Capítulo 25

DOMINGO

SONIA

El día siguiente, a las once de la mañana, me estoy tomando un capuccino en una de las mesas de la terraza del Pavilion Tearoom, el pomposo nombre con el que han bautizado a lo que antaño era un simple café del parque. En los parterres asoman algunos brotes, pero sopla un viento frío. Las copas desnudas de los árboles arañan las nubes, que cruzan el cielo con rapidez.

Helen llega unos minutos más tarde, como una mariposa fuera de estación en un día tan poco apacible, ataviada con un espléndido pañuelo color cereza y una chaqueta de lana azul verdoso con capucha. A diferencia de mí, ella dispone de una amplia paleta de colores en el armario. Le favorecen. Me besa en las dos mejillas y echa un vistazo a mi café.

—¿No te apetece algo más fuerte? —dice.

—Para mí es un poco pronto, Helen —respondo—. Pero si tú quieres tomar algo, adelante.

Me pregunto si una buena amiga le aconsejaría que no bebiera a estas horas de la mañana, si intentaría convencerla de que se tomara las cosas con calma. Pero tengo dos motivos para no hacerlo. El primero es que detesto moralizar. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo para juzgar las debilidades ajenas? ¿Quién se atrevería a hacerlo? ¿Acaso no todos tenemos nuestras flaquezas? ¿No todos cometemos alguna que otra falta? ¿No deberíamos tolerar las debilidades de los demás para así aceptar las nuestras y aprender a convivir con ellas?

El segundo motivo es que me conviene que Helen se emborrache, pues así me será más fácil tirarle de la lengua y podré tomar nota mental de todo lo que me diga sin que se percate de mi curiosidad. Así pues, cuando dice que le apetece tomar vino, me ofrezco a ir a buscarle una copa, incluso una botella si lo prefiere; ella me da las gracias y dice que en este bar sirven medias botellas y que se conformará con una de esas.

Me siento y, cuando apenas he empezado a abrigarme para protegerme del viento, Helen empieza a hablar.

—Desde la última vez que nos vimos, han pasado unas cuantas cosas —dice—. Me he metido en un lío y necesito tu ayuda.

Me la quedo mirando, la taza de café suspendida a medio camino de la boca.

—Mira, Sonia, tengo que contártelo porque ya no sé qué hacer. El día en que Jez desapareció, el viernes pasado, no estuve en mi oficina, pero le dije a todo el mundo, incluida la policía, que sí.

La miro fijamente. Me empiezan a temblar las manos. Durante un segundo creo que me va a decir que estuvo aquí, en Greenwich, y que vio cómo Jez se acercaba a la puerta de mi casa. Que sabe que está viviendo conmigo. Y que ahora que la policía ha empezado a hacer preguntas ha llegado la hora de «cantar», como dirían los amigos de Kit. La taza tintinea sobre el plato cuando la dejo encima de la mesa.

—La verdad es que me tomé la mañana libre. Los viernes solo trabajo media jornada, de modo que no creí que fuera a importarle a nadie.

Me mira con los ojos muy abiertos, como si esperara que yo adivinara qué va a decir a continuación.

—Ahora la policía cree que estoy involucrada en la desaparición de Jez. De momento es solo un pálpito, una intuición. Aún no tienen pruebas concluyentes, pero están intentando hallarlas.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Porque no dejan de hacer preguntas! Me han interrogado de nuevo, dos veces, solo a mí. Pero no a Mick. Y, como ya te dije, creen que tengo motivos, pues Barney quería entrar en la misma escuela que Jez. Han averiguado que no fui a trabajar aquella mañana, cuando yo les había dicho que sí.

—Oh, Dios. Es espantoso. Y ¿dónde estuviste?

Mi pulso se enlentece. La estudio atentamente mientras sorbo el café.

—Es evidente que no donde les dije. Solo te lo puedo contar a ti, Sonia. Es muy humillante. La verdad es que estuve en un bar de Smithfields. Si Maria lo descubre, va a reprochármelo el resto de su vida. Mira, el jueves por la noche estuve bebiendo hasta tarde, emborrachándome a solas. Sé que suena un poco triste, pero a veces es lo que necesito. Sobre todo cuando Mick y los chicos están ocupados. Me siento muy sola, Sonia, y llevo así mucho tiempo. A veces se me hace una montaña.

Dos lágrimas le ruedan por las mejillas. Se las enjuga con los índices, respira hondo y toma un trago de vino.

—En fin, el jueves estuve bebiendo. Demasiado. No soportaba la idea de tener que ir a trabajar el viernes. Me senté en un pub y seguí bebiendo. Es patético. ¡Y ahora le he mentido a la policía para guardar las apariencias!

—Dios, Helen, te has metido en un buen lío, ¿verdad?

Me siento tan aliviada al constatar que eso es lo único que quiere oír de mí que me dan ganas de abrazarla.

—No, no, la cuestión es que aún creo que puedo salvarme. Les he dicho que estuve en los baños turcos. Lo único que necesito ahora es una buena amiga, alguien sin relación con Jez que confirme que me vio allí. Y es plausible. De hecho, creo que pensé en ti porque, como trabajas por cuenta propia, es perfectamente posible que te pasaras por los baños un viernes por la mañana.

