LUNES
SONIA
Es una tarde casi perfecta. Jez se sienta a la mesa, con las manos atadas tras el respaldo de la silla, mientras yo cocino. Lo abrigo con la manta verde y blanca para que no se destemple. Vuelvo a llenar la bolsa de agua caliente y se la dejo sobre el regazo, bajo la manta. Pongo un CD de Jeff Buckley y escuchamos «Hallelujah».
Le preparo un ponche: whisky con limón, miel y agua caliente. Para evitar riesgos innecesarios le doy un vaso de plástico en lugar de uno de cristal, aunque apenas puede sujetarlo y tengo que acercárselo a la boca para que beba. No creo que vaya a hacer nada impulsivo. Algo ha cambiado entre nosotros; ha entendido por fin que estoy cuidando de él para que sane, que no quiero que le ocurra nada malo.
Enharino trocitos de pollo para preparar un estofado que compartiremos si, más tarde, tiene hambre. Corto cebolla, la sofrío en aceite de oliva y le añado beicon. Miro a Jez mientras cocino. Supongo que esperaba que se mostrara como aquel primer día, relajado, dando pataditas a la pata de la mesa, y por eso me desconcierta ver las lágrimas que le surcan silenciosamente las mejillas y caen en el vaso de plástico. Moquea, con largas candelas que le cuelgan hasta el labio superior. Entonces se percata de que lo estoy mirando y empieza a sollozar.
—Oh, Jez —digo, acercándome a él.
Le sueno la nariz, le limpio la cara con una manopla y le doy un vaso de agua.
—Mira, Jez, has estado muy enfermo, pero ahora ya estás mejor. No llores, por favor. Yo estoy aquí para cuidarte, para que todo salga bien.
Poco a poco deja de sollozar, respira hondo y me dirige una mirada débil, avergonzada.
—Lo siento —dice—. Es que no me encuentro nada bien…
En la cocina hace cada vez más calor. Jez empieza a retorcerse y dice que está sudando. Aparta la manta que le he echado sobre los hombros y me pide que le quite la sudadera. No es fácil, sobre todo porque tiene las manos atadas, de modo que le digo que le subiré las mangas. Le doblo los puños al tiempo que me fijo en sus brazos. Sus muñecas anchas, de huesos prominentes; un rayo de luz que ilumina el valle entre el radio y el cúbito. Una fina capa de sudor le perla la frente y tiene el pliegue del codo empapado.
—¿No me la puedes sacar y ya está? Tengo muchísimo calor, estoy ardiendo.
Me encantaría desatarle las muñecas para poder sacarle la sudadera pero, por débil que esté y por obediente que se muestre, no me atrevo a arriesgarme. Cuando le he subido las mangas, vuelvo a remover la salsa y añado pimienta molida.
—¿Estás bien así, Jez?
—Sí, mucho mejor —dice—. ¿Qué hay en esos tarros? —pregunta tras un largo silencio.
Sigo su mirada.
—Mermelada —digo.
—Es lo que estabas preparando el día que llegué.
—Sí. Las preparo cada mes de febrero, como hacía mi madre. Es una tradición. El olor de la mermelada me encanta, aunque también me entristece.
—Algunos de mis recuerdos también me resultan tristes. No porque evoquen vivencias dolorosas, sino porque pertenecen a una época que ya no existe y a la que no se puede regresar.
Me vuelvo para mirarlo. Habla otra vez como el primer día, señal de que tal vez lleguemos a alguna parte.
—¿Cuál es tu recuerdo más antiguo?
Reflexiona un momento y estudio su cara mientras lo hace. Está más delgado, sin duda, pero hay algo más, un atisbo de recelo que antes no estaba ahí. Sus ojos se mueven de un lado a otro, como si no quisiera perderse ningún detalle, como si no pudiera dejar de mantenerse alerta ni un segundo. No me gusta, quiero que se relaje.
—Los cisnes en el río. Creo que mi padre me sacaba a pasear en la sillita e íbamos a echarles pan a los cisnes. Me contó que pertenecían a la reina. ¿Es verdad?
—Solo los cisnes mudos y sin marcas. Y solo los que viven en el Támesis y sus afluentes.
