Capítulo 21

SÁBADO

SONIA

En cuanto desaparecen, vuelvo a entrar en casa, meto unas cuantas provisiones en una bolsa y salgo hacia el garaje. Pero Betty está en la puerta de su casa, en los escalones de la entrada, sacándole brillo a la aldaba de latón. Es desesperante. Echo un vistazo a la cámara de vigilancia. Siento la necesidad de comprobar hacia dónde está orientada cada vez que voy a ver a Jez, aunque sé que apunta en la dirección opuesta a los garajes, hacia el lugar donde están construyendo otro edificio de apartamentos y oficinas, sobre el terreno que en su día fue Lovell’s Wharf.

—No sé a qué viene esa insistencia por cambiarlo todo —dice Betty, siguiendo mi mirada—. No había ninguna necesidad. Y tampoco entiendo cómo piensan llenar todas esas oficinas en tiempos de crisis.

Betty es una mujer de la que podría ser amiga, si tuviera tiempo. Tanto ella como sus opiniones me merecen un gran respeto.

—Sí, es un derroche de tiempo y de dinero.

Me duele ver crecer esos edificios nuevos, que despojan la orilla del río de su historia y le arrancan el corazón. Esas mismas construcciones podrían levantarse en cualquier otra parte, pues no guardan relación alguna con el río ni con su actividad comercial.

—Además, hacen muchísimo ruido —se queja Betty—. Es constante. A veces pienso que, como no dejen de dar martillazos, voy a volverme loca. Y esa grúa, esa monstruosidad azul, lleva meses ahí plantada, elevándose sobre todos nosotros como si fuera una horca.

Lo cierto es que hoy la obra está en silencio, pero el chirrido de los taladros se ha visto reemplazado por el griterío de los niños, los chillidos de las gaviotas y el constante piar de un mirlo que se ha posado en la rama de un arbolito que pende sobre el agua, un reclamo lastimero. Y entre todos esos sonidos estoy segura de que distingo un golpeteo constante procedente de la zona de los garajes. Me temo que es Jez, que intenta llamar la atención. Se me acelera el corazón y el latir de la sangre en los oídos ahoga todo lo demás. Voy a tener que utilizar la cinta adhesiva para atarlo y amordazarlo mejor. Detesto tener que hacerlo. Encontrarlo allí atado ayer por la noche me resultó una visión horrible. Supuso una tortura para mí, al igual que para él. Pero no puedo permitirle que alborote. La rabia se apodera nuevamente de mí. ¡Si al menos Greg se hubiera marchado! Y ahora, además, tengo que librarme de Betty para poder ocuparme de Jez sin levantar sus sospechas.

—La aldaba y el buzón de tu casa tienen un aspecto fantástico —le digo, abrazando con fuerza la bolsa con la comida y la bebida—. Son los más relucientes de la calle.

—La verdad es que me gusta mantener la fachada en perfecto estado, especialmente ahora que los turistas han empezado a utilizar el callejón como atajo —dice—. Se fijan en todo, ¿sabes? Si no estuviera todo impecable, lo notarían enseguida. Por cierto, este año aún no has venido a ver mis campanillas de invierno. Vayamos ahora, antes de que se mustien.

No me atrevo a rechazar la invitación. Es una tradición, cada estación visito el jardín de Betty y negarme a hacerlo ahora despertaría suspicacias. La parcela está al otro lado de la calle, frente a la casa de Betty, y termina con una abrupta pendiente que desciende hasta el río. A poca distancia de allí se encuentra la estrecha ventana de Jez, que comparte esa misma vista. Me coge del brazo y caminamos despacio por entre los arbustos, bajo los árboles desnudos.

—Los acónitos se han retrasado a causa del frío —me señala Betty—. Pero las campanillas de invierno están por todas partes. Cada año me suponen un consuelo mayor. ¡Me atrevería a decir que florecen cada vez más blancas!

