SÁBADO
SONIA
Recojo los medicamentos en la farmacia y me dirijo a la tienda Bullfrog de Greenwich a comprar ropa para Jez. Me parece un establecimiento de su estilo: urbano, moderno. Aunque sé lo difícil que es dar con la tecla correcta en estos casos. Cuando tenía la edad de Jez, Kit solía regañarme por no acertar nunca sus gustos. Meto unos tejanos, varias camisetas y una sudadera en el cesto.
—Son para mi sobrino —me siento obligada a decirle a la cajera—. Espero que sean de su talla.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciséis.
Me arrepiento al instante de haber abierto la boca. La mujer quiere comprobar las tallas, pero en realidad su opinión no me importa: no pretendía iniciar una conversación. Empieza a hablarme de reembolsos y de comprobantes de cambio, pero yo le digo, con cierta brusquedad, que ya me apañaré. Noto sus ojos fijos en mi espalda mientras salgo apresuradamente de la tienda.
Por increíble que parezca, Greg ha logrado dar con el cerrajero; al regresar me lo encuentro en la sala de estar supervisando las tareas. Están taladrando las paredes, instalando barrotes y reemplazando los cerrojos. Imagino que una de las ventajas de la crisis es que la gente está encantada de trabajar. Si les ofreces el dinero suficiente, como estoy segura de que ha hecho Greg, harán lo que sea inmediatamente y sin dudarlo.
—Tienes dos mensajes —dice Greg, entrando en la cocina con The Times bajo el brazo.
—No has ido a visitar a tu madre esta mañana, y creo que ya puedes ir preparándote para las consecuencias. Y hay un mensaje confuso de Helen. Parecía borracha.
Oculto la bolsa de la compra con la ropa para Jez bajo el abrigo, ignoro a los operarios de la sala de estar y me acerco al contestador. Mi madre habla con voz seca, acusadora. Puede ser olvidadiza en algunos aspectos de su vida, pero cuando se trata de mis visitas, tiene mejor memoria que un niño. No he acudido a mi cita del sábado, y estoy convencida de que lo utilizará en mi contra. Tendré que pasar con ella más tiempo de lo habitual. Le llevaré más ginebra, más flores y más queso. A pesar de lo que imagina, no me gusta empeorar aún más su sufrimiento, menos aún considerando la gran cantidad de tiempo que pasa a solas. Además, llevo muy mal sus críticas. Por difícil que me resulte ganarme el afecto de mi madre, nunca dejo de intentarlo.
La llamo por teléfono para disculparme y le digo que mañana iré a visitarla. Entonces pulso el botón para escuchar el mensaje siguiente y oigo la voz pastosa de Helen.
—Me encantó hablar ayer contigo, querida. ¿Podemos volver a vernos pronto? ¿Qué tal te vendría pasarte por el Pavilion mañana por la mañana, sobre las once? Dime algo, tengo que contarte el siguiente episodio de esta pesadilla. Ven, por favor.
Al cabo de nada, tenemos ya los barrotes instalados en las ventanas, cerraduras reforzadas en las dos puertas y un candado nuevo en la puerta del muro.
—Aquí ya no va a entrar nadie, Sonia —dice Greg con voz satisfecha cuando los cerrajeros se han marchado.
«E imagino que tampoco podrá salir nadie que no disponga de las llaves», me digo.
Greg me informa de que esta noche va a ir al pub con los amigos con los que solía tocar la guitarra hace años. Eso significa que tengo carta blanca para volver al garaje.
Jez me observa mientras cierro la puerta a mis espaldas. Se queja de que se siente dolorido.
—¿Te apetece comer?
—No mucho.
Tiene la voz ronca y débil.
Pongo una mano sobre su frente. No creo que tenga fiebre, pero está empapado y dice que le duele la garganta. No me gusta lo que oigo.
—Voy a buscar cuatro cosas a casa —le digo.
Recorro apresuradamente el callejón y vuelvo a entrar en la casa del río. Caliento una lata de sopa de tomate y la vierto en una botella. Meto un envase de zumo de naranja y unos cuantos analgésicos en un cesto y lleno una bolsa de agua caliente.