—También recuerdo el olor a pastilla de caldo de la brisa. Aún hoy, cuando alguien prepara un caldo, me sigue viniendo a la mente. Me acuerdo del río, de cómo era antes de que todo cambiara.
—En realidad no huele a pastilla de caldo, sino a la levadura de la fábrica de cerveza. Pero sí, ese es también uno de mis primeros recuerdos. Hay gente que se queja del olor, pero a mí me gusta. Y los cisnes también siguen estando. A veces desaparecen, pero siempre regresan.
—Sí, pero las cosas ya no son como antes. Mamá y papá nunca volverán a estar juntos. Yo nunca volveré a ser aquel niño. Algunas cosas han desaparecido para siempre —dice, y los ojos se le vuelven a inundar de lágrimas.
—Eso no es verdad, Jez.
Dejo el cuchillo y me inclino por encima de la mesa, mirándolo a los ojos.
—Yo solía pensar lo mismo, pero he dejado de hacerlo. Las cosas no desaparecen, el pasado no está perdido. Aunque nos lo parezca, el tiempo no es lineal, tiene bucles y espirales, y nos engaña constantemente. Es algo que he descubierto hace poco. Ojalá lo hubiera sabido antes.
Rodeo la mesa y me coloco a su lado. Me inclino hacia él y contemplo su cara preciosa, pálida; sus ojos, aún ojerosos a causa de la enfermedad, han empezado ya a recuperar el brillo de siempre. Entonces, vertiendo toda la pasión que siento en mis palabras, le susurro:
—Tú acudiste a mí. Llegaste justo cuando necesitaba saber que el pasado no estaba perdido. Me ofreciste una segunda oportunidad, me enseñaste que nunca más voy a tener que experimentar otra vez esa clase de pérdida.
No responde, se limita a devolverme la mirada. Por un instante, parece ahondar hasta el fondo de mi alma. Somos uno.
Mientras la luz exterior se desvanece y yo vuelvo a concentrarme en el guiso, una apacible calma invade la cocina. Jez y yo nos hacemos compañía en silencio. No tenemos necesidad de hablar.
Más tarde, aunque no sé cuánto más tarde, porque el tiempo ha empezado otra vez a hacer de las suyas y el día se me ha escurrido entre los dedos en cuestión de segundos, Jez dice:
—Me siento fatal otra vez. Tengo que echarme.
—Ven. Encenderé la chimenea para que puedas descansar en el sofá.
Le bajo las mangas de la sudadera, lo envuelvo en la manta y lo acompaño a la sala de estar. Jez se echa en el sofá mientras yo empiezo a preparar la leña en el hogar. La sala no evoca los malos recuerdos que suele traerme a la mente, como si la presencia de Jez hubiera borrado los aspectos del pasado que tanto me han obsesionado. Pero algo, tal vez sus pies colgando del borde del sofá, o la conciencia de su cuerpo inerte y tendido boca arriba, vuelve a encenderlo todo. No solo el sentimiento, sino también los pequeños detalles, la imagen que atisbo por el rabillo del ojo y que se escabulle cada vez que intento enfocarla.
Todo está iluminado cuando acerco la cerilla a la leña de la chimenea, y se hace más brillante aún en cuanto la llama prende.
Un día de principios de primavera, la luz del cielo cada vez más débil. Abrí la puerta. En el centro de la sala había una mesa, o algo parecido. Las velas proyectaban unas enormes sombras en las paredes. Adultos vestidos de negro, con la cabeza gacha. Supe qué había encima de la mesa sin necesidad de que se apartaran. Entreví la reluciente caja de madera con asas de latón, pero fui incapaz de acercarme. Nadie me pidió que lo hiciera, nadie me habló. Me quedé sola ante la puerta, esperando algo, un gesto, una palabra. Nadie se volvió a mirarme. Con el olor bastaba. No habían encendido la chimenea. La sala estaba más fría que el agua del río.
El teléfono empieza a sonar. Está en la mesita, junto al sofá donde Jez yace medio dormido. O al menos, donde yo le creía medio dormido. Al oír el timbre se incorpora de repente y me pregunto si solo estaba fingiendo. Yo me encuentro en el otro extremo de la sala. Tardo unos segundos en salir de mi ensimismamiento y percatarme de que Jez está descolgando el teléfono con la barbilla y que grita al auricular:
—¡Soy yo, Jez!
