Capítulo 20

SÁBADO

SONIA

La mañana siguiente estoy en el baño, lavándome la cara, cuando la policía viene a casa. Greg me llama desde el pie de las escaleras. Harry y Kit ya han acabado de preparar las maletas y tienen previsto tomar el tren de las 10.33 en Charing Cross.

—Oh, Dios, ¿ha pasado algo? —oigo que pregunta Kit mientras bajo por las escaleras—. ¿Es la abuela? Debería haber ido a visitarla. Deberíamos haber ido a ver a mi abuela, Harry.

Kit tira del puño de la camisa de Harry, mira a los policías con el ceño fruncido y echa un vistazo al reloj.

—No es por su abuela —la tranquiliza la agente—, pero si no le importa, me gustaría que se quedara mientras les hacemos unas cuantas preguntas.

Greg acompaña a los dos agentes, un chico joven y una mujer, a la sala de estar. Hay fuego en la chimenea, Greg debe de haberla encendido antes. Él y yo nos sentamos juntos en el sofá, mientras Kit se deja caer en la butaca que hay frente a la ventana y Harry se queda de pie detrás ella y posa una mano en su hombro.

La mujer se presenta como la inspectora Hailey Kirwin y explica que un chico al que cree que conocemos lleva una semana desaparecido.

—Creo que usted ya está al corriente del asunto —dice la mujer, volviéndose hacia mí y clavándome sus vívidos ojos azules—. Tengo entendido que ayer coincidió con su tía en la ópera.

—Sí, Helen. También salió en los periódicos —digo.

—¡Jez! —exclama Kit—. ¡Oh, Dios mío! ¿Ha desaparecido? ¿Por qué no nos lo contaste, mamá?

—No quería que os preocuparais.

—¡Pero es el primo de Barney y Theo!

—Así pues, ¿le conoce? —pregunta la agente, volviéndose hacia Kit.

—Sí, lo conozco. Es más joven que yo. Antes vivía en esta zona. Luego se mudó a París, pero pasa algunas temporadas en casa de Barney y Theo. A ellos dos los conozco mejor; nuestros padres tocaban juntos la guitarra, y nuestras madres eran amigas. ¡Oh, Dios, es horrible! ¿Qué creen que ha pasado?

—Eso es lo que intentamos averiguar. Es impropio de él desaparecer sin decir nada a nadie. Y ya ha pasado más de una semana.

Tengo la extraña sensación de que lo estoy viendo y oyendo todo a través de un cristal empañado. Capto algunas de las palabras de la agente Kirwin, pero estas me parecen inconexas: «Nadie cree haber notado nada… más de veinticuatro horas… drenando el río… nunca regresó…».

—Lo que necesitamos saber —dice entonces, y su voz me suena sorda, apagada— es si llegó a venir por el disco.

—¿Cuándo fue eso? —pregunta Greg.

—Ayer hizo una semana —responde el agente.

—Yo estaba en el extranjero —dice Greg, mirándome—. ¿Vino Jez mientras yo estaba fuera, Sonia?

Tengo la boca tan seca que apenas logro pronunciar un «no».

—Según parece, el disco que quería tomar prestado era… —dice la agente, consultando su bloc de notas— de un tal Jim Butler.

—Tim Buckley —la corrige Greg—. Sí, es cierto. Lo tengo arriba. Es un disco difícil de encontrar, una rareza. Jez y yo estuvimos hablando de ello en la fiesta del quincuagésimo cumpleaños de Mick, en el porche. ¿Te acuerdas, Sonia?

—¿Cuándo fue eso? —pregunto.

Me siento acalorada. Me quito la bufanda de cachemira y la arrojo sobre el sofá.

—Creo que ya te lo conté. Él dijo que llevaba tiempo intentando conseguir el disco y yo le comenté que lo tenía en casa y que podía prestárselo. Lo recuerdo porque me sorprendió que a un chico tan joven le interesara ese tipo de música.

El fuego de la chimenea crepita y escupe chispas como si participara en la conversación.

—Le dije que se lo prestaría siempre y cuando me lo devolviera enseguida, por supuesto.

—Ah, sí —digo yo.