—¿Me has conseguido la maría? —pregunta, temblando.
—Como ya te he dicho antes, estoy en ello —contesto—. Aunque, si no te encuentras bien, sería mejor que no fumaras. Además… Oh, no importa. De momento, te vestiremos con ropa nueva. Y te he traído un zumo, te vendrá bien.
Lo ayudo a cambiarse de ropa y meto la bolsa de agua caliente bajo el edredón, dejo el cuenco con la sopa sobre el viejo baúl que hay junto a la cama y ahueco las almohadas.
—Greg ha reservado un vuelo para mañana por la tarde —le explico—, así que mañana mismo te sacaré de aquí. Te lo prometo.
Me mira fijamente y estudia mi expresión durante unos segundos, pero enseguida vuelve a apoyar la mejilla en la almohada. Oigo el silbido de su respiración cada vez que inspira y espira, y recuerdo que me contó que uno de los motivos por los que su madre había decidido mudarse era que él sufría asma.
—Vamos, Jez, tienes que mantenerte fuerte. Toma un poco de sopa.
—No me encuentro bien —responde—. Creo que necesito que me vea un médico, Sonia.
—¡No necesitas ningún médico! —exclamo en un tono más brusco de lo que pretendía—. Los médicos no sirven de nada cuando te sientes así. Y sé de qué hablo. Greg es médico, y cuando alguien se pone enfermo nunca tiene soluciones.
Le tiendo la mano, con dos pastillas redondas en la palma, y le ofrezco un vaso de agua.
—¿Y cómo sé que no son algún tipo de narcótico? —pregunta.
—Porque llevan la palabra «paracetamol» grabada. Mira, compruébalo tú mismo. No entiendo por qué no confías en mí. ¿Se puede saber qué película te has montado?
No responde a mi pregunta, pero inclina la cabeza y deja que le ponga una pastilla en la lengua. Bebe un trago de agua.
—No logro entrar en calor —dice, echándose de nuevo en la cama.
Advierto que está tiritando a pesar de la sudadera que le acabo de ayudar a ponerse, de la bolsa de agua caliente y de los tres edredones con los que lo he arropado.
—Te prometo que mañana empezaremos de nuevo. No volveré a amordazarte. Demuéstrame que puedo confiar en ti y no volveré a atarte los brazos ni las piernas.
Me levanto y me dirijo hacia la puerta.
—No me dejes —dice de repente—. Quédate y habla conmigo.
Me vuelvo hacia él. No puede dejar de temblar y le castañetean los dientes. Su mirada de desconcierto, como la de un niño que no quiere que su madre se vaya, me llena de una ternura incontenible.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Lo que sea. Háblame de Greg, si quieres. Dijiste que está en casa. ¿Cómo os conocisteis? Una actriz y un médico…
—Yo no me definiría como actriz.
—Pues Helen dice que sí lo eres.
—¿En serio?
—Sí.
Me siento en la cama y estudio su semblante para asegurarme de que realmente está interesado. Tiene los ojos cerrados y el ceño levemente fruncido, con expresión infantil. Empiezo a hablar; es la primera vez que revelo los detalles de mi matrimonio ante alguien. Aprovechando su buena predisposición, siento la súbita necesidad de contárselo todo.
—Greg era uno de mis profesores en la universidad. Yo no había nacido para estudiar medicina, pero mi padre decidió que eso era lo que tenía que hacer; le tenía tanto miedo que no me atreví a llevarle la contraria. Me matriculé en una de sus clases de anatomía, creo. Solo iba para tener algo que hacer. Pero no creo que esto te interese, Jez…
—Sí, me interesa, en serio.
—Greg era un hombre mayor, ya tenía las sienes entrecanas. Me intimidaba un poco, aunque entonces aún no lo conocía, claro.
Me detengo. No quiero que Jez se lleve la impresión de que mi relación con mi marido es, o fue en algún momento, feliz.
—¿Es Greg un hombre inteligente?
—Sí, la verdad es que sí.
Quiero añadir que el hecho de ser inteligente no lo convierte en un buen compañero ni en un hombre más compasivo, aunque en su día estuviera convencida que esas dos cosas estaban estrechamente relacionadas.
