Capítulo 29

LUNES

SONIA

Cuando despierto a la mañana siguiente, tras quedarme dormida en la silla, la sala de música amanece bañada por la luz dorada del sol. Descubro que Jez ya respira mejor. Aún está profundamente dormido, pero tiene las mejillas algo más sonrosadas. De momento, al menos, su situación parece estable. Voy al piso de abajo.

A las diez en punto, Simon se presenta para recibir su clase de entrenamiento vocal. Me coge la mano y me entrega un paquetito envuelto en film transparente.

—La hierba de tu madre, cariño. Marihuana medicinal, tal como me pediste.

Beso el aire junto a su mejilla.

—Ay, mi camello madurito…

—Tranquila, pequeña. Puedes descontármelo de la factura.

Es lunes. He tenido que reiniciar mis clases de entrenamiento vocal. No puedo quedarme fuera de circulación durante mucho tiempo, pues la gente empezará a hacer preguntas.

—Hoy vamos a dar la clase aquí —le digo—, en la cocina.

—Creía que preferías la sala de música.

—Está en obras; han levantado el parqué y no es seguro.

La excusa se me ocurrió el sábado, mientras los operarios instalaban los barrotes de las ventanas.

—Si tienes que ir al baño, utiliza el de la planta baja. Siéntate, te preparo un café.

—¿Estás completamente recuperada, cariño? ¡Nos preocupaba que hubieras contraído la gripe porcina! La verdad es que pareces algo cansada, aunque estás más guapa que nunca. ¡Has adelgazado!

—Un poco, tal vez.

—No te hacía ninguna falta, desde luego. Pero la gripe te marca la mandíbula, algo que a los maduritos no nos viene nada mal.

—¡Simon!

—A mi edad hay que velar por el aspecto, ya no es algo que puedas dar por sentado —asegura Simon, que critica el paso del tiempo como si se tratara de una afrenta personal—. ¡Tengo cincuenta y cinco años, Sonia! ¡Menuda farsa! ¿Cómo es posible que yo, Simon Swavesy, tenga cincuenta y cinco años? ¿Los aparento? ¿Los llevo escritos en la cara?

—Estás exactamente igual que la última vez que te vi.

—Pero ¡mira qué carrillos! Y estoy convencido de que me está saliendo papada.

—Pues los ejercicios vocales te ayudarán con eso —le digo, sirviéndole el café—. Manos a la obra.

El sol entra por la ventana e ilumina la repisa, lo que confiere a la cocina un desacostumbrado resplandor. Algunos objetos cobran mayor relevancia: las tazas que cuelgan de la estantería del aparador, las naranjas del frutero… Echo un vistazo a la hilera de botes de mermelada, a los que la luz del sol envuelve en un halo ambarino. Me siento vagamente ajena a todo, quizá porque he pasado la mayor parte de la noche en vela.

—¿Qué tal va el negocio? —pregunta Simon—. ¿Te está afectando la crisis? Por suerte para mí, la gente conserva la necesidad de evadirse de la realidad. Ah, quería preguntártelo antes y se me olvidó: ¿lograste recuperarte a tiempo para asistir al ensayo general de Tosca?

—Sí, por los pelos. Y me encantó. Estuviste increíble, Simon, como siempre.

La precariedad de mi secreto, de mi doble vida, tiene un matiz exquisito. Cada vez que logro salirme con la mía alcanzo un estado de euforia que no se parece a nada que haya experimentado desde que era niña. Nunca hubiera pensado que la presencia de Jez en mi casa pudiera tener semejante consecuencia.

La brisa procedente del río me trae un aroma nuevo, una frescura que resulta encantadora tras los olores acres atrapados bajo las nubes del invierno.

—¡Qué día tan sublime! —dice Simon, apoyándose en el alféizar y mirando hacia el agua.

La superficie del río parece casi sólida bajo esta luz, como si fuera de satén o de metal pulido.

—¿Crees que por fin ha llegado la primavera?

El día es, en efecto, sublime. Noto una deliciosa ligereza en el corazón, como si fuera una araña recién nacida que atravesara el río en su paracaídas de seda, surcando el cielo primaveral.

Tengo a Jez, quien se está recuperando gracias a mí. Me siento como cuando era una niña, cuando despertaba el primer día de las vacaciones de verano y sabía que los horrores del colegio quedaban tan lejos que ni siquiera tenía que pensar en ellos, y que ante mí se extendían tan solo días largos y llenos de libertad.

Una vez, cuando tenía seis o siete años, Kit nos contó que había oído el chillido de un murciélago. Le dijimos que estaba equivocada, que el oído humano no es capaz de captar ese sonido. Sin embargo, ahora estoy descubriendo unos niveles de percepción extremos a los que nunca antes había tenido acceso, picos de emoción que, como el chillido de un murciélago, nunca habría creído que un ser humano fuera capaz de alcanzar.

A las once, Simon se marcha y subo a echarle un vistazo a Jez.

—¿Dónde estoy?

—Estás bien, Jez. Vuelves a estar en la sala de música.