Habitualmente, incluso cuando sopla apenas una brisa suave, se oye el repiqueteo metálico de Colliers Wharf. Ahora lo acompañan el rugido de una lancha en el agua y el silbido de un aeroplano que se dirige hacia el aeropuerto. Y aunque es difícil distinguir todos esos sonidos, también se oyen unos golpes claros, inconfundibles. Justo en el momento en que con otro vuelco al corazón comprendo que el ruido procede de mi garaje, Betty me da un apretón en el brazo y se me acerca al oído.

—Eres una chica mala. Al final resulta que no limpiabas el garaje para guardar el coche, ¿verdad?

—Y a ti ¿qué más te da? —pregunto, al tiempo que suelto el brazo.

Betty se tambalea ligeramente, con expresión desconcertada.

—Me dijiste que ibas a guardar el coche en el garaje, como hacía tu madre. ¡Pero todavía lo tienes en la calle!

—Te agradezco el interés, pero lo que decida hacer con mi coche es asunto mío, Betty.

—Ya te dije que no es seguro. Sería mucho mejor que lo metieras en el garaje. Esto está lleno de gamberros, Sonia. Lo digo por tu bien.

—Gracias —respondo, algo más relajada—. Pero la verdad es que no es nada fácil encajarlo en ese espacio tan pequeño.

—Pero ¿para qué ibas a utilizarlo si no? —pregunta mientras se aleja.

Me doy cuenta de que mi exagerada reacción a su comentario la ha ofendido, pues en realidad no había motivo de alarma. Cuando está a punto de llegar a la verja, la llamo para darle las gracias por invitarme a visitar su hermoso jardín y le digo que me encantaría tener uno como el suyo en la casa del río, pero se mete en casa sin volverse a mirarme. Siento haberla molestado y me enfado conmigo misma por haber reaccionado de modo tan brusco cuando lo único que la mujer tenía en mente era la seguridad de mi viejo Saab.

Las manos me tiemblan mientras intento torpemente abrir los dos candados de la puerta del garaje, hasta que al fin lo logro. Entro, cierro la puerta tras de mí y echo el cerrojo.

El garaje apesta. Siento otra punzada de irritación. El cubo y la falta de agua corriente y de electricidad convierten este sitio en un lugar degradante. En la sala de música no había ninguno de estos inconvenientes.

Jez tiene la cabeza vuelta hacia el otro lado, pero sé que me ha oído entrar. Me fijo en el contorno de su mejilla, que ha perdido la grácil curva de antaño. Su cuerpo, debajo del edredón, apenas abulta. Sigue con los brazos y las piernas atados a los postes de la cama, de modo que, como ya me temía, debe de haber estado haciendo ese ruido golpeándose la cabeza contra la cabecera.

Me siento en la cama.

—Jez, has estado golpeándote la cabeza. Lo he oído desde la calle. Tienes que parar —le digo mientras le quito la mordaza.

—¿Por qué? —me espeta.

Ahora que puede hablar, caigo en la cuenta de que está hecho una furia.

—¿Qué esperas, después de lo que me has hecho?

—No quiero que te hagas daño —le digo—. Golpearse la cabeza es peligroso.

—Tengo los brazos y los pies atados —responde—. Solo me queda la cabeza.

—A mí tampoco me gusta tener que atarte —le digo con dulzura—, pero necesitaré un poco de cooperación por tu parte si tengo que sacarte de aquí más adelante. ¿Quién sabe qué podría pasarnos si levantas suspicacias?

—¡Pero si estoy encerrado en este agujero! Además, hasta ahora no ha venido nadie. No entiendo a qué viene todo esto. Podrías desatarme, la ventana es demasiado pequeña como para que pueda colarme por ella.

—Ya lo sé. Y tampoco sobrevivirías a la caída hasta el río. Si la marea estuviera baja te partirías el cuello, o la espalda; y si estuviera alta, las corrientes te arrastrarían en un abrir y cerrar de ojos.

