LUNES POR LA TARDE
SONIA
En otros tiempos, a primera hora de la tarde de un lunes, el Anchor habría estado lleno de humo y abarrotado de hombres vestidos con traje gris cuyas panzas cerveceras toparían unas con otras; sin embargo, ahora está vacío y frío, y huele a productos de limpieza. Tengo la sensación de que, aunque los hombres tienen más o menos las mismas caras de siempre, están algo más delgados. Echo de menos el humo, la atmósfera ilícita que confería a los pubs tras la jornada laboral. La niebla. La sensación de que incluso el más hastiado de nosotros podía escapar de las responsabilidades del trabajo y abrazar la promesa de un mundo más libre. ¿Por qué han prohibido el tabaco? Los pubs se han convertido en lugares pulcros, asépticos.
No veo a Helen en la barra y me pregunto si se habrá sentado en el comedor con vistas al río. Lo que me ha contado sobre Alicia me ha dejado con una sensación extraña, como si hubiera abandonado mi cuerpo. Pero, a veces, ese estado de conciencia alterado me permite pensar más claramente. Utilizaré lo que me cuenten para tomar decisiones prácticas sobre cómo y dónde debo soltar a Jez, y sobre la conveniencia de hacerlo.
Helen tampoco está en el comedor y empiezo a impacientarme. Me pregunto por qué no está en el trabajo. Vuelvo a la barra y pido un whisky doble. No suelo tomar licores, pero tengo la sensación de que hoy voy a necesitarlo.
—¡Estás bebiendo!
Me vuelvo y la miro.
—¡Helen!
—Te presento a Alicia.
Junto a Helen hay una chica delgada, de pelo oscuro, con un aro en la nariz y un hueco entre los incisivos. Aunque es joven, parece hastiada de la vida. A pesar del frío, viste una camiseta de manga corta con la carátula del disco Works in Progress, de Tim Buckley, impresa. La reconozco al instante porque es la misma imagen que Jez lleva en la chapa de la sudadera: se trata del disco que vino a pedirme prestado.
—Esta chica es mi mano derecha y una fuente de consuelo emocional. Aunque está viviendo un infierno, ha demostrado ser un baluarte fantástico. Ya que estás en la barra pídeme un Sauvignon, ¿quieres? Yo invito a la siguiente ronda. Alicia, ¿qué tomarás?
La chica se encoge de hombros.
—Vamos, nadie va a pedirte el carné mientras estés con nosotras —dice Helen.
Yo tengo mis reservas: si mal no recuerdo, la chica tiene quince años, pero aparenta doce.
—No bebo alcohol —responde Alicia.
La chica vuelve a encogerse de hombros con expresión malhumorada.
—Pues tómate un refresco. ¿Un J2O? ¿Un 7Up? ¿Una Coca-cola? Tienes que mantenerte fuerte, ¿verdad, Sonia?
—Desde luego —digo yo.
—Quiero un zumo de pomelo con tónica light y un paquete de patatas con salsa Worcester —dice hoscamente, sin mirarme.
Me gustaría corregir sus malos modos: «si no te importa, quisiera un zumo de pomelo, Sonia», «por favor» y «muchas gracias».
Nos sentamos junto a la ventana. Al otro lado del cristal, el río está picado. A pesar de lo bien que había empezado el día, el tiempo ha empeorado, las nubes han oscurecido el cielo, la luz se ha desvanecido y se ha levantado viento. Afuera todo tiene un aspecto monocromo: el agua enfangada, el cielo encapotado, los edificios parduscos de la otra orilla y las aves marinas grises que planean sobre las olas. La tormenta ha arrastrado la vieja terraza del pub, que flota como perdida en la corriente, un extraño recordatorio de la época en que los clientes del pub pasaban las noches en ella, riendo y bebiendo. El agua turbia bate contra los laterales deslustrados y los postes de la verja, en su día hermosamente tallados, hoy desgastados por la marea.