—¿Y no vino a buscarlo? —pregunta Kirwin.

Debe de llevar lentillas de color; nadie tiene los ojos tan azules.

—No —repito yo.

—¿Cree que podríamos echarle un vistazo al disco del que estamos hablando? —pregunta la agente.

—Sí, claro —responde Greg, levantándose—. Estará arriba, en la sala de música. Iré a buscarlo. ¿O prefiere subir conmigo?

—Prefiero que me acompañe Sonia —señala la agente Kirwin—, teniendo en cuenta que era ella quien estaba en casa el día en que Jez tenía intención de pasarse por aquí. Mi colega quiere hacerles unas preguntas a usted y a su…

—Estos son mi hija Kit y su novio, Harry. Han pasado el fin de semana con nosotros. Estudian en la Universidad de Newcastle y, de hecho, tienen que marcharse a tomar el tren. Regresan hoy mismo.

—No los entretendremos demasiado —dice la mujer con una sonrisa.

Entonces se vuelve hacia mí y arquea las cejas. Me levanto como en trance y ella me sigue escaleras arriba hasta la sala de música.

Sé exactamente dónde está el disco de Tim Buckley, porque Jez lo tenía en la mano el otro día, cuando dijo que se marchaba y que ya no quería llevárselo, pero aun así finjo tener que buscarlo. Hurgo en varias pilas y ojeo rápidamente la estantería hasta que lo encuentro y se lo ofrezco. La agente Kirwin le echa un vistazo, le da la vuelta, lo deja y escribe algo en su bloc de notas. En tanto que disco no tiene ningún significado para ella, pero ¿y en tanto que prueba? Debe de conservar las huellas dactilares de Jez. Me pregunto si va a llevárselo. En ese caso, los forenses van a darse un festín.

¿Por qué no les he contado que vino a casa y se lo llevó?

Podría haber dicho: «Sí. Vino, se lo di y se marchó». En ese tipo de situaciones, no es nada fácil pensar con rapidez. Pero ¿y si aun así insistía en registrar la sala de música y encontraba el disco? Soy consciente de lo precario de mi situación. Las cosas que nos delatan son siempre las más simples. Puesto que Greg y Kit venían a casa, he intentado eliminar cualquier rastro de Jez y he hecho todo lo que he podido por mantenerlo escondido en el garaje, pero aun así he dejado la sala de música plagada de huellas dactilares.

La agente de policía continúa dándole vueltas al disco, mientras yo espero que llegue el momento en el que todo se derrumbe a mi alrededor. Estoy dispuesta a confesar, a dejar el asunto en manos de otros. Si me arrestan por retener a un joven en contra de su voluntad —porque sin duda asumirán que ha sido en contra de su voluntad—, toda la tensión, la ansiedad y el torbellino emocional de estos últimos días terminarán por fin. Este pensamiento se apodera de mi corazón, lo aplasta. Perder a Jez después de todo lo que hemos vivido me resultaría insoportable. Necesito más tiempo. Necesito restituirle la salud y recuperar su confianza. No puedo perderlo, por duro que esto sea para los dos. No soporto pensar que todo esto pueda convertirse en nada.

—Gracias —dice la agente al devolverme el disco—. Así que no llegó a venir, ¿no?

Me estudia atentamente mientras formula la pregunta. Sus ojos, de un azul antinatural, centellean. Yo niego con la cabeza.

—Y no lo ha visto cerca del río, ni en el pub, ni en ninguna otra parte. Porque asumo que sabe qué aspecto tiene, ¿verdad?

—Sí, claro —respondo; de pronto mi voz me parece aguda, estridente—, como ha dicho Kit, soy amiga de su tía. Lo he visto alguna vez, aunque no recientemente. Desde que los niños han crecido, Helen y yo no nos encontramos tan a menudo.

—Al parecer, solía practicar salto BASE en los muros del río —dice—. Ya sabe, saltaba de los puentes, trepaba por los muelles y demás. ¿No recuerda haberlo visto por los alrededores hará una semana? ¿No recuerda nada que pueda ayudarnos?

Decido pensármelo un segundo. ¡No sospecha nada! Me encantaría hablar, reír y conversar sobre el chico y su extraordinario talento.

