LUNES POR LA NOCHE
SONIA
Al llegar a casa, ordeno la cocina a todo correr y subo a ver a Jez. Cuando me inclino sobre él percibo el calor que emana de su cuerpo. Gime, pero no se despierta. Desprende un olor acre, a levadura y enfermedad. Bajo a buscarle unos comprimidos de paracetamol. Lo zarandeo un poco para despertarlo y lo obligo a tomar dos píldoras con un poco de agua. Luego se deja caer en la cama y vuelve a dormirse al instante. En el colchón queda el espacio justo para mí. Paso una hora, o tal vez dos, echada a su lado.
—¿Qué vamos a hacer, Jez? —susurro.
Me temo que ha perdido aún más peso; al apoyar una mano sobre el hueso de su cadera, noto que le sobresale en exceso. Tiene el cuerpo más huesudo y la cara más delgada que antes; sus marcados pómulos proyectan sombras angulosas bajo la tenue luz de la habitación.
Oigo el susurro intermitente de las olas en la orilla cada vez que una lancha surca el río, observo los intermitentes fogonazos de luz en la pared. Cambio de postura, me tiendo boca arriba y suelto el mechón de pelo de Jez que me había metido en la boca; en ese preciso instante me doy cuenta de que el timbre de la puerta del río está sonando. Me pongo muy tensa, clavo la rodilla entre sus piernas. El timbre suena y suena sin parar; como siga así, Jez va a despertarse y me va a encontrar a su lado. Quizás empiece a gritar y, con el silencio de la noche, lo oigan desde abajo. Abandono la calidez del edredón, cojo las botas y cruzo el cuarto de puntillas. Cierro la puerta con llave, bajo las escaleras y entro en el vestíbulo. Alguien golpea bruscamente la ventana de la sala de estar.
—¡Sonia, Sonia! —grita una voz—. ¡Abre, por favor! ¡No tengo adónde ir!
Camino por el patio hasta la puerta del muro. El olor a ácido del lodo del río resulta embriagador. Debe de haber marea baja. Un viento frío arremolina la basura en el callejón. Me estremezco.
—¿Qué te ocurre, Helen? ¡No grites tanto, haz el favor!
Sujeto la puerta. Está muy alterada y tiene, bajo la difusa luz anaranjada de la farola, el rostro desencajado. Debe de haber estado bebiendo desde que la dejé.
—¡Los he pillado!
—¿Qué?
—Déjame pasar, ¿quieres?
El instinto me dice que, teniendo en cuenta su estado, es mejor acceder. Atravesamos juntas el patio y entramos en la cocina. Hago que se siente en el banco y le sirvo una copa de vino.
—Tenemos que hablar en voz baja, Helen —le digo—. Por los vecinos.
Ella no se extraña, solo apoya la frente en la palma de la mano, suspira y empieza a hablar, primero en voz baja.
—Llego a casa a eso de las diez y media. Todo está en silencio. Subo a ver si Maria se ha acostado, abro la puerta de su dormitorio… y ahí están, juntos. En la cama. ¡Su hijo ha desaparecido y ella se acuesta con mi marido en la cama de Jez! Sírveme otra copa, Sonia. Dios, no sabes cuánto la necesito.
—¿Y qué me dices del agente de enlace familiar?
—¿Cómo? —pregunta, levantando la vista y secándose las lágrimas de la mejilla con furia.
—Me contaste que te parecía un tipo práctico. ¿No dijo que la actitud de Mick era típica dadas las circunstancias? ¿Que no hicieras caso?
—¡Eso digo yo! Y ¿dónde estaba cuando más lo necesitaba? ¡El tío se ha ido a pasar la noche al Clarendon Hotel! Entonces, y que conste que solo lo he dicho porque estaba un poco borracha, le he chillado: «Muy bien. Me largo». Ya sabes que, en ese estado, a veces uno dice cosas que en realidad no siente. Pero Mick, medio desnudo y sentado en la cama de Jez con los calzoncillos Calvin Klein a cuadros escoceses que le regalé las pasadas Navidades y un brazo alrededor de mi hermana, ha respondido: «Por mí perfecto, ya me he hartado de verte borracha». ¡Cuando es obvio que yo no bebería tanto si él no actuara como lo hace últimamente! Y después ha añadido: «La mayor parte del tiempo tus hijos podrían salir y no volver, y tú ni siquiera te darías cuenta. No me extraña que Jez desapareciera debajo de tus propias narices». ¿Cómo se atreve a decirme eso? Desvaría, Sonia. Ha sido horroroso. Una completa difamación.
—Cálmate, Helen —digo—. Estás muy alterada, no puedes dejarte llevar por la histeria.