Incluso él debe de percibir la levedad en el ambiente, la forma en que los rayos del sol entran a través de las altas ventanas e iluminan la colcha de su cama.

—¿Qué día es? ¿Qué hora?

—Es lunes, falta poco para el mediodía. ¿Quieres una taza de café?

Aún está enfermo y no le apetece, dice.

—Sabes que, si lo necesitas, en la ducha hay jabón y toallas limpias. Y también tienes el equipo de música, los libros, la radio. Y me tienes a mí, aquí mismo, dispuesta a atenderte en lo que quieras. Estaré encantada de hacer lo que me pidas, Jez, ya lo sabes.

—Mmm.

Aún tiene mal aspecto, pero ya respira mejor. Apenas puede abrir los ojos y vuelve a temblar.

—Me duele la espalda —dice—. Entre los omoplatos.

—Sí, tienes que descansar. Y debes lavarte y cepillarte los dientes.

Le llevo una manopla y un cepillo, y lo lavo tan bien como puedo. Está tan débil que dejo que se levante y vaya al baño a hacer sus necesidades. Cuando ha terminado, vuelve tambaleándose y se echa en la cama con un suspiro.

—Te traeré una bolsa de agua caliente.

—Sí, sí, por favor. Tengo mucho frío. Se me han helado los dedos. ¡Mira! ¡Mira qué flacos los tengo!

Meto la bolsa bajo las sábanas y, mientras lo hago, me pregunto si, aprovechando que delira, podría inclinarme y besarlo sin que se asustara. Pero tiene los labios resecos tras la enfermedad y desprende un olor acre. Eso me preocupa, pues puede apuntar a una recaída.

Voy a la planta baja y me siento ante el ordenador de Greg, situado sobre el escritorio que bloquea la entrada que da a la calle y que nunca utilizamos. Introduzco los síntomas de Jez en Google. El diagnóstico más probable es neumonía. Eso significaría que aún podría pasar un tiempo enfermo y débil, y explicaría la tos y el dolor entre los omoplatos. Sin embargo, y aunque suena grave, parece que, si me encargo de él como desde luego tengo intención de hacer, no va a necesitar la intervención de un médico.

Tras establecer el diagnóstico, sigo un rato más navegando. Consulto varias páginas y termino perdiendo la noción del tiempo. Echo un vistazo a las esculturas de Nadia y abro un enlace que me lleva a la página donde venden el material que utilizó para reproducir los torsos embarazados y del que me habló Helen. Me dejo llevar por un impulso y hago un pedido. Luego encuentro la página de Facebook que Mick y Maria han creado para Jez. Su rostro carnoso y radiante me sonríe acompañado de amigos, de adultos a los que no conozco, de una guitarra y de un montón de chicas. No soporto mirar esas imágenes de Jez con otras personas, en otra vida, y cierro la página de inmediato.

Cuando vuelvo a subir para ver cómo está, Jez duerme plácidamente, echado de costado. He dejado el rollo de cinta adhesiva en el rellano; voy a buscarlo y corto un pedazo con el que le doy varias vueltas a las muñecas, hasta que las tiene bien sujetas a la espalda. Bajo de nuevo y compruebo las cerraduras y los barrotes de las ventanas. Me aseguro de que el cerrojo de la puerta principal esté echado. La puerta que da al río también está cerrada con un candado. Decido extremar las precauciones y corro las cortinas, algo que casi nunca hago, pues las ventanas solo dan al camino y al río, y bajo la persiana de la cocina. Desde fuera debe de parecer que la casa está cerrada, como si nos hubiéramos marchado. Guardo el frasco de ansiolíticos que me recetó Greg en el armario de la cocina; así, de ser necesario, podré diluir discretamente un comprimido en el vaso de Jez.

Cuando vuelvo a su lado, Jez ya está despierto. Se queja de dolores en todo el cuerpo.

—¿Qué me ha pasado en las manos? —pregunta, con una mirada de alarma en la cara, pálida.

Me pregunto si la enfermedad y el cóctel de fármacos que me he visto obligada a administrarle le habrán trastocado la memoria. Quizás haya olvidado que lo he tenido atado en el garaje; eso sería bueno para ambos, pues no es algo que ni él ni yo queramos recordar.

Me siento en la cama y le dirijo una mirada compasiva.

—Jez, creo que confío en ti, pero voy a dejar que me acompañes por primera vez al piso de abajo y he decidido tomar una pequeña medida de precaución. Cuando me hayas demostrado que no vas a intentar hacer ninguna tontería, dejaré que bajes con las manos desatadas. Te lo prometo.

—¿Voy a bajar? ¿Adónde?

Sonrío.

—A la cocina. No te asustes, por favor. Vamos a pasar la tarde juntos. Yo cocinaré y mientras tanto tú puedes contarme cosas.

—¿Todavía estoy aquí?

—Sí, en la casa del río. Todavía estás aquí, todo va bien.

—Pero voy a volver a casa, ¿verdad? Vas a soltarme, me lo dijiste.

Le aparto el pelo de la frente.

—Claro que vas a volver a casa —digo—. Y creo que será pronto. Muy pronto.