—Lo vi por última vez… Hará un año, tal vez dos, cuando estuvo limpiando los muros del río con sus primos, cerca del pub. Recuerdo que a su tía por poco le da un ataque. «¡Chicos!», gritaba una y otra vez. Me sentí aliviada por ser madre de una chica y no de un chico. Debería considerarme afortunada.

—¿Nada más? ¿No lo ha visto por aquí últimamente?

—¿Últimamente? Pues no, no que yo recuerde. La verdad es que no. —Reparo en que estoy farfullando de puro alivio e intento controlar la voz—. Paso aquí la mayor parte del tiempo. Trabajo en casa, de modo que si hubiera estado por aquí seguramente lo habría visto.

La agente toma nota.

—Y entonces ¿dice que han estado rastreando el río? —pregunto, aunque ya lo sé. Porque Sheila me lo contó ayer en el embarcadero, porque lo leí en el periódico y porque Helen me lo dijo.

—Sí, pero seguiremos buscando —responde—. Gracias por su ayuda. Vayamos con los demás, queremos hacerles unas preguntas sobre la tía. Helen Whitehorn. Sobre lo bien que la conocen y demás.

El corazón se me acelera de nuevo. Esto no ha terminado. Bajo las escaleras tras ella. Me fijo en sus musculosas pantorrillas, a las que no favorecen nada las medias de color carne con las que seguramente está obligada a complementar el uniforme de policía.

—¿Tienen alguna teoría? —le está preguntando Greg al joven agente.

Calculo que no debe de ser mucho mayor que Kit. ¡Pero si aún tiene la cara picada por el acné! Pobre chaval. Tiene el pelo rubio, la piel rosada bajo una capa de granos.

—En este tipo de casos, si no es un accidente y no se ha producido ninguna ilegalidad, la familia suele estar detrás del asunto —dice el chico.

La agente Kirwin le da un codazo en las costillas y le lanza una mirada severa.

—Por el momento no tenemos ninguna teoría clara —señala Kirwin—, aunque estamos siguiendo varias pistas.

—Estoy convencida de que Helen no tiene nada que ver con el asunto —asegura Kit—. Ni Mick tampoco. Ambos son personas estupendas. A Jez siempre le gustó refugiarse en su casa; de hecho, prefería vivir con ellos que con su madre, en París. Helen y Mick son gente sencilla y de fiar como pocos.

—De modo que no han notado ningún cambio en Helen de un tiempo a esta parte —inquiere la agente Kirwin.

—No, por Dios —responde Greg, mirándome—. No hemos notado nada, ¿verdad, Sonia?

—Nada en absoluto —logro aclarar—. Cuando la vi ayer, era la misma de siempre.

—¿Saben si ha estado sometida a un estrés excesivo en el trabajo?

—Últimamente no nos vemos con frecuencia —digo—. Ayer fue la primera vez que hablamos de verdad en meses. Obviamente estaba angustiada por su sobrino, pero por lo demás, me pareció la misma de siempre.

—¿Reparó en sus hábitos alcohólicos?

La miro fijamente. Sí, advertí que Helen bebía en exceso, pero ¿a qué viene eso? ¿Qué consecuencias puede tener mencionarlo?

—Le gusta el vino —digo—. Siempre le ha gustado.

—Entonces ¿no cree que se trate de nada fuera de lo común? ¿Nada preocupante?

Niego con la cabeza.

—¿Y qué hay del padre? —pregunta Greg—. Desapareció del mapa, ¿verdad, Sonia?

Me quedo mirando a Greg. ¿Hasta qué punto cree que conozco a los sobrinos de mis amigas, por el amor de Dios?

—No tengo ni idea —digo.

—Sí, mamá, Helen nos lo contó, ¿no te acuerdas? El padre de Jez los abandonó y se fue a vivir a Marsella. Hará unos tres años.

—Ah, puede ser —digo.

—Ya hemos contactado con él —dice el agente—. Y la madre del chico se aloja en casa de su hermana, de modo que también hemos hablado con ella. En este caso, y por el momento, creemos que se trata de un accidente, posiblemente de un ahogamiento, aunque por supuesto…

—Josh, ya basta —lo interrumpe la agente Kirwin.