—Así que supongo que, en las próximas veinticuatro horas, la situación podría dar un vuelco.
—¿Cómo?
—¡No has escuchado ni una sola palabra, Sonia! ¿Por qué estás tan distraída? ¡Llevas una eternidad mirando por la ventana!
Es por la plataforma, por eso estoy tan distraída. ¡El día en que los vi llegar en la balsa yo estaba aquí, en el Anchor! Justo en aquella plataforma, ahí afuera, esperando, esperando a Seb; apoyada en la barandilla, mirando río arriba y esperando a que regresara junto a mí.
Las imágenes cruzan por mi mente como si fueran personajes de Fantasía, caricaturas grotescas de las personas que aquel día estuvieron en la casa del río. Recuerdo la imagen de mi madre, erguida, altiva, con el pelo cardado como un enorme nido y los labios pintados de rosa. La acompañaba una pareja a la que presentó como Joyce y Roger, del coro. Joyce era gruesa y mofletuda; Roger, menudo y enjuto, y entre ambos había…
—Sonia, te presento a Jasmine.
Jasmine, a diferencia de sus padres, estaba perfectamente proporcionada. Jasmine tenía una larga melena del color de la mantequilla y unos ojos almendrados del color de la hierba. Jasmine debía de tener más o menos mi edad pero era más alta, estaba más desarrollada y, en mi recuerdo, tiene los ojos más grandes, las pestañas más largas y la mirada más penetrante de lo que nunca pudo haber sido. Jasmine llevaba una vestido de algodón con unos tirantes estrechos como espaguetis y unos botones en forma de margarita en la parte delantera. Tenía el pelo rizado como la sirena de un cuento, una cabellera que se le enroscaba por todo el cuerpo en largos mechones y desprendía un brillo dorado que casi me cegaba. Me quedé petrificada en el centro de la sala de estar, mirando a nuestros invitados, hasta que mi madre me dijo que dejara de comportarme como una idiota y le ofreciera una bebida a Jasmine.
Cuando oí la voz de Seb en la puerta del muro, corrí hacia él, aliviada. Llevaba los pantalones mojados y manchados de barro, remangados por encima de las rodillas, pues había estado otra vez entreteniéndose con nuestra balsa. El pelo alborotado, los pies descalzos y barro entre los dedos. Venía a buscarme.
—Te necesito, Sonia. Tengo un problema técnico con el Tamasa.
—Tenemos visita, ahora no puedo salir.
—En ese caso, entraré a saludar —dijo.
Sin esperar a que yo accediera, pasó a la sala de estar. Entonces vi cómo Jasmine clavaba en él aquellos ojos verdes.
Y Seb quedó atrapado. Fue incapaz de apartar la mirada, las comisuras de los labios se le curvaron levemente y ya no volvió a fijarse en mí.
—Jasmine —dijo mi madre en un tono de voz que me pareció artificialmente empalagoso—. Te presento a Sebastian.
—Hola —dijo él.
—Hola —contestó Jasmine con una sonrisa.
Mi madre se sentó en el sofá y sirvió el té a los padres de Jasmine, Joyce y Roger, y Roger dijo:
—¿Qué has estado haciendo para terminar tan embarrado, Sebastian?
—Oh, solo estaba entreteniéndome en el río —dijo Seb.
—¿Puedo bajar al río, mamá? —preguntó Jasmine.
—Mientras no se te ocurra hacer ninguna tontería, como intentar zarpar en una barca… —dijo su madre.
—No se preocupe, señora… —empezó a decir Seb.
—Harrison, Sebastian. Señora Harrison —respondió ella dirigiéndole una sonrisa coqueta.
—No se preocupe, señora Harrison. No es una barca, sino una balsa.
—Y es mucho menos segura que una barca —intervine yo—. Ni siquiera hemos conseguido que se mantenga a flote.
Seb me fulminó con la mirada.
—Por eso he venido a buscarte —replicó—, para que me ayudes a equilibrarla.
