DOMINGO
HELEN
Helen se sentó en una de las pocas sillas vacías del café del mercado, con su habitual capuccino grande, y apoyó la cabeza entre las manos. Sonia no había querido ayudarla, aunque ¿quién podía culparla por ello?
Helen necesitaba sentarse a solas, sin una copa, para dar una forma coherente a sus pensamientos y sentimientos. La situación de Jez era mucho peor de lo que jamás hubiera creído posible. La teoría de Sonia, que creía que quizá tuviera una amante, era bastante improbable teniendo en cuenta su relación con Alicia. La chica estaba convencida de que Jez no habría ido a ninguna parte sin su guitarra, y lo conocía mejor que nadie. Eso planteaba tres posibilidades: había tenido un accidente, tal vez en el río, y aún no habían logrado dar con él; lo habían secuestrado o, la posibilidad más impensable de todas, lo habían asesinado. Pero el cadáver no había aparecido y no tenían ninguna pista. Dejó ruidosamente la taza sobre el platito. Por ese camino no iba a llegar a ninguna parte a la que la policía no hubiera llegado ya. Aunque al menos ellos tenían una sospechosa.
«Yo», se dijo.
El interrogatorio del día anterior había sido espantoso. Le habían pedido que confirmara de nuevo dónde había estado el viernes por la mañana, y ella se había visto obligada a decirles que había ido a los baños turcos. Era evidente que no la habían creído, incluso era posible que a aquellas alturas ya lo hubieran verificado. Sin embargo, en lugar de insistir en ese dato habían empezado a preguntarle por la escuela en la que Jez había presentado su solicitud. Tenía mucho interés en que Barney consiguiera la plaza, ¿verdad? ¿Qué otras opciones tenía su hijo? ¿Le molestaba que Jez pudiera poner en peligro sus aspiraciones? Anteriormente había declarado que albergaba un sentimiento de inferioridad respecto a su hermana y su sobrino; ¿alguna vez se había planteado la posibilidad de hacer algo que perjudicara al chico?
Helen sabía que no podían detenerla: no tenían pruebas, naturalmente, ni las tendrían nunca. Pero había llegado la hora de evaluar a fondo la situación, dejar de lado aquellos absurdos celos hacia su hermana y superar la inseguridad que le producía Mick. Aquellos sentimientos la ponían en una situación muy desagradable, incluso peligrosa.
Era la primera vez que experimentaba aquella absoluta falta de confianza en sí misma, aquella impredecible avalancha de dudas. Llevaba ya una semana preguntándose quién era Mick y si realmente lo conocía. Ahora empezaba a preguntarse si se conocía a sí misma. Pero el centro de aquella situación era Jez, su sobrino. Y no podía permitir que su torbellino de preocupaciones le impidiera ver con claridad el hecho de que Jez podía correr un grave peligro.
Helen se fijó en una mujer que paseaba un bebé sujeto con un canguro. Al ver la naricita del niño hundida en el abrigo de la mujer, recordó de repente y con absoluta claridad la primera vez que había visto a Jez. Maria estaba contentísima y le daba el pecho al bebé, de pelo oscurísimo, que mamaba ruidosamente. Helen había ido a visitar a su hermana, que acababa de dar a luz a Jez, en el precioso piso que tenían en lo alto de Crooms Hill. Las hermanas se habían acomodado en la cama, apoyadas en las almohadas y con las rodillas flexionadas. En aquella época mantenían una relación más cercana, como si el embarazo hubiera cerrado temporalmente el abismo que se abría entre ellas. La habitación tenía una vista espectacular del río, como una cinta plateada en la distancia, que se abría paso entre las dársenas hacia el mar.
Cuando Maria terminó de darle el pecho, le entregó el bebé a su hermana. Helen se lo colocó sobre los muslos. El pequeño tenía unas extremidades diminutas, regordetas y llenas de pliegues, y se la había quedado mirando con aquellos ojos negros, fascinantes; entonces experimentó una arrolladora sensación de amor, tan solo comparable con el que sentía por sus hijos. Se le habían llenado los ojos de lágrimas. Había sostenido a muchos recién nacidos en brazos: la mayoría de sus amigos eran padres ya, pero los vínculos de sangre eran algo innegablemente distinto. Jez era su sobrinito, el hijo de su hermana, y lo quería. Seguía queriéndolo, naturalmente; le parecía impensable que pudiera haberle ocurrido algo.
Se marchó del café, aún dándole vueltas al asunto, y cruzó la cancela de hierro forjado del parque. Al pasar junto al cartel en el que se leía «PROHIBIDA LA VENTA AMBULANTE DE HELADOS», le pareció oír a Theo leyéndoselo a Jez en voz alta, como si estuvieran allí, acompañándola.
«¿Qué significa “ambulante”?», había preguntado Jez.
«¡Eso digo yo! —había contestado Theo—. ¿Qué sentido tiene utilizar una palabra como esa?».
