Capítulo 22

SÁBADO

SONIA

Me marcho del garaje, pues temo que si me quedo voy a echarme a llorar. Me invaden la rabia, el enfado y el resentimiento hacia Greg, me enfurezco por lo indigna que esta situación es para Jez. En lugar de volver directamente a casa, bajo las escaleras hasta el río. Hay marea baja. Paseo por la orilla, quiero notar el aire frío en la cara e impregnarme de la mezcla de olores del río.

En comparación con la época en que Seb y yo bajábamos a jugar, la orilla está ahora bastante limpia. Es cierto que hay un neumático, un trozo de tubería y los habituales electrodomésticos desechados. Y envases de poliestireno que debían de contener hamburguesas. Incluso hay una calabaza hueca que rueda por la orilla, una reliquia de Halloween que extrañamente ha logrado sobrevivir todo este tiempo. Pero el agua los ha dejado limpios y debajo solo hay arena, guijarros blancos y trozos de cristal y de loza redondeados. El barro, el petróleo y el espeso caldillo químico en el que Seb y yo solíamos remojarnos ya no existen. Me siento sobre una losa de hormigón. A mis espaldas, el muro del río está cubierto de musgo verde hasta la línea de la marea alta; más arriba, las chimeneas de la central eléctrica se elevan por encima de las paredes grisáceas y medio desmoronadas. A la derecha de la central eléctrica se ubica el antiguo hospital, hoy convertido en casa de beneficencia, con su reloj negro y dorado en lo alto de la elegante torre y sus delicados aleros almenados, dos edificios absolutamente discordantes. Este es uno de los lugares donde más me gusta sentarme, con los altos muros de protección a mi espalda y el río a mis pies.

Tengo que abrocharme el abrigo y levantarme el cuello para protegerme de la ferocidad del viento. Me pregunto si va a nevar. Escucho el movimiento del agua cuando lame la costa, el leve campanilleo de loza contra piedra, o de metal contra hueso, mientras las olas golpean una y otra vez los escombros de la orilla.

Contemplo el río y de pronto nos veo. El día en que construimos la balsa. El caluroso verano de aquel año había llegado a su fin, debíamos de estar a principios de otoño. Recuerdo la niebla que se elevaba del río. Reinaba un hedor acre procedente de Dartford, como si una de las plantas químicas hubiera vertido alguna sustancia tóxica al río. Era muy pronto, por la mañana. Había ocurrido algo en la casa del río, una discusión, gritos, amenazas. Yo me había marchado llorando. Sentía la misma punzada en el pecho que siento ahora, como si llevara meses soportando la tristeza y la pena. Entonces vi a Seb en la orilla y noté que todo aquello se disipaba. Me acerqué a él, junto al agua. Tenía la vista fija en el agua oscura.

—¿Qué es eso?

La marea arrastraba hacia nosotros algo de madera, lo que parecían los restos de una caja de pescado.

—Cógelo, Sonia.

Me metí obedientemente en el agua, vadeando el fango e ignorando el frío, algo que siempre me obligaba a hacer cuando estaba con Seb para que él no pudiera tacharme de débil. Arrastré la caja de pescado hasta la orilla.

—¡Un material de primera para construir una balsa! —exclamó Seb—. Entonces podremos largarnos y escondernos de todo el mundo. Nadie podrá detenernos, Sonia. Desapareceremos como los cisnes. ¡Nos esfumaremos sin dejar rastro!

Lo miré y sonreí. Era una idea descabellada, pero Seb me gustaba también por eso: siempre creía que podíamos conseguir lo imposible.

—Genial. Es perfecto para empezar. Cuando esté a punto, podremos cruzar hasta la isla de los Perros y planear nuestra huida.

—¿Y será seguro?

—Sí, claro. Aunque necesitaremos un remo. Y una barandilla para no caernos al agua. Y algo que nos mantenga a flote. Y una amarra. Ve a buscar ese neumático, podemos utilizarlo para fabricar un asiento.