—Sonia cuidará de Jasmine —dijo mi madre—. No te preocupes, Joyce.
Le dirigí la peor de mis miradas, pero ni siquiera se dio cuenta.
Mi madre siempre había dicho que no tenía tiempo para ocuparse de los hijos de otras personas, o que a papá le molestaba el alboroto. Yo había renunciado a traer amigas a casa y ellas habían dejado de invitarme a las suyas. ¿Qué necesidad tenía mamá de hacer aparecer a Jasmine en escena?
—Marchaos y pasadlo bien. Pero andaos con cuidado, ¿de acuerdo? —dijo.
—Y vuelve antes de que anochezca, Jasmine. Tendremos que marcharnos —señaló el señor Harrison.
—¡Ni hablar! ¡Os quedaréis a cenar! —oí exclamar a mi madre antes de salir de la sala.
Nadie se quedaba nunca a cenar en casa. ¿Qué estaba ocurriendo?
Al llegar al vestíbulo, Seb dijo:
—Ven, Jasmine, sígueme.
Crucé el camino, empecé a bajar por las escaleras y los oí caminar juntos a mis espaldas.
Tardé casi media hora en solucionar los problemas de flotación, sumergida en el agua fría y sucia. Pero me convencí de que aquello me serviría para recuperar el respeto de Seb y para demostrarle a la empalagosa de Jasmine que las chicas no tenían por qué parecer muñecas para atraer y conquistar a chicos como él. Estaba segura de que Seb no se atrevería a invitar a Jasmine a subir al Tamasa después de que yo lo hubiera preparado para navegar. Aun así, Seb sujetó la balsa mientras Jasmine esperaba en la orilla, riendo como un tonto al tiempo que reajustaba las cajas y los barriles de aceite, maldecía y me daba órdenes. Y entonces, cuando estuvimos seguros de que iba a flotar de nuevo, Seb me pidió que subiera a la casa del río por una linterna.
Oí las voces de los adultos en la sala de estar y cogí la linterna sin decirles nada. Quería regresar enseguida para asegurarme de que Seb no zarpaba con Jasmine en mi balsa sin mí.
Sin embargo, al salir de la casa apenas un minuto más tarde, vi cómo Seb la cogía de la mano y la guiaba a través del agua. Ella soltó un grito. Estaba petrificada, pero le encantaba.
De repente, era como si yo no hubiera participado en la construcción ni el bautizo de la balsa en la que a punto estuvimos de ahogarnos, arrastrados por el deseo de Seb de explorar la orilla opuesta del río. Era como si, para Seb, yo hubiera dejado de existir.
—¡No podéis zarpar! ¡Os lo han prohibido! —grité.
Corrí hacia la escalinata y, aunque estaba resbaladiza —había estado lloviendo y la marea aún no había empezado a retirarse—, bajé los peldaños saltando de dos en dos. Los más próximos a la orilla aún brillaban por el agua que los cubría, pero no aminoré la marcha. Resbalé y me llevé un fuerte golpe en el muslo. Ignoré el dolor y el moratón que no iba a tardar en aparecer. Seb había llevado a Jasmine hasta el Tamasa, atado a uno de los pilares del muelle carbonero, y ya estaba subiendo a bordo. Ella había dejado sus hermosas sandalias de suela de esparto sobre el barro, cerca de la margen del río, y se había remangado la falda del vestido para dejar a la vista unos muslos largos y bronceados. Seb volvió a la orilla, me quitó la linterna de las manos y regresó a la balsa. Subió a bordo del Tamasa, junto a Jasmine, y desató la cuerda que lo sujetaba al muelle. Vi cómo la corriente los arrastraba río arriba.
—Hasta luego, Sonia —gritó Seb—. Espéranos en el pub. Mark va a estar allí. ¡Pídenos algo de beber para cuando volvamos!
—¡No querrán servirme! —lloriqueé, mientras el viento se llevaba mi patético lamento.