No me gusta asustarle, pero tampoco quiero darle ideas. Jez me mira, aturdido.

—Aunque seguramente Seb habría encontrado la forma de salir —murmuro—. Habría fabricado una escalera de cuerda y habría utilizado cualquier cosa para romper la ventana. En cuanto se le metía algo entre ceja y ceja, nada podía pararlo.

—¿Qué? ¿De quién hablas?

Miro fijamente a Jez.

—De nadie —digo.

—Me estoy pelando de frío —se queja Jez—. Y esto apesta, es asqueroso. Tienes que dejarme salir.

—Lo siento, lo siento mucho. Creía que todos se marcharían hoy, pero Greg ha decidido alargar su estancia. Estoy harta. Eso significa que vas a tener que pasar como mínimo otra noche en este sitio.

—¿Qué?

—Si se te ocurre algo que pudiera hacerte la situación más llevadera, te lo traeré.

—Pero no vas a soltarme.

Le dirijo una mirada de aflicción y niego con la cabeza.

—No, aún no.

Se queda en silencio durante un rato y me temo que ha empezado a llorar, pero entonces vuelve a hablarme.

—Si lo que quieres es acostarte conmigo, lo haré. Y entonces podrás soltarme. Por favor. No se lo contaré a nadie, te lo prometo. Vamos.

—No hagas esto, Jez —le pido.

—¿Que no haga qué?

—Esto. Convertirlo en algo denigrante.

—Pero es que no lo entiendo. Si no es para acostarte conmigo, ¿por qué lo has hecho? —pregunta, agitando las esposas de cinta adhesiva.

—Me basta con tenerte aquí, cerca de mí —digo.

Pero sé que no lo entiende. O tal vez no lo quiera entender. No lo entenderá mientras esté de mal humor. Aunque lo cierto es que quiero explicárselo, decirle: «El deseo de retenerte me supera, me inunda por completo y amenaza con desbordarse. Es difícil y agotador, pero no puedo rendirme».

Entonces decide probar otra táctica. Intenta hablar con voz más grave y sonar más barriobajero de lo que es en realidad.

—Yo no soy un buen chico, ¿sabes? Tomo drogas. Paso demasiado tiempo a solas con la guitarra. Soy incapaz de leer y escribir correctamente. No me conoces. Si me conocieras, no te interesarías por mí.

Me río.

—¿De verdad crees que a la gente solo le gustan los buenos chicos? Cuantas más cosas descubro de tu otra cara, más te quiero aquí. Tampoco habrías dicho que Seb fuera un buen chico, pero eso no me impidió quererlo.

—¡Y dale con Seb!

—¿Cómo?

—Que no dejas de mencionar al tal Seb. ¿Quién es?

—Nadie —digo y me estremezco.

Tengo que dejar de hablar de Seb, tengo la sensación de estar tentando la suerte.

—Es que no lo entiendes —sigue diciendo Jez—. Mi padre me abandonó hace años. He decepcionado a mi madre con mi dislexia. La única persona que me soporta es Helen.

—¿Helen? ¿Tu tía? ¡Pues ya me contarás qué tiene Helen para que hables de ella como si fuera una santa!

—¿Cómo dices?

La rabia que destilan mis palabras lo ha cogido por sorpresa, lo mismo que a mí. ¿Por qué no puedo soportar que Jez hable bien de Helen o mencione a otra mujer con afecto?

—Tengo la sensación de que la pones en un pedestal.

—¡Qué va! —exclama él—. Normalmente va tan borracha que ni siquiera se da cuenta de lo que hacemos, eso es todo.

Me ablando un poco. Aunque no esté siendo del todo honesto, sabe qué quiero oír. No desea hacerme daño y se lo agradezco.

—A Helen le importa más bien poco lo que hagamos Barney, Theo y yo —asegura.

Su tono de voz ha vuelto a cambiar; por un instante parece haber olvidado que está atado a la cama, enfurruñado simplemente por la vida que le ha tocado vivir.