Yo entendía bastante de flotabilidad, algo natural cuando has vivido siempre cerca del agua. Había aprendido en los diversos barcos a remo y lanchas motoras en los que había navegado. Empecé a reunir algunos de los pedazos de poliestireno esparcidos por toda la línea de la marea alta, muy abundantes por aquella época, y llené varias bolsas de plástico. Entretanto, Seb se dedicó a recoger todo lo que encontró en la orilla: barriles de aceite y fragmentos de toneles de cerveza, maderos y cuerdas. Construir la balsa nos llevó casi todo el día. La metimos varias veces en el agua para probarla, volvimos a empezar y modificamos el diseño hasta que estuvo lista para la travesía. Pasamos varias horas anudando cabos deshilachados de las redes de pescar a dos cuerdas para construir una escalerilla.

—Nos servirá para trepar al muro cuando lleguemos al otro lado —dijo Seb—. Aunque para eso tendremos que esperar a que suba la marea, claro; si no llega a lo alto del muro, la escalerilla no nos servirá de nada.

Había empezado a oscurecer cuando la marea hubo crecido lo suficiente como para botar la balsa.

Se había levantado un viento que empujaba las olas río arriba. Había lucecitas parpadeantes en ambas orillas, al norte y al sur, y también en el centro del río, en los barcos amarrados y en los pequeños buses fluviales, que cubrían los últimos trayectos del día a través de las ahora cobrizas aguas.

Me pregunté qué haríamos si nos topábamos con un barco que navegara río arriba y no lográramos apartarnos a tiempo, pero Seb había insistido en que todo iría bien, de modo que opté por mantener la boca cerrada. «En el peor de los casos —me dije—, podemos saltar al agua y volver a la orilla nadando». Como de costumbre, antepuse el hecho de que Seb me respetara a garantizar mi propia seguridad.

Me colé sigilosamente en la casa del río, entré en el vestíbulo y cogí varias prendas de ropa impermeable, pues en aquella época aún no se utilizaban los trajes isotérmicos. En la casa reinaba el silencio. Quienquiera que fuera la persona con la que me había discutido aquella mañana, había desaparecido. Me llevé dos impermeables de caucho y bajé silenciosamente por la escalinata, cuyos peldaños inferiores habían quedado ya sumergidos bajo las aguas del río.

—Ahora tenemos que botarla —dijo Seb—. Necesita un nombre, Sonia. ¿Cómo le ponemos?

Tamasa —dije yo.

¿Tamasa?

—Es la palabra que dio origen al nombre del Támesis —aclaré—. Significa «río negro», lo dimos en clase. Y ahora el río está casi negro.

—Vale, y ahora estrellaremos una botella contra el costado. Bautizaremos la balsa como es debido.

Nos colocamos en las escaleras. Seb anudó un trozo de cuerda al asa de uno de los barriles de aceite que conformaban el casco del Tamasa, ató una botella de Brown Ale al otro extremo y la arrojó con fuerza contra la balsa. Tras varios intentos fracasados tuvimos que romperla contra los peldaños de piedra, pero finalmente la botella se hizo añicos y la superficie del agua quedó cubierta de chispeantes burbujas que se mezclaron con la espuma tóxica acumulada en el borde.

Descendimos los dos últimos peldaños, penetramos en la agitada marea y, resignándome a lo que pudiera sucedernos, hice caso omiso del agua que me cubría las botas y ayudé a Seb a empujar la balsa por encima de las olas. Subimos a bordo de un salto, nos tumbamos y empezamos la travesía de aquellas aguas cubiertas de niebla. Seb cogió el remo y empezó a bogar con furia; tras unos pocos minutos, se rindió. La corriente era mucho más fuerte que él, no tenía ningún sentido intentar dirigir la balsa: estábamos a merced del río.