¿Qué iba a hacer? No podía permitir que desaparecieran durante toda la tarde. Me había propuesto no perderlos de vista, de modo que fui directamente al pub, donde sabía que dispondría de una mejor perspectiva de su travesía. Mark estaba en el bar. Se ofreció a invitarme y yo pedí una Coca-cola. A Mark siempre le servían en los bares, pues en aquella época nunca te pedían el carné. Tomamos las bebidas sentados en la plataforma de madera. Mark empezó a hacer el tonto; me rodeó con el brazo para alcanzar las patatas fritas cuando no tenía necesidad de hacerlo, y luego me metió un cubito de hielo dentro de la blusa. Después de verme besar a Seb debió de pensar que tenía posibilidades, pero yo nunca había deseado besar a nadie más. Me había jurado que nunca lo haría, que Seb sería el único.
Aquella hora se me hizo eterna. Mark se pasó el rato contando chistes sin gracia mientras intentaba manosearme, y cada vez que se reía me escupía en la cara; sin embargo, todos mis sentidos se concentraban en ver u oír llegar el Tamasa.
—¿Dónde se han metido? —le pregunté finalmente a Mark—. La balsa no es segura. Y lo sé mejor que nadie, porque ayudé a Seb a construirla. El sistema de flotación es de lo más elemental, es una embarcación muy inestable.
—Tal vez los haya aplastado un crucero de recreo —bromeó Mark—, y sus cuerpos mutilados aparezcan flotando en el río.
Ignoré el comentario y le pedí que me trajera otra bebida.
—¿Son ellos? —preguntó Mark al regresar.
Se inclinó por encima de la barandilla de la plataforma. Sí, ahí estaba el débil rayo de luz de la linterna atada al Tamasa. La balsa se acercaba hacia nosotros balanceándose sobre las olas. ¡Y a bordo iba una sola persona! Agucé la vista. Sí, Seb volvía solo. El corazón me dio un brinco. ¡Se había librado de Jasmine, la había arrojado por la borda, la había abandonado en la isla de los Perros! Le había atado un peso a la cintura y la había empujado a las profundidades. Jasmine yacía en el fondo del Támesis, su cabellera color mantequilla flotando como las algas. Su figura abotargada aparecería al cabo de unos días en Dartmouth, o en Tilbury, entre las plantas de automóviles. Verde y descompuesta.
La balsa se acercó empujada por la marea, cada vez más alta. Seb no remaba, sino que estaba echado en la proa. Bajé corriendo a la orilla para ayudarlo; había perdonado su falta de consideración en cuanto descubrí que estaba solo.
Pero Jasmine no yacía en el fondo del río ni estaba atrapada en la isla de los Perros: ocupaba mi lugar bajo el cuerpo de Seb, y lo abrazaba. No parecía oponer resistencia. El vaivén de las olas los acercó más y más, y cuando ya fue imposible poner en duda aquella imagen, todo mi mundo se volvió de color negro.
—Bueno —dice Helen—. Alicia, cuéntale a Sonia qué has encontrado.
Alicia me mira y caigo en la cuenta de que, como Jasmine, sus ojos son de un verde fascinante. Mete lentamente la mano en un bolso que lleva colgado en bandolera y hurga durante un buen rato. Entonces saca un objeto pequeño y me lo tiende para que lo vea. Durante unos segundos que me parecen eternos ignoro por completo qué estoy mirando. Sostiene un pedazo de cartón diminuto, curvado e irregular sobre la palma.
—¿Qué es eso?
—¡Adivina! —exclama Helen, excitada.
—Me temo que no tengo la más mínima idea —digo.
—Explícaselo tú, Alicia. Es tu historia.
Alicia se encoge de hombros y mira a Helen.
—Es que no sé qué se supone que tengo que explicarle —dice.
Helen, quien nunca desaprovecharía una ocasión de meter baza, toma las riendas de la conversación.