Cruzo la sala y pulso el botón de silencio antes de que termine de pronunciar las tres palabras que podrían apartarlo de mi lado para siempre.
—¿Cómo te atreves?
—¿Qué?
Se aparta de mí y se encoge en un rincón del sofá.
—¡Jez! ¿Dejo que bajes y me haces esto?
—No lo entiendo. ¿Qué he hecho?
—Querías abandonarme.
—¡No! He descolgado sin pensar.
Respiro hondo y doy una vuelta por la sala, pasándome la mano por el pelo. No quiero que la situación se vuelva desagradable. Suspiro, me siento junto a él en el sofá y le pongo una mano sobre la rodilla.
—De acuerdo, por esta vez haré la vista gorda, pero ya es hora de que regreses a la sala de música. No puedes quedarte más tiempo aquí. Vamos, arriba.
Abandona la sala delante de mí. Estoy temblando, sorprendida de que aún me tema. Ya sea porque aún está débil o porque siente haberme disgustado, lo cierto es que parece compungido. Lleva las manos atadas a la espalda y avanza con la cabeza gacha, sin osar retarme mientras subimos por las escaleras.
Después de encerrarlo, corro al contestador para escuchar el mensaje. Tengo que comprobar si quienquiera que llamaba ha llegado a oír la voz de Jez.
Es Helen.
—Sonia, no te lo vas a creer…
Descuelgo el teléfono y la llamo. Contesta de inmediato.
—¿Puedo ir a tu casa? —pregunta.
Durante unos segundos, soy incapaz de responder. ¿Habrá oído la voz de Jez? ¿Me estará tendiendo una trampa?
—¿Sonia? ¿Estás ahí? ¿Me oyes?
—Sí, perdona. Hola.
—Tengo que hablar contigo. ¿Puedo ir a tu casa?
—No —le espeto con brusquedad. Vuelvo a intentarlo, ahora más suavemente—. Lo siento, Helen, pero no es un buen momento.
—Por favor, Sonia. Me siento tan sola…
Parece sincera. Reconocer la falsedad en un tono de voz forma parte de mi trabajo, y estoy bastante segura de que no es el caso. Claro que podría venir. Podría decirle lo mismo que a Simon: que no puede entrar en la sala de música porque estamos cambiando el parqué. Pero Helen no se marcharía nunca. Con Simon y el resto de mis clientes es distinto, pues pagan por el tiempo que pasan conmigo; sin embargo, Helen podría alargarse horas charlando, no tiene ninguna prisa, no la esperan en ninguna parte. Además, la manta sigue en la cocina, lo mismo que el vaso de plástico en el que le he servido el ponche. Y el estofado que he preparado para cenar sigue en el horno, intacto.
—¿Qué sucede? ¿Tienes clientes, Sonia? ¿Cuándo puedo verte? Necesito hablar contigo.
—Lo siento Helen, pero…
Entonces dice algo que me hace cambiar de opinión.
—Alicia también quiere conocerte. Es la novia de Jez. Tiene información sobre Jez, creo que está a punto de descubrir lo que le ha ocurrido.
—¿Y qué relación tiene eso conmigo? ¿Por qué quiere conocerme?
—Siento mucho tener que molestarte, pero las dos creemos que puedes ayudarnos. No te enfades, por favor.
—No estoy enfadada, Helen, solo te he preguntado por qué quiere conocerme. ¿Qué pinto yo en todo esto?
—Sí lo estás, estás irritable. Lo siento. Sé que todo este asunto es un engorro para ti, pero hemos encontrado algo que pertenece a Jez cerca de tu casa y Alicia está convencida de que el día en que desapareció lo viste pero no te diste cuenta. Tiene que hablar urgentemente contigo, Sonia. Y yo también.
Respiro hondo. ¿De verdad le he parecido enfadada? Por lo general soy capaz de controlar el tono de voz.
—¿Dónde queréis quedar? —pregunto—. Dispongo de una hora, pero no podéis venir aquí. Espero visitas.
—¿El Anchor? Está cerca de tu casa, y así no te haremos perder tiempo. Podríamos estar allí en diez minutos. ¿Qué me dices?
—Sí, de acuerdo. Por mí, cuanto antes mejor —asiento—. Hasta luego.