Jez podría oírla y empezar a gritar. Me siento mal, enferma. Anoche apenas pude pegar ojo y tengo los nervios a flor de piel.
—Estoy histérica —gime Helen—. ¡Tengo ganas de gritar! ¿Qué voy a hacer? ¿Adónde voy a ir? Mick está siendo tan… tan…
—Toma —digo llenándole otra vez la copa.
—Débil. ¿Cómo puede ser tan débil, Sonia? ¿Por qué no me defiende? ¡Soy su esposa, por el amor de Dios! La policía ha estado interrogándome y eso lo ha llevado a pensar que soy culpable; que Maria es la única que merece compasión. —Se araña las mejillas abotargadas—. ¿Y si la cuestión es que siempre ha sentido algo por ella? Dicen que solo las malas relaciones se rompen bajo presión. ¡Quizás era algo que iba a ocurrir de todos modos y he sido demasiado tonta para darme cuenta!
Se reclina en el respaldo del banco. El vino ha desaparecido con dos largos tragos.
—No me queda nada. Mis hijos son unos vagos, mi marido me es infiel, mi sobrino ha desaparecido y puede que esté muerto. ¡Y todos creen que soy culpable!
—Eso no es cierto, Helen. Es imposible que Mick y tu propia hermana piensen eso.
—Pues lo piensan, lo veo en sus ojos. No puedo decirles dónde estuve esa mañana, Sonia, es demasiado humillante. Pero no tiene nada que ver con Jez. Tú me crees, ¿verdad? Sé que debe de parecerte una locura. Mejor que crean que he estado bebiendo a que oculto algo peor. Creo que debería confesar. ¿Tú que opinas? ¿He sido demasiado orgullosa?
Se calla y se revuelve en el banco, con los ojos fijos en algo que ha visto debajo de la mesa. Se agacha y señala un objeto. Sigo su mirada. La chapa de Jez, con la carátula del disco Works in Progress de Tim Buckley —la misma que Alicia llevaba hoy en la camiseta—, está en el suelo. Debe de haberse soltado de la sudadera de Jez cuando se la he remangado esta tarde. Helen abre mucho la boca y me mira. Yo le devuelvo la mirada, paralizada, incapaz de hablar ni de moverme.
—Pero ¿qué…? —dice, mirando primero hacia mí y luego otra vez hacia la chapa—. Es la misma foto que llevaba Alicia en la camiseta, la que Jez y ella encontraron en internet.
Se me seca la boca, mi semblante se petrifica. Dios, que no ate cabos, por favor.
—Vaya si lo es, yo estaba con ellos cuando la imprimieron, el otro día. ¿De dónde ha salido? Tenemos que contárselo a la policía. Es de Jez, estoy segura de que es de Jez. ¿Qué demonios hace esto aquí?
Trago saliva, me muerdo los carrillos e intento pensar en algo que decir.
—Kit. Lo encontró en el camino del río.
Me levanto y me acerco al botellero con la copa vacía de Helen en la mano. Saco otra botella, me apoyo un instante en el fregadero y cierro los ojos. «Cuenta hasta diez —me digo—. Respira hondo». Le doy la espalda. No me siento las manos, pero al final logro utilizar el sacacorchos. ¿Por qué no habré elegido una botella con tapón de rosca? Descorcho la botella y le lleno el vaso de vino. Espero que Helen no note que añado también un chorro de whisky. Y un ansiolítico.
Antes de volverme, intento dominar los nervios. Me siento, le ofrezco la copa y me aparto un mechón de la mejilla.
—¿Y no se lo dijisteis a la policía? —pregunta.
—No se nos ocurrió. ¿Por qué íbamos a hacerlo?
—Tiene la carátula del disco de Tim Buckley.
—¿Tim Buckley? —pregunto yo—. Ni idea.
Se inclina para coger la chapa, pero en el último momento se detiene.
—Sonia, tenemos que meterla en una bolsa de plástico y entregársela a la policía. ¡Es una prueba crucial! No la toques.
—Como ya te he dicho, Kit la recogió porque pensó que a Harry podría gustarle, pero no había oído hablar de… ¿cómo se llamaba?
—Todo esto es muy raro —señala Helen, mirándome mientras coge la copa.
¿Estará atando cabos a pesar de la bruma alcohólica?
—No hay nada raro, Helen —digo bruscamente—. No teníamos ni idea de que pudiera pertenecer a Jez.
—¡Pero piensa un poco! La boquilla que Alicia localizó en el camino del río. ¡Y ahora esto! ¿Dónde lo encontró Kit? Tenemos que contárselo a la policía. ¡Oye, Sonia, estoy hecha un sabueso! Voy a resolver este misterio, siento que estoy muy cerca. Déjame pensar… Ah, ya sé: iba a venir a buscar un disco de Tim Buckley, ¿verdad? ¿Estuvo aquí? ¡Sonia!