—Alicia encontró una colilla en el callejón que hay cerca de tu casa, Sonia. Y la boquilla, este pedacito de cartón que ves, está hecha con la entrada de un concierto al que habían acudido la semana anterior. ¿Cómo se llamaba el grupo, Alicia? Bueno, da igual, eso no viene a cuento, disculpa. El caso es que Alicia está convencida de que es de Jez. La noche anterior a su desaparición habían estado liándose un canuto, pero no llegaron a fumárselo porque yo aparecí por casa. Como si no supiera que todos fuman hierba… En fin, Alicia cree que ese viernes por la tarde Jez debió de fumárselo en el camino. Sospecha que tiene que estar en algún lugar, cerca de allí, retenido en contra de su voluntad. Debieron de secuestrarlo aquel día, mientras se dirigía al túnel subterráneo; se había citado con ella, pero nunca llegó. Le he contado a Alicia que Jez quería pasar por tu casa a recoger un disco, y para eso tenía que tomar el camino del río. Alicia quiere asegurarse de que no lo viste.
El mundo se ralentiza y siento que está a punto de detenerse. Cuando hablo, mis palabras suenan como un antiguo vinilo de 45 revoluciones reproducido a una velocidad de 33.
—¿Y cómo sabes que la boquilla es suya?
—Porque es un trozo de entrada. Fuimos juntos al concierto y luego, en fin, utilizamos el cartón para hacer boquillas —dice Alicia.
Cuando vuelve a hablar, le tiembla la voz.
—Jez no habría ido a ninguna parte sin su guitarra, le conozco demasiado bien. Me lo cuenta todo.
¿Que Jez se lo cuenta todo? No le contó que quería quedarse en mi casa, ¿verdad? Y aun así se dedica a fisgonear por la orilla del río, a informar a la policía acerca de la personalidad de Jez: «se habría llevado su guitarra, jamás habría desaparecido sin decírmelo». Cree que lo conoce mejor que nadie, pero no lo conoce mejor que yo.
—La policía va a tomarse esta teoría en serio, Sonia. Aún no les hemos dicho nada porque queríamos reunir más pruebas, pruebas de que lo secuestraron cuando se dirigía a tu casa. Parece que Alicia ha encontrado su vocación: ¡futura detective de la Policía Metropolitana de Londres Sur!
Puede que sea porque no estoy acostumbrada a beber whisky a estas horas del día, pero de pronto siento unas absurdas ganas de reírme. Me viene a la mente la imagen de un personaje de una novela de Enid Blyton, uno de los malos de la historia que se refería a aquellos chicos que jugaban a ser detectives como «esos renacuajos entrometidos». Me entran ganas de espetarle a Alicia que se ocupe de sus propios asuntos, que no es más que un renacuajo entrometido.
—Hemos pensado que quizá tú podrías ayudarnos —sigue diciendo Helen—. Puesto que vives junto al río, nos preguntábamos si quizás habrías visto a Jez sin reconocerlo. Tuvo que pasar cerca de tu casa ese viernes. Por favor, Sonia, trata de recordarlo. ¿Viste a un adolescente? Es urgente. Cuanto más tiempo transcurre desde la desaparición de una persona, más se reducen las posibilidades de encontrarla con vida. Jez podría correr un grave peligro —se lamenta Helen con un temblor en el labio inferior.
Vuelvo a mirar hacia el río. Jasmine y Seb se acercan balanceándose sobre las olas. Un rayo de luz los ilumina cuando finalmente alcanzan la orilla, como si el sol conspirara también para restregarme su relación por las narices.
—¿Sonia?
—Sí —respondo—. La policía estuvo en mi casa. Me preguntaron por el disco que quería tomar prestado. Les dije que no lo había hecho.
—¿Que no había hecho qué?
—Venir por el disco. Y tampoco lo vi. Me preguntaron lo mismo que tú, y les dije que no había visto a nadie.
Las miro fijamente. Están tensas. Pálidas, petrificadas. Y, ahora que he contestado a su pregunta, abatidas.
—Lo siento —me disculpo—. Lamento no poder seros de más ayuda.