—No sabe nada sobre mí, ¿verdad?
—No.
—A veces veo a algunas personas mayores y pienso que no me importaría ser como ellos —murmura Jez—. No toda la gente mayor es gris. Por ejemplo, tú, Sonia. Tú no eres nada gris.
Lo miro fijamente y me pregunto qué se esconderá tras esas palabras. Pero su rostro no revela nada, de modo que sigo hablando.
—Yo estaba muy preocupada por las notas y Greg me dijo que me ayudaría, que lo dejara en sus manos, pero que habría de salir a cenar con él. ¡Yo era tan inocente! Hoy en día, ningún estudiante le consentiría eso a un profesor. Yo, en cambio, me sentí halagada; no solo halagada, sino también aliviada. Aquello significaba que iba a sacar buenas notas y que lograría evitar la ira de mi padre. Desde luego, yo creía que se trataba de una cena y nada más, que solo tenía que ser una compañía agradable durante una noche. Pero a la hora de la verdad, desde el momento en que Greg me tuvo a solas… en fin, ya te lo puedes imaginar. Me encontré atrapada. Sabía que rechazarlo significaba suspender los exámenes y tener que vérmelas con mi padre, una perspectiva mucho más aterradora para mí que acostarme con Greg en contra de mi voluntad. En resumen, antes de que me diera cuenta estábamos ya… acostándonos. —Hago una pausa y me pregunto si debo explicarle a Jez la poca importancia que a veces puede tener ese hecho—. Y, mira por dónde, terminé el primer curso con las mejores notas de mi promoción. En realidad nunca me planteé nada de aquello, simplemente me alegré de haber encontrado la forma de ganarme la aprobación de mi padre. Aunque en realidad, por irónico que parezca, nunca la obtuve.
Me resulta extraño explicar todo eso en voz alta. Tengo la sensación de estar reconstruyendo por primera vez la historia y descubriendo cosas de las que hasta ahora no era plenamente consciente.
—Tras el segundo año y a pesar de mis buenas notas, o tal vez precisamente por eso, logré reunir la valentía necesaria para decirle a Greg que quería dejar la carrera de medicina y estudiar teatro. Yo creía que se opondría, pero en realidad me animó a hacerlo.
—¿Y tu padre?
—¿Qué pasa con mi padre?
—¿No se enfadó porque decidieras abandonar la carrera de medicina?
Miro a Jez. No entiendo qué interés puede tener en esta conversación. Para mí, en cambio, es una oportunidad de aclarar los motivos de mi matrimonio, de justificarlo, algo que siempre he necesitado. A menudo he imaginado que, si Seb regresara algún día, le contaría esta historia.
—Mi padre había muerto —digo en voz baja—. No volví a verlo después de los exámenes del primer curso.
—Entonces ¿murió joven?
—Se suicidó.
—Oh, Dios.
—No importa, Jez. Ha pasado mucho tiempo.
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué lo hizo?
—Aprobar los exámenes no bastó para cambiar las cosas.
Aunque me siento estúpida, noto cómo las lágrimas afloran y me las enjugo con el dorso de la mano.
Podría añadir más. Mucho más. Pero hay asuntos que no me atrevo a remover, por mi bien y por el de Jez. No soy lo bastante fuerte para pensar en ellos, menos aún para expresarlos en voz alta, y tampoco quiero que Jez tenga que pasar por mi propio dolor. Entonces habla y me siento encantada y complacida de que haya decidido abrirse a mí, pues así puedo permanecer en silencio.
—Mis padres están divorciados —dice con voz ronca—. La cagaron. Se peleaban tanto que resultaba patético. Vivo con mi madre solo porque me compadezco de ella, porque mi padre ha conocido a otra mujer. Pero si pudiera elegir, preferiría vivir con mi padre.
—¿Por qué?