En cuestión de segundos habíamos alcanzado el centro del Támesis. En la creciente oscuridad, la costa parecía estar más lejos que nunca. La balsa apenas se mantenía a flote sobre la superficie del agua.

—¡Soooo! —gritó Seb cuando la corriente nos alcanzó de nuevo y nos arrastró río arriba.

—¡Tienes que remar más rápido! —me gritó—. ¡O terminaremos más arriba de Rotherhithe o de Jacob’s Island! ¡Dios, la corriente tiene más fuerza de lo que pensaba!

Creo que incluso Seb estaba asustado en ese momento. La balsa giraba, se hundía y volvía a salir a flote, y el agua helada rebasaba el costado de la embarcación y nos salpicaba la cara. Pronto nos vimos arrastrados río arriba, muy al norte. El agua nos había empujado mucho más lejos, mucho más rápido de lo que habíamos previsto. A mano derecha distinguimos los pilotes, unos enormes postes de madera unidos con cadenas y con escaleras de acero que permitían subir hasta la pasarela de los embarcaderos. Seb respiraba cada vez más deprisa y me di cuenta de que estaba a punto de dejarse llevar por el pánico.

—¡Agárrate! —gritó por encima del rugido del viento, del agua que cubría la balsa, del estruendo del tráfico y del bramido de las barcas a motor que pasaban por nuestro lado sin percatarse siquiera de nuestra presencia.

Estaba muy oscuro, era imposible que nos vieran desde el interior iluminado de las cabinas.

—Hunde el remo y sujétalo con fuerza o… ¡Mierda, mierda, mierda!

Metí el tablón que utilizábamos como remo en el agua y la balsa viró a la derecha.

Finalmente logramos situarnos bajo uno de los embarcaderos, aunque era imposible saber si había sido gracias a mis habilidades náuticas o a la simple voluntad del río. Los sonidos cambiaron. Ahora solo oíamos el gorgoteo del agua que resonaba en la oscuridad. Cuando Seb habló, su voz reverberó en el muro.

—Dios, por un momento he creído que pringábamos —dijo—. Bueno, aquí estamos a salvo. Pásame la cuerda, Sonia, y ataré la balsa.

Seb amarró la cuerda a uno de los pilares y se levantó; la embarcación se tambaleó y él extendió los brazos como un funámbulo. Parecía que no hubiera pasado miedo en ningún momento.

—Y ahora ¿qué hacemos? —pregunté.

—Tenemos varias opciones —dijo él—. Una, esperar a que baje la marea y llegar a la costa andando. Dos, subir por una de las escaleras y volver a casa en bus. Tres, dar media vuelta y volver a casa remando. Cuatro, yo subo por la escalera, te dejo a ti en la balsa y vemos cómo te las arreglas para salir de aquí.

—No elijas la última, ¿vale? Por favor, Seb. Tengo frío y estoy muerta de miedo. Esto es peligroso.

—¿Dónde está el peligro?

—¡Seb! El Tamasa se está hundiendo mientras hablamos, nadie puede vernos y el nivel del agua sigue subiendo. Podríamos quedar atrapados.

Solo lograba distinguir su silueta en la oscuridad, de modo que no sé si se encogió de hombros, sonrió o simplemente me ignoró, pero de pronto empujó la balsa hacia uno de los pilares provistos de escalera metálica y empezó a trepar.

—¡Vuelve, Seb! ¡No me dejes aquí!

Dejarme sola era uno de los pasatiempos favoritos de Seb. Lo que yo no sabía entonces era que aún no había experimentado la soledad absoluta. Aún no sabía qué era que me abandonara del todo. Para siempre.