—Mi madre, en cambio, no me deja respirar. Que si haz esto, que si ensaya aquello, que si tienes que aprobar tal examen… Tengo que demostrarle que soy «inteligente» aunque ni siquiera sea capaz de hilvanar una frase completa. —Hace una pausa, suspira y me mira—. No me vendría nada mal un porro —dice, con voz más dulce—. Y algo de beber.

—Veamos, te he traído unas cuantas bebidas. Puedes elegir. Pero tu hierba se ha terminado. ¿Dónde voy a conseguir más?

—Podrías preguntarle a Alicia.

Doy un respingo al oír ese nombre.

—No conozco a Alicia —digo.

—¡Pero Helen sí la conoce! ¡Y tú conoces a Helen! Puedes llamarla, sabes que puedes hacerlo.

—De acuerdo, Jez, cálmate. Voy a conseguirte algo de droga, pero no pienso hablar con Alicia. Creo que debemos mantenerla apartada de esto.

—¿Apartada de qué? —pregunta, levantando la voz—. ¡Aún no me has contado qué está pasando! Todo esto es muy raro, es de locos.

—Apartada de nosotros dos. Lejos de ti y de mí.

—Mira —insiste Jez, como si se estuviera esforzando por ser paciente con un niño—. Alicia tiene hierba. Y si no la tiene, sabrá dónde encontrarla. Y yo la necesito.

—No es buena para ti y lo sabes —le digo—. Puede afectar a tu cerebro.

—No fumamos drogas duras —se defiende.

El uso del plural me sulfura. ¿Lo habrá hecho a propósito?

—Solo fumamos cosas suaves. Marihuana. Puedo decirte exactamente qué tienes que pedir. Me vendría muy bien, me convertiría en un chico más agradable —afirma y sonríe.

No es una sonrisa genuina, feliz, pero es la primera vez que lo veo sonreír desde que lo encerré en el garaje.

—Vale.

Tal vez la hierba pueda serme también útil, como de hecho lo ha sido en otras ocasiones. Fumar le abre el apetito, y eso me permite administrarle a Jez los somníferos necesarios para mantenerlo calmado y obediente. Además, tengo un contacto que seguramente puede conseguirme un poco de marihuana.

—Te he dicho que te traería lo que quisieras y lo haré. También necesitas ropa nueva. Dime qué te gusta, no puedes seguir vistiendo los pantalones viejos de Greg. Además, aún no he podido lavar la ropa que llevabas ayer.

—No me vendría mal algo más caliente —murmura.

—Pues necesitaré saber qué talla usas —le digo—. Déjame ver.

Me dirige una mirada severa y durante unos segundos temo que vuelva a escupirme. Doy un paso atrás para protegerme, pero entonces se rinde y asiente con la cabeza.

Me acerco con cuidado y Jez deja que le separe el cuello de la camiseta para echar un vistazo a la etiqueta. Le pido que se vuelva hasta donde le permitan las esposas para que pueda apartarle el pelo y verla mejor. Descubro el vello que le cubre la base del cuello hasta la parte superior de la columna. Doblo la cintura de los anchos pantalones de Greg para echar un vistazo a la etiqueta de los calzoncillos. En ese punto la espalda se le estrecha, la piel parece arena que aún nadie ha pisado y atisbo una pelusa dorada que se pierde bajo la cinturilla. ¿Esto es todo lo que necesito? ¿Ser testigo de la etapa de transición por la que pasa su cuerpo, tenerlo cerca de mí, percibirlo a través de los ojos y la nariz? Prefiero contemplarlo cuando está dormido y puedo dejarme llevar, retroceder flotando en el tiempo. Pero ni siquiera eso es suficiente. Hay algo más, algo que me atormenta y que me impedirá soltarlo hasta que haya logrado capturarlo para siempre.

—¿La tienes?

—¿Qué?

—La talla.

—Ah, sí, claro. Te compraré unos tejanos, unas cuantas camisetas, calzoncillos y una sudadera. Y a lo mejor también un chaleco acolchado y calcetines gruesos.