—¿Disponen de alguna pista? —pregunta Kit.

—En realidad no. Pero por desgracia el ahogamiento figura en nuestra lista de posibilidades. No contemplamos un suicidio, al menos teniendo en cuenta los indicios, pero sí un trágico accidente. Son más frecuentes de lo que imaginan, especialmente cuando a la víctima le gusta trepar por las paredes y por los puentes del río.

—Es horrible —dice Kit.

—Gracias por su ayuda —se despide el joven agente de la cara picada.

—Faltaría más —dice Greg—. Si podemos hacer algo más, lo que sea, cuenten con nosotros. Al fin y al cabo, Dios mío, es casi un amigo. Es terrible. ¿Nos informarán si averiguan algo?

—Estoy segura de que llegará a sus oídos —dice la agente Kirwin—. Me temo que a la prensa le encantan este tipo de casos. Aparecer en los medios es un regalo envenenado, aunque algunas veces ayuda.

En cuanto se han marchado, nos quedamos unos segundos mirándonos unos a otros.

—¡Qué miedo! —exclama Kit—. Estas cosas me afectan mucho. ¡Pobre Jez! ¡Es horrible!

—Esperemos que todo acabe bien —dice Harry.

—La verdad es que yo suelo llevar bastante bien los casos que recibimos en urgencias. Pero si es algo cruel o violento, y especialmente si se trata de alguien que conozco, luego no consigo sacármelo de la cabeza —dice Kit, al borde de las lágrimas.

—Vamos, vamos —la consuela Harry, pasándole un brazo por los hombros.

—Tenéis que marcharos —advierte Greg, comprobando la hora—. Intentad no pensar demasiado en todo este asunto. Estoy convencido de que terminará apareciendo. Los adolescentes se marchan por toda clase de motivos. Seguramente, al final resultará que ha estado haciendo una ruta hippie por Marruecos o algo por el estilo, intentando encontrarse a sí mismo.

—Por Dios, papá —dice Kit—. ¿En qué siglo crees que vives?

—Meteos en el coche —dice Greg—. Os llevaré a Euston.

Levanto rápidamente la mirada.

—¿Y tú? ¿No tienes que preparar tus maletas?

—¡Ajá! Estaba esperando que me lo preguntaras. He aplazado mi siguiente viaje. Me quedaré en casa unos cuantos días más para estar contigo, cariño.

Lo dice con un brillo de esperanza en los ojos, como si estuviera convencido de que de pronto me va a apetecer tenerlo por aquí solo porque nos hemos acostado.

Noto cómo se me tensa la mandíbula. La rabia que experimenté en un principio por tener que trasladar a Jez al garaje se apodera nuevamente de mí. Es una rabia tan intensa que me echo a temblar. ¡Nada es como tendría que ser! En primer lugar, que tenga que estar ahí encerrado. Luego que tuviera que sufrir las atroces humillaciones de ayer, y que tardamos más de una hora en resolver cuando volví de la ópera. Tuve que limpiarlo y cambiarlo de ropa como si fuera un bebé, al tiempo que lo mantenía atado para que no pudiera intentar ninguna tontería debido a su estado de agitación. Y por último tuve que rogarle que me dejara darle de comer. Fue una situación sumamente humillante para los dos.

Me despido de Kit con un beso. Su pelo me acaricia la mejilla y, durante un breve instante, echo de menos la época en que era una niña y por las noches no quería soltarme. A veces se aferraba a mí con tanta fuerza que tenía que meterme en la cama con ella y esperar hasta que se durmiera. Si sus dedos suaves como plumas encontraban una parte tensa en mi cara, la aliviaban acariciándola con instinto infantil. Al verla cruzar el patio junto a Greg, con Harry sujetándola por la cintura, siento como si hubiera tirado de una parte de mí, de un cabo que estaba suelto y que al alejarse fuera desovillándome. Ya nunca nos abrazamos, apenas nos tocamos. Ya no me necesita, hace años que se vale sin mí. Desaparece a través de la puerta del muro y yo siento cómo un doloroso abismo se abre en mi interior.

Pero gracias a Dios, ahora tengo a Jez.