. Estoy convencida de que va a dejar que le haga una «visita guiada» a Alicia.
Y no me equivoco.
—¿Y qué harás tú por mí si arriesgo mi puesto de trabajo dejándola entrar? —pregunta Matt con un brillo en los ojos—. Yo no hago favores gratis, ¿sabes?
—¿Qué tal si te invito a una pinta la próxima vez que te vea en el Anchor?
—Caray, ¿y nada más? Eres muy dura de pelar, Sonia.
—Vamos, Matt. Es una niña que trabaja en un proyecto escolar sobre edificios peculiares. ¿Te parece que tiene aspecto de terrorista?
—«Nunca juzgues por las apariencias», me enseñaron cuando entré en seguridad.
La verdad es que Matt no le ha prestado la más mínima atención a Alicia. Me mira fijamente a los ojos y continúa:
—Al menos espero una sonrisa tuya. Id a la entrada principal y os llevaré unos cascos. Eso sí, será mejor que no contéis nada a nadie. Como alguien se entere, me habré metido en un buen lío.
Entro en la central eléctrica seguida por la chica cuyos labios han dejado un chupetón marcado en el cuello de Jez. No estoy en absoluto preparada para el efecto que este lugar va a tener en mí.