SÁBADO
SONIA
De nuevo en la casa del río, cojo el reproductor de CD portátil que Kit utilizaba de adolescente, un montón de discos y un iPod. Estoy a punto de volver al garaje, cargada con unos regalos que espero que logren apaciguar el mal humor de Jez, cuando Greg regresa de la estación. Entra en la sala de estar con los brazos abiertos y una sonrisa estúpida, infantil, en los labios.
—¡Bueno, por fin tenemos la casa para nosotros solos! —dice.
Se acerca a mí y me coge por la cintura. Doy un respingo. Greg acerca la nariz a mi cuello y empieza a besarme.
—Deja esos CD. No hace falta que te pongas a ordenar justo ahora —dice, hundiéndome la cara en el pelo.
Yo me aparto.
—No, Sonia, espera. Quedémonos en la sala. Seamos espontáneos, para variar. ¡No hay nadie en casa! Podemos hacer lo que nos apetezca.
Respira agitadamente, supongo que ha salido de Euston pensando en este momento y que su excitación ha ido en aumento. Se pega a mí y noto su erección contra el muslo mientras me tira de la ropa, mete la mano por el cuello de la blusa y la desliza bajo el sujetador. Tiene la palma caliente y ligeramente pegajosa.
—Dios, Sonia, si supieras cómo te echo de menos cuando estoy lejos… Imagino siempre la misma escena: tú estás aquí, sola, vestida con tu falda negra y tus medias, y yo entro y te poseo en la sala de estar, aquí mismo, mientras tú intentas continuar haciendo las tareas domésticas.
Lo aparto y me río, intentando restarle importancia al asunto.
—En mi fantasía sostienes un plumero, estás limpiando los muebles y yo entro y te tomo…
Suelto una carcajada: ¿con un plumero? No he usado un plumero en mi vida. Pero la verdad es que, no estoy de humor para bromas.
—Lo siento, Greg, pero no puedo. No aquí, no en esta habitación.
—¡Relájate! —insiste él—. ¡Relájate y disfruta!
—Mira, disfruta tú de tu fantasía, ¿quieres? Si tiene que ser aquí, me marcho y tú te las apañas solo.
Le saco la mano de debajo de mi falda y se la pongo en la entrepierna.
—¡Ya estoy harto de apañarme solo, Sonia! Es lo que tengo que hacer cuando estoy lejos. Pero ahora te tengo aquí, conmigo, y te deseo.
Posa sus manos de médico sobre mis hombros, me lleva hasta el sofá, me arroja de un empujón y entonces se arrodilla encima de mí.
—Ya basta, Greg, por favor. Tengo cosas que hacer. Y además, no estoy de humor.
Me mira con el ceño fruncido.
—Tú nunca estás de humor. Dime qué tengo que hacer para conseguir que estés de humor.
Apoya la mano derecha en mi clavícula, me hace daño. Aparto la cara para no tener que oler su aliento, para no tener que ver la vena que le late bajo la piel flácida del cuello. Me sujeta con una mano y me agarra la falda con la otra. Ahora lamento haber elegido las medias que llevo esta mañana; Greg era la última persona en quien pensaba mientras me vestía. Aún llevo las botas puestas. Esos detalles lo excitan aún más.
—Déjatelas puestas —me susurra al oído—. Déjate las medias y esas botas altas de piel negra mientras te poseo en el sofá de la sala de estar. En este momento hay gente pasando por delante de la ventana. Piénsalo, imagina su sorpresa si se les ocurriera mirar dentro…
Tiene el rostro encendido. Y mucha fuerza. Me levanta la blusa y pega los labios a uno de mis pezones. Mi cuerpo no reacciona; como me pasa siempre con Greg, siento lo mismo que si estuviera muerta. A veces finjo, pues temo decepcionarlo. La furia que mi indiferencia despierta en él me aterroriza. Y él parece convencido de mi actuación. Supongo que prefiere dejar su incredulidad en suspenso. Incluso ahora, cuando aparto la cara para esquivar sus besos, imagina que solo pretendo atormentarlo haciéndome la difícil. Lleva los pantalones a la altura de las rodillas, dejando a la vista los pelos negros y rizados que le cubren la carne de gallina de los muslos. Cierro los ojos con fuerza y rezo para que termine cuanto antes y así poder librarme de la repugnancia que me produce. Repugnancia es una palabra demasiado simple. Lo que siento no es solo una aversión física, sino una profunda soledad.
Finalmente jadea, suspira y se desploma sobre mi cuerpo. Me dice que lo pongo tan caliente que, si no se anda con cuidado, un día le dará un infarto. Me lo saco de encima, me pongo en pie, me aliso la falda y voy a la cocina. Me detengo frente al fregadero, abro el grifo y dejo que el impacto del chorro de agua plateada contra el acero inoxidable inunde mi campo de visión y que su borboteo silencie mis pensamientos.
