Capítulo 28

DOMINGO

SONIA

Ya casi ha anochecido cuando llego a casa tras visitar a mi madre. Las luces brillan a lo largo del río.

Descargo la silla de ruedas y la acerco al garaje. Abro las puertas y entro empujando la silla. Jez sigue tendido de espaldas, con los brazos atados por encima de la cabeza. Está pálido y sudoroso.

—Jez, vamos a volver a la sala de música; allí podré cuidar de ti como es debido —le digo.

Él me mira, pero no reacciona. Tiene el rostro demacrado, y los labios morados y consumidos. Murmura algo incoherente y vuelve a cerrar los ojos.

—Estás enfermo —le digo—. Tenemos que trasladarte a un lugar cómodo. Siéntate en la silla de ruedas y te llevaré a casa.

Le corto las ataduras de las muñecas y los tobillos con las tijeras de cocina que llevo en el bolsillo y le saco las piernas de la cama para obligarlo a sentarse. Entonces lo sujeto por la espalda y juntos logramos que se siente en la silla de ruedas. Le pongo el anorak de Greg, me aseguro de que la capucha le oculte la cara y lo abrigo con varias mantas. Como medida de precaución por si intenta escapar, y aunque estoy casi segura de que está demasiado débil, vuelvo a atarle las muñecas y los tobillos con cinta adhesiva. Pienso en amordazarlo por si nos topamos con alguien que intente hablar con él, pero temo que entonces no pueda respirar; incluso sin mordaza, su respiración es sibilante y sufre constantes accesos de tos. Así pues, le calo la capucha y lo envuelvo con una bufanda hasta la nariz. Cuando termino solo se le ven los ojos. Me muero de ganas de tenerlo en casa y cuidar de él hasta que se haya recuperado.

Me agacho junto a las puertas del garaje, abro un resquicio para ver el exterior e inspecciono la parte del callejón que queda dentro de mi campo de visión.

Un grupo de juerguistas borrachos, haciendo el tonto y empujándose unos a otros, pasa riendo sonoramente. Me fijo en las chicas, que trastabillan sobre sus altos tacones y tropiezan con los chicos, que cantan, gritan y se tambalean. Se pierden calle arriba y sus voces se van apagando poco a poco. Más pasos, las voces quedas de dos mujeres. Miro a través de la rendija y contengo la respiración. Una de ellas se parece a Helen. ¡Es Helen! ¿Qué está haciendo aquí? La acompaña otra mujer que camina a su lado, pero no logro distinguir la cara. Cierro y me apoyo en la puerta, intentando controlar la respiración. Al cabo de unos minutos, la entreabro de nuevo.

El callejón está oscuro, iluminado solo por las franjas de luz bajo las farolas. Oigo más pasos procedentes del pub: dos agentes de policía que avanzan a grandes zancadas, charlando mientras caminan; sus chalecos fluorescentes brillan en la noche. Me oculto en la oscuridad del garaje.

Vuelvo a ajustar la puerta interior, la cierro y me apoyo en ella. El corazón me late tan deprisa que temo que me vaya a estallar. Miro a Jez; tiene la cabeza inclinada sobre el pecho, está medio dormido. Le palpo la frente por debajo de la capucha. Sí, aún tiene fiebre. Respira con dificultad, entre silbidos. Necesita un inhalador. Tengo que devolverlo al calor y las comodidades de la casa del río. Ya no puedo esperar mucho más.

Finalmente, el callejón queda desierto. Solo se oye el tañido metálico de la lámina de la central carbonera y el chapoteo de las olas en las márgenes del río, tal vez levantadas por la estela de una barca. Abro las puertas del garaje y empujo la silla de ruedas hacia la puerta del muro.

Paso la noche entera sentada en una silla, junto a Jez, sujetándole la mano, en la sala de música. Le cuesta respirar. Tiene una tos agónica y por momentos creo que no va a lograr expulsar el aire de los pulmones. En varias ocasiones temo que voy a tener que llamar a una ambulancia. Su respiración suena hueca, como si no le entrara ni le saliera aire de los pulmones. Hurgo en los bolsillos de la chaqueta de cuero y la sudadera que llevaba cuando llegó y encuentro un inhalador. Se lo aplico y pulso el botón. Su respiración experimenta una leve mejoría, pero sigue estando prácticamente inconsciente.

A las cuatro de la madrugada, y viendo que no muestra signos de recuperación, me digo que, si pretendo mantener a Jez a salvo, necesito un plan. Y ahora mismo, mantenerlo a salvo significa mantenerlo con vida. Lo medito detenidamente, e intento no dejarme arrastrar por mis sentimientos de pérdida y arrepentimiento: Jez tiene que vivir.

Lo que voy a hacer es llevarlo a un hospital antes de que amanezca. Puedo acercarlo al coche en la silla de ruedas de mi madre y conducir hasta el St. Thomas, o incluso más lejos, a Hampstead, al Royal Free. No puedo llevarlo a un hospital local, sería demasiado arriesgado: alguien podría reconocerme y detenerme. Y necesito tiempo para huir antes de que aparezca la familia. Lo sedaré antes de salir, eso no será ningún problema ahora que tengo las recetas de Greg. Y lo envolveré en una manta. Lo dejaré en el vestíbulo del hospital, con una nota en la que pediré que se encarguen de él e indicaré la dirección y el teléfono de Helen.

Y entonces tendré que desaparecer de su vida. No solo de la suya: también tendré que desaparecer de la vida de Kit, para que no tenga que soportar la indignidad del crimen que cometió su madre. Porque sé que así es como interpretarán lo que he hecho. Tendré que alejarme de Greg, quien querrá saber por qué y cómo, y reprenderme y acusarme por no haber ido al médico para tratar mi «depresión». Y, por último, tendré que alejarme de la casa del río.

Los ojos se me llenan de lágrimas al pensar que tengo que despedirme de todo: de Kit, de la casa y de Jez en su momento más delicioso. Le aprieto la mano y dejo que mis lágrimas caigan sobre su muñeca.

Más tarde me daré cuenta de que la fatiga me ha hecho ver las cosas bajo una perspectiva distorsionada, y de que la idea de llevar a Jez al hospital no era ni necesaria ni racional. Pero ahora mismo, mientras la luz del alba empieza a teñir de forma casi imperceptible las altas ventanas, estoy convencida de que esto es el fin.