—Helen, no creo que deba involucrarme en esto, lo siento. En cualquier caso, ¿no crees que ya es un poco tarde? Estoy segura de que, teniendo en cuenta que saben que les mentiste, ya lo habrán comprobado.

Helen juguetea con el cambio que he dejado en la mesa. Toma otro trago de vino.

—Pero ¿qué hago? ¡Si no me ayudas, estoy jodida!

—No, no lo estás, Helen. Si estuviste en un pub, cuéntaselo. Diles la verdad.

Me estoy impacientando. ¡Pero si no es culpable de nada, por el amor de Dios! No tiene nada que perder. Helen me mira dolida, al borde de las lágrimas.

—¿Y Mick? —pregunto finalmente, con dulzura—. ¿Cómo están las cosas entre vosotros?

Helen se sorbe la nariz y apura la copa.

—Es mucho más complicado de lo que te conté. Incluso más complicado de lo que creía. Por los celos. He estado pensando. Hace un año, más o menos, hubo otra persona.

—Ajá. —Esto no me lo esperaba—. ¿Quieres decirme con quién?

—Se ha terminado, Sonia. Le puse fin. Para salvar nuestros matrimonios, el suyo y el mío.

—Hiciste lo correcto.

Me cuesta creer que esas palabras hayan salido de mis labios. ¿Desde cuándo sé yo qué es «lo correcto»?

—Pero desde entonces la culpa me reconcome. ¿Cómo voy a decirle a Mick que sospecho que tiene una aventura con Maria? ¡Podría echarme en cara lo que hice! Cuando se enteró de lo mío, se resignó. No le hizo ninguna gracia, pero me perdonó. Y ahora, el asunto de Maria me está consumiendo. Estoy perdiendo la dignidad y la confianza en mí misma.

—Oh, Helen…

Soy plenamente consciente del sentimiento que describe y también de la agonía que conlleva, pues la experimenté con Jasmine hace muchísimos años. Se trata de un enigma terrible: si admites estar dolida, suscitas el desprecio en los demás; si no lo haces, sigues sumida en la agonía. Es una maldición, lo sé, pero opto por permanecer en silencio.

—Había estado intentando convencerme de que las cosas entre Mick y yo habían vuelto a la normalidad. Pero de pronto sucede esto y la fachada de nuestra supuesta felicidad conyugal se desmorona. Había grietas, pero nos habíamos negado a verlas, y bastó una leve conmoción para que todo se derrumbara. Jez desaparece y todo se rompe en pedazos.

Pasamos un rato en silencio.

—Lo único bueno de todo esto es que estoy conociendo mejor a Alicia, la novia de Jez. Viene muy a menudo por casa, naturalmente, pobre chica. Está destrozada, pero me hace compañía. También ella cree que se comportan de forma repugnante. Nunca se ha llevado bien con Maria. Cuando la tristeza por la desaparición de Jez se lo permite, nos reímos juntas de la situación. Alicia se mete los dedos hasta la garganta cada vez que ve a Mick desviviéndose por mi hermana. En cierto modo es una distracción, impide que la preocupación por Jez nos domine. Yo intento verlo así, Sonia, aunque temo que mis sentimientos puedan aflorar en cualquier momento y se percaten de lo dolida que estoy. Quizá dolida no sea la palabra, sino más bien enfadada, ofendida y confusa. Y además me siento culpable. Estoy hecha un lío.

Los efectos del alcohol empiezan a notársele.

Quiero tranquilizarla; a pesar de todo, le tengo cariño. Creo recordar que compartir secretos con otras mujeres produce un placer que puede resultar casi tan embriagador como una aventura amorosa. No es un privilegio del que haya gozado muy a menudo, pues mis mayores pasiones siempre se han desarrollado en secreto, incapaces de ir con la cabeza alta. Pero me acuerdo de cuando conocí a Greg y empezaron a surgir mis dudas, y también de las noches que pasé con amigas, enamoradas pero indecisas, y sé que ese tipo de conversaciones pueden ser sumamente íntimas y excitantes.

—Tengo que volver —dice.

Se inclina sobre la mesa, me aprieta la mano y percibo su leve perfume de vainilla.

—Pero prométeme que, ahora que hemos restablecido el contacto, lo mantendremos, ¿de acuerdo? Eres la única persona con la que puedo hablar de todo esto. Los demás están demasiado afectados.

Le digo que sí, claro que sí, que seguiremos en contacto.

Cuando se marcha, me reclino en la silla y contemplo la vista de la colina más allá de los árboles y, en la orilla opuesta del río, las torres de Canary Wharf, el edificio de la HSBC y el Manhattan en miniatura que ha ido creciendo en ese punto, con sus rascacielos y sus millones de ventanas que brillan con un repentino rayo de sol que ha logrado abrirse paso entre las nubes. Pienso en el aspecto que tenía hace años, cuando Seb y yo convertimos la orilla del río en nuestro rincón de juegos, cuando la isla de los Perros era zona vedada. Tengo la sensación de haber dado un paso de más hacia la orilla prohibida del río, como si todo lo que está sucediendo me empujara a adentrarme en calles oscuras y minadas. Me pregunto cómo voy a volver atrás. O si de veras quiero volver.