—No necesitaré tantas cosas.

—Yo creo que sí.

—No las necesitaré si me sueltas pronto, como dijiste.

—Mejor estar preparados —digo yo—. ¿Algo más?

—Aquí no hay música —se queja—. Solo oigo el río.

—Creía que te gustaba el sonido del río. Recuerdo que la primera noche que pasamos juntos dijiste que te parecía una especie de música urbana. No habrás dejado de oírla, ¿verdad? Porque a veces, cuando te acostumbras a algo, pierdes la sensibilidad que te permite captarlo.

Me mira como si no entendiera qué diablos le estoy contando.

—Escucha —le digo y me siento a los pies de la cama—. Cuando la marea baja, se oye el correr del agua sobre los guijarros, y hay un constante ritmo de fondo. Pero cuando sube, los sonidos pueden pasarte desapercibidos. ¿No has oído el pontón? Cuando se mueve suena como el llanto de un niño. ¿Y las oleadas repentinas que se levantan cada vez que pasa una barca? Si prestas atención, advertirás que el flujo y el reflujo son rítmicos, como la vida misma. Nos recuerdan que nada dura eternamente. Y que, al mismo tiempo, todo lo que se marcha termina regresando bajo una forma u otra.

—Yo lo único que sé es que necesito música.

—Sí, claro. Lo siento —digo, consciente de que no está de humor para una de nuestras conversaciones profundas—. Estaba intentando convencerte, pero sé que para ti la música es algo esencial, Jez. Lo entiendo. Déjalo en mis manos, no te preocupes.

—Y quiero hablar con ellas, con mamá y con Alicia. Porque no tienen ni idea de dónde estoy, ¿verdad? Estarán preocupadísimas. Me revienta pensar por lo que deben de estar pasando.

Me acerco a la ventanilla y la abro un poco más. Entra una ráfaga de aire helado, con olor a río, que agita las telarañas y las hace brillar.

—¡Jez, es que no sé qué hacer! Aún no puedes hablar con ellas. Y no puedo dejarte salir de aquí hasta que Greg se haya marchado. No puedo echarlo, aunque tampoco soporto tenerlo cerca. Me siento atrapada.

—¿Tú? ¿Atrapada? —pregunta con una carcajada irónica, amarga.

Me vuelvo hacia él para mirarlo. La luz que entra por la ventana abierta lo ilumina y me doy cuenta de que su aspecto ha cambiado drásticamente desde aquel primer día. Su rostro está pálido y demacrado, y han empezado a aparecerle manchas alrededor de la boca. Su belleza se está desvaneciendo en este lugar horrible.

¿Y si al fin y al cabo la solución pasa por dejar que se marche? Podría cortar las esposas, salir y dejar la puerta del garaje abierta. Permitir que regresara a su casa. Helen vive cerca, y Jez podría estar de vuelta en diez minutos. Imagino la expresión de sorpresa en los rostros de Maria, Mick y Helen. De hecho, estaría haciéndole un favor a Helen. Las rutinas de su hogar se han visto alteradas, y yo tengo la llave para restablecerlas. Aunque, ¿volverían a su estado original? La situación que he desencadenado aceptando a Jez en mi vida ha adquirido un impulso propio. Hay ciertas cosas que no pueden cambiarse. Sospecho que Mick le ha perdido el respeto a Helen de modo irreversible, y que la adicción de Helen a la bebida solo puede empeorar. Que la pasión latente entre Mick y Maria, si es que se trata de eso, seguirá su curso. No puedo salvarlos. Y ¿en qué lugar me dejaría eso? Volvería al principio, con Greg. Jez crecería y se convertiría en un adulto grotesco. Su belleza, ese estado perfecto entre el niño y el hombre, se desvanecería hasta marchitarse por completo. Sería como si el giro del destino que trajo a Jez a mi vida nunca se hubiera producido.