Capítulo 34

MARTES

SONIA

Suelto el freno de la silla de ruedas. La mano de Helen le cae sobre el pecho y se la cubro con la manta a cuadros. Empujo la silla de ruedas a través del umbral, cruzo el patio y llego hasta el muro. Acerco la oreja a la puerta. Finalmente, se ha hecho el silencio. Abro. Las luces de los pisos del callejón están apagadas. Nos acercamos al muro, al lugar exacto desde donde tiré los móviles al agua.

«¡Ten cuidado, esto se está convirtiendo en un hábito!», susurra una voz aguda y burlona dentro de mi cabeza.

La marea está alta y lame los ladrillos de la pared, un metro más abajo. Las ramas de los árboles forman una maraña sobre mi cabeza y la hiedra cubre el muro de los edificios que tengo a la izquierda. Al menos, estoy protegida por un lado. El otro queda al descubierto, pero el camino está desierto hasta donde me alcanza la vista, la central eléctrica y el muelle carbonero.

Levantar a Helen de la silla de ruedas resulta más difícil de lo que imaginaba. ¿Habré perdido fuerza en los brazos después de sentarla? ¿O acaso su cuerpo, desprovisto ya de alma, ha ganado peso? ¡Los ladrillos! Tendré que sacárselos de los bolsillos. Tengo los dedos paralizados a causa del frío, o tal vez sea por los nervios. Se niegan a obedecer. No puedo deshacer el nudo de la bolsa de plástico. Me froto las manos, en un intento por activar la circulación. Una sirena de la policía aúlla en la calle principal. Manoseo el nudo de la bolsa y aguzo el oído. ¿Eso ha sido una voz? ¿Pasos? Me quedo inmóvil un momento e intento contener la respiración para oír mejor.

Renuncio a deshacerme de los ladrillos y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, levanto el cuerpo de Helen y lo dejo apoyado en el muro. A continuación le paso las piernas por encima, como si fuera una niña a la que estuviera sentando en un columpio, y la empujo con energía. El cuerpo cae al agua, boca abajo, y yo me quedo con la manta a cuadros en las manos. Helen extiende los brazos, como si adoptara la postura de la estrella de mar que Kit aprendió durante sus clases de natación en el colegio. Permanece así durante unos segundos. Los segundos se convierten en minutos.

—¡Húndete! —mascullo—. ¡Húndete de una vez!

La cabeza se hunde bajo las aguas, pero el culo le queda en pompa, como si estuviera buscando algo bajo la superficie. El peso de los ladrillos empieza entonces a surtir efecto, y alrededor de su cuerpo brotan burbujas procedentes no sé muy bien de dónde. ¿De los bolsillos? ¿De la capucha? ¿De los pulmones? La elegante chaqueta azulada se hincha y queda flotando un instante, hasta que el agua la empapa y la tiñe de un tono más oscuro. Al cabo de un segundo, lo único que veo es la falda naranja y la suela de sus preciosas botas que, a juzgar por lo que he aprendido tras años escudriñando los restos que la marea deposita en la orilla, será lo único que sobrevivirá al apetito del río. Lamento haber tenido que tirar toda esa ropa tan bonita.

Pero ¿por qué no desaparece del todo? ¿No se supone que la tendencia del cuerpo humano a hundirse en las profundidades del río sin dejar rastro es precisamente el motivo por el que las patrulleras de la policía tienen tanto trabajo?

Vuelvo al patio y encuentro la azada que recuperé del garaje el otro día. Tengo que inclinarme por encima del muro para empujar el cuerpo de Helen y lograr que se hunda, pero la suela de la bota vuelve a asomar. Le atizo con fuerza con el azadón y se aleja del muro flotando. Finalmente, la corriente la arrastra río arriba. El cuerpo se arremolina y su bota ejecuta una extraña danza en solitario, bajo la luz de la luna.

Después de no sé cuánto tiempo, la suela de la bota desaparece bajo las aguas. Todo parece indicar que la marea ha vuelto a cambiar, pues la corriente la arrastra hacia Blackwall. Resuelvo quedarme un rato más para asegurarme de que no regresa, de que el río no decide hacer algo perverso y traerla de vuelta. Espero cinco, diez minutos.

La luz de la luna proyecta un brillo plateado sobre el agua y se mezcla con la claridad de las farolas que iluminan las márgenes del río. Me inunda una repentina sensación de paz.

No me muevo. Un avión cruza el cielo por encima de mi cabeza. Las luces crepitan en la orilla opuesta del río, el faro en lo alto de la Canada Tower se enciende y se apaga, se enciende y se apaga. Una bandada de cisnes surca el río, inspeccionando las profundidades. Las aves se acurrucan cerca de la margen, como si acabaran de decidir que ese lugar, la última morada de Helen, es justamente el que buscaban para descansar.

Me marcho. Echo un breve vistazo a lo largo del callejón antes de empujar la silla de ruedas hasta la puerta del muro, cruzo el patio y entro en casa. Doblo la manta y la guardo en el armario del vestíbulo. Pliego la silla de ruedas y la meto en el hueco de la escalera. Ya está. Experimento un extraño desaliento, como si acabaran de negarme una merecida ovación.

Sé que no voy a poder conciliar el sueño. Por alguna razón, me asalta el impulso de ir a echar un vistazo a casa de Helen para comprobar si Mick todavía tiene las luces encendidas después de llamarme, para ver si aún espera que Helen vuelva a casa o si ya se ha rendido y se ha ido a dormir.

Vuelvo a salir y avanzo rápidamente por el callejón hasta donde tengo el coche aparcado. La casa de Helen no queda lejos. Conduzco con cautela a través de las calles ahora desiertas, los ojos me escuecen de puro agotamiento. Estaciono en la acera opuesta, frente al parque. Cruzo la calle con paso enérgico y me acerco a la verja. Todas las luces están apagadas. Mick se ha cansado de esperar y se ha acostado. Observo las ventanas oscuras. ¿Cuál corresponde al dormitorio de Helen? Creo que es la de la derecha. Mick estará solo en la cama de matrimonio, pensando que Helen regresará en cualquier momento. Ignora que la mitad del colchón que simboliza su ausencia seguirá así para siempre, y esa constatación me hace sollozar.

Quiero alejarme, pero las piernas se niegan a obedecerme. Oh, Dios mío, Dios mío, ¿qué he hecho? Me apoyo en uno de los fríos pilones de hormigón de la verja y me golpeo la frente varias veces.

Finalmente, logro regresar al coche y vuelvo a casa sin perder un segundo. Al abrir la puerta del muro me tiemblan las manos. Subo a la sala de música, desesperada por estar con él.

Jez duerme tan silenciosamente que, por un instante, me cuesta creer que esté vivo. Se ha dado la vuelta y yace acurrucado en el extremo opuesto de la cama, de modo que puedo tumbarme junto a él sin importunarlo. Me acerco con sigilo y le aparto un mechón de pelo. Poso los labios en el hueco de la nuca. Inspiro y me lleno los pulmones con el intenso aroma de su pelo. Apoyo una mano sobre el marcado montículo de su cadera. Es mío. No pueden arrebatármelo. He matado por él. He llegado hasta aquí y haré lo que sea para retenerlo tal como es ahora, conmigo, para siempre.