Capítulo 33

MADRUGADA DEL MARTES

SONIA

¿Cómo se sabe cuándo ha terminado? Helen abre y cierra los puños, se me agarra a las mangas de la blusa, agita las piernas. Hubiera preferido que esto no sucediera en la sala de estar, pero no he tenido otra opción. Me apoyo en el cojín y le hundo el huevo hasta la campanilla. El fuego que he encendido esta tarde se ha extinguido ya hace rato. Por la chimenea entra una brisa que esparce las cenizas por encima de la alfombra y hace revolotear las cortinas. El reloj de la repisa rechina y da las doce y media. Helen empieza a tener convulsiones. Arcadas. No quiero oírlo, no quiero verlo. Aparto la cabeza hacia un lado y apoyo todo mi peso sobre el cojín. Sus pies, calzados con unas preciosas botas de ante, se desploman finalmente a los lados. Aparto el cojín. Está empapado de vómito. Le tomo el pulso. Es mejor que no piense. El frío de la sala. El olor de los fluidos. Las voces.

La dejo un minuto y me acerco a la ventana que da al río. Aparto la cortina y contemplo la oscuridad. No consigo ver si la marea está alta, y necesito que lo esté para hacer lo que me propongo. No podría bajar la escalinata, húmeda y resbaladiza, cargando el cuerpo de Helen.

Salgo al patio y cruzo la puerta que da al callejón. Tal como sospechaba, el agua cubre la orilla y lame la margen del río, unos dos metros y medio más abajo. Tendré que esperar al menos dos horas, tal vez tres. Quizá tendría que haber pensado en esto antes de utilizar el cojín. Podría haber esperado un poco.

El hedor del vómito de Helen lo impregna todo, tengo la sensación de que me ha empapado el pelo y la ropa. Entro en la cocina para coger un trapo y el espray desinfectante y le limpio el pecho. Me llevo el cojín a la cocina para lavarlo. Aunque, pensándolo mejor, tal vez debería deshacerme de él. Pero ¿dónde lo tiro? Tranquila. Respira. No logro calmarme, tengo demasiadas cosas en las que pensar, cosas sobre las que Helen ha llamado mi atención. Todo lo que la policía forense podría encontrar en casa. Debo prestar más atención a las pistas que dejo.

Decido meter el cojín en la lavadora y pongo en marcha un programa de agua caliente. A continuación, saco la silla de ruedas de mi madre del hueco de las escaleras. En comparación con Jez, Helen es un peso pluma. La levanto a pulso y la siento. Puede esperar ahí un par de horas.

Cojo la chapa que me incrimina y la llevo a la sala de música. A la débil luz que entra a través de las altas ventanas, encuentro la sudadera de Jez a los pies de la cama y vuelvo a prenderla con el alfiler. Jez sigue sumido en un sueño febril y desprende un aroma vagamente infantil con el que me lleno los pulmones, en un intento por librarme del hedor de Helen. Le cojo un mechón de pelo negro, hundo la nariz detrás de su oreja y le acaricio con un dedo la vena azul e hinchada del brazo, hasta llegar a la palma de la mano, abierta y vuelta hacia arriba como si me ofreciera algo delicioso. Le beso las yemas de los dedos, suaves como piel de melocotón. Recorro todo su cuerpo con los ojos. Me estremezco solo de pensar en la dulzura de nuestro reencuentro, cuando podamos volver a estar a solas.

De vuelta en la planta baja, rescato unos guantes de goma del caos del armario que hay bajo el fregadero y los dejo encima de la mesa, listos para cuando suba la marea. En comparación con los de Jez, tan esbeltos y dorados, los dedos sonrosados de los guantes me parecen monstruosamente hinchados. La hora siguiente se me hace interminable. Quiero limpiar la cocina, pero en realidad ya está bastante ordenada. Meto las botellas de vino vacías en el cubo de reciclaje y lavo el vaso de Helen en el fregadero, tres veces, frotándolo con el cepillo antes de meterlo en el lavaplatos. De vez en cuando me asomo al pasillo para asegurarme de que no ha empezado a respirar otra vez. Me entran ganas de envolverla con una manta, aunque sé que ya no puede notar el frío. No me gusta verla ahí desplomada, con su minifalda naranja y sus medias de color cereza, el suéter de cuello ancho del mismo color y el pañuelo naranja que ondea con la brisa que sigue entrando por la chimenea, en una perfecta combinación de tonos. Las medias se le han arrugado a la altura de una de las rodillas, probablemente a causa de la escaramuza en el sofá, y siento la tentación de alisársela. Me disgusta verla así, pero no me ha dejado otra opción. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?