—No —mascullo.
—¡No te ofendas! —Me mira por encima de la copa mientras bebe—. ¿Cómo es posible que no sacaras conclusiones, Sonia? Kit encuentra una chapa de Tim Buckley, Jez quería venir a tu casa a buscar un disco de Tim Buckley. Eres mi amiga. Si sabes algo sobre Jez, lo que sea, aquí estoy. Pero tienes que contármelo. Di, ¿sabes algo? ¿Sabes algo o no? ¿Lo viste aquel día? ¿Lo vio Kit?
—No.
—Tenemos que llamar a la policía.
Helen empieza a arrastrar las palabras. Se levanta y se tambalea.
—¿Dónde he dejado el bolso? Necesito el móvil.
—Helen, es más de medianoche —digo con toda la dulzura de que soy capaz—. ¡La policía no nos dará precisamente las gracias si llamamos a estas horas para decirles que hemos encontrado una chapa! Si estás segura de que es de Jez, se lo contaremos mañana.
—Si vino por el camino del río, si estuvo aquí, tienen que saberlo.
Me doy cuenta, aliviada, de que su voz está perdiendo fuerza, de que le cuesta articular las palabras.
—Estás alterada —le digo—. Primero tenemos que ocuparnos de ti. ¿Sabe Mick dónde estás? ¿Lo saben los chicos? —El cerebro me va a cien por hora, acuciado por una sensación de máxima urgencia—. Tus hijos deben de estar destrozados a causa de todo este asunto… ¿Les has dicho que te marchabas?
—Joder, estoy como una cuba. Tengo que echarme. El teléfono. Oh, Dios mío; esta tarde, al llamar, he imaginado que oía la voz de Jez. Pero… eso es una locura, ¿verdad?
—Una completa locura.
Me mira fijamente, los ojos inyectados en sangre y la cara enrojecida por el alcohol. Vislumbro la duda en sus ojos. A pesar del alcohol y de los somníferos, su mente ha empezado a unir las piezas del rompecabezas. Le devuelvo la mirada. ¿Por qué me ha puesto en esta situación? Helen se ha levantado y se apoya en el banco, dispuesta a dirigirse a la sala de estar. No va a abandonar la idea de llamar a la policía.
—Dame el teléfono —dice dejándose caer en el sofá. Hace un esfuerzo por mantener los ojos abiertos—. La policía…
—Deja de preocuparte.
—Es urgente —dice—. No puede esperar.
Se le cierran los párpados y, al cabo de un momento, ya está dormida. Me pongo en pie y la observo. El mundo se está derrumbando a mi alrededor. En cuanto se despierte, lo primero que querrá hacer será llamar a la policía para contarles el descubrimiento de la maldita chapa y hablarles de la voz que creyó oír cuando llamó por teléfono. Helen me ha puesto entre la espada y la pared, no me ha dejado otra opción. Cojo el cojín de plumas del sofá. Lo coloco con cuidado sobre su cara y aprieto. Helen empieza a retorcerse. Si llama a la policía, querrán echar otro vistazo a la sala de música y yo no puedo volver a trasladar a Jez. Está demasiado enfermo.
Presiono el cojín sobre la nariz y la boca con más fuerza. Lo encontrarán en el piso de arriba.
Por el rabillo del ojo, veo el montoncito de artículos de mercería de mi madre. El huevo para zurcir está en lo alto. Lo cojo con una mano, mientras sujeto el cojín con la otra.
Me lo van a quitar.
Empujo el cojín dentro de la boca abierta de Helen con el huevo, mientras con la otra mano mantengo el cojín inmóvil sobre la nariz.
Nos van a hacer pedazos y no estoy preparada. No podría soportarlo.
Cuando vives cerca del río, te familiarizas con las diferentes formas que existen de cruzarlo. No hay ningún puente en este tramo, de modo que las opciones se reducen a pasar por encima o bien por debajo. Cuando eliges un destino, tienes que llegar hasta el final. No hay vuelta atrás. Ni siquiera en el túnel de Blackwall: si te sumerges en sus tóxicas entrañas, debes terminar de cruzarlo. A veces, a medio camino, siento la necesidad de retroceder por temor a pasar bajo la masa negra del río. Pero el tráfico te empuja hacia delante. Tienes que avanzar a través del humo, hasta que vuelves a emerger entre los bloques imponentes de la otra orilla. Pienso en ello mientras me apoyo en la almohada, consciente de que ya no hay vuelta atrás. He elegido mi destino y debo llegar hasta el final.