Observo que Helen tampoco debe de dormir demasiado; tiene un aspecto horrible.
—¿Cómo van las cosas con Mick? —pregunto por fin.
—Bueno, ha habido algunas… novedades —dice, bajando la voz—. Ya sabes, lo que te conté el otro día: las palmaditas en el estómago y los fideos udon.
Entonces Alicia se mete los dedos hasta la garganta, tal como Helen me había contado que hace, y finge una arcada. La miro con frialdad y me vuelvo hacia Helen. Alicia se encoge de hombros y se levanta.
—De todos modos, yo ya me iba —dice.
Coge el bolso y se marcha arrastrándolo por el suelo, se vuelve un momento y se despide de Helen con la mano. Sale del pub sin darme las gracias por la bebida ni decirme adiós.
Suspiro y miro a Helen.
—La última vez que hablamos la cosa sonaba…
—Es horrible —dice Helen ahora que Alicia se ha marchado—. La situación ha empeorado tanto que he tenido que solicitar una baja médica por estrés. Me han concedido dos semanas. El agente de enlace familiar me sugirió que la pidiera.
—¿El agente de enlace familiar?
—Sí, nos han asignado un agente de enlace familiar para que nos acompañe durante el proceso. Su tarea consiste en observar las dinámicas domésticas. Le expliqué la situación, pues creo que de otro modo no se habría dado cuenta. Tenía que hablar con alguien. Me comentó que hay personas que suelen reaccionar como lo ha hecho Mick, intentando convertirse en el «salvador» del allegado más próximo a la víctima. Me ha recomendado que no lo atosigue, pero ver a Mick desviviéndose por mi hermana me resulta inaguantable, Sonia.
—¿Has hablado con ella?
—Lo he intentado, pero aún me culpa por no haber cuidado de su hijo como debía.
—Debe de ser muy duro para ti —digo—, pero el agente de enlace parece un tipo perspicaz. Procura resistir.
—Sonia, tú podrías ayudarme, de verdad —dice Helen—. Ya sé que no quieres encubrirme y lo entiendo. Pero podrías preguntar por los alrededores, averiguar si alguien vio a Jez esa tarde. Sal a pasear por la orilla del río y busca pistas. No quería decirlo delante de Alicia, pero temo que se trate de algo peor de lo que imaginé en un principio y que haya podido pasarle algo horrible.
—¿Y la policía? ¿No lo está investigando? —pregunto.
—Sí, sí, eso dijeron. Quieren volver a interrogar a todo el mundo, pero tengo la sensación de que actúan con cierto secretismo —dice Helen, mirándome extrañada—. Perdona, Sonia, ¿eso te preocupa?
—¿Si me preocupa? ¿Por qué iba a preocuparme?
—Pareces alarmada. Los interrogatorios son una experiencia muy desagradable; sé de qué hablo, pues en estas dos últimas semanas he tenido que pasar también por ello. El temor de que no crean que soy inocente persiste, y lo sigo teniendo.
—No me preocupa lo más mínimo —digo—. Claro que, por otro lado, no debemos olvidar la cantidad de errores que ha cometido la policía a lo largo de los años.
—Estoy de acuerdo contigo —dice Helen—. Durante unos días, estuve convencida de que iban a detenerme dijera lo que dijera. Imaginaba que me condenaban por el asesinato de Jez y que tenía que pasar el resto de mi vida en la cárcel. Pero tengo que reconocer que los investigadores parecen bastante perspicaces. De hecho, han logrado que cambie mi opinión sobre la policía. No sé si en la actualidad reciben algún tipo de formación en psicología.
Me levanto.
—Pero no les has contado dónde estuviste el viernes por la mañana, ¿verdad?
—No puedo, Sonia.
—Haré todo lo posible —digo—. Ahora tengo que marcharme.
—¿No te quedas a tomar una más? —pregunta Helen mientras me dirijo hacia la puerta.
Niego con la cabeza y la veo acercarse a la barra para pedir otra copa de vino.