Encuentro la manta con la que esta tarde he envuelto a Jez, a cuadros verdes y blancos, y se la echo por encima. El reloj vuelve a dar la hora.

Regreso a la cocina y me siento con la cabeza entre las manos. Al rato voy a ver qué tal está Helen y me doy cuenta de que esta vez querría que hubiera vuelto a respirar. Le pongo la mano en la barbilla, bajo la nariz. Le palpo la muñeca intentando encontrar el pulso.

Nada.

Suena el teléfono. Son las dos de la madrugada. Nadie llama a las dos. Estoy a punto de descolgar, pero en el último segundo decido no hacerlo y dejo que salte el contestador. Oigo la voz de Mick.

—Sonia, siento molestarte a estas horas, pero Helen se ha marchado y me preguntaba si quizás estaba contigo. Si pudieras llamarme por la mañana… Estoy preocupado por ella.

¿Por qué la gente asume que todos los demás están en mi casa? Si sospechan que ha venido a verme, ¿cuánto tiempo tardarán en acercarse a husmear? Tengo que librarme de ella.

Me acerco a la puerta del muro y aguzo el oído. Oigo voces que se aproximan por el callejón. Hablan con acento extranjero, polaco o ruso. Estudiantes que vuelven a casa tras una noche de juerga. Risas, un grito. Probablemente, uno de ellos se ha encaramado al muro y finge que va a saltar al río. Una termina acostumbrándose a las bromas de los estudiantes, a que repitan las mismas diabluras de siempre como si acabaran de ocurrírseles. El tipo llama a sus amigos, que están a escasos centímetros de mí, al otro lado de la puerta.

—Vamos —mascullo entre dientes—, marchaos ya.

Aunque no creo que haya aún el agua suficiente para arrojar el cuerpo de Helen.

Finalmente, los pasos se alejan y las voces se van apagando. Giro la llave en el cerrojo y franqueo el muro. Como sospechaba, el agua fluye con indiferencia casi dos metros más abajo. ¿Tarda siempre tanto en subir?

Una patrullera de la policía pasa por el río, el agua se agita y las olas estallan con fuerza contra los ladrillos de la margen y se arremolinan alrededor de la cadena que cuelga del muro. El pontón emite un lamento afligido y cruje al paso de la estela de la lancha.

Falta más o menos una hora para que el agua haya subido lo suficiente. ¿Cómo se hunde un cuerpo? Necesito pesos. El lugar más fácil donde encontrarlos sería la orilla, pero ya está cubierta por el agua. Desentierro varios pedazos de ladrillo del patio, que mi madre utilizaba para elevar las jardineras, y los llevo a la sala de estar. Observo a Helen, sentada en la silla de ruedas. ¡No tengo dónde meterlos! Entonces recuerdo que al llegar llevaba una chaqueta. Está en la cocina; es una chaqueta preciosa, de lana, de color verde azulado y con capucha; la llevaba también el otro día, en el Pavilion. Aparto la manta, le paso los brazos por las mangas y meto los ladrillos rotos en los hondos bolsillos de la chaqueta. Pero sigo sin estar convencida de que vaya a hundirse. Para asegurarme, cojo otras dos mitades de ladrillo y las meto en una bolsa de Sainsbury’s. Ato la bolsa a la cadenita que Boden incluye en los cuellos de todas sus prendas con el fin de que, si no tienes una percha, puedas colgarlas de un gancho. Los ladrillos encajan perfectamente dentro de la capucha. Eso me hace pensar en Seb, quien metía latas de cerveza dentro de una red de pescar que luego se ataba con una cuerda para poder arrastrarla y llegar a nado hasta las barcazas.

Me siento liviana, como si hubiera abandonado mi cuerpo. Debo mantener la calma, no puedo ponerme histérica, porque entonces podría cometer algún error. Tengo que pensar de forma lógica.

Me siento a la mesa de la cocina, escuchando el tictac del reloj. Mis dedos encuentran el pendiente en forma de cuerno de Jez que he llevado todo este tiempo en el bolsillo de los pantalones. ¡El pendiente! De pronto todo encaja. Estaba escrito, lo supe desde que Jez vino a mí por primera vez.

Hurgo bajo el abrigo de Helen. Encuentro un bolsillo en la falda y meto el pendiente dentro. Le cojo el móvil. Escribo un mensaje de texto, busco el número de Mick y pulso «Enviar». Entonces me levanto y vuelvo a salir para comprobar el estado de la marea. Tiro el móvil al agua, en el mismo lugar que me deshice del de Jez. Esta vez, el río está de mi lado.