Luego habían correteado detrás de ella por el caminito, chutando una piedra como si fuera un balón de fútbol y bromeando sobre palabras largas que aparecían en carteles dirigidos a personas que no iban a entenderlos.
«Personas como yo», dijo Jez, que era disléxico.
«Sí —contestó Barney—. En tu caso, en el cartel podría leerse “¡PROHIBIDOS LOS MÚSICOS BORRACHOS!”, pero tú seguirías ahí tirado, tocando la guitarra».
Nunca había habido rivalidad entre sus hijos y Jez. Parecía que los chicos habitaban un mundo perfecto de camaradería masculina que no había cambiado demasiado desde su infancia; se pasaban el día bromeando, trepando por donde podían y acudiendo a conciertos.
Al llegar a la falda del monte, le sonó el móvil. Era Alicia.
—Tengo que hablar contigo. He encontrado una pista.
—¿Dónde estás?
—Junto a la universidad, en el camino del río. ¿Puedes venir? Te enseñaré dónde la he encontrado.
Helen dudó un instante. Quería marcharse a casa, necesitaba darse un baño y tomar una copa. Y, sin embargo, aquella podía ser la oportunidad de hacer algo constructivo.
—Estoy en el parque. Iré a buscarte, espérame.
Helen encontró a Alicia sentada en un banco, contemplando el río. Había marea alta y el agua lamía el muro apenas un metro más abajo. Había empezado a oscurecer y se estaban encendiendo las farolas: luces amarillas en el camino y lentejuelas rojas, blancas y azules al otro lado del río, en la orilla opuesta. Alicia miró a Helen y le tendió un pedacito de cartón irregular que sostenía en la palma de la mano.
—¿Qué es? —preguntó Helen, sentándose junto a ella en el frío banco.
—Una colilla —dijo Alicia—. Es de Jez. La encontré en el camino, por ahí —aclaró, señalando hacia la derecha—. Delante de la central eléctrica.
Helen miró en la dirección que Alicia señalaba. Hacia el este, en la creciente oscuridad, el río se veía negro, insondable y amenazante. El otro lado, hacia la ciudad, reflejaba todavía los restos plateados de la puesta de sol.
—¿Y qué te hace pensar que es de Jez?
—Está hecha con un pedazo de la entrada de un concierto al que fuimos. Lo sé, lo reconozco. La noche antes de que desapareciera nos liamos unos canutos. No llegamos a fumárnoslos porque entraste tú.
—¿Yo?
—Sí, bueno… Creímos que no te gustaría.
—¿Y la has encontrado aquí?
—Sí. El viernes salió de tu casa para venir a buscarme al túnel. Habría venido por este camino. Habría bajado por la cuesta, por delante de ese pub, el Cutty Sark, y luego habría seguido el camino. La entrada del túnel de peatones está justo ahí —dijo señalando hacia la derecha con la cabeza—. He decidido venir a inspeccionar el terreno personalmente; nadie parece tomarse este asunto muy en serio.
Helen dudaba que la colilla fuera de Jez. Sospechaba que Alicia necesitaba creer que había encontrado algo y que aquella colilla le daba esperanzas. Habría preferido no tener que seguir lo que seguramente terminaría siendo una pista falsa, pero al mismo tiempo no podían ignorar ningún detalle; eso era lo que había dicho la policía.
—Así pues ¿la encontraste cerca de casa de Sonia?
—¿Sonia?
—Es mi amiga, la que tiene el disco que Jez quería pedirle prestado. Su casa está en esa dirección, de este lado de la central eléctrica. Tal vez fuera de camino a su casa cuando se le cayó.
—¿Qué hacemos?
—Vamos, enséñame el lugar exacto donde la has encontrado.
Se levantaron y se marcharon río abajo, con la luz a sus espaldas. El chapoteo del agua en las márgenes del río le provocó un escalofrío a Helen. Ante ellas se extendían las negras sombras de los barrotes de la barandilla de hierro y de sus propias formas desfiguradas, que crecían y desaparecían cada vez que dejaban atrás el haz de luz de una farola. Pasaron por delante del pub y entraron en el callejón. La casa de Sonia estaba a oscuras y las luces del patio, apagadas. En el sombrío camino reinaba un silencio inquietante, que contrastaba con el despliegue de luz del O2, visible tras el meandro del río, y las luces blancas de Canary Wharf, en la otra orilla. Siguieron por el sendero hasta la central eléctrica, que se alzaba sobre ellas, enorme, imponente. Alicia se detuvo bajo el muelle carbonero.
—Aquí —dijo señalando el suelo, junto al muro—. Aquí es donde la he encontrado.
El viento levantó una de las enormes láminas de la estructura negra que se alzaba sobre ellas y el estruendo metálico provocó en Helen un extraño desasosiego.
—Vámonos —dijo—. Al menos sabemos que llegó hasta aquí —añadió, procurando que Alicia no se percatara de su miedo—. Busquemos un lugar caliente donde sentarnos y hablar de lo que tenemos que hacer.