—¡Tráeme un café, cariño! —grita Greg desde la sala de estar.
Lleno el hervidor y lo enchufo. Saco las tazas, la leche y el azúcar, moviéndome como si me abriera paso a través de un fluido espeso, viscoso. Regresa a mi mente algo que he pensado antes, en el garaje, cuando le he dicho a Jez que me sentía atrapada. Tiene que haber alguna forma discreta de librarme de Greg, de manera limpia y para siempre. Pero sé que no sería capaz, pues para eso se necesita algo de lo que yo carezco.
Cuando el café está a punto, llamo a Greg para que venga a la cocina. No quiero volver a la sala de estar, con sus ecos y fantasmas. Y ahora también con un vago olor residual a sexo.
—¿Quieres un sándwich? —le pregunto cuando se me acerca por detrás y me abraza por la cintura.
—Mataría por una tostada —me susurra al oído—. ¡Has hecho que se me abra el apetito!
Me alejo de él y enciendo la parrilla. Afuera, el cielo está encapotado y reina una luz pardusca. Me pregunto si va a nevar. Corto pan, rallo algo de queso y en el tono más despreocupado del que soy capaz, pregunto:
—Entonces ¿hasta cuándo tienes pensado quedarte?
Él levanta la mirada. Es probable que se esté preguntando si voy a atacarlo de nuevo, pero yo le dedico una dulce sonrisa.
—La próxima semana se celebra una conferencia en Barcelona —dice—. Tendría que marcharme el lunes. Aunque no me importaría anular mis compromisos allí, ya lo sabes.
—No es necesario. La semana que viene voy a estar muy ocupada con mis clientes. Aunque te quedaras, apenas tendríamos tiempo de vernos.
—Tú no quieres que me marche, ¿verdad, Sonia? —pregunta.
Le brillan los ojos, está convencido de que no hay nada más lejos de la verdad.
—¡Pues claro que no!
—Sonia, sé que has estado algo decaída a causa de la gripe, pero no estarás deprimida, ¿verdad? En estos últimos días no parecías tú misma. Kit cree que te has mostrado displicente con Harry, y se ha molestado.
Vuelvo la tostada, le añado el queso y espero a que se derrita.
—¿Displicente?
—Cree que no te has esforzado lo suficiente. Yo le he dicho que seguramente no habías terminado de recuperarte de la gripe. Pero ¿se trata realmente de eso?
—No se me ocurre cómo podría haberme esforzado más —le espeto.
Pienso en todos los platos que he cocinado y en el dormitorio donde dejé que se instalara Harry. En cómo permití que tocara los instrumentos de la sala de música, en la tarde en la ópera… En todo lo que hice por el cargante de Harry mientras la única persona a la que realmente quería cuidar tenía que permanecer encerrada en un agujero mal ventilado, sufriendo por mi culpa.
—Y ayer, cuando vino la policía, te vi muy pálida. Muy afectada. Es horrible pensar que alguien pueda desaparecer así. Asusta pensar que ahí fuera haya alguien capaz de… En fin, te lo repito: si estás inquieta, cancelaré la cita de Barcelona sin dudarlo.
—No canceles tus compromisos, por favor —digo y dejo el plato con la tostada sobre la mesa con más ímpetu del que pretendía.
—De acuerdo. Muy bien. Veamos, hay un par de cosas que quiero resolver antes de marcharme. Hiciste lo que te pedí, supongo. Llamaste para que vinieran a reparar la alarma.
Hay una pausa tensa hasta que se percata de lo que voy a decir.
—No he tenido tiempo.
—¡Pero Sonia! ¡Sabes que no podemos poner la casa en el mercado si la alarma antirrobo no funciona! ¡Menos aún tal como está el barrio! Mira, ya sé que hemos estado evitando tratar el tema de la mudanza, pero tenemos que hablar de ello, y pronto.
—Ya sabes lo que pienso sobre vender la casa.
—Y tú ya sabes que esa terquedad tuya es irracional.
—No pienso abandonar esta casa. Jamás.
Greg deja la tostada en el plato y clava la vista en la ventana, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por no decir lo que piensa.
—No importa —añado—, si quieres podemos llamar por lo de la alarma ahora mismo. De hecho, lo que nos contó la policía sobre la desaparición me ha hecho reflexionar. Tú lo has dicho muchas veces, pero creo que tendríamos que poner barrotes en las ventanas de la sala de estar. Yo me sentiría más segura estando aquí sola si supiera que hay barrotes.
Se levanta y me lanza otra de sus miradas escépticas.
—De acuerdo, yo me encargo —accede—. Resolveré lo de la alarma y podemos hablar de la venta cuando estés de mejor humor. Me acercaré a la cerrajería, puede que aún esté abierta. Entonces ¿te parece bien que vaya a Barcelona?
—Sí, claro —digo—. Puedes marcharte mañana, si lo prefieres.
—Y Sonia, tal vez podrías pasarte por la consulta del médico la semana que viene, comentarle tus cambios de humor. Hoy en día diagnostican la depresión con unos test muy sencillos.
—No estoy deprimida, Greg.
Vuelve a dirigirme esa mirada, como si supiera lo que me ocurre mejor que yo.
—Me temo que eso sucede a menudo —señala.
—¿A qué te refieres?
—A la negación —continúa—. Harry lo mencionó. Uno de los síntomas clásicos de la depresión es que el paciente niega tener ningún problema.
—¿Qué sabrá Harry? No me conoce.
—Harry es algo más que un chico guapo —dice Greg, una expresión que me suena rara en boca de mi varonil marido—. Es especialista en psiquiatría, ya lo sabes.
Clavo la mirada en Greg. ¿Cómo se supone que debo saber que Harry, un hombre al que acabo de conocer y hacia el que he sentido una antipatía inmediata, se ha especializado en el estudio de la mente humana?
—¿Me estás diciendo que has estado hablando de mí con el último ligue de Kit?
—Oh, yo no creo que sea un simple ligue. Creo que lo veremos por aquí bastante a menudo —dice Greg, mientras se remete el faldón de la camisa en los pantalones y se pasa un dedo por el cuello.
—Preferiría pensar que mi hija tiene algo más de buen gusto —murmuro.
—¿Cómo dices?
—No, nada.
—En fin, que este tipo de apegos irracionales…
—¿Qué?
—El apego irracional que sientes hacia esta casa, combinado con la pérdida de la libido y el insomnio, son síntomas clásicos de depresión entre las mujeres de tu…
—¡Basta! ¡Ya estoy harta de esto!
Me agarro con fuerza al borde de la encimera y clavo las uñas.
—¿De qué, Sonia? ¿De qué estás harta? Solo queremos lo mejor para ti. Harry, Kit y yo.
—¿También has estado hablando de mi libido con Harry?
—No, solo del insomnio.
—¿Qué insomnio? ¿De dónde ha sacado Harry esa idea?
Greg ha salido de la cocina. Coge una bufanda del perchero del vestíbulo y se la coloca alrededor del cuello.
—Greg, quiero saberlo. ¿Qué te ha contado?
—Me dijo que te vio deambulando por la noche. Que habías salido a pasear. Que coincidisteis aquí, en el vestíbulo…
—Por el amor de Dios, y a él ¿qué le importa si necesito un poco de aire fresco por la noche? Pero, ya que lo mencionas, sí, últimamente me cuesta dormir. No me vendría mal un poco de ayuda.
—Con tal de que estés menos susceptible… —dice.
Se saca el bloc de recetas del bolsillo, garabatea algo y me tiende un papelito.
—No me extraña que Kit quiera volver a Newcastle —murmura entonces—. Que ya no le apetezca venir a casa.
Utilizar a Kit es jugar sucio. Greg sabe cómo irritarme. Me da la espalda mientras se pone el abrigo y los guantes.
—A Kit no le gusta venir a casa porque tú y yo nos pasamos el día discutiendo —le espeto—. Déjame en paz. Y no me hostigues más con el asunto de la mudanza.
—No le gusta nada verte siempre tan tensa. Y detesta vivir en esta casa.
—Ya no vive con nosotros, Greg. Y si solo vamos a ser tú y yo, en fin…
—«En fin» ¿qué?
Se vuelve y clava en mí los ojos, arqueando las cejas con aire inquisitivo.
—Nada.
No quiero emprender una ruta que nos llevará irremisiblemente a hablar de la separación. A pesar de todo, quiero que sigamos juntos. Por Kit, sobre todo, pero también porque, a cierto nivel, lo nuestro funciona. Y Greg lo sabe. Soy una buena esposa para él, le doy libertad pero le ofrezco un cálido hogar al que volver. Y él es un buen sostén para la familia y un padre afectuoso para Kit. Somos un matrimonio a la antigua usanza, unidos más por razones prácticas que por amor. Es la conclusión a la que llegamos tras las silenciosas vacaciones en España durante las que a punto estuvimos de romper. Le doy las gracias fríamente por encargarse de los barrotes de las ventanas e insinúo que, si quiere resolverlo pronto, debería empezar a moverse; las tiendas cerrarán enseguida.
—Ya me voy —dice—. No te preocupes.
Y cierra de un portazo.