La balsa siguió balanceándose y girando. Estaba atada a uno de los pilares, de modo que era imposible que la corriente me arrastrara río arriba o, lo que temía aún más, río abajo en cuanto cambiara la marea. Sola, bajo la oscuridad de aquel saliente y con las olas batiendo contra los pilares, empecé a preguntarme qué haría cuando la marea subiera y engullera el espacio que me separaba del techo, dejándome sin aire para respirar. El Tamasa se hundía ya por debajo de la línea de flotación. El agua iba a cubrirlo por completo en cualquier momento y yo me quedaría allí colgada, con los brazos cada vez más y más cansados, hasta que no tuviera más remedio que soltarme y dejarme arrastrar a las oscuras profundidades del verdadero Tamasa, demasiado helada y exhausta para intentar siquiera nadar. Tenía que seguir a Seb, pero el frío del río me había calado los huesos. Los dientes me castañeteaban de forma incontrolable. Traté de agarrarme a la escalera, pero al intentar incorporarme tropecé y estuve a punto de caer por la borda.

Tras cuatro o cinco infructuosos intentos por agarrarme a la escalera, incapaz de encontrar un punto de apoyo que me permitiera mantener el equilibrio sobre el Tamasa, que seguía meciéndose y hundiéndose en el agua, me rendí. Apenas podía mover las manos y me había quedado sin fuerza en los brazos.

Seb se había marchado. Me acurruqué en lo que quedaba de la balsa, me abrigué como pude con el impermeable y acerqué las rodillas al pecho. Las ratas chillaban y peleaban sobre el muro. Volví a llamar a Seb. No contestó y yo lo imaginé cómodamente instalado en un pub, tomándose una cerveza; siempre lograba que le sirvieran alcohol a pesar de ser menor. Una vez más experimenté el embate del rechazo, la envidia y la añoranza que Seb siempre lograba provocar en mí.

Pero pronto esos sentimientos se vieron desplazados por preocupaciones más acuciantes. El Tamasa se estaba hundiendo irremisiblemente. En medio de la oscuridad, el faro que había bajo el saliente e iluminaba un extremo de la balsa me permitió ver que la popa, la gran bolsa de pedazos de poliestireno que debía mantener la balsa a flote, empezaba a desaparecer bajo la superficie del agua. Las botas se me habían llenado de agua e intenté descalzarme. Entonces se oyó un rugido, el Tamasa se elevó peligrosamente y una luz blanca me deslumbró al tiempo que unos brazos negros, enormes, me rodeaban.

Desperté más tarde en la patrullera de la policía, cuyo faro me había localizado. Seb se había marchado a casa. No sé si llegó a superar la humillación de tener que responder a las preguntas de la policía, pero si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, me habría sorprendido lo leve que fue el castigo que recibió en ese momento. Una reprimenda, un día sin salir de casa. Nada más. Hasta la siguiente ocasión.

Llevo un buen rato recogiendo piedras y arrojándolas distraídamente al agua, sentada en una losa de hormigón, cuando me doy cuenta de que estoy sujetando algo cilíndrico y liso en la mano derecha. Bajo la mirada y me asusto al constatar que se trata de un hueso. Si no me equivoco, por lo que aún recuerdo de las clases de anatomía que recibí en su día, se trata de un hueso de muñeca humana. Lo dejo caer, alarmada, y me detengo a comprobar que a mi alrededor, entre los guijarros, las piedras y las suelas de zapato, hay numerosos huesos más, algunos gruesos y huecos, otros cortos como dedos, la mayoría con los extremos tiznados de negro, como si se hubieran quemado, y uno o dos partidos por la mitad, de forma desigual, como si alguien los hubiera quebrado a golpes. La marea ha empezado a subir y se ha levantado una brisa procedente del río, que crece y suspira. El agua y el cielo se llenan de los gemidos de todas las cosas que se ven arrastradas en contra de su voluntad; quejidos y estremecimientos, chirridos y lamentos, como si el río deseara llamar la atención.

Levanto la mirada y advierto que, en realidad, no estoy sola: en la azotea de uno de los edificios del callejón que dan al río hay un grupo de personas que me observan. Me levanto, me sacudo la ropa y me dirijo apresuradamente hacia las escaleras del amarradero, presa de una súbita sensación de terror.