—Mi madre no sabe cuándo tiene que dejar de insistir. Por lo que dices, se parece un poco a tu padre. Siempre tengo que hacer esto, estudiar aquello, practicar lo de más allá… Cuando descubrió que era disléxico, fue a la escuela para abroncar a mis profesores, como si ellos tuvieran la culpa. Pasé mucha vergüenza. Mi padre ha vuelto a casarse, su mujer es marroquí y trabaja como profesora en Marsella. Tienen una hija, mi hermanastra. Me gusta mucho estar en su casa, pero es injusto para mi madre.
Lo miro fijamente. Cuando el otro día le dije que era un chico considerado, me quedé muy corta.
—Es muy bonito que te preocupes tanto por tu madre —le digo; es lo único que se me ocurre.
—No entiendo por qué mi padre tuvo que dejarla.
—Verás, Jez: aunque puede que ahora no lo entiendas, el matrimonio es muchas veces cuestión de conocer a la persona apropiada en el momento oportuno, más que de enamorarte de la persona de tus sueños. Es una cuestión de circunstancias. Y a veces, esas circunstancias cambian y descubres que estás viviendo con alguien que ya no te importa.
—Menuda estupidez —replica—. Yo nunca me casaría solo porque fuera el momento apropiado.
—¿Te has enamorado alguna vez?
—¡No, qué va!
—¿Y qué me dices de la tal Alicia?
Se encoge de hombros. Me doy cuenta de que lo he avergonzado, me he excedido. Es un chico sensible, y tan joven aún…
—Yo no pienso cagarla como hicieron mis padres.
Siento la tentación de adoptar el papel de mujer madura y decirle que eso es lo que todos creemos cuando somos jóvenes, pero sé que no es lo que Jez quiere oír. Como todos los jóvenes, está convencido de que él no va a cometer los mismos errores que sus padres.
—Cuando eras pequeño, ¿pensaste alguna vez que el azul que tú veías podía ser distinto del color que veían los demás? —pregunto.
—¿Te refieres a que tú lo ves azul pero tal vez otra persona vea un color que tú ni siquiera has soñado que exista? Sí, lo he pensado.
Habla sin mirarme y aún tiene los ojos cerrados. Está disfrutando de nuestra cercanía, pero al mismo tiempo teme estar haciéndolo. Lo comprendo perfectamente.
—Pues con las relaciones sucede algo parecido: lo que percibe una persona puede ser totalmente distinto de lo que percibe la otra. ¿Cómo vamos a saberlo? Ambos asumís que estáis viendo el mismo azul y que avanzaréis por la vida en paralelo, con los mismos objetivos y los mismos valores compartidos. Quizá tu madre y tu padre pensaron que iban a encontrar a una persona que viera el mismo azul que ellos —digo.
—Son adultos, deberían haberse esforzado más. Otras parejas se las apañan para seguir juntas. Helen y Mick. Tu marido y tú.
Al decir eso me dirige una mirada de extrañeza. ¿Me atrevo a admitir que mi relación con Greg también ha sido un error? ¿Que solo seguimos juntos por razones prácticas? Pero tengo la sensación de que Jez quiere creer que, en cierto sentido, estamos felizmente casados, de modo que no digo nada. Parece estar algo mejor, tiene las mejillas más sonrosadas y respira sin dificultad. Está tan cerca que extiendo la mano, le retiro un mechón de pelo y acerco la boca a su oreja. Él aparta violentamente la cabeza y yo me siento herida y avergonzada.
Me levanto y camino hacia la puerta.
—Buenas noches, Jez —me despido.
—¡No te vayas! —exclama él—. Por favor, no me dejes solo. Lamento lo que acaba de ocurrir.
—Yo también lo lamento, pero ahora tengo que marcharme. Seguiremos hablando mañana.
—Déjame salir contigo a la calle.
Le dirijo una mirada de comprensión. Estoy segura de que sabe lo mucho que me gustaría que me acompañara y que nos sentáramos juntos en la cocina, como el viernes en que llegó, mientras yo preparo la cena.
—Buenas noches. Intenta dormir, volveré por la mañana.
—No, Sonia —gime cuando abro la puerta—. Por favor, no me dejes aquí otra noche. Hace mucho frío y tengo miedo. Además, no me encuentro bien. Por favor.
Pero yo ignoro sus súplicas, me obligo a alejarme de él y